El calendario de una aldea del sur de Europa se establece por los
trabajos estacionales de la tierra y por los ritos y fiestas correspondientes.
En mi aldea el calendario estaba particularmente colmado, ya que, como los
inviernos eran relativamente suaves y el agua de regadío abundante, se
cultivaba una gran variedad de productos. El año comenzaba con la recolección
de la aceituna, y como esto era mayormente tarea de mujeres, los bosques de
olivos se veían invadidos por alegres partidas de chicas y matronas con blancos
pañuelos de cabeza y vestidos multicolores, acompañadas de los niños más
pequeños. Las chicas trepaban a los árboles, y si algún hombre se aproximaba
demasiado, se las avisaba a gritos y apremiaba a que bajasen, pues ninguna
llevaba bragas. Recogían las aceitunas en unas mantas extendidas sobre el
suelo, después las vertían en unos serones y las llevaban a la almazara. Allí,
un burro, dando vueltas en la semioscuridad del reducido espacio inferior,
tiraba de una piedra cónica, que, al macerar las aceitunas, hacía saltar un
chorro de aceite que iba a parar a las tinajas.
Mientras las mujeres se entregaban a este quehacer, los hombres podaban
las viñas y los árboles, tras lo cual venía la siembra de cebollas y ajos (los
únicos cultivos para el mercado) y la sachadura de los cereales. A comienzos de
mayo se hacía la siega de la cebada y poco después comenzaba, en la costa, la
del trigo. Se extendía por la ladera de una forma gradual y alcanzaba nuestra
aldea en julio (cada cien metros de altitud originaba una diferencia de cuatro
días), pero en las fincas situadas en lo alto de la montaña no comenzaba hasta
septiembre. La mies se segaba con una hoz curva y corta. El segador empuñaba en
su mano izquierda un haz de tallos y los cortaba con la derecha por debajo de
la espiga. La cosecha se recogía en cestones y se llevaba a lomos de burro
hasta las eras. Si había luna, la cebada se segaba y recogía por la noche, ya
que si se secaba demasiado los granos se caían.
En agosto, ya segado todo el grano, venía la parva, que es como aquí se llama a la trilla. Era el momento
culminante del año, la verdadera cosecha. Las espigas, o mies, se extendían en unas eras circulares adoquinadas que
punteaban la ladera de la montaña, por lo general en algún espacio abierto, sobre
la roca, expuesto al viento. Se aparejaban dos mulas a la tabla, una pequeña plancha de madera dotada de dientes de hierro o
cuarcita, y, balanceándose sobre ella, un hombre empuñaba las riendas. Otro
hombre se situaba cerca, blandiendo un látigo, y las mulas, al trote, daban
vueltas. Cuando se cansaban las reemplazaba otro par. Estas vueltas sobre la
ladera de la montaña duraban todo el día: los conductores del trillo, sujetos a
las riendas, como los carreteros, las mulas con la piel brillante, sudorosa. De
vez en cuando el hombre lanzaba un grito y el látigo restallaba sobre el lomo
de los animales. Después, cuando caía la oscuridad comenzaban los preparativos
para el aventamiento. Un grupo de hombres y mujeres se reunía en la era, se
encendía un farol y alguien comenzaba a rasguear una guitarra. Inesperadamente
surgía una voz en la noche, se cernía unos pocos segundos en el aire,
apagándose luego. El trino de un ruiseñor contestaba desde los álamos cercanos.
Comenzaba a soplar el viento. Llegaba primero en pequeñas ráfagas, luego
se extinguía y volvía otra vez. En cuanto parecía ser lo suficientemente
fuerte, uno o dos hombres empuñaban sus largas horcas de fresno o almez, y comenzaban a aventar el grano.
Esto se prolongaba, a cortos intervalos, durante toda la noche. El viento
soplaba más regularmente hacia el amanecer. Frecuentemente salía yo, a esta
hora, de mi habitación, en la que había estado leyendo, y subía la pendiente
para ver cómo iba el trabajo. La gran depresión montañosa parecía llenarse de
luz burbujeante, como un tanque de agua; las sombras se tornaban de color
violeta, después de color de espliego y finalmente desaparecían flotando,
mientras yo, al subir y aproximarme a la era, veía la paja salir flotando, como
una capa blanca sobre la brisa, y el pesado grano caer a plomo en montón, como
caían las monedas de oro sobre Danae. Entonces, sin nubes ni velos, aparecía el
disco solar sobre la Sierra de Gádor y comenzaba a ascender rápidamente. Las
figuras soñolientas se levantaban y se desperezaban; los hombres bebían un
trago de su bota de vino, las mujeres recogían sus cestos de provisiones, y
regresaban a casa. Dentro de media hora estarían de nuevo a la orilla del río,
lavando la ropa.
Las estaciones más ocupadas eran el final de la primavera y el comienzo
del verano. Las judías, cuyas flores perfumaban el ambiente por Pascua, una vez
recogidas dejaban sitio a las patatas. Había que sembrar al mismo tiempo los
tomates, los pimientos, las berenjenas, habichuelas, melones y sandías. Después
venía la siega del trigo e inmediatamente había que levantar los rastrojos con
el arado para sembrar el maíz, se recolectaban las lentejas, los garbanzos, las
algarrobas, seguido todo ello por la gran celebración de la parva. Casi al mismo tiempo, las uvas,
que crecían en los emparrados, se regaban, se recogían y se pisaban en los
lagares, y se almacenaban todos los demás frutos de otoño. Los tomates, los
pimientos y los higos se extendían en esteras sobre las azoteas, puestos a
secar. Las castañas se vendían, y las cebollas, ajos y patatas se sacaban de la
tierra y se vendían o almacenaban. La ceremonia de desgranar el maíz tenía su
propio ritual. Un grupo de muchachos y muchachas se sentaban en la «azotea»,
formando círculo, con un jarro de vino y un plato de bollos o de castañas
asadas al lado, y cuando una chica encontraba una mazorca de granos rojos
golpeaba a todos los hombres ligeramente en la cabeza con su cuchillo; cuando
era un joven quien la encontraba, abrazaba por turno a todas las chicas. Por «abrazar»
se entendía poner los brazos alrededor de los hombros de alguien y darle
palmaditas en la espalda. Jamás significaba besar. Besar es un acto tan serio
que algunas chicas no permitían a sus novios que las besaran antes de casarse.
Mi aldea era casi autosuficiente. Las familias más pobres no comían nada
que no se criara en la aldea excepto pescado fresco, que se traía desde la
costa a lomo de mula, en viaje nocturno, y bacalao seco. Los tejidos de
algodón, la loza y la quincallería venían de las ciudades, pero los aldeanos
tejían y teñían sus propios paños de lana, sus mantas de algodón, sus pañuelos
de seda y sus colchas. En otras palabras, la economía de una aldea de La
Alpujarra no había cambiado gran cosa desde los tiempos medievales. Y los
aperos de labranza eran aún más antiguos. Nuestro arado era muy parecido al
romano, mientras que en la costa y en la mayor parte de Andalucía se utilizaba
un tipo ligeramente diferente, con un mango recto, idéntico al que ostentan los
vasos griegos. Éste había sido, sin duda, el primitivo arado de toda la región
mediterránea. Igualmente antiguo era el trillo –tanto Amós como Isaías hacen
alusión a él– y en cuanto a nuestra hoz, era idéntica al tipo encontrado en las
tumbas de Almería correspondientes a la edad del bronce. No ha de deducirse,
sin embargo, que nuestro sistema agrícola era atrasado. Hacia 1930 se
introdujeron unas cuantas aventadoras que funcionaban con petróleo y resultaron
útiles, pero los demás aperos se ajustaban tan bien a las condiciones locales,
que tengo mis dudas de que pudieran mejorarse. Como por aquella época yo estaba
leyendo a Virgilio y esforzándome en desentrañar los doce volúmenes de La rama dorada, de Frazer, así como el
Antiguo Testamento, estas pervivencias de la antigüedad me proporcionaban un
placer especial.
La primavera, al igual que en la mayoría de los países, era la mejor
estación. En la costa comenzaba en febrero o marzo, y se extendía como una
mancha verdosa sobre las laderas de las montañas, llegando a nuestra aldea en
abril. Brotaban las hojas de las higueras y las moreras, el trigo y la cebada
crecían un poco más cada noche, los viscosos pimpollos del álamo se abrían y
desplegaban sus pétalos finos y sedosos. Llegaban las golondrinas y comenzaban
a construir sus nidos, y no mucho después se dejaban oír el cuco y el ruiseñor.
Por encima de la aldea, toda la montaña se abría a la vida. Las familias que
tenían en ella parcelas de tierra se trasladaban a sus cortijos –toscas cabañas de piedra, bajo los castaños– y comenzaba
la elaboración del queso. Por todos los lados resonaban gritos, canciones, el
rebuzno de los asnos, el canto de los gallos, el balido de ovejas y cabras.
A lo lejos, sobre el valle de Mecina, a dos o tres horas de camino,
había una zona de carrascas dispersas; era todo lo que quedaba del monte o robledal que antaño cubriera la
ladera más allá del área del castañar. Poco más allá tenía don Fadrique su
granja, con unas setenta cabezas de ganado, un rebaño de cabras y unas pocas
ovejas. Solía yo ir de vez en cuando a aquel lugar con la excusa de estudiar
ejemplares botánicos; columbinas, gencianas y saxífragas bordeaban el
riachuelo, en cuyas glaciales aguas, que descendían de los neveros, podía uno
tomar un baño. Aquí vivía Juan el Mudo, así llamado porque su padre era mudo,
un hombre alto y atlético que se había casado con la garrida Araceli, la última
doncella de doña Lucía, y trabajaba la granja, mediante contrato de aparcería,
manteniendo, gracias a la influencia de su esposa, una íntima relación feudal
con su señor. La mayor parte de la tierra estaba destinada a pastizales, pero
sembraban algo de centeno, que recogían a finales de agosto. Don Fadrique tenía
reservada una habitación, y cuando yo deseaba cambiar un poco mi vida en la
aldea solía ir a la granja y ocupaba aquella pieza. Descubrí que no hay nada
como romper unos días la monotonía y alejarse de los libros para retornar con
nuevo brío. Durante el día, la soledad y el vacío del valle montañoso empapaban
mi mente; buscaba flores –una vez encontré bajo una cascada el nido de un
martín pescador–, miraba las águilas y los halcones, volando en círculos sobre
mi cabeza, y después regresaba por la tarde a sentarme al lado de un fuego de
troncos junto al silencioso Juan, el tranquilo y barbudo Felipe, vestido de
harapos, y dos huraños pastorcillos, que no decían palabra. Cuando, después de
pasar unos pocos días allí, regresaba a la aldea, tenía la impresión de volver
a una capital.
Estos zagales, mejor cabreros, merecen describirse. Con frecuencia eran
sorprendentemente guapos, con largas y onduladas guedejas que les caían sobre
el cuello, y enjutos como olivos. Pero habían crecido en la soledad de los
aislados cortijos, apacentando sus rebaños de cabras en los secanos de manera que casi habían
perdido la facultad de hablar. Cuando se les hablaba, contestaban con un
soniquete difícil de entender y en voz tan alta que podía oírseles de colina a
colina. Al escucharles me imaginaba que los cabreros de todas las tierras
mediterráneas tenían un lenguaje común y que un zagal de las sierras españolas
podía hacerse entender en las montañas de Sicilia o de Albania. En las raras
ocasiones en que bajaban a la aldea, se mostraban tímidos y huidizos, pero como
su belleza les hacía atractivos a las chicas, tarde o temprano se casaban.
Entonces comenzaba su purgatorio, pues sus esposas les eran invariablemente
infieles. Si su carácter era fuerte, las golpeaban, pero por lo general eran
hombres tranquilos e indefensos, y como para excusarse desarrollaban su
capacidad de hablar y llegaban a ser buenos conversadores. Éste era el caso de
Felipe, cuya esposa, Victoriana, tenía una docena de amantes, entre los que se
encontraba su patrón. Felipe tenía un rostro como el de Cristo, un carácter tan
débil como el agua, y era la única persona en aquel remoto cortijo con la que se podía hablar.
Algunas de sus historias trataban de lobos. Mantenía que si uno se
encontraba a un lobo solo y lo miraba fijamente a los ojos, el lobo huía, pero
si había dos, lo único que se podía hacer era agitar un palo, gritar y desear
lo mejor. Tirar a los lobos con honda los provocaba. Sin embargo, carecía de la
suficiente valentía para poner a prueba su teoría. En la única ocasión en que
había visto un lobo, había trepado a un roble, por si, como él decía, había otro
a la espera. En aquella ocasión el lobo había huido. Últimamente, no había
lobos. La tala del monte los había
alejado, y durante varios años nadie había visto ninguno. Pero el último saltó
una noche la valla del corral, y aunque no tocó el rebaño, mató al perro del
pastor. Sin embargo, reaparecían ahora. Las disposiciones policiales que
prohibían llevar armas de fuego les había dejado el pasó libre, y el año pasado
(1953) dos de ellos habían bajado hasta el mismo límite de la aldea,
irrumpieron en un aprisco y mataron a todas las ovejas.
Los acontecimientos agrícolas del año se celebraban, como ya he dicho,
con rituales apropiados. El primero de éstos era el carnaval. Los jóvenes se
disfrazaban, se ponían antifaces y organizaban una procesión. Junto a moros,
gigantes y otras figuras de fantasía que paseaban o eran llevados por las
calles, siempre había una litera en la que dos jóvenes, uno de ellos disfrazado
de mujer, pretendían hacer el amor, con movimientos expresivos y palabras
obscenas. Esto me parecía corroborar el punto de vista de Frazer de que el
carnaval proviene de las saturnales romanas. Después, la gente encendía
pequeñas hogueras en las azoteas y tostaba granos de maíz. Por la tarde había
bailes. El último día se celebraba una procesión de antorchas en la que se
paseaba en triunfo una piel de zorro (o en su defecto una piel de conejo)
alrededor de la aldea y luego la enterraban enfrente de la iglesia, con
ceremonias religiosas y un sermón burlesco. Es de suponer que este rito
representaba el entierro del año viejo. Las ceremonias de Pascua tenían una
intensidad peculiar. A partir de la mañana del Domingo de Ramos caía sobre la
aldea un silencio que perduraba hasta el fin de la semana. Durante este tiempo
nadie gritaba ni cantaba, y aun dejaba de oírse el sonido del mortero y el
almirez, alegre preludio de toda la comida andaluza. La noche del jueves Santo,
la figura de Cristo crucificado era llevada en lenta procesión, con antorchas y
candelas, hasta el calvario de piedra, situado entre los olivos, un poco más
abajo de la aldea. En cada parada se cantaba en voz baja una copla triste. A la tarde siguiente había
una procesión aún más lúgubre, en la que el cuerpo muerto de Cristo era llevado
en silencio, en un ataúd de cristal, hasta la misma plaza, para luego regresar
a la iglesia y ser enterrado. Esa noche un grupo de ancianas con antorchas de
esparto caminaban, como en un vía crucis,
alrededor de la iglesia gimiendo y cantando saetas (no al estilo flamenco
o gitano degradado en que se cantan las «saetas» hoy, sino en el más puro cante andaluz de Granada), mientras que
en el interior de la iglesia las velas de la capilla ardiente se consumían alrededor del túmulo. A las diez en
punto de la mañana del sábado, cuando el cura estaba diciendo misa, las campanas
de gloria comenzaban a tocar, en señal de la Resurrección, y se bendecía el
agua para todo el año. La gente regresaba de la iglesia con vasos de agua
bendita con la que rociaban sus casas para mantener alejados los malos
espíritus.
El ayuno había terminado, pero quedaba por representar la última escena
del drama. Al amanecer del Domingo de Pascua el sacristán daba la llave de la
iglesia a los jóvenes, quienes llevaban la figura de Cristo resucitado a la
plaza situada en el extremo más bajo de la aldea. Se le representaba como un
joven con vestidura verde y, como para asociarle con Adonis y Osiris y todos
los demás dioses que han muerto para que los cereales vuelvan a brotar y la
savia recorra una vez más los tallos, iba coronado de hojas. En la mano derecha
le colocaban un ramo de flores y en la izquierda una gavilla de cebada. La
imagen quedaba situada sobre una plataforma en la humilde plaza de casas
deslucidas, y los aldeanos –especialmente las familias más pobres– daban
vueltas a su alrededor, mientras gritaban: «¡Viva, viva el Señor!». Después, a
las nueve en punto, el párroco abría las puertas de la iglesia. El alcalde y
todas las personalidades de la aldea estaban esperando y, cuando salía la
Virgen, se colocaban en línea tras ella y formaban una procesión. Éste era el
momento dramático de las ceremonias de Pascua, que hasta el más simple de los
cabreros podía entender: la Virgen, al encontrar la tumba abierta y vacía,
salía en busca de su Hijo. A pasos cortos, en un completo silencio, la procesión
bajaba por las calles tortuosas, con la rígida imagen de verdes ropajes
meciéndose de un lado a otro, hasta llegar a la entrada de la plaza. El pequeño
recinto estaba lleno de gente, todas las ventanas, atestadas de rostros de
mujer; las azoteas bajas aparecían abarrotadas de hombres, formando contra el
fondo celeste como una orla mellada de grullas y cigüeñas. Tan pronto como la
imagen de la Virgen llegaba a estar frente a la de Cristo, le rendía reverencia
tres veces; el párroco avanzaba unos pasos, le rociaba con agua bendita y le
incensaba, y la imagen de la Virgen avanzaba vacilante hasta el borde de la
plataforma en la que se encontraba el Cristo. Entonces, cuando estaba sólo a
dos pasos, los brazos de él, que se movían con cuerdas, eran levantados con
movimientos bruscos hasta tocar los hombros de ella. Ésta era la señal para
romper el silencio. El tamborilero, un joven alto y enjuto, situado en una
esquina de la plaza, levantaba sus manos por encima de su cabeza y, con el
rostro contorsionado, las dejaba caer sobre el tambor. Todos gritaban: «¡Viva
la Purísima! ¡Viva el Señor!». Sonaban las trompetas, los muchachos golpeaban
unas láminas de hoja de lata, y los hombres de las azoteas lanzaban cohetes y
disparaban sus armas de fuego. Recargarlas por la boca del cañón requería una
gran agitación de brazos y baquetas, y aquellos movimientos nerviosos y los
gritos le trasladaban a uno de Europa a África.
Y ahora se reorganizaba la procesión, con la bamboleante imagen de la
Madre y la de su Hijo, y, al mismo paso de tortuga, regresaban hasta la
iglesia. Sonaban los tambores y las trompetas y las mujeres comenzaban a
cantar. Lo que cantaban no era una letanía, sino una de esas coplas de cuatro
versos, de las que todos sabían de memoria un gran número. Las voces de los
muchachos, altas y penetrantes, dominaban a las demás. De nuevo los cohetes se
elevaban siseando hacia el cielo, volvían a disparar las armas, hasta que, al
cabo, entre estrepitosos hurras, la procesión, con las dos solemnes imágenes
igual que marionetas, entraba de nuevo en la iglesia.
Por la tarde, los jóvenes de la aldea se reunían alrededor de los
columpios. Los muchachos habían dedicado la noche anterior a erigirlos, frente
a las casas de sus chicas, en la calle. Eran diferentes de los columpios que
usan los chicos ingleses, puesto que en vez de un asiento llevaban un tablón
suspendido longitudinalmente entre dos maromas, y un hombre y una mujer
ocupaban sus plazas, cada uno en su extremo correspondiente. El balanceo
continuaba por las tardes durante dos semanas o más, al son de una canción
especial, y sólo la gente en edad de casarse estaba autorizada a tomar parte en
la ceremonia, ya que ésta era un ritual para que las cosechas, que acaban de
ser renovadas por la muerte y resurrección del Dios, se fortalecieran y
crecieran.
El festival siguiente se celebraba el día de San Marcos, que cae el
veinticinco de abril. Para el campesino español, San Marcos no es el autor de
uno de los Evangelios sinópticos, fuente de las narraciones de San Mateo y San
Lucas, y tema de muchos trabajos eruditos de los profesores de Tubinga, sino el
santo patrón de los toros y de todos los animales de pasto. Así, pues, en ese
día eran todos llevados a recibir la bendición. Detrás de su imagen de madera
se formaba una procesión, en la que cada uno conducía su vaca, cabra, mula o
asno, con un ramo de flores atado al cuerno o a la oreja, y los pastores y
cabreros conducían sus rebaños delante de ellos. De manera que toda la
población animal recorría las angostas calles hasta desembocar en la plaza de
la iglesia, donde el párroco, dando vueltas a su alrededor, los bendecía e
incensaba. Tan pronto como la ceremonia terminaba se distribuían unos bollos de
pan, conocidos como roscos, uno por
cada persona y animal.. Constituían el don de una hermandad cuyos miembros
sorteaban todos los años para saber quién debería proporcionar la harina para
hacer los panes. Una vez bendecidos por el párroco, se colgaban de los cuernos
de las vacas y cabras y sobre las orejas de los burros, y la procesión
regresaba por el barrio bajo. Se
repartían otros roscos a los amigos y
parientes, a los que se les deseaba buena suerte, y al final del día se daba de
comer uno a cada animal. En nuestra aldea, con sus calles pinas y tortuosas, lo
más pintoresco y pagano era esta procesión de toda clase de animales, adornados
con flores y conducidos por sus dueños, ancianos, mujeres y niños. El día
primero de mayo no se celebraba, pero sí el tres de mayo, día de la Cruz, La Cruz de Mayo. A este día se le dedica
en muchas partes de España una gran fiesta, en la que los niños levantan
pequeñas cruces en las calles, las decoran con flores, y detienen a los
transeúntes para pedirles una moneda; en nuestra aldea se celebraba con la
matanza del diablo. Salían al campo cuadrillas, comían y bebían bajo los olivos
y, una vez reconfortados, salían en busca del Enemigo Universal. Lo encontraban
bajo la forma de una alta planta de lechetrezna, que se creía venenosa para los
animales, y, una vez elegido el ejemplar, lo arrancaban de raíz, lo ataban a
una cuerda y lo arrastraban por el campo y por las calles entre gritos de
triunfo. Cuando se cansaban, lo ataban firmemente a un árbol y lo abandonaban.
Mientras tanto, las casas se decoraban con ramas y flores, se sacaban de las arcas
las colgaduras de seda de fabricación casera y, en la habitación principal, se
levantaba un altar con una cruz de madera. Por la tarde se bailaba y bebía
frente a él. El día de la Cruz era, de hecho, un sustituto creado por la
Iglesia para reemplazar el día primero de mayo, con sus asociaciones paganas.
Originalmente, la ceremonia celebraba la muerte y resurrección del espíritu de
los árboles, de igual manera que la
Pascua celebraba la muerte y resurrección de los cereales.
La fiesta siguiente que celebraba la aldea era el día de San Juan. La
tarde anterior los jóvenes decoraban las puertas de las casas de sus chicas con
ramas y les cantaban serenatas, y a la mañana siguiente, temprano, las
muchachas iban a la fuente, se mojaban manos y cara en el agua y cantaban
canciones. Por la tarde se ponían sus más lucidos pañolones y marchaban en masa
junto con los jóvenes a comer las cerezas salvajes que crecían en la ladera de
la montaña; después venía la fiesta de la Asunción, en agosto, en la que se
formaban grupos para ir a comer los higos en los secanos. En septiembre, el día de la Natividad de la Virgen,
marchaban de nuevo a los campos a comer melones.
Todas estas fiestas que he descrito estaban asociadas con el crecimiento
de las plantas y los árboles, la recolección de las frutas y la fertilidad del
ganado. Les habían dado una apariencia cristiana, pero eran más antiguas que el
cristianismo. Sólo la Pascua superponía al ritual de la vegetación una
significación más profunda, ya que el drama que se desarrollaba era signo de
que no sólo resucitarían de nuevo los cereales, sino también el hombre. En
aquella semana Cristo y la Virgen trascendían a Adonis y Deméter. Pero el resto
de nuestros ritos eran paganos y dado que la esencia del paganismo es la
vitalidad, la mayoría finalizaban comiendo y bebiendo y haciendo excursiones al
campo, que eran en realidad fiestas de galanteo. La aldea mostraba una
tolerancia tan pequeña hacia las cosas tristes que mientras que el día de todos
los Santos era la ocasión para bailar, beber vino y asar castañas, el día de
Difuntos, la fiesta de los muertos, se dejaba transcurrir con la única nota de
un candil, o lámpara de aceite, que mantenían encendido durante toda la noche
por cada uno de los muertos de la familia. No se hacían visitas al cementerio,
como en otras partes de España, ni se depositaban coronas en las tumbas. Sólo
el pueblo vivo era real; a los difuntos no se les recordaba mucho tiempo.
La última fiesta del año era la de Navidad. Todo el mundo iba a la Misa del Gallo o misa de medianoche, y
después permanecía tranquilamente en el hogar. Era el solsticio de invierno. El
único distintivo especial lo constituía la zambomba,
ese desagradable y ruidoso instrumento. Consiste en un trozo de pellejo de
conejo o de cabra atado tensamente a la boca de una maceta rota o de un trozo
de tubo de desagüe: en la piel se inserta una caña y con la mano húmeda se
restriega ésta de arriba abajo, de manera que produce un sonido entre
estridente y quejumbroso. La significación sexual es obvia y, sin duda,
constituía en sus orígenes un ritual mágico para vigorizar el sol poniente. Por
lo general, en Yegen eran jóvenes quienes las tocaban, y cuando había chicas
delante lo hacían con un gusto consciente y entre carcajadas y risitas. Ahora,
en las ciudades, se ha convertido en un juguete infantil.
Sin embargo, en Cádiar y otras aldeas la Navidad se celebraba al viejo
estilo, con bailes que tenían lugar en el ático de las casas, al anochecer. Se
encendían fuegos y los grupos de chicos y chicas asaban castañas y tocaban la
zambomba y, después, bailaban y cantaban formando círculos, cogidos de la mano.
Estos bailes eran conocidos como remelilos
o remolinos. Se volvían a reunir
en la fiesta de la Purificación de la Virgen, el dos de febrero, en la que se
comían rosetas o granos de maíz
tostados, y esto se prolongaba, en las noches en que hacía buen tiempo, hasta
el carnaval. Hubo una época en que también en Yegen se hacían estos bailes,
pero se interrumpieron porque se opinaba que resultaban peligrosos para los
áticos.
Las semanas de la Navidad eran siempre hermosas y soleadas. Las violetas
florecían en los bancales, así como una pequeña planta blanca parecida al
carraspique. El viento permanecía en calma, como siempre. Después, las mujeres
se iban a los bosques de olivos a recoger la última cosecha del año, y poco
tiempo después comenzaban los vientos y las lluvias, que marcaban nuestro
invierno de dos meses. En las calles que corrían por debajo de mi casa florecía
la hiedra, y su olor llegaba hasta mí cada vez que salía a tomar el sol.