Orwell en España

I

 

En el Cuartel Lenin de Barcelona, un día antes de alistarme en las milicias populares, vi a un miliciano italiano delante de la mesa de los oficiales.

Era un joven de veinticinco o veintiséis años, de aire resuelto, pelo entre rubio y rojo, y espaldas poderosas. La gorra de cuero le caía decididamente sobre un ojo. Estaba de costado, la barbilla en el pecho, mirando con un frunce de confusión el mapa que un oficial había desplegado en la mesa. Advertí en su cara algo que me conmovió profundamente. Era la cara de un hombre que mataría y daría la vida por un amigo, la clásica cara que se espera en un anarquista, aunque era probable que fuese comunista. En aquella cara había franqueza y ferocidad, y también ese respeto enternecedor que sienten los analfabetos por sus presuntos superiores. Era evidente que el mapa era chino para él; era evidente que interpretar un mapa representaba para él una hazaña intelectual extraordinaria. No sabría decir por qué, pero creo que no he conocido a nadie —quiero decir a ningún hombre— con quien haya simpatizado con tanta rapidez. En la conversación de los de la mesa se mencionó que yo era extranjero. El italiano levantó la cabeza y dijo de inmediato:

¿Italiano?

No, inglés —respondí en mi mal español—. ¿Y tú?

Italiano.

Al salir se me acercó y me estrechó la mano con fuerza. Qué extraño que podamos sentir tanto afecto por un desconocido. Fue como si su espíritu y el mío hubieran salvado el abismo del idioma y las tradiciones y se hubieran compenetrado a fondo. Esperaba haberle caído tan bien como él a mí. Pero yo sabía que para conservar aquella primera impresión no debía volver a verlo; y huelga decir que no volví a verlo. Siempre se trababan relaciones así en España.

Menciono a este italiano porque se me ha quedado vivamente grabado en la memoria. Con el uniforme raído y aquel rostro feroz y enternecedor, tipifica para mí el clima especial de aquellos tiempos. Está unido a todos mis recuerdos de aquella fase de la guerra: las banderas rojas de Barcelona; los trenes destartalados y llenos de soldados mal vestidos, que se arrastraban hacia el frente; los pueblos grises, alcanzados por la guerra, que nos salían al paso; las gélidas trincheras de las montañas.

Fue a fines de diciembre de 1936, hace menos de siete meses, y sin embargo es un periodo que ha quedado muy lejos del presente. Los sucesos posteriores lo han sepultado por completo, más que 1935, o que 1905, para el caso. Había ido a España con la vaga idea de escribir artículos de prensa, pero no tardé en integrarme en las milicias populares, porque en aquel momento y en aquella atmósfera parecía lo único razonable. Los anarquistas gobernaban prácticamente toda Cataluña y la revolución estaba todavía en plena ebullición. A quien hubiera estado allí desde el comienzo es probable que tuviera la impresión, incluso en diciembre o en enero, de que el momento revolucionario tocaba a su fin; pero para quien llegaba directamente de Inglaterra, el aspecto de Barcelona era asombroso y sobrecogedor. Era la primera vez en mi vida que estaba en una ciudad donde la clase trabajadora tenía el mando. Casi todos los edificios estaban en poder de los obreros y engalanados con banderas rojas o rojinegras; en todas las paredes había hoces, martillos e iniciales de grupos revolucionarios, el interior de la mayoría de las iglesias había sido destruido y quemadas sus imágenes. Equipos de trabajadores se dedicaban a demoler sistemáticamente algunos templos. En todas las tiendas y bares había inscripciones que decían que se habían colectivizado; se habían colectivizado hasta los limpiabotas, que llevaban la caja pintada con el rojo y el negro de los anarquistas. Los camareros y los encargados miraban a la cara a los clientes y los trataban de igual a igual. Las formas de tratamiento serviles, e incluso las protocolarias, habían desaparecido por el momento. Nadie decía «señor», ni «don», ni siquiera «usted». Todos se llamaban camarada, se tuteaban y para saludar decían «salud» en vez de «buenos días». Una de mis primeras experiencias fue un sermón que me echó el gerente de un hotel porque quise darle propina a un ascensorista. No había vehículos privados, todos se habían requisado, y los tranvías, los taxis y otros medios de transporte circulaban pintados de rojo y negro. Por todas partes había carteles revolucionarios que ardían en las paredes con unos rojos y unos azules tan intensos que los demás anuncios parecían pegotes de barro. En las Ramblas, la ancha arteria del centro de la ciudad por donde circulaba un río interminable de gente, las canciones revolucionarias atronaban desde los altavoces durante todo el día hasta bien entrada la noche. Era el aspecto de las multitudes lo más extraño de todo. Por fuera semejaba una ciudad en la que las clases adineradas hubieran dejado prácticamente de existir. Exceptuando a una reducida cantidad de mujeres y extranjeros, no había ni una sola persona «bien vestida». En su mayoría llevaban ropa basta de obrero, o mono azul, o alguna variante del uniforme miliciano. Todo esto resultaba extraño y conmovedor a un tiempo. Yo no entendía muchas cosas, algunas ni siquiera me gustaban, pero supe al instante que era un estado de cosas por el que valía la pena luchar. Y también creí que todo era lo que parecía, que aquello era en verdad un estado obrero y que la burguesía o había huido, o había muerto o se había pasado al bando de los trabajadores por propia voluntad; no me di cuenta de que muchos burgueses ricos se habían limitado a quitarse de en medio, disfrazándose provisionalmente de proletarios.

Mezclado con todo esto se percibía también el aire maligno de la guerra. La ciudad presentaba un aspecto caótico y desolado, el estado de las calles y los edificios era lamentable, las calles estaban medio a oscuras por la noche por temor a los ataques aéreos, casi todas las tiendas estaban sucias y medio vacías. Había poca carne, la leche era prácticamente inencontrable, escaseaban el carbón, el azúcar y la gasolina, y sobre todo escaseaba el pan. Incluso en aquel periodo las colas del pan alcanzaban centenares de metros. Sin embargo, por lo que se veía, la gente estaba contenta y tenía esperanza. No había desempleo y el coste de la vida era bajísimo; había muy pocos indigentes manifiestos y nadie mendigaba salvo los gitanos. Por encima de todo, había fe en la revolución y en el futuro, una sensación de haber entrado de súbito en una era de igualdad y libertad. Los seres humanos procuraban comportarse como seres humanos y no como piezas del engranaje capitalista. En las barberías había avisos de los anarquistas (casi todos los barberos lo eran) en que se proclamaba solemnemente que los barberos ya no eran esclavos. En las calles había carteles de colores en que se invitaba a las prostitutas a dejar de ser prostitutas. Para quien llegaba de la encallecida y desdeñosa civilización de los pueblos anglófonos había algo enternecedor en la literalidad con que aquellos españoles idealistas interpretaban los eslóganes de la revolución. En las calles se vendían por unos céntimos canciones revolucionarias de lo más ingenuo, todas sobre la hermandad proletaria y la maldad de Mussolini. He visto a muchos milicianos analfabetos adquirir estas canciones, descifrar trabajosamente las palabras, y luego, cuando les cogían el tranquillo, tararearlas acomodándolas al son de cualquier melodía.

Todo este tiempo estuve en el Cuartel Lenin, en teoría preparándome para ir al frente. Al alistarme me habían dicho que me enviarían al frente al día siguiente, pero lo cierto es que tuve que esperar mientras se formaba una centuria. Las milicias civiles, organizadas deprisa y corriendo por los sindicatos al comienzo de la guerra, no se habían estructurado, a pesar de todo, como un ejército normal. Las unidades básicas eran la sección, de unos treinta hombres, la centuria, de unos cien, y la columna, que equivalía en la práctica a cualquier grupo numeroso. El Cuartel Lenin era un complejo de magníficos edificios de piedra, con una escuela de equitación y enormes patios adoquinados; había sido cuartel de caballería y se había tomado durante los combates de julio. Mi centuria dormía en una cuadra, al pie de los comederos de piedra, donde seguían grabados los nombres de los animales. Todos los caballos habían sido enviados al frente, pero el lugar seguía oliendo a orina de equino y a paja podrida. Estuve en el cuartel alrededor de una semana. Recuerdo sobre todo el olor a caballo, los trémulos toques de corneta (todos nuestros cornetas eran aficionados y sólo aprendí los toques militares españoles cuando se los oí de lejos a los fascistas), el impacto de las botas claveteadas en el patio, los largos desfiles matutinos bajo el sol invernal, los disparatados partidos de fútbol de cincuenta contra cincuenta en el suelo de gravilla del picadero. En total había en el cuartel alrededor de mil hombres y una veintena de mujeres, sin contar a las esposas de los milicianos, que hacían la comida. Quedaban aún había mujeres sirviendo en las milicias, pero no muchas. En las primeras batallas habían luchado hombro con hombro junto a los varones, con toda normalidad; parece lo más natural en tiempos de revolución. Pero las ideas estaban cambiando ya. Los milicianos no podían acercarse al picadero mientras las mujeres hacían instrucción allí, porque se reían de ellas y las distraían. Unos meses antes a nadie le habría parecido cómico que una mujer empuñase un arma.

El cuartel entero respiraba el caos y la suciedad en que los milicianos sumían todos los edificios que ocupaban y que parece ser una consecuencia inevitable de las revoluciones. Por todos los rincones había montones de muebles reducidos a leña, sillas de montar rotas, cascos de jinete, vainas sin sable y comida que se había echado a perder. En mi barracón tirábamos una cesta de pan tras cada comida, un hecho lamentable habida cuenta de que el pan escaseaba entre la población civil. Comíamos sentados ante largas mesas de caballetes, en marmitas de estaño siempre grasientas, y bebíamos de un espantoso utensilio llamado porrón. Un porrón es una vasija de vidrio con un pitón del que sale un chorrito de vino cuando se inclina; se puede beber así de lejos, sin tocarlo con los labios, y pasa de mano en mano. En cuanto vi un porrón en funcionamiento, me declaré en huelga y exigí un vaso. Tal y como yo lo veía, era demasiado parecido a un orinal de hospital, sobre todo cuando contenía vino blanco.

Poco a poco iban repartiendo uniformes a los reclutas y, como estábamos en España, las cosas se entregaban sin orden ni concierto y nunca se sabía con seguridad ni quién recibía algo ni qué recibía, y algunos de los artículos que más necesitábamos, como cintos y cartucheras, se nos entregaron en el último instante, cuando ya nos estaba esperando el tren para llevarnos al frente. He hablado del «uniforme» miliciano, lo cual podría llamar a engaño. No era exactamente un uniforme. Puede que «multiforme» sea un nombre más apropiado. Todas nuestras vestimentas tenían el mismo aire general, pero no había dos atuendos que fueran idénticos. Prácticamente todos llevábamos bombachos de pana, pero aquí terminaba la uniformidad. Unos llevaban polainas de vendas; otros, sobreempeines de pana; otros, leguis de cuero o botas de caña alta. Todos llevábamos cazadoras de cremallera, pero unas eran de cuero y otras de lana, de todos los colores imaginables. Los gorros eran tan variados como sus portadores. Lo normal era adornar la parte delantera con la insignia de algún partido y casi todos llevaban además un pañuelo rojo o rojinegro al cuello. Una columna de milicianos era en aquellos tiempos una muchedumbre de lo más vistoso. Sea como fuere, las prendas tenían que entregarse conforme salían de esta o aquella fábrica, así que no eran malas prendas, dadas las circunstancias. Las camisas y calcetines eran unas piezas de lana que daban más pena que abrigo. No quiero ni pensar en lo que tuvieron que padecer los milicianos durante aquellos meses, hasta que todo se organizó. Recuerdo haberme encontrado un periódico de hacía apenas dos meses en el que un dirigente del POUM afirmaba, tras haber visitado el frente, que haría lo posible para que «todo miliciano tuviera una manta». Quien hay dormido alguna vez en una trinchera se echaría a temblar al oír semejante frase.

Durante mi segundo día de cuartel empezó lo que llamaban cómicamente «instrucción». Al principio se produjeron situaciones caóticas espeluznantes. Los reclutas eran en su mayoría jóvenes de dieciséis o diecisiete años de los barrios pobres de Barcelona, llenos de ardor revolucionario pero totalmente ignorantes del significado de la guerra. Era imposible incluso ponerlos en hilera. No había disciplina; si a un hombre no le gustaba una orden, salía de la formación y discutía a gritos con el oficial. El teniente que nos daba la instrucción era un joven agradable, corpulento y de cara lozana; había sido oficial del ejército regular y seguía pareciéndolo, con su porte elegante y su impecable uniforme. Lo curioso es que era un socialista sincero y ardiente. Insistía incluso más que los soldados rasos en la absoluta igualdad social de los grados militares. Recuerdo la dolorosa sorpresa que se llevó cuando un recluta ignorante lo llamó señor.

—¿Qué? ¿Señor? ¿Quién me llama señor? ¿No somos todos camaradas?

Dudo que aquello le facilitara la tarea. Entretanto, los reclutas no recibían ninguna preparación militar que pudiera serles remotamente útil. Me habían dicho que los extranjeros no estábamos obligados a hacer «instrucción» (los españoles estaban desarmantemente convencidos de que todos los extranjeros sabían más que ellos de asuntos militares), aunque como es lógico fui con los demás. Tenía muchas ganas de aprender a disparar con ametralladora, pues nunca había tenido oportunidad de manejar una, pero me quedé de una pieza al comprobar que no nos enseñaban nada sobre armas. La llamada instrucción no era más que una anticuada y estúpida serie de ejercicios en el campo de desfiles; variación derecha, variación izquierda, media vuelta, desfilar rígidamente en columna de a tres y todas esas inútiles insensateces que ya me habían enseñado cuando tenía quince años. Era una forma sorprendente de instruir a un ejército de guerrilleros. Si sólo se cuenta con unos días para instruir a un soldado, lo lógico es enseñarle lo que más falta va a hacerle: a ponerse a cubierto, a avanzar por terreno descubierto, a montar guardias y a construir un parapeto, y sobre todo a usar armas. Sin embargo, a aquella masa de jóvenes ávidos que iba a ser lanzada al frente al cabo de unos días ni siquiera se le enseñaba a disparar un fusil o a liberar la espoleta de una bomba. No caí en la cuenta en aquel momento de que aquella situación se debía a que no había armas disponibles; las milicias del POUM padecían una escasez de fusiles tan desesperante que las tropas de refresco que llegaban al frente tenían que quedarse con los fusiles de los soldados a los que relevaban. Creo que en todo el Cuartel Lenin no había más fusiles que los de los centinelas.

Al cabo de unos días, a pesar de que en términos normales éramos todavía un desastre, se nos consideró preparados para aparecer en público, y marchábamos por la mañana en formación hasta los jardines de la colina del otro lado de la plaza de España. Era el campo de instrucción de todas las milicias, de los carabineros y de los primeros contingentes del recién constituido Ejército Popular. Allí arriba, el espectáculo era extraño y estimulante. Por todos los caminos y senderos, flanqueados por lechos de flores, desfilaban arriba y abajo pelotones y compañías, todos tiesos, con el pecho fuera y esforzándose por parecer soldados. Ninguno llevaba armas ni el uniforme completo, aunque casi todos lucían alguna prenda del uniforme miliciano. La dinámica siempre era más o menos la misma. Íbamos de aquí para allá durante tres horas (el paso de desfile español es corto y rápido), nos deteníamos, rompíamos filas y nos precipitábamos con la garganta seca hacia la pequeña tienda que había en mitad de la ladera y que estaba haciendo su agosto con el vino barato. Todos eran muy cordiales conmigo. De algún modo, el hecho de que fuera inglés despertaba su curiosidad, y los oficiales de carabineros me agasajaban y me invitaban a beber. Mientras tanto, siempre que podía acorralar al teniente le pedía a gritos que me enseñaran a utilizar una ametralladora. Sacaba el diccionario Hugo del bolsillo y le decía en un español infame:

Yo sé manejar fusil. No sé manejar ametralladora. Quiero aprender ametralladora. ¿Cuándo vamos aprender ametralladora?

Por toda respuesta obtenía siempre una sonrisa nerviosa y la promesa de que habría instrucción con ametralladora mañana. Huelga decir que mañana no llegó nunca. Pasaron los días y los reclutas aprendieron a llevar el paso y a ponerse firmes casi con elegancia, pero si sabían por qué extremo del fusil salía la bala, ya sabían mucho. Un día se nos acercó un carabinero armado mientras estábamos en descanso y nos dejó ver su fusil. Resultó que el único de mi sección que sabía cómo se cargaba era yo, y no digamos apuntar con él.

Durante todo este tiempo no dejé de forcejear con la lengua española. Aparte de mí, sólo había otro inglés en el cuartel y ni siquiera los oficiales sabían una palabra de francés. No me facilitaba las cosas el que mis compañeros, cuando hablaban entre sí, se expresaran normalmente en catalán. Mi única solución era ir a todas partes con un pequeño diccionario que sacaba del bolsillo en los momentos críticos. Pero prefería ser extranjero en España a serlo en otros lugares. ¡Qué fácil es hacer amigos en España! En apenas dos días una veintena de milicianos me llamaban ya por el nombre de pila, me lo explicaban todo y me abrumaban con su generosidad. Pero no es éste un libro de propaganda y no pretendo idealizar a los milicianos del POUM. La organización de las milicias tenía serios defectos y los hombres eran muy dispares, ya que la recluta voluntaria se estaba acabando y muchos de los mejores hombres estaban ya en el frente o muertos. Siempre había entre nosotros un porcentaje de personal completamente inútil, jóvenes de quince años, alistados por sus padres, no ocultaban que lo hacían por las diez pesetas diarias que cobraban los milicianos, y también por el pan que el cuartel recibía en abundancia y que se llevaban a escondidas a casa de la familia. Pero desafío a cualquiera a que se meta, como yo, entre la clase obrera española —quizá debería decir catalana, porque, con la excepción de un puñado de aragoneses y andaluces, sólo me mezclé con catalanes—, a ver si no se siente impresionado por su honradez básica; y, por encima de todo, por su franqueza y su generosidad. La generosidad española, en el sentido corriente de la palabra, resulta a veces embarazosa; pides un cigarrillo y te obligan a quedarte con el paquete entero. Pero hay además otra generosidad, en un sentido más profundo, una auténtica grandeza de espíritu que he visto una y otra vez en las circunstancias menos favorables. Ciertos periodistas y otros extranjeros que fueron a España durante la guerra han afirmado que, en el fondo, los españoles estaban resentidos por la ayuda exterior; lo único que puedo decir es que no vi por ningún lado tal resentimiento. Recuerdo que unos días antes de salir del cuartel llegó del frente un grupo de hombres de permiso. Comentaban emocionados sus experiencias, y hablaban con mucho entusiasmo de los voluntarios franceses que habían estado con ellos en Huesca. Los franceses eran muy valientes, decían, y añadían con vehemencia:

Más valientes que nosotros.

Yo puse objeciones, claro, y ellos replicaron que los franceses conocían mejor el arte de la guerra, sabían más de bombas, de ametralladoras y otras cuestiones. Pero la observación había sido reveladora. Un inglés se habría dejado cortar la mano antes de decir algo parecido.

Todos los extranjeros alistados en las milicias civiles pasaban las primeras semanas aprendiendo a amar a los españoles y a desesperarse ante algunas de sus características. En el frente, mi exasperación llegaba a veces a rozar la cólera. Los españoles saben hacer muchas cosas, pero no la guerra. Todos los extranjeros se quedan consternados por su ineficacia y, sobre todo, por su irritante impuntualidad. Una palabra española que ningún extranjero deja de aprender es mañana; siempre que es posible, los asuntos de hoy se posponen hasta mañana. Es tan evidente que los mismos españoles hacen bromas al respecto. Desde las comidas hasta las batallas, en España no hay nada que se produzca nunca en el momento previsto. Por lo general, las cosas se hacen tarde, aunque de vez en cuando —para que uno no confíe ni siquiera en que se hacen siempre a deshoras— se hacen antes de tiempo. Un tren que tiene prevista la salida a las ocho saldrá normalmente a las nueve o las diez, pero aproximadamente una vez a la semana saldrá a las siete y media, porque le da por ahí al maquinista. Estos detalles pueden resultar un tanto exasperantes. A pesar de que en teoría admiro a los españoles porque no padecen la neurosis cronométrica de nosotros los nórdicos, por desgracia también yo la padezco.

Después de infinitos rumores, mañanas y retrasos, dieron orden de partir para el frente en un plazo de dos horas, y aún nos faltaba la mitad del equipo. Hubo auténticos tumultos en el cuarto del furriel; al final, fueron muchos los que tuvieron que partir sin el equipo completo. En un abrir y cerrar de ojos, los barracones se habían llenado de mujeres que parecían haber surgido de la tierra y ayudaban a sus parientes masculinos a liar la manta y a hacer el macuto. Fue un tanto humillante que una española, la mujer de Williams, el otro miliciano inglés, tuviera que enseñarme a ponerme las cartucheras recién obtenidas. Era una criatura amable, de ojos negros y muy femenina, con aspecto de haber nacido para mecer una cuna, aunque la verdad es que había luchado con valentía en las batallas callejeras de julio. En aquel momento llevaba en brazos un niño que había nacido diez meses después del estallido de la guerra y que quizá había sido concebido tras una barricada.

El tren tenía que salir a las ocho, y a las ocho y diez los intranquilos y sudorosos oficiales consiguieron concentrarnos en el patio del cuartel. Conservo un diáfano recuerdo de la escena iluminada por las antorchas, el alboroto, la emoción, las banderas rojas ondeando a la luz de las llamas, la prieta formación de los milicianos con el macuto en la espalda y las mantas enrolladas colgadas en bandolera; y los gritos, y el resonar de las botas y las marmitas de estaño, y luego el ruidoso siseo para pedir un silencio que acabó por imponerse; y, a continuación, un comisario político que se colocó al pie de una gigantesca bandera roja y lanzó una arenga en catalán. Finalmente, nos condujeron a la estación, por el camino más largo, de cinco o seis kilómetros, para que nos viera toda la ciudad. En las Ramblas nos detuvimos para escuchar un par de himnos revolucionarios, interpretados por una banda de música que nos habían cedido. Y otra la vez la apoteosis de los héroes, gritos de entusiasmo, banderas rojas y rojinegras por todas partes, multitudes vitoreantes apelotonadas en las aceras para vernos, mujeres que saludaban desde las ventanas. Qué natural me parecía todo entonces; qué remoto e inverosímil en la actualidad. El tren estaba tan atestado que apenas había sitio libre en el suelo, no digamos en los asientos. En el último momento, la mujer de Williams llegó corriendo por el andén y nos dio una botella de vino y una ristra de esas salchichas rojas que saben a jabón y producen diarrea El tren fue saliendo de Cataluña para adentrarse en la meseta aragonesa a menos de veinte kilómetros por hora, velocidad normal en tiempo de guerra.