La
señorita Bruss, la perfecta secretaria, recibió a Nona Manford en la puerta del
gabinete materno («el despacho», lo llamaban los hijos de la señora Manford)
con un gesto de rechazo de lo más amable.
—Ya sabes
que le gustaría verte, querida, tu madre siempre quiere verte —alegó Maisie
Bruss, en un tono engolado y aguzado por el uso constante del teléfono.
La
señorita Bruss, al servicio de la señora Manford desde poco después del segundo
matrimonio de ésta, conocía a Nona desde que era una niña, y tenía el
privilegio, incluso ahora que carecía de autoridad sobre ella, de tratarla con
cierta benevolente familiaridad; la benevolencia era una característica de la
familia Manford.
—Pero mira
su agenda, ¡y sólo para esta mañana! —continuó diciéndole la secretaria, al
tiempo que le tendía un bloc alargado con el reverso y la parte superior de
tafilete, en el que estaba escrito con anodina caligrafía de secretaria: «7:30:
elevación mental; 7:45: desayuno; 8:00: psicoanálisis; 8:15: ver a la cocinera;
8:30: meditación silenciosa; 8:45: masaje facial; 9:00: el hombre de las
miniaturas persas; 9:15: correspondencia; 9:30: repaso manicura; 9:45: sesión
de ejercicios eurítmicos; 10:00: ondulación del cabello; 10:15: posar para el
busto; 10:30: recibir a la delegación para el Día de la Madre; 11:00: lección
de baile; 11.30: comité de Control de la Natalidad en casa…»
—Ahora
está ahí la manicura, tarde como de costumbre. Eso es lo que martiriza a tu
madre, que todo el mundo sea tan impuntual. ¡Esta vida de Nueva York la está
matando!
—Yo no soy
impuntual —dijo Nona Manford, apoyándose en el marco de la puerta.
—No, ¡y es
un milagro! Hay que ver cómo las jóvenes os pasáis toda la noche bailando. Tú y
Lita, ¡cómo os divertís! —La señorita Bruss se estaba volviendo casi maternal—.
Pero echa un vistazo a esta lista. Como puedes comprobar, tu madre no esperaba
verte antes del almuerzo, ¿no es así?
Nona negó
con la cabeza.
—Es
cierto, pero quizá podrías hacerme un hueco.
Lo dijo en
un tono amistoso y razonable; tanto una como la otra examinaban el asunto con
un evidente deseo de imparcialidad y buena voluntad. Nona estaba acostumbrada a
los compromisos de su madre y a que la secretaria le buscara un hueco entre
sanadores, marchantes de arte, asistentes sociales y manicuras. Cuando la
señora Manford veía a sus hijos se comportaba con ellos de un modo perfecto.
Pero sumida en el ambiente letal de Nueva York, con deberes y responsabilidades
que no hacían más que multiplicarse, si hubiera permitido a sus familiares que
se presentaran a cualquier hora y devorasen su tiempo, su sistema nervioso no
habría podido resistirlo, ¡y cuántas tareas habría dejado sin hacer!
El lema de
la señora Manford siempre había sido: «Hay un momento para cada cosa». Pero
había ocasiones en que esta actitud optimista se malograba, y le aquejaba
entonces la duda sobre semejante afirmación. Aquella mañana, por ejemplo, como
había señalado la señorita Bruss, había tenido que decirle al nuevo escultor
francés, que causaba furor en Nueva York desde hacía un mes, que no podría
posar para él más de un cuarto de hora, debido a la reunión del comité para el
Control de la Natalidad que tendría lugar a las 11:30 en casa de la señora.
Nona no
solía asistir a esas reuniones, pues, por la fuerza de la costumbre más que por
una verdadera inclinación, ocupaba todo su tiempo en el ejercicio, los deportes
y la carrera incesante de una sensación a otra que supuestamente constituye el
dichoso privilegio de la juventud. Sin embargo, había tenido suficientes
atisbos de la escena: del público de radiantes mujeres decrépitas, de cabellos
blancos como la nieve, movimientos eurítmicos y rostros surcados por finas
arrugas y masajeados en exceso, cuyo rictus de benevolencia parecía tan fijo
como sus quevedos sin montura. La seriedad de todas ellas era inexorable, su
amabilidad desinteresada y su pureza insondable; y todas vestían con
distinción, excepto la «dama ilustre», que no faltaba en ninguna ocasión y que
solía llevar unas prendas poco elegantes, usaba gafas con montura metálica y
tenía unos mechones de cabello en desorden. Fuera cual fuese el asunto que se
tratara, aquellas señoras siempre parecían ser las mismas y siempre abogaban
con idéntico entusiasmo por el control de natalidad y la maternidad ilimitada,
el amor libre o el regreso a las tradiciones del hogar norteamericano, y ni
ellas ni la señora Manford parecían percatarse de lo paradójico de semejantes
doctrinas. Lo único que sabían era que tenían la firme decisión de obligar a
determinadas personas a hacer unas cosas que esas personas preferirían no
hacer. Mientras examinaba la apretada agenda, Nona recordó una frase del ex
marido de su madre, Arthur Wyant: «A tu madre y a sus amigas les gustaría
enseñar al mundo entero a rezar y cepillarse los dientes».
La
muchacha se había reído ante tal comentario, pues las ocurrencias de Wyant
siempre le hacían reír; pero en realidad admiraba el entusiasmo de su madre,
aunque a veces se preguntaba si no sería demasiado promiscuo. Nona era fruto
del segundo matrimonio de la señora Manford, y su propio padre, Dexter Manford,
quien había tenido que abrirse camino en el mundo con su esfuerzo, le había
enseñado a reverenciar la actividad como una virtud en sí misma. Su tono al
hablar del entusiasmo de Pauline era muy diferente del de Wyant. En su infancia
le habían inculcado que en el trabajo había una virtud per se, aunque la actividad no fuese más útil que la de una ardilla
que da vueltas a la rueda de su jaula. «Tal vez tu madre intenta ocuparse de
demasiadas cosas, pero eso es admirable, ¿sabes? Jamás escatima esfuerzos.»
A veces
Nona sentía la tentación de añadir: «¡Ni nosotros tampoco!», pero la admiración
de Manford era contagiosa. Sí, Nona admiraba de veras la energía altruista de
su madre, pero sabía muy bien que ni ella ni Lita, la mujer de su hermano,
seguirían jamás su ejemplo, Lita aún menos que ella. Pertenecían a otra
generación, a los perplejos y desencantados jóvenes que habían crecido después
de la Gran Guerra, cuyas energías eran más espasmódicas y seguían direcciones
menos definidas, y que, por encima de todo, querían emplearlas en algo más
personal. «¡Caray con los terremotos en Bolivia!», susurró cierta vez Lita a
Nona, cuando la señora Manford había convocado a las radiantes señoras
decrépitas para ocuparse de un desastre sísmico ocurrido en el otro extremo del
mundo y cuya repetición aquellas damas de alguna manera consideraban posible
evitar si enviaban de inmediato una comisión que enseñara a los bolivianos a
hacer algo que ellos no querían hacer, como no creer en los terremotos, por
ejemplo.
Ciertamente
los jóvenes no tenían un deseo similar de poner orden en las casas ajenas. ¿Por
qué los bolivianos no habían de sufrir terremotos si preferían vivir en
Bolivia? ¿Y por qué Pauline Manford debía permanecer despierta en Nueva York, debido
a la inquietud causada por el suceso, y se veía obligada a aprender una nueva
serie de ejercicios del Mahatma para eliminar las arrugas resultantes? «Supongo
que, si sentimos eso, es porque somos demasiado perezosos para preocuparnos»,
reflexionó Nona con su sinceridad incorregible.
La
muchacha volvió la cabeza a un lado y se encogió ligeramente de hombros.
—En fin…
—murmuró.
—Ya sabes,
querida —observó la señorita Bruss—, las cosas siempre empeoran a medida que
avanza la temporada, y las dos últimas semanas de febrero son las peores, sobre
todo cuando Semana Santa llega tan pronto como este año. Nunca he comprendido
por qué han elegido una fecha tan absurda para celebrar la Pascua: tal vez lo
hicieron esos hoteleros de Florida. Mira, esta mañana ni siquiera ha podido ver
a tu padre antes de que se fuera; aunque tu madre cree que está muy mal dejar
que se vaya a la oficina así, sin encontrar tiempo para tener primero una
charla breve y tranquila, aunque sólo sea una palabra de ánimo para que afronte
la jornada con buen humor. Por cierto, querida, ¿le has oído decir si cenará en
casa esta noche? Porque ya sabes que nunca se acuerda de comentar sus planes, y
si no lo ha hecho será mejor que le telefonee a la oficina para recordarle que
esta noche es la gran cena en honor de la marquesa.
—Pues no
creo que mi padre cene en casa —replicó la joven con indiferencia.
—¿Cómo que
no? ¡Oh, Dios mío!
Y la
señorita Bruss cruzó corriendo la estancia hacia el teléfono que estaba sobre
su mesa.
La lista
de compromisos se le había deslizado de las manos, y Nona Manford le echó un
vistazo mientras la recogía: «4:00 tarde: Ver a A.; 4:30: Velada musical:
Torfried Lobb».
«4:00:
tarde: Ver a A.» Nona estaba casi segura de que era el día en que la señora
Manford visitaba a su ex marido, Arthur Wyant, la persona discreta y misteriosa
que siempre aparecía en la agenda de la señora Manford como «A», por lo que sus
hijos le llamaban «Expediente A». Eso era un fastidio para Nona, quien se había
propuesto ir a verle más o menos a la misma hora, y ella siempre había
organizado sus visitas de manera que no coincidieran con las de la señora
Manford, no porque ésta desaprobara la amistad de Nona con Arthur Wyant (le
parecía «bonito» que la muchacha fuera tan amable con él), sino porque Wyant y
Nona habían convenido en que la presencia de la ex señora Wyant en esas
ocasiones daba al traste con su diversión. Pero no podía hacer nada al
respecto, pues los planes de la señora Manford eran inamovibles. Incluso la
enfermedad y la muerte apenas los afectaban. Tratar de deshacer el apretado
mosaico de la lista de compromisos de la señora Manford habría sido tan difícil
como el intento de derribar una pirámide egipcia empujándola con una sombrilla.
Ni siquiera la propia señora Manford habría podido hacerlo, incluso con la
mejor voluntad del mundo; y la voluntad de la señora Manford, como sus hijos,
demás familiares y servidores sabían, era la mejor del mundo.
Nona Manford volvió a encogerse de hombros y se
alejó. Le habría gustado hablar con su madre de algo bastante importante, algo
que le había sorprendido al atisbarlo la noche anterior, en la mentalidad a
medio formar de su cuñada Lita, la esposa de su medio hermano Jim Wyant, la
misma Lita con quien, como observó la señorita Bruss, ella, Nona, se pasaba las
noches bailando. No había nadie en el mundo a quien Nona quisiera tanto como a
Jim, quien le llevaba unos seis o siete años y que había sido hermano,
compañero, protector y casi un padre para ella, pues su propio padre, Dexter
Manford, tan inteligente, competente y amable, estaba casi siempre en el bufete
y, cuando se encontraba en casa, las solicitudes de la señora Manford le
ocupaban tanto tiempo que no le restaba un minuto para dedicar a su hija.
En cambio,
el bueno de Jim siempre tenía tiempo. Sin duda a eso se refería su madre cuando
le llamaba perezoso; incluso en determinada ocasión, en uno de sus infrecuentes
accesos de impaciencia, añadió que era tan perezoso como su padre. Nada
impacientaba tanto a la señora Manford como la idea de que alguien dispusiera
de tiempo libre, por poco que fuese, y no planeara de inmediato lo que iba a
hacer con él. ¡Ojalá pudieran dárselo a ella! Y Jim, que la quería y admiraba
(como todos sus familiares) hacía ímprobos esfuerzos para llenar sus días o
para ocultar a la señora Manford su vacuidad ocasional. En cualquier caso,
jamás se apresuraba, lo cual había sido muy conveniente para la pequeña Nona,
pues siempre podía contar con él para montar a caballo o pasear o escabullirse
juntos e ir a un concierto o al cine o, lo que era incluso más placentero,
simplemente estar ahí, haraganeando
en la grande y apenas frecuentada biblioteca de Cedarledge, la finca en el
campo, o en su desordenado estudio en el tercer piso de la casa en la ciudad,
dispuesto a responder a sus preguntas, ayudarle a buscar palabras en los
diccionarios, reparar sus palos de golf o extraer una espina de una pata de su
terrier Sealyham. Jim tenía una asombrosa habilidad manual, y sabía arreglar
relojes, poner en marcha muñecos mecánicos, hacer unas maquetas fascinantes de
casas y jardines, aplicar un torniquete, preparar unos huevos revueltos, imitar
a los visitantes de su madre (preferentemente a los «serios» que peroraban
sobre «causas» y «mensajes» en sus elegantes salones) y trazar unos deliciosos
mapas coloreados de continentes imaginarios acerca de los cuales Nona escribía
unos relatos interminables. Lamentablemente, aún no había hecho ningún uso
particular de tales dones, excepto para encantar a su pequeña medio hermana.
Nona sabía
que su padre había sido igual: ¡pobre e inútil «Expediente A»! Según la señora
Manford, todo se debía a su «vieja sangre neoyorquina», y hablaba de ambos con
una mezcla de desprecio y orgullo, como si fuesen los últimos Capetos,
extenuados tras mil años de soberanía. Sus propios glóbulos rojos estaban
teñidos con una tonalidad más plebeya. Sus progenitores se dedicaron a la
minería en Pensilvania y fabricaron bicicletas en Exploit, y ahora daban sus
nombres a una de las marcas de automóviles más populares de Estados Unidos. No
es que faltaran otros ingredientes en su composición hereditaria: se decía que
su madre, una Pascal de Tallahassee, había sido miembro de la nobleza sureña.
Cuando la embargaban ciertos estados de ánimo, la señora Manford hablaba de
«Los Pascal de Tallahassee» como si explicaran lo más noble que había en ella,
pero cuando exhortaba a Jim para que se pusiera en acción invocaba la sangre de
su padre. «Al fin y al cabo, pese a la tradición de los Pascal, no es ninguna
vergüenza dedicarse a los negocios. Mi abuelo paterno llegó de Escocia con dos
monedas de seis peniques en el bolsillo…» Y la señora Manford contemplaba con
un orgullo excusable el glorioso Gainsborough que colgaba sobre la repisa de la
chimenea en el comedor (y que a veces tomaba por el retrato de un antepasado) y
a sus saludables y bien parecidos familiares sentados alrededor de la mesa
cargada de plata georgiana y orquídeas procedentes de sus propios invernaderos.
-Por
favor, dile a mi madre que seguramente comeré con Jim y Lita –dijo Nona a la
señorita Bruss desde el umbral; pero la señorita Bruss le estaba explicando con
vehemencia a un interlocutor invisible: «Se lo ruego, señor Rigley, debe usted
hacer entender al señor Manford que la señora Manford cuenta con él para la
cena de esta noche, la cena con baile en honor de la marquesa, ¿sabe?…»
El
matrimonio de su hermanastro fue el primer auténtico motivo de aflicción para
Nona Manford. No es que hubiera desaprobado la elección de Jim: ¿cómo podría
nadie tomar a la divertida e irresponsable Lita Cliffe lo bastante en serio
para no tenerle una gran simpatía? Las cuñadas no tardaron en ser las mejores
amigas, y el único defecto que Nona achacaba a Lita era que ésta no adoraba tan
ciegamente a Jim como lo hacía ella. Claro que Lita había nacido para ser
adorada, no para adorar, como se reflejaba en la serena mirada de sus ojos
rasgados de color avellana, en la hierática fijeza de su encantadora sonrisa,
en la uniformidad de sus manos, tan esbeltas y sin embargo con hoyuelos, unas
manos que nunca habían crecido y que le pendían de las muñecas como si
esperasen a que las besaran, o yacían como unas conchas excepcionales o unos
pétalos de magnolia curvados hacia arriba sobre los cojines amontonados con
sibaritismo alrededor de su cuerpo indolente.
Los Wyant
llevaban casi dos años de matrimonio, y tenían un hijo de seis meses. Empezaban
a considerarlos una de las «viejas parejas» de su círculo, uno de los hitos
establecidos en las arenas movedizas matrimoniales de Nueva York. El afecto de
Nona hacia su hermano era demasiado desinteresado para que no se alegrara; por
encima de todo deseaba que su querido Jim fuese feliz, y estaba segura de que
lo era, o lo había sido hasta fecha reciente. El simple hecho de librarse de
las férreas normas de la señora Manford tal vez había supuesto un alivio más
profundo de lo que él creía. Y además seguía siendo el principal adorador de
Lita, todavía encantado por sus caprichos infantiles, su falta de puntualidad y
su irresponsabilidad que conferían a su vida en común una agitación muy
emocionante en contraposición con la rutina mecánica que entrañaba el orden
perfecto de su madre.
Nona se
alegraba por él, pero a veces le dolía la soledad del orden perfecto, ahora que
Jim, su único elemento perturbador, se había marchado. Estaba segura de que Jim
adivinaba su soledad, pues era él quien había animado la creciente intimidad
entre su esposa y su media hermana, y procurado, además, que su casa fuera un
segundo hogar para ella.
Lita
siempre había mostrado una disposición amistosa hacia Nona. Eran muy distintas,
pero tenían casi la misma edad y les unía la pasión por toda clase de deportes.
A pesar de sus maneras suaves y lánguidas, Lita no sólo era una bailarina
infatigable sino también una jugadora de tenis brillante, aunque insegura, y
una audaz amazona que practicaba la caza a caballo. Verdad es que se pasaba
horas sin hacer nada, fumando cigarrillos con aroma a ámbar, pero el resto de
su tiempo estaba totalmente ocupado por el baile, la equitación y los deportes.
Durante los dos o tres meses previos al nacimiento del bebé, cuando Lita se vio
reducida a la inactividad parcial, Nona temió que su anhelo perpetuo de nuevas
«sensaciones» pudiera conducirla a alguna manera insidiosa de matar el tiempo,
como la bebida o las drogas que consumían algunas de las jóvenes de su círculo;
pero lo cierto es que Lita se sumió en un estado de risueña paciencia animal,
como si la misteriosa actividad que tenía lugar en el interior de su cuerpo
joven y tierno tuviera una trascendencia sagrada para ella y bastara con
tenderse y dejar que sucediera. Lo único que pedía era no sufrir «daño» alguno,
pues tenía pánico al dolor físico, sentimiento muy común en la mayoría de las
jóvenes de su grupo. Pero hoy en día esas cosas se solucionaban con facilidad:
la señora Manford, quien se encargó del asunto, puesto que Lita era huérfana,
conocía, por supuesto, el mejor establecimiento del país donde se administraba
el «sueño crepuscular», e instaló a Lita en la suite más lujosa, llenó sus
habitaciones de flores primaverales, fruta de invernadero, novelas acabadas de
publicar y las revistas ilustradas más recientes, y Lita accedió a la
maternidad con toda suavidad y sin notarlo apenas, como si el muñeco de cera
que apareció de repente en la cuna al lado de su cama hubiera llegado hasta
allí en uno de los grandes ramos de rosas de invernadero que ella encontraba
cada mañana sobre su almohada.
—Pues claro que no tendría que
haber dolor sino sólo belleza; tener un hijo debería ser una de las cosas más
encantadoras y poéticas del mundo —decía la señora Manford con aquel tono
clarividente y categórico que hacía parecer a la belleza y a la poesía los
atributos de un industrialismo avanzado y a los bebés productos que se
fabricaban en serie, como los automóviles Ford.
Jim
reaccionó al nacimiento de su hijo con una alegría ilimitada. En cuanto a Lita,
lo cierto era que no había tenido el menor inconveniente en dar a luz.