En 1900, cuando
Matilda Burgos llegó a la capital del país, el casco de la ciudad terminaba,
hacia el norte, en el río del Consulado, y frente a la Beneficencia Española
hacia el sur. Los límites por el oriente estaban demarcados por Jamaica,
mientras que por el occidente se prolongaban hasta el Bosque de Chapultepec.
Las líneas de los tranvías eléctricos unían ya a las amenas villas de Tacubaya,
Mixcoac y San Ángel con el ritmo acelerado de la ciudad. Desde las primeras
horas de la mañana, la prisa de la gente cambiaba la dirección del aire en las
calles, y de noche las luces incandescentes del alumbrado público protegían a
los vecinos de colonias acomodadas y las correrías de los transeúntes en
perpetuo desvelo. Al empezar el siglo habitaban la ciudad, de acuerdo con el
censo general de población, 368.898 capitalinos. Matilda Burgos, a los quince
años, se convirtió en la número 368.899.
Con la frente
apoyada en el cristal de la ventanilla del tren, Matilda observó la lenta
aproximación del animal urbano con una mezcla de terror, asombro y
desesperación. Era la primera vez que veía edificios. El pulso aumentó de ritmo
en sus muñecas y una súbita marea de sangre en la parte posterior del cerebro
le ocasionó un efímero dolor de cabeza. Sus manos quietas sobre el regazo y su
rostro impávido frente al espectáculo de la ciudad, sin embargo, no la
traicionaron. Decidió esconder su miedo. Nadie la vería llorar. Se mordió los
labios. Mientras el tren reducía la velocidad y el sobresalto cundía entre los
pasajeros antes adormilados, su nueva soledad brilló con color púrpura en sus
ojos. El recuerdo del aroma de la vainilla llegó de improviso y, de igual
manera, la venció. Una lágrima, antes de que se diera cuenta, rodó por su
mejilla hasta alcanzar la comisura de la boca.
–Todo va a
salir bien, no te preocupes.
Una voz en tono
bajo, mesurado, la sacó abruptamente del ensueño. Con ademanes discretos,
intentando evitar que ella sintiera vergüenza, el hombre de tez blanca y nariz
aguileña le estaba ofreciendo su pañuelo blanco. Matilda lo aceptó. En una de
las esquinas pudo ver las iniciales J.B. bordadas con hilo color café. Le
sonrió.
–Gracias,
señor. –El acento pueblerino que salió de sus palabras venía de lejos. De la
infancia.
Entonces, entre
sus brazos, sobre el marchito pecho masculino, Matilda lloró en la ciudad por
primera vez.
El interior de
la Biblioteca Nacional está lleno de murmullos apagados, ecos monótonos que
chocan y luego desaparecen en la porosidad de las muros. Joaquín, cuya figura
se desliza en las calles, en los bancos y en los comercios con los movimientos
de alguien que no acaba de ajustar en la maquinaria de la ciudad, camina por
los pasillos del recinto con soltura, serenidad, algo inusitado. En el salón de
lectura sólo se escucha el lento paso de las hojas y, a veces, el compás de un
par de tacones alejándose sin prisa. Antes de abrir uno de los siete libros que
ha acomodado en pila sobre la mesa, Joaquín advierte que la luz del sol
matutino forma caprichosas figuras geométricas en el piso. Papantla. El fotógrafo desea que esa luz ilumine la historia de la
mujer, cada ángulo de su rostro, cada marca que el tiempo haya dejado en las
rodillas, en los ojos. Más que tenerla dentro de sí y a oscuras, Joaquín
necesita tenerla alrededor, luminosa. Como siempre, Joaquín necesita un
contexto para aproximarse a una mujer. A los cuarenta y nueve años, todavía es
un hombre que se enamora como si tuviera todo el tiempo por delante, y nada más
que hacer.
Totonacapan. Tajín. Tecolutla. Después de
repasar los nombres en silencio, el fotógrafo los escribe sobre los renglones
azules de su libreta. Detrás de cada uno, espiándolo sobre el lomo de las
letras, los ojos juguetones de Matilda lo miran asombrarse y, luego, contener
el sobresalto. Cada información lo aproxima un poco más a ella. Los totonacas arribaron a la zona del Tajín
alrededor del año 800 de nuestra era, tiempo después y por razones que
permanecen en el misterio, el área fue abandonada hacia el siglo XII. El
territorio del Totonacapan iba desde las riberas del río Cazones hasta las del
río La Antigua e incluía, sobre un costado de la sierra Madre, a Huauchinango,
Zacatlán, Tetela, Zacapoaxtla, Tlatanquitepec, Teziutlán, Papantla y Misantla. Los
nombres le sugieren ciénagas remotas, lodazales, paludismo, encarnizadas
epidemias pero, poco a poco, a medida que las descripciones de los libros
aumentan y la inmensa vegetación llena el espacio con variados tonos de verde,
el olor de la miel, la zarzaparrilla, la pimienta, el copal y la vainilla lo
transportan a lo que quisiera imaginarse como una parte de paraíso terrenal. En
los dibujos de Tierra Caliente, la gente
de razón aparece montada a caballo y las mulatas a pie, cubiertas con
sencillos vestidos blancos, llevan tinajas de barro sobre la cabeza. La guerra de Independencia estalló pronto en
el norte del antiguo Totonacapan y se extendió hasta bien entrada la década de
los veintes. Mientras que el dominio militar de la zona no fue estable, se
produjeron tomas y retomas de los principales puertos y plazas. En 1812 hubo un
asalto insurgente frustrado contra Tuxpan. Al año siguiente los realistas
tomaron Tihuatlán, Tepetzintla y Papantla. En 1816 se apoderaron de la
importante base de aprovisionamiento insurgente que se encontraba en Boquilla
de Piedras. Papantla es atacada de nuevo en 1819. Pedro Vega, Simón de la Cruz
y Joaquín Aguilar fueron líderes destacados, aunque el caudillo que sobresalió
fue Serafín Olarte, quien cohesionó a numerosos contingentes indígenas y
mantuvo una denodada defensa, en su bastión de Coyuxquihui, contra las tropas
coloniales. Los nombres se amontonan, los nombres no dicen nada. Las fechas
son columpios donde Joaquín mece un aburrimiento largo, una expectación llena
de urgencia. «¿Cuándo, a qué hora apareces, Matilda?» En las ilustraciones que
acompañan a las crónicas y los recuentos históricos, Papantla parece ser un
poblado apacible aunque desordenado. Los blancos caseríos, techados con
tejamanil o teja, se erigen entre zanjas y elevaciones sin organización
aparente. Como en todos lados, en Papantla hay una plaza y, en uno de sus
costados, se eleva la torre de la iglesia que alberga las anchas bancas de
madera, el órgano descompuesto, el polvo reunido a lo largo de los años. Un
hato de cerdos que devora todo a su paso como una plaga milenaria aparece de
cuando en cuando por los caminos que de otra manera son pacíficos y
transitables. Joaquín lo ve todo y, luego, con la nariz cerca de los libros,
contando con todos los dedos de las manos, hace el recuento de las epidemias
que diezmaron a la población: cólera morbus en 1833, y viruela en 1830 y 1841.
Más tarde anota el número de los comercios: siete tiendas principales de
géneros, comestibles y licores, acompañadas de un gran número de tendejones y
ventorrillos. Cuando aparece mencionado un español fabricante de puros, Joaquín
contiene la respiración, pero al comprobar que su apellido no es Burgos, la
deja escapar con desconsuelo. El baile, las peleas de gallos y las partidas de
billar son las diversiones favoritas del lugar. Las autoridades y el pueblo de Papantla desconocen absolutamente al
gobierno de los Estados Unidos del Norte, reconociendo más que nunca a México
cuya suerte compartirán por siempre y ofrecen perecer en su defensa
sacrificando sus fortunas, sus familias, y cuanto les es más sagrado, como
víctimas de su patriotismo, y sobre sus cadáveres pasarán los enemigos de su
nacionalidad e independencia a ocupar las ruinas y escombros que dejararán a su
retaguardia, sólo de este modo sucumbirán. Joaquín no puede contener la
risa cuando comprueba que, a pesar del fervor patrio de don Hilario Pérez y
Olazo, las rutas elegidas por las tropas norteamericanas para tomar la capital
del país en 1847 dejaron a los Papantecos, ya listos y armados hasta los
dientes con machetes y fusiles de diverso calibre, fuera de las batallas. Así,
con la sonrisa en los labios, la información que busca finalmente llega a su
encuentro. En 1857 o 1858, los autores difieren en este detalle: quinientas
familias procedentes de Italia arribaron al puerto de Tecolutla. Los colonos
llegaron al mando de Juan Montessoro y se internaron por el río hasta
Texquitipan, cerca de Agua Dulce, donde se asentaron inicialmente... estaban muriéndose de hambre y vino un
italiano a pedir auxilio al cura, entonces fueron familias de la villa y les
llevaron comida y medicina, entre otras cosas curiosas encontraron a un
italiano cocinando un zopilote. Cuando un Papanteco le dijo que eso no se
comía, el italiano respondió: «Tutte ave che vola a la tavola». Un problema que
tenían los italianos eran las niguas porque todos estaban llenos y no sabían
qué era eso; hablaban y no se entendían, pero había uno que entendía español y
les dijo que se las iban a sacar. Ya todos acarrearon espinas de naranja y cal
y empezaron a sacar las bolsitas de niguas y a llenarlas de cal y así les
sacaron todas. Algunos italianos fueron capaces de adaptarse a las
condiciones de la costa, pero otros, atacados por el paludismo, los insectos y
el calor, se dirigieron a Cabezas del Carmen y al interior, a la vecina
población de Papantla. El único que entendía español y no era italiano se
llamaba Marcos Burgos. Encorvado
sobre la mesa como si ésta estuviera a punto de salir corriendo, Joaquín anota
los datos a toda prisa. No sabe por qué, no sabe con qué propósito. Su letra,
nítida y ordenada en las primeras hojas, llega repleta de temblores y rasgos
nerviosos en el último párrafo.
–Lo sabía
–exclama con obvia alegría un viejo de barbas blancas en el otro extremo de la
mesa–, este maldito gobierno de ateos está llegando a su fin.
Entre sus
manos, de cara a Joaquín, el viejo sostiene la primera plana del periódico del
día, en cuyos encabezados se anuncia una nueva sublevación en el suroeste del
país. Los dos sonríen como maniáticos. Éste es, sin lugar a dudas, uno de los
mejores días en la vida de Joaquín Buitrago.