Iraq nació entre 1920 y 1923, cuando Gran Bretaña impuso la creación de
un Estado y forzó a un conjunto geográfico multicomunitario a identificarse con
una concepción nacional que le era ajena. El término al-`Irâq había sido utilizado por los geógrafos árabes desde el
siglo VIII para referirse al territorio que se extiende a lo largo de los dos
grandes ríos del Tigris y el Eufrates, y que en Europa se conoce con el nombre
de Mesopotamia, cuna de grandes civilizaciones como Sumer o Babilonia. Esta
región se integró desde el año 633 en el imperio islámico y, bajo la dinastía
Abbasí, Bagdad llegó a ser la capital de dicho imperio durante los siglos de
mayor esplendor de la civilización musulmana.
El Imperio islámico fue un conjunto sociopolítico que existió desde el
siglo VII hasta comienzos del XX, si bien sus fronteras variaron notablemente
durante esos trece siglos. En términos políticos, fue gobernado por un orden
conocido como Califato, regido por diferentes dinastías que fueron cambiando a
lo largo del tiempo. Los Omeyas (661-750) establecieron el orden de sucesión
dinástica y situaron la capital en Damasco, hasta que en el año 750 fueron
derrocados por los Abbasíes. El Califato Abbasí trasladó el centro de gravedad
del Imperio de Siria a Iraq, situando la capital en una nueva ciudad fundada
por el segundo califa abbasí, llamada Bagdad. El periodo del califato de Bagdad
fue el momento de mayor esplendor y desarrollo del imperio islámico, por lo que
esta ciudad ocupa un lugar especial en la memoria histórica de todo el mundo
musulmán y árabe, como centro simbólico de la civilización islámica. No
obstante, desde el siglo X, las luchas intestinas y las veleidades
independentistas locales fueron minando el poder central abbasí. Paralelamente,
las elites turcas islamizadas, procedentes de las regiones más nororientales
del imperio, se habían ido integrando progresivamente en el ejército y la
administración califal y se hacían cada vez más influyentes. Entretanto, los
mongoles, originarios de los bosques siberianos e instalados en las estepas de
Mongolia, habían construido un imperio bajo el liderazgo de Gengis Jan
(1162-1227). Uno de sus sucesores, Hulagu Jan, invadió el imperio islámico,
arrasó Bagdad en 1258 y se apoderó de Damasco, siendo contenido en su avance por
los mamelucos, dinastía turca que de
facto gobernaba desde El Cairo, aunque reconociendo institucionalmente la
autoridad califal abbasí. De hecho, el Califa abbasí, una vez expulsado por los
mongoles de Bagdad, se instaló en El Cairo, si bien su autoridad se redujo a
los aspectos meramente simbólicos y formales. Desde el siglo XIII, tras la
invasión mongol y mientras los mamelucos dominaban Egipto, la dinastía turca de
los Uzmaníes (otomanos) fue recuperando para el imperio islámico el Oriente
árabe y el pequeño espacio geográfico que aún era Bizancio. En 1453 tomaron
Constantinopla (llamada Estambul desde entonces) y a lo largo del siglo XVI
ampliaron su dominación al Egipto mameluco y al Norte de Africa. En definitiva,
lograron reunificar el imperio islámico, aunque en unas fronteras más reducidas
que las de antaño, limitado a la península anatólica, todo el Oriente árabe y
el Norte de Africa, con excepción de Marruecos, y pusieron fin a la
representación formal abbasí, asumieron el Califato y trasladaron su capital a
Estambul. Por primera vez en la historia, el Califato dejaba de estar
representado por una dinastía árabe, lo que rompía la tradición de que el
Califa debía pertenecer a un linaje emparentado con el clan Quraishí al que
pertenecía el Profeta, y ser por tanto, de origen necesariamente árabe.[i]
Así pues, desde el siglo XVI, el territorio que se convertiría en el
Estado de Iraq a principios del XX formaba parte del Imperio otomano, dividido
en tres provincias o wilayas separadas:
las de Mosul, Bagdad y Basora. El poder otomano, ya fuese a través de la
oligarquía de los mamelucos georgianos o, desde 1835, directamente, mantuvo en
lo fundamental las jerarquías de las múltiples comunidades y formas sociales
que componían el variado mosaico de estas regiones, limitándose a garantizar su
control.
La invasión y ocupación británica de estas tres provincias otomanas,
iniciada con la toma de Basora en octubre de 1914, en el marco de la primera
guerra mundial (el Imperio otomano era aliado de Alemania y Austria en dicha
guerra), y su transformación en un Estado bajo Mandato de la Sociedad de
Naciones, concedido a Gran Bretaña tras la guerra, cambió radicalmente el mundo
de todos sus habitantes. Pero era el resultado de un proceso que había
comenzado muchos años antes. Desde mediados del siglo XIX, Oriente Medio había
perdido el control de su historia, que había pasado a Europa, y los
acontecimientos internos contaban muy poco frente a las intervenciones de las
potencias extranjeras, que se fueron asegurando el dominio de toda la región.
Con el Imperio otomano bajo tutela económica europea, la libertad de
acción política de las naciones europeas sobre las provincias árabes otomanas
fue desposeyendo progresivamente a Estambul de su soberanía. La transición del siglo
XIX al XX estuvo dominada en Oriente por el «Gran Juego», un complejo y sinuoso
ejercicio de diplomacia secreta entre ingleses, rusos, alemanes y franceses,
del que finalmente los primeros salieron victoriosos. De hecho, desde la
creación de la Compañía de Indias en 1599, sus directivos fueron conscientes de
que la región del Golfo Pérsico constituía una zona clave que no debía caer en
manos enemigas. Mesopotamia, cuyo territorio abarcaba la enorme desembocadura
del Tigris y el Eufrates al Golfo Pérsico, era el corazón de Oriente Medio que
los británicos desde entonces aspiraban dominar. Así, ya en 1643 un agente de
la Compañía se instaló en Basora, en 1764 Gran Bretaña obtuvo el permiso para
abrir un consulado en esta ciudad y, finalmente, en 1798 se instaló en Bagdad
un residente permanente de Su Majestad bajo la protección de una guardia india.
Esto tenía lugar en el mismo momento en que Francia, consciente de que, más
allá de las querellas continentales dominantes hasta entonces, se abría una
nueva era diplomática a nivel mundial, organizó la expedición napoleónica a
Egipto con el fin de situarse en la ruta de las Indias.
Ya en el siglo XIX, utilizando el dinero y la coacción militar, Londres
convirtió en clientes suyos a los emires del Golfo, logrando su independencia
del poder otomano, y comenzó a moldear lo que después serían los protectorados
británicos sobre Kuwait, Bahrein, Qatar y Omán. Más tarde, el 23 de junio de
1913, el residente británico en Bagdad escribía al gobierno de las Indias y a su
colega en Estambul que «en razón de la dislocación posible de Turquía y de la
creación de esferas de influencia de las potencias extranjeras, parece
corresponder al gobierno británico conservar todas las ventajas que posee ya en
Mesopotamia y que constituyen su esfera natural de influencia en el Imperio
otomano».[ii]
Para conseguir este objetivo los británicos alimentaron, e incluso crearon, un
nacionalismo árabe que se levantase contra los turcos, atrayéndose a su favor
una elite local que bautizaron de «revolucionaria» en beneficio de su causa.
Por primera vez en esta región, aunque no sería la última, el Occidente
democrático ignoró a los pueblos, creó elites superficiales y no tuvo en cuenta
más que la explotación inmediata de los territorios, en los que empezaba a
aparecer petróleo.
El poder otomano había basado su política de integración de las elites
árabes en el reclutamiento de numerosos oficiales originarios de las provincias
árabes en el ejército. Londres, por su parte, va a buscar apoyos políticos locales
entre algunos notables ashrâf[1]
y entre los oficiales árabes en el ejército turco que habían creado
sociedades secretas, entre las que destacó al-`Ahd
(el Pacto) porque de sus componentes iraquíes salieron los principales jefes
del Iraq bajo dominación británica, particularmente Nuri al-Said, el hombre que
siempre estuvo al lado de los británicos y que protagonizó buena parte de los
gobiernos del Iraq monárquico. Por otro lado, desde hacía tiempo los británicos
observaban con interés el linaje de los Hachemíes, representados por el jerife
Hussein de la Meca y sus hijos Ali, Abdallah, Faysal y Zaid, consciente de que
la precaria situación económica de éstos y sus aspiraciones políticas de
gobernar un reino árabe que incluyese el Creciente Fértil y Arabia los podían
convertir en útiles aliados. A los Hachemíes de La Meca, Londres les expresó su
posición favorable a la «nación árabe» y, por tanto, el mutuo interés que
compartían contra el poder turco otomano.[iii]
El estallido de la primera guerra mundial fue la ocasión de poner a
prueba a los futuros reyes de las monarquías probritánicas mediorientales. El
10 de junio de 1916, el jerife Hussein declaró la independencia la región arábe
del Heyaz y llamó a la insurrección general de los árabes contra los turcos,
mientras el general Sir Stanley Maud tras tomar Bagdad el 11 de marzo de 1917,
a la cabeza de la poderosa expedición militar británica, hizo una proclamación
de encendido pro-arabismo, interesadamente dirigida a favorecer la idea de un
protectorado británico: «El gobierno de la Gran Bretaña y las grandes potencias
aliadas están decididos a que los árabes no hayan sufrido en vano. Estas
potencias actúan con el deseo de que la raza árabe vuelva a ser grande y
gloriosa entre los pueblos de la tierra y que se una a este fin en armonía y
concordia. Pueblos de Bagdad, recordad que durante 26 generaciones habéis
sufrido bajo tiranos extranjeros que han tratado de suscitar las rivalidades
entre las tribus árabes con el fin de beneficiarse de vuestras disensiones.
Gran Bretaña y sus aliados aborrecen tal política. Por tanto, he recibido la
orden de invitaros a participar, a través de vuestros notables y vuestros
representantes, en la dirección de vuestros asuntos civiles en colaboración con
los representantes políticos de Gran Bretaña que acompañan al ejército
británico, para que estéis unidos con los de vuestra raza en el norte, el este,
el sur y el oeste y podáis realizar vuestras aspiraciones».[iv]
Sin embargo, en cuanto los británicos se sintieron dueños de la situación
pusieron fin a la «revuelta árabe» y el alto comisario de Su Majestad sir Percy
Cox, tras la capitulación de Estambul el 30 de octubre de 1918, proponía en sus
informes: «debemos conservar Mesopotamia bajo control de Gran Bretaña y no es
necesario que se una políticamente al resto del mundo árabe. Es más, debería
ser aislada de él en la mayor medida posible. (...) Es imposible establecer en
Mesopotamia un verdadero gobierno árabe. Semejante tentativa equivaldría a
sumergir a Oriente Medio en la anarquía».[v]
El arabismo británico se desvanecía para perjuicio de los Hachemíes, que se
tuvieron que conformar con lo que Londres estaba dispuesto a ofrecerles, que no
era poco. Una vez conseguido el Mandato sobre Palestina e Iraq en el protocolo
de San Remo de abril de 1920, y tras múltiples titubeos para decidir si
imponían un gobierno directo o indirecto, los británicos decidieron optar por
lo segundo y eligieron a los hijos del jerife Hussein, Faysal y Abdallah, para
figurar como cabezas del Estado en Iraq y Transjordania, respectivamente.
La imposición británica de la
Monarquía (1923-1958)
El Iraq de comienzos del Mandato contaba con unos tres millones de
habitantes, de los cuales el 55% eran árabes shiíes, en torno a un 20% eran
kurdos, y menos del 20% eran árabes sunníes. El resto se repartía entre judíos,
cristianos, asirios, yezadíes y turcomanos. El pastoreo y el trabajo agrícola
constituían la ocupación de la mayoría de la población, mientras que en las
tres grandes ciudades del país la vida era muy diferente. Bagdad y Basora
tenían una importante tradición mercantil. Una clase de comerciantes y hombres
de negocios había prosperado exportando materias primas al extranjero,
importando productos manufacturados y manteniendo estrechos lazos con Londres. Bagdad
era la capital del dinero y la banca donde una floreciente comunidad judía
controlaba una buena parte del circuito monetario. Mosul, por el contrario, era
un gran mercado de trueque y de intercambios con Siria, Alepo sobre todo, en
tanto que sus relaciones con los centros de negocios extranjeros eran muy
reducidas. Las ciudades, los pueblos y las comunidades religiosas y tribales
contaban con organismos de administración, arbitraje y de gobierno vinculadas,
antes del Mandato, a las autoridades turcas que se contentaban con asumir las
responsabilidades de principio. Es decir, al contrario de lo que afirmaban los
británicos, en Iraq no había vacío político, sino una población acostumbrada a
regirse y a administrarse. Pero, para justificar la empresa colonial, se
imponía presentar a la opinión internacional el principio de que Europa asumía
la misión civilizatoria de crear un Iraq ex
nihilo, a partir de varios
puñados de beduinos primitivos incapaces del autogobierno.
Los británicos tuvieron que afrontar desde el inicio una oposición
radical iraquí que estalló en la «revolución» de 1920, cuando la Sociedad de
Naciones concedió el Mandato a Gran Bretaña. Sólo la represión y la
intervención militar británicas, que costaron 6000 muertos iraquíes y 500 ingleses
e indios, lograron imponer el Estado y sistema político decididos por Londres.
El 11 de noviembre de 1920 sir Percy Cox proclamaba el Estado árabe local del
que es heredero el actual Iraq. El 23 de agosto de 1923, el emir Faysal era
entronizado en Bagdad para regir una monarquía hereditaria de tipo
constitucional parlamentario, cuyos principios de funcionamiento democrático
fueron siempre y en todo momento desnaturalizados. El rey compartía el poder
legislativo con un parlamento bicameral compuesto de un Congreso de Diputados y
un Senado de 20 miembros elegidos por él; el poder ejecutivo era ejercido por
un primer ministro nombrado por el rey; las elecciones siempre llevaron al
gobierno a los aliados del trono y de los británicos (la sola excepción, en 1954,
provocó que la Cámara fuera disuelta en dos meses); y la clase política
parlamentaria estuvo compuesta principalmente por la clase de los grandes
terratenientes que Gran Bretaña había contribuido a crear en buena medida,
otorgando títulos de propiedad de la tierra.[vi]
El establecimiento de las fronteras de Iraq, decididas tras un intenso
regateo entre las potencias europeas, supuso ciertas dificultades regionales
que los británicos fueron astutamente superando. Hasta el 25 de abril de 1927
el Shah de Irán no reconoció la existencia de Iraq, la frontera sirio-iraquí no
se estableció hasta 1932, y en el norte los kurdos, que reclamaban el
cumplimiento de las promesas hechas por los aliados en el Tratado de Sèvres de
un Kurdistán independiente, o al menos autónomo, se rebelaron. Aplastada la
revuelta por el ejército británico, la provincia del norte fue definitivamente
incluida en Iraq por decisión de la Sociedad de Naciones el 16 de diciembre de
1925.[vii]
Los británicos apostaron por la dominación política de los árabes
sunníes frente a shiíes y kurdos, de manera que los ministros, los altos
representantes del aparato del Estado y el cuerpo de oficiales del ejército
estaban constituidos casi en su totalidad por una burguesía árabe sunní
convencida de que ese papel dominante les pertenecía de pleno derecho por su
pasado abbasí y otomano. Desde la creación del nuevo Estado y durante toda la
historia del Iraq contemporáneo kurdos y shiíes, que representan el 75% de la
población, van a funcionar como minorías. Ambas comunidades rechazaron al nuevo
Estado con las armas en la mano. Los kurdos porque no aceptaban un Estado
iraquí que se definiese como árabe, y los shiíes porque sus dirigentes
políticos y espirituales, los muytahidûn,[2]
habían comprendido que un Iraq dominado por Gran Bretaña sometería el país a
los intereses europeos, apartándole de su origen islámico. La subversión shií
fue la más importante fuerza de resistencia contra los proyectos británicos y
la que lideró la revolución de 1920. De hecho, el Estado iraquí no pudo crearse
más que por la fuerza de las armas británicas y una vez que los más destacados muytahidûn fueron condenados al exilio
en Irán por los británicos en 1923. Oficialmente, los kurdos eran calificados
de «separatistas» y los shiíes de representar un «complot confesional contra el
arabismo».
La auténtica consecuencia de esta situación era que la mayoría del país
no se reconocía en el proyecto nacional impuesto, por lo que la falta de
cohesión política se convirtió desde un principio en una característica
permanente del Estado iraquí. Esa falta de cohesión alimentó continuas
revueltas, siempre contestadas desde el poder con estrategias de represión y
violencia. Es decir, este déficit fundacional del Estado va a afianzar la
cultura política basada en la disidencia y en la coerción como respuesta ante
ella que ha caracterizado la violenta historia de Iraq.[viii]
Pero el orden colonial no reparó en ello, sólo quiso imponer su dominación
política, económica y militar, su modelo cultural y su concepción europea del
Estado-nación, sustentándo en la idea de un arabismo prácticamente inexistente
en el país, y que no se correspondía con las concepciones entonces dominantes
en la Mesopotamia otomana. Sólo lograron imponerlo a través de la coerción y de
políticas militaristas y aún así, en vísperas de su muerte, el rey Faysal I
reconocía, no sin desprecio, que «no existe en absoluto pueblo iraquí sino
masas de seres humanos desprovistos de toda concepción patriótica, imbuidos en
tradiciones religiosas perfectamente absurdas... sin lazos sociales entre
ellos... dados a la anarquía y perpetuamente dispuestos a levantarse contra
cualquier forma de gobierno».
Al igual que habían hecho unos años antes en Egipto, los británicos
finalmente decidieron que la mejor manera de contrarrestar el creciente
sentimiento antibritánico y seguir garantizándose el control indirecto de Iraq
era concediendo la independencia. Fue el político iraquí más fiel aliado de la
corona británica, Nuri al-Said, quien, como primer ministro, firmó en 1930 un
tratado anglo-iraquí que permitía a Iraq acceder a la independencia a cambio de
que Gran Bretaña mantuviese bases militares y garantías sobre la explotación
del petróleo. Dos años después Iraq se convirtía en el primer país árabe
miembro de la Sociedad de Naciones.
El Iraq independiente hachemí sobrevivió hasta 1958, sufriendo un
proceso creciente de enfrentamientos entre jefes tribales y propietarios de la
tierra y de debilitamiento del trono, en tanto que el ejército, instruido por
los oficiales británicos, se iba constituyendo en una especie de policía
interna que vigilaba atentamente todo lo que ocurría y reprimía todos los
intentos de levantamiento, ya fuesen shiíes, kurdos o de otras comunidades
menores como asirios o yezidíes. Como no podía ser de otra manera, las
distintas facciones en pugna por el gobierno acabaron recurriendo también al
ejército para lograr el poder al margen de los medios constitucionales. Desde
1936 se sucedieron una serie de golpes de Estado que, hasta 1958, van a limitarse
a derrocar los gobiernos, respetando el régimen monárquico. Entretanto, la
segunda guerra mundial volverá a intensificar la intervención política
británica en el Iraq independiente, hasta llegar incluso a ocupar de nuevo el
país en la primavera de 1941 para garantizarse la marginación de gobiernos
proclives al Eje, más aún cuando la política prosionista de Gran Bretaña en
Palestina generaba una indignación general en todo el país, incluidos sectores
del ejército. Comenzaba un nuevo periodo hasta la revolución de 1958, que
estuvo marcado por el férreo control del gobierno de Iraq por Nuri al-Said y
Londres.
Pero tras la segunda guerra mundial apareció una nueva generación
política, que se expresaba a través de partidos políticos nuevos y que también
estaba presente en las esferas de los oficiales más jóvenes del ejército. De un
lado, el Partido Comunista iraquí, desde la clandestinidad, empezó a organizar
huelgas, particularmente en la industria petrolera, que desencadenaron una
severa represión. El partido árabe socialista del Baaz, nacido en Siria,
también iba ganando aceptación entre una nueva generación iraquí que veía cada
vez con más desafecto el modelo liberal, dependiente de Gran Bretaña, y la
clase parlamentaria iraquí, dominada por notables y terratenientes vinculados a
las jerarquías tribales que no tenían ningún interés en reformar social y
económicamente al país. Por si fuera poco, la amargura sentida por la población
y el ejército por la creación del Estado de Israel y la guerra de Palestina en
1948-49 hizo aún más impopular la política probritánica de los gobiernos y de
la monarquía iraquíes.
Los primeros años de la década de los cincuenta estuvieron llenos de
acontecimientos que mostraban la progresiva pérdida de Londres del control
político de Oriente Medio frente a movimientos revolucionarios y que convertían
a Iraq en su último refugio. En Irán crecía el liderazgo del líder nacionalista
Mosadeg y entraban en vigor las leyes revolucionarias de nacionalización del
petróleo, mientras que, en julio de 1952, la revolución egipcia de los
Oficiales Libres ponía fin a la monarquía probritánica y se declaraba la
República. El impacto del acontecimiento egipcio provocó una oleada de
manifestaciones y reivindicaciones en Iraq que sólo la imposición de la ley
marcial y la prohibición de los partidos políticos lograron controlar. Era la
prueba manifiesta de que la monarquía iraquí, representada por el rey Faysal
II,[3]
sólo sobrevivía recurriendo a la represión.
Pero cuanto más intensas se hacían las presiones anglosajonas sobre
Iraq, más crecían las simpatías de la población por la revolución que había
surgido del golpe de los Oficiales Libres en Egipto. Mientras la radio de El
Cairo, La Voz de los Arabes,
denunciaba al gobierno iraquí como «marioneta del imperialismo», la crisis de
Suez, en 1956, llevó a la calle una nueva oleada de violentas manifestaciones
en solidaridad con Egipto, reprimidas con mano de hierro por un régimen cada
vez más aislado. El anuncio, el 1 de febrero de 1958, de la creación de la
República Arabe Unida (RAU), representada por la unión de Siria con el Egipto
de Gamal Abd al-Naser,[4]
no hizo sino alimentar los deseos de cambio político de la población y del
ejército, en el que desde 1941 muchos oficiales se habían ido haciendo hostiles
al régimen. Además, a partir de 1952, el ejemplo del Egipto de Naser ejercía
cada vez un mayor atractivo. El rápido colapso final del régimen monárquico el
14 de julio de 1958 fue la más clara expresión de la debilidad que padecía.[ix]
La proclamación de la República y la
lucha por el poder del Baaz (1958-68)
La única institución del país capaz de asumir y forzar el cambio radical
era el ejército. En consecuencia, la revolución de 1958, que acabó con la
ejecución del rey y de Nuri al-Said, emuló el modelo egipcio pero de manera
cruenta: un grupo también denominado de los Oficiales Libres lideró el golpe de
Estado que puso fin a la Monarquía e instauró la República. El Movimiento de
los Oficiales Libres iraquíes fue la obra de dos hombres: el brigadier Abd al-Karim
Qasem y el coronel Abd al-Salam Aref.
Como en los demás regímenes revolucionarios de la época, el ejército se
convertía en el actor político dominante, y las esperanzas de un cambio radical
que levantase una sociedad más abierta y plural se fueron desvaneciendo a
medida que el totalitarismo se enraizaba y las rivalidades internas
prevalecían. Las conspiraciones en el seno del cuerpo de oficiales del
ejército, apoyados unas veces por el Partido Comunista y otras por los
naseristas y el Baaz, se convirtieron en la norma, produciendo continuos
intentos de golpes de Estado con distinta fortuna. El recurso a la violencia
como sistema de gestión política se siguió abriendo paso sistemáticamente y la
tendencia a centralizar y dominar quebró cualquier posibilidad de
institucionalizar un modelo social que representase la pluralidad de la
sociedad iraquí.
En los mismos albores de la revolución de 1958 surgió un desacuerdo
insuperable entre los dos nuevos hombres fuertes del régimen, enfrentados por
distintas concepciones de cómo plasmar políticamente su común nacionalismo
árabe. Qasem quería mantener a Iraq al margen de la hegemonía panarabista de
Naser, mientras que Aref, apoyado por los naseristas y el partido Baaz, era
partidario de unirse a la RAU, como deseaba Egipto. El desenlace acabó con Aref
en prisión y Qasem en el poder, apoyado por el partido comunista iraquí, los
kurdos y los shiíes (las dos comunidades que no sentían ninguna identificación
con el panarabismo naserista).
El gobierno de Abd al-Karim Qasem tuvo un efímero primer momento de
pluralidad, e incluso se aproximó a la cuestión kurda como nunca antes (la
nueva Constitución reconoció el carácter binacional del Estado). Sin embargo,
la concepción patrimonialista del za`im[5]
le condujo a un ejercicio del poder crecientemente autoritario y personalista,
que imposibilitó la institucionalización de la autonomía kurda y la
democratización prometida. De las fuerzas políticas existentes, el Partido
Comunista Iraquí (PCI) fue su mejor aliado, tanto porque en 1958 era la
organización política mejor organizada en el país, con implantación en las
clases urbanas, el campesinado del sur y la región kurda, como porque era
internacionalista y no sentía simpatía alguna por el panarabismo naserista. No
obstante, la relación del régimen con el PCI fue ambigua y no exenta de
desconfianza. En realidad, la visión frecuentemente extendida de que el PCI
estaba prácticamente en el poder en el Iraq de Qasem es una exageración, debida
en buena medida a la propaganda anticomunista del régimen naserista.
Naser, desafiado por el rechazo de Qasem a reconocer su liderazgo árabe
y por las críticas crecientes del líder del Partido Comunista de Siria, Jaled
Baqdash, por la hegemonía que Egipto ejercía en el seno de la RAU, asumió una
política completamente hostil hacia los partidos comunistas árabes y el régimen
de Qasem, al que la influyente radio de El Cairo, La Voz de los Árabes, acusaba sistemáticamente de comunista y ateo.
Pero, en realidad, la influencia política del PCI, salvo en el primer año de la
revolución, estuvo siempre controlada y sometida a ciertos límites; ya que su
enorme presencia a casi todos los niveles de la sociedad (liderazgo
universitario, Federación de Jóvenes, sindicatos, colegios profesionales, la
Liga de Mujeres) le convertía en una imponente máquina de movilización social
que preocupaba al nuevo poder militar y, además, en el ejército había muchos
que sentían una profunda desconfianza y desafecto ideológicos hacia el
comunismo. Así pues, aunque Qasem nombró a comunistas para varios puestos de
responsabilidad, incluso a dos ministros en el gobierno de julio de 1959 a mayo
de 1961, nunca autorizó la legalización
del PCI, ni que ocupara las posiciones claves del poder en el gobierno y en las
fuerzas armadas. Es más, el pluripartidismo prometido por Qasem se puso en
práctica en el marco de una restrictiva ley (de 2 de enero de 1960) que bloqueó
la legalización del PCI, permitiendo sólo la legalidad a una pequeña disidencia
del mismo. Por supuesto, impedía también la legalización de las otras fuerzas
políticas opuestas al régimen, el Baaz y los naseristas, porque prohibía los
partidos que se opusiesen a la independencia y la unidad nacional, es decir el
panarabismo; y a los Hermanos Musulmanes, porque prohibía los partidos que
tendiesen a dividir los diferentes grupos religiosos y nacionales, es decir el
islamismo.
Lo que sí dominó en la evolución política del régimen fue la división y
el enfrentamiento, tanto entre los grupos políticos como en el seno del ejército
y en las complicadas relaciones étnicas y tribales existentes en el país, lo
que dio paso una vez más a las intrigas, las conspiraciones y el ejercicio de
la violencia. En marzo de 1958 hubo un intento de golpe de Estado en Mosul que
agrupó a una variada serie de sectores descontentos con el régimen por muy
diferentes causas: naseristas, baazistas y Hermanos Musulmanes por su
marginación política, algunos Oficiales Libres por su desacuerdo con la
aproximación de Qasem a los «ateos» comunistas y descontentos por su
insuficiente representación en el Consejo del Mando de la Revolución, y
aquellos terratenientes y jeques tribales de la zona de Mosul que se habían
visto muy perjudicados con las reformas sociales y de la tierra que había
impuesto la revolución. Las luchas entre las partes duraron varios días y
acabaron con 200 muertos. Una vez vencido la revuelta, los aliados comunistas
del régimen lanzaron una violenta persecución contra todo el que pareciese
simpatizante de nacionalismo árabe, ya fuera naserista o baazista, en tanto que
el gobierno de Qasem llevaba a cabo una purga contra todos los sospechosos de
«deslealtad a la Revolución».
Tras el fracaso de Mosul, los naseristas y el Baaz llegaron a la
conclusión de que lo mejor era asesinar a Qasem. El 7 de octubre de 1959 éste
escapó de un atentado en cuya organización participó un joven de 23 años
llamado Saddam Husein, pero los baazistas, con la ayuda de Egipto y de la CIA,
lograron organizar finalmente un golpe de Estado que puso fin al régimn. Qasem fue
ejecutado el 9 de febrero de 1963, y entre febrero y marzo de aquel año el Baaz
y sus aliados llevaron a cabo una brutal persecución contra sus oponentes. El
Consejo del Mando de la Revolución así lo proclamó: «En vista de los
desesperados intentos de los agentes comunistas, asociados en el ejercicio del
crimen al enemigo de Dios, Qasem, para sembrar la confusión en el pueblo y para
que no acate las órdenes oficiales, los responsables de las unidades militares,
la policía y la Guardia Nacional están autorizados a acabar con cualquiera que
perjudique la paz. Los hijos leales del pueblo están llamados a cooperar con
las autoridades para informar en contra de esos criminales y exterminarlos».[x]
El oponente de Qasem, Aref, le sustituía en la cabeza del Estado. Si
bien el nuevo gobierno quiso enseguida mostrar sus credenciales panarabistas
proclamando la unidad con Egipto, el hecho no quedó más que en un ejercicio de
retórica sin consecuencias prácticas. La RAU se había desintegrado en 1961 y la
recreación de un proyecto similar no logró pasar de lo testimonial, lo cual
indicaba, más allá de la retórica, el escaso interés de los regímenes árabes
por su consecución. En realidad, aunque el cambio de régimen fue entendido por
muchos como el fin del «regimen comunista de Qasem», no supuso un cambio
notable de orientación, que en lo fundamental iba a seguir siendo el
nacionalismo árabe, la persecución de los oponentes políticos, la búsqueda de
la independencia económica (con el petróleo como eje), la lucha contra la secesión
kurda, el conflicto fronterizo con Irán y la búsqueda de la hegemonía regional
sobre el Golfo. Lo que expresaba el golpe era la permanente falta de cohesión
política existente en el país y el continuo recurso a la violencia para
alcanzar el poder.
En un primer momento, el Baaz obtuvo un gran margen de control político
y creó una milicia que se convirtió en un verdadero ejército paralelo, la
Guardia Nacional, que entre febrero y
agosto de 1963 pasó de 5000 a 34.000 miembros y desempeñó un papel fundamental
en la persecución contra los comunistas. Pero Abd al-Salam Aref va a acabar
viendo también el ascenso del Baaz como una amenaza a su poder y va a
aprovechar las disensiones entre naseristas y baazistas para, apoyándose en los
primeros, marginar al Baaz. Relegando al Baaz, Aref estableció alianzas de
patronazgo con los sectores religiosos y económicos más conservadores de la
sociedad, en el más puro estilo de la monarquía, a la vez que disolvía todos
los partidos políticos y se convertía en el único centro personalista del
poder.
El 13 de abril de 1966, Aref moría en un accidente de helicóptero, que
algunos interpretaron como un atentado, y le sucedía su hermano Abd al-Rahman
Aref, que se caracterizaba por una notable falta de autoridad y liderazgo. Sólo
logró sobrevivir políticamente dos años, en los que trató de aproximarse a los
baazistas e incluso les propuso entrar en el gobierno dado su progresivo peso
político y social, pero un nuevo grupo de poder en el seno del Baaz se estaba
afirmando y vio en el vacío que había dejado Abd el-Salam Aref la ocasión para
preparar su definitivo asalto al poder.
La consolidación del régimen
baazista
El golpe de Estado del 17 de julio de 1968 consagró definitivamente la
hegemonía del partido Baaz en Iraq. Sin embargo, la denominación baazista del
régimen no significó que los hombres en el centro del poder pudiesen ser
definidos sólo en referencia a su pertenencia al partido. Ésta era sólo una
identidad entre muchas. Igualmente importante era el hecho de que la mayor
parte de esos hombres eran oficiales del ejército cuya base de reclutamiento
social procedía de familias, clanes y redes tribales de la provincia árabe
sunní del noroeste de Iraq.[xi]
El hombre que había preparado la vuelta del Baaz había sido Ahmed Hasan
al-Bakr. Este había sido ya vicepresidente de la República con Aref, pero la
relación entre ambos duró poco y quedó marginado de la política oficial hasta
1968. A su lado estuvo siempre Saddam Husein, pertenecientes ambos a la familia
de los Tikriti. De origen campesino, desde muy joven Saddam Husein pasó a
formar parte del Baaz y se implicó en los turbulentos avatares políticos que
dominaron aquella década, lo que le llevó sucesivas veces a la cárcel y a
refugiarse en Siria para después pasar por El Cairo y volver en 1963 a Iraq
donde acabó dirigiendo el aparato de seguridad del Baaz. En un equilibrado
reparto de papeles, Hasan al-Bakr y Husein condujeron los destinos de Iraq
desde 1968 labrando con mano de hierro la adhesión del partido y del ejército al
dominio del reducido grupo que dirigía de forma totalitaria el régimen, y que
va a proceder en primera instancia del grupo sunní de los Tikriti.
En el nuevo gobierno iraquí del 31 de julio de 1968, la mayor parte de
los ministros eran baazistas y del clan de los Tikriti, el presidente de la
República ejercía también la función de primer ministro, presidente del Consejo
del Mando de la Revolución (CMR) y era el comandante en jefe del ejército.
Saddam Husein, secretario general adjunto del partido, fue elegido
vicepresidente del CMR, lo que le convirtió de hecho en el número dos del
régimen. Los primeros años del nuevo régimen estuvieron muy dedicados a la
consolidación del Baaz, a poner todo el Estado bajo su control y a eliminar
violentamente todos los ámbitos capaces de oponerse al nuevo orden político.
Entre 1970 y 1973, el régimen baazista se implicó simultáneamente en la
cuestión del petróleo, nacionalizando el 1 de julio de 1972 la Iraq Petroleum
Company, y a llevar a cabo una reforma agraria. Para ello, logró una entente
con los comunistas, que dio lugar a la creación del Frente Nacional Patriótico.
No obstante, la ruptura entre el régimen baazista y los comunistas se consumó
en 1978, seguida de otra brutal represión que afectó por igual a disidentes y
opositores comunistas y no comunistas.[xii]
Entretanto, desde mediados de los años 70, Iraq comenzó un gran desarrollo
económico recurriendo masivamente a la tecnología occidental, y Saddam Husein
iba tejiendo una red de alianzas y eliminando a todos los que pudieran
cuestionar su autoridad, hasta que en julio de 1979 consiguió la retirada de
Hasan al-Bakr y sucederle como presidente de la República. El nuevo jefe
absoluto del país inauguraba un nuevo periodo de la historia de Iraq, que
estaría dominado por la guerra.
[1] Es el plural de la palabra sharîf (que ha dado el arabismo «jerife»). Es la cualificación que reciben una serie de linajes árabes que cuentan con una consideración social y moral muy destacada porque proceden de los Qurayshíes, es decir el conjunto de tribus a la que pertenecía el Profeta. Sin duda ha habido una reivindicación abusiva de esta cualificación, pero tiene un valor social reconocido secularmente.
[2] Este término designa a una destacada elite de ulemas con capacidad de hacer iytihâd o interpretación racional de las fuentes sagradas para elaborar jurisprudencia y dictaminar lo que es lícito e ilícito de acuerdo con los principios islámicos, y existe también en el islam sunní. Por razones que veremos más adelante, han desempeñado un papel sustancial en el liderazgo de la comunidad shií iraquí.
[3] El rey Faysal I había muerto el 8 de septiembre de 1935. Le sucedió su hijo Gazi, personaje que inspira valoraciones diversas. Medio analfabeto y homosexual, su antipatía hacia los británicos le valió popularidad. Murió el 3 de abril de 1939, víctima de un accidente de coche que, según la interpretación de Said K. Aburrís, algunos consideran un atentado (Said K. Aburrís, Saddam Hussein. La política de la venganza. Santiago de Chile, Andrés Bello, 2002, págs. 40-45). Esta desaparición inesperada llevó al trono a su joven hijo Faysal, si bien su tío Abdulillah ejerció la regencia hasta mayo de 1953. En realidad, la influencia de éste continuó hasta el fin del reinado (Amîn al-Rihânî, Mulûk al-`Arab [Los reyes de los árabes], Beirut, 1951).
[4] Naser defendía la integración de todos los países árabes en una gran República Árabe Unida, y arrancó el proyecto con la unión de Siria y Egipto, aprovechando el nuevo régimen nacionalista árabe que había surgido en Damasco. Los dos países se convirtieron en un único Estado y transformaron para ello todas sus instituciones políticas. Sin embargo, fue una experiencia efímera que terminó en 1961 y no tuvo continuidad con ningún otro Estado árabe (aunque hubo varios intentos fallidos) porque, como ocurrió con Siria, en la práctica significaba la hegemonía de Egipto sobre los demás y mostraba que las diferencias entre los países árabes eran tantas como sus semejanzas. Ver Gema Martín Muñoz, Política y elecciones en el Egipto contemporáneo (1922-1990), Madrid, AECI, 1992, págs. 257-270.
[5] Za`im significa «líder» o «jefe». Qasem gustaba era llamado al-Za`im o incluso al-Za`im al-Awhad («el líder único»).
[i]. Sobre todo el diverso periodo del Imperio islámico recomendamos la lectura de los libros de Eduardo Manzano, Historia de las sociedades musulmanas en la Edad Media, Madrid, Síntesis, 1992; y de Albert Hourani, Historia de los Pueblos Arabes, Ariel, Barcelona, 1992.
[ii]. Citado por Pierre Rossi, L'Irak des révoltes, París, Seuil, 1962,
pág. 71.
[iii]. S.A. Cohen, British policy in Mesopotamia 1903-1914, Londres, 1976; y Elie
Kedourie, England and the Middle East:
The destruction of the Ottoman Empire, 1914-1921, Sussex, 1978.
[iv]. Citado por Eugène Jung, La Révolte Arabe, S/d, Volúmen 2, pág. 115.
[v]. Citado por Pierre Rossi, op. cit., pág. 87.
[vi].
Gema Martín Muñoz, El Estado Arabe.
Crisis de legitimidad y contestación islamista, Barcelona, Ediciones
Bellaterra, 2000, págs. 69-80.
[vii]. P. Sluglett, Britain in Iraq 1914-1932, Ithaca Press, Londres, 1976; Ghassan
`Atiyyah, Iraq 1908-1921. A Political
Study, Beirut, Arab Institut for Research and Publishing, 1973; `Abd
al-Razzâq al- Hasanî, Tarîj al-`Irâq as-siyâsî al-hadîz [Historia política contemporánea de Iraq],
Sayda, Líbano, 1957
[viii].
El excelente trabajo enciclopédico del sociólogo e historiador iraquí `Alî
al-Wardî es clave para entender la formación contemporánea de Iraq: Lamhât iytimâ`iyya min târîj al-`Irâq
al-hadîz [Manifestaciones sociales de
la historia moderna de Iraq], Bagdad, 1969 a 1972. 6 volúmenes.
[ix]. Majid Khadduri, Independent Iraq 1932-1958, Londres,
Oxford University Press, 1962; M. Elliot,
Independent Iraq: the Monarchy and British Influence 1941-1958, Londres
1996.
[x]. Hanna Batatu, The Old Social Classes and the Revolutionary Movements of Iraq: a Study
of Iraq's Old Landed and Commercial Classes and of its Communists, Ba`thists
and Free Officers, Princeton University Press, 1978, pág. 1011-12.
[xi]. Amatzia Baram, Culture, History and Ideology in the Formation of Ba`thist Iraq,
Basingstock, Macmillan, 1991; Su`ad Jayrî, Min
Târîj al-Zawriyya al-Mu`âsira fî-l-`Irâq [Historia del movimiento revolucionario contemporáneo en Iraq],
Bagdad, Matba`a al-Adib al-`Arabî, 1975.
[xii]. Samira Haj, The Making of Iraq 1900-1963, State University of New York Press,
1997.