Donde no estén ustedes

Tirado en el pequeño camastro, exhausto, con la ropa arrugada y barba de dos días, Alberto Aragón ha visto entrar a la Infanta, gordita, mofletuda, con los pantalones holgados y la chaqueta de mezclilla azul, la gordita que sólo empujó la puerta de esa habitación de azotea, esa cueva para servidumbre a la que recién lo ha llevado, esa ratonera en la que ahora se apretuja Alberto Aragón sobre el pequeño camastro, rodeado de cajas con sus pocas pertenencias, pero que en tan minúsculo espacio parecen llenarlo todo.

Ya pasó lo peor, mi amor, le dice la Infanta, contenta, y se abalanza a besarlo, a acariciarle la cabeza canosa, a cuchichearle, celebrando, porque la travesía ha sido culminada con éxito, prueba de ello es que ambos se encuentran ahí, en ese cuarto de azotea, en un edificio de la colonia Santa María La Ribera, lejos del infiernito del que lograron huir por un pelo, porque ya no les quedaba dinero ni amigo a quien recurrir y lo que seguía era el vergonzoso hundimiento.

Y Alberto Aragón sólo se deja hacer, con su mejor sonrisa, sin moverse del camastro, como guerrero fatigado en espera de la merecida recompensa, no es para menos, ha recorrido tres países, sin descansar, deteniéndose apenas en las aduanas y en las gasolineras, mil trescientos kilómetros de un tirón, su último esfuerzo, solitario en la carretera, con la vieja camioneta Rambler repleta de cajas y la hielera con las botellas de vodka y las aguas minerales en el asiento derecho.

Pero la Infanta quiere saber los detalles del viaje, que le cuente, amorcito, le dice, con regocijo, ya sentada en el camastro, sobándole el torso, luego de bajar la cremallera de ese mono azul de mecánico que Alberto acostumbra vestir, ese mono azul de mecánico que no es cualquier mono, porque pese a los apuros de los últimos tiempos él nunca ha perdido su porte, su elegancia. Y la Infanta apoya su cabeza en el torso desnudo de Alberto, remueve con sus dedos rollizos la pelambre cenicienta: cuénteme, dice, pero antes de reunir fuerzas para abrir la boca, Alberto Aragón señala la hielera, puesta en el piso a un lado del camastro, y le pide que le sirva un trago, la sed es tremenda, semejante esfuerzo casi lo deshidrata, necesita más aguas minerales y hielo, si la Infanta pudiera hacerle el favor, no ahorita, por supuesto, sino en un rato, de ir por ellas, porque con el cansancio que él se carga no sería capaz de cruzar la azotea, entre alambres y ropa tendida, ni de caminar hacia el ascensor y bajar los nueve pisos que lo separan de la tienda más cercana.