Primer capítulo de Satisfaction,
de Alina Reyes, Sonrisa Vertical junio 2003
[...] No hay tiempo para respirar.
Las páginas del lecho son cortantes, están cerradas. Se encuentra atrapada en
el interior de un libro, uno de ésos con cubierta en forma de lápida, cuajada
de grandes letras doradas y espeluznantes; una de esas viejas historias donde
el cadáver resucita bajo tres metros de tierra recién removida. En el colmo del
terror, the corpse da golpes y
puñetazos contra la tapa de su negro, negro ataúd... Y el cementerio, las miles
y miles de estelas funerarias alineadas como un ejército a la luz de la luna,
el campo macabro, las almas muertas, los versos de tierra, la carne
descompuesta, los esqueletos burlones, todo permanece en completo silencio.
Babe querría gritarle al mundo: «¡Se trata de un error! ¡NO ESTOY MUERTA!».
Demasiado tarde, nadie la escucha... Dentro de unos años, cuando los
saqueadores de tumbas abran el féretro, descubrirán sus helados dedos agarrados
a los bordes y, aunque apenas le quede piel sobre los huesos, su rostro
contraído en una mueca de espanto...
Babe abrió de pronto los ojos y se
quedó quieta, boca arriba, al acecho. Era un disco rayado. Ese despertar
sobresaltado, esa noche total e irreversible, ese pánico: el disco de su vida.
Sus labios esbozaron dos oes
sucesivas, la primera un poco cerrada y la segunda muy abierta. Sin embargo su «O
God!» se le quedó en la garganta, no llegó a emitir siquiera un murmullo.
¿Una pesadilla? Intentó
poner en marcha su memoria, pero apenas recordaba quién era ella y dónde se
encontraba. Los barbitúricos volvían sus miembros pesados como el plomo. Fue
necesaria la presencia de una inquietud incierta y superior para que hiciera el
esfuerzo de sentarse en la cama, extender el brazo y, a tientas, dar con el
interruptor de la lámpara de la mesilla.
Un seno blanco como la luna se
escapaba de su camisón corto de satén malva. El fino tirante se había deslizado
por su brazo rollizo. De su carne emanaba un olor acre y dulzón a la vez, y, al
notarlo, a Babe le entraron ganas de masajearla, de comérsela. A su lado, la
almohada de color rosa pastel, a juego con el edredón, tenía la huella de la
cabeza de Bobby. Pero él no estaba allí.
Babe se puso la mano en el
corazón, que se agitaba entre las costillas con
todas sus fuerzas, como un animal atrapado en un cepo. Se dio cuenta de su
semidesnudez y se recompuso lentamente, mientras recorría la habitación con la
mirada para descubrir al intruso que estaría observándola. Un rostro lleno de
agujeros la contemplaba con aire sorprendido desde el fondo del espejo, en el
oscuro armario. Y ese ser, velado por la luz tenue, no parecía en realidad una
mujer madura, sino el fantasma de un niño precioso.
Hizo acopio de coraje y abrió la
boca una vez más para llamar a su marido. Pero un gemido procedente de las
profundidades de la casa la hizo callar.
Era una voz, una especie de canto
melancólico y obsceno que subía del sótano.
Tuvo la impresión de que la
azotaban con un cinturón de seda, y se despertó del todo. Las puntas de sus
senos, a la vez que sus cabellos, se erizaron, y su espalda se arqueó.
El quejido había sido prolongado,
largo como el bufido de una gata en celo y lúgubre como el ulular de una banda
de fantasmas. Esperó el siguiente, excitada.
Permaneció unos minutos sin
moverse, con la mirada puesta en la puerta cerrada. Si Bobby se había levantado
para ir al baño o a la cocina, ¿por qué no la había dejado abierta?
La casa estaba obstinadamente
silenciosa. Babe retiró el edredón, se puso de pie y caminó descalza. Cuando
abrió la puerta del baño contiguo a la habitación, el pálido resplandor que
entraba por la ventana se escurrió hasta las paredes del pasillo.
Babe dio un vistazo a la estancia.
Tenía una apariencia espectral. Las piezas de porcelana, la grifería y los espejos
lanzaban fríos reflejos en todas direcciones. Parecía un quirófano o una sala
de tortura. Casi se sorprendió de no encontrar allí el cuerpo de su Bobby.
Desmayado en el suelo, inconsciente, contusionado, ensangrentado. Destripado,
descuartizado, decapitado, yaciendo exangüe en medio de una charca negruzca de
líquidos coagulados.
Se quedó un momento cautivada por
su visión. Un sudor frío se deslizó lentamente entre sus senos y por el
interior de sus muslos hasta llegar a las rodillas, que empezaron a temblar. En
el suelo, al lado de la bañera, un charco redondo brillaba como una bandeja de
plata. Babe se acercó despacio y reconoció su espejo de aumento, el de
maquillaje. La luna ribeteada de metal había rodado allí por sí misma, para
incitarla a hacer lo que iba a hacer.
Se colocó encima, en
cuclillas, con los muslos separados, y se recogió el camisón en el escote para
liberar la vista de su entrepierna. Abierto, su sexo aumentado parecía un
tomate mordido o un gran molusco sin ojos. Del espejo subía un frío que le
acariciaba su fina piel. La carne roja relucía en el azogue y parecía
ondularse. El vello la lamía como una llama. Despedía un olor tan tangible y
potente como los tentáculos de un pulpo. Babe abrió la boca y aspiró el
lenguaje embriagador de su intimidad. Desde el fondo de su ser, su cuerpo
hablaba. Llamaba.
La carne, cada vez más húmeda,
brillaba como el Diablo en persona. Babe comprendió que el Diablo podría salir
por esa puerta y, como no quería verlo, la cerró, apretó los muslos y se incorporó
con brusquedad. Salió del cuarto de baño, se apoyó en la pared y avanzó por el
pasillo con la respiración entrecortada.
Un poco de luz llegaba a los
primeros peldaños de la escalera, y ésta luego se precipitaba en un pozo de
tinieblas. Con una mano en la barandilla, el cuerpo tenso, empezó a bajar. Cada
vez que hacía crujir la madera, se paraba y se levantaba el camisón a la altura
de su vientre negro para secarse el sudor de la frente.
En la planta baja, Babe comprobó
que Bobby, vivo o muerto, no estaba en el salón ni en la cocina. Envuelta en
una oscuridad aún más profunda, posó los dedos de los pies en los escalones que
conducían al sótano, utilizado también como garaje.
Tras un tramo, la escalinata hacía
un ángulo recto. Desde allí, Babe vio un rayo de luz que se filtraba bajo la
puerta. También se escapaban ruidos ahogados, fragmentos de voz esporádicos,
incomprensibles, como salidos de la boca de un durmiente.
El deseo de saber la inundó e hizo
que olvidara su miedo. Resistió la tentación de escuchar tras la puerta, tenía
una idea mejor. De pronto se sentía febril, casi feliz. La curiosidad la
excitaba, la llenaba de algo aún más agudo que el deseo sexual. No se había
sentido tan agitada desde hacía siglos. La vida afluía a ella, ardiente. Estaba
dispuesta a todo.
Subió la escalera del sótano a
toda velocidad y, superando sus fobias, salió de la casa. Llegó a tiempo de ver
desaparecer la luna gredosa y casi llena tras una nube gigantesca, compacta
como una montaña. Entonces el jardín se quedó en completa oscuridad, y en ella
se introdujo. Su cuerpo perdió toda consistencia para penetrar y fundirse en la
masa de la noche, en esa fortaleza cuyos laberintos arquitectónicos se
construían a cada paso que daba. Avanzaba a tientas a lo largo de la pared, deprisa
y en silencio. Rodeó el edificio hasta llegar a una mancha de luz, detrás del
seto.
A cuatro patas, Babe se
acercó al tragaluz. Debido a la humedad del jardín y a su sudor, el satén se le
pegaba a sus carnes blancas, calientes, palpitantes, dotadas de propia vida,
una vida animal, incontrolable y triunfante. El aire fresco era una bendición
para sus nalgas, expuestas a la brisa. Un fuerte olor a tierra y a barro le
subió hasta sus fosas nasales. Sobre sus ojos caían sus cabellos de rubia
teñida. Al retirarlos, se embarró las mejillas con los dedos, que estaban
manchados. Le entraron ganas de comerse la fragante hierba mojada que tenía a
unos centímetros de la cara, y también la tierra. La tierra, enriquecida con
todos los muertos que había absorbido, era buena y traía paz. Cualquier cuerpo
habría tenido ganas de entrar en la tierra o de hacer que la tierra entrara en
él.
En circunstancias normales, Babe
se habría precipitado sobre una pastilla de jabón, pero sin duda no se
encontraba en su sano juicio, porque en lugar de ese higiénico reflejo le
venían ideas extrañas que propagaban en su interior una especie de bienestar
exagerado, casi doloroso a fuerza de inundarla.
Con mucha lentitud acercó la
cabeza, hasta que, a través de las rejas, pudo atisbar en el sótano. El cristal
del tragaluz, retranqueado en el muro, estaba sucio, pero enseguida vio a su
marido. La Tierra empezó a girar al revés y tuvo una visión vertiginosa de
Bobby haciendo el amor, y de ella misma, de ella misma espiándole, chispeante
de curiosidad, concentrada, convertida en miniatura por esa curiosidad, como
una polvareda celeste lanzada a toda velocidad a través del espacio por un
deseo monstruoso, cósmico, dust to dust.
Tuvo esa visión sobrecogedora y vertiginosa de algo que debió haber visto mucho
tiempo atrás.