Escribo acerca de un
hombre, e intento comprender lo que piensa en determinadas circunstancias sobre
las que más adelante me explicaré. De momento, intentaré situarlo y definirlo,
atribuyéndole algunas características esenciales para mi propósito.
Lo veo subir una cuesta hacia una
región que no conoce. Es un viajero. Por razones que la literatura ha examinado
cien veces, ha abandonado la dulzura del hogar, maldiciendo la ingratitud de la
patria o la mediocridad de su condición, o simplemente el tedio. Poco importa
la época: este hombre pertenece a todos los tiempos.
Tampoco importa el objeto de su
viaje: puede ser mercader o soldado, botánico o negrero. Poco importa, por
último, que esté solo o acompañado. Dejemos que vaya tras él una caravana de
ciento cincuenta camellos, hedionda, ruidosa y variopinta; o la infantería
colonial encargada de apaciguar un conflicto entre indígenas, o el criado que
acarrea el caballete y la caja de acuarelas.
Llegado
a la cumbre, nuestro hombre hace a su gente señal de detenerse. Es el momento
de obrar con cautela y observar. Allí, a unos cientos de metros de distancia,
descubre una aldea o un campamento. Está amaneciendo y los perros ladran, las
mujeres van al pozo, se elevan columnas de humo.
Debo precisar aquí algunos de los
rasgos de mi personaje, de los que el más importante es la fuerza. No me
interesa alguien débil, ni un mendigo o un pordiosero. Que se arrastren éstos
hacia las tiendas y mendiguen el agua o el pan: poco importa que se les reciba
a palos o con sonrisas, así como lo que ellos deduzcan de esta acogida.
Hablo de un hombre fuerte a quien
voy a dotar de seguridad en sí mismo y de certezas. Seguridad, porque no teme
al pueblo que ve despertar. No duda que pueda aniquilarlo si lo desea. Dispone,
por ejemplo, de armas de bronce contra sus piedras y sus porras, o de arcabuces
contra sus lanzas, o de revólveres de seis balas de Mr. Colt, o de
ametralladoras Maxim. E incluso si lo apresaran, si lo ataran al potro de
tortura para hacerlo morir en tormento, luego vendrían los suyos a vengarlo con
una matanza espantosa. Su bandera lo protege, o su pasaporte británico, o la
lejana vindicta de los reyes católicos. No tiene miedo.
En cuanto a sus certezas, lo
confortan tanto como una compañía de legionarios. Se sabe en todo punto
superior a aquellos a quienes observa. A su favor están el poder del fuego, sin
duda, pero también la cultura, el modo de vida, la manera de pasar el tiempo,
la estructura y el vigor de la economía de la que participa, las ideas, sobre
todo las ideas: aquellas que conciernen al hombre, las que incitan a los
hombres a venerar a los dioses, o a Dios, o a los derechos del hombre. Los
piojosos en sus chozas, allá lejos, no comprenden nada de todo esto.
Por
cierto, mi viajero puede haber venido para enseñarles lo que ignoran: la
democracia, la verdadera fe, los refinamientos del préstamo con aval o del
esmerilado de válvulas. Podría llegar a convertirse en su guía, su consejero,
su evangelizador. Porque su desprecio por ellos no excluye el proselitismo, el
deseo de compartir esas certezas; a condición, claro está, de que sea por la
mayor gloria de Dios, o del muy cristiano rey, o de las águilas del procónsul o
–con perdón– de la ONG que lo ha enviado.
Despojado de todo temor e imbuido
de su superioridad, él es, pues, muy diferente de un embajador carolingio en la
corte de Bagdad, o de un mercader veneciano de visita en tierras del Gran Khan.
Éstos se sienten menospreciados por sus huéspedes, e, in petto, reconocen su insignificancia ante las maravillas que
descubren. Por muy apasionantes que sean, no entran en el terreno de esta
reflexión, que concierne a un hombre convencido de su superioridad absoluta
sobre aquellos que él descubre.
Y así, con esta seguridad en sí
mismo, hace una seña a sus compañeros y baja con ellos hacia la aldea.
Hablará
con los jefes, puede que les declare la guerra. Pero puede más bien que vaya de
caza con ellos y que baile en sus fiestas, en las que tomará bebidas infectas
como testimonio de amistad. Más tarde (¿quién sabe?) se casará con una de sus
hijas, o con dos. Tomará nota de lo que ve, aprenderá a conocer a esa gente de
costumbres raras, a veces innobles: los otros. O como suele decirse desde los
griegos: los «bárbaros».
Y
entonces, un día, algo quizá despertará en él, algo muy profundo, oculto en su
genoma: una chispa del pensamiento que tomará la forma de una idea descabellada
que rápidamente querrá descartar, pero que volverá para importunarlo y
terminará por inquietarlo: ¿y si los bárbaros fueran como nosotros? No, por supuesto,
tan fuertes, diligentes, ingeniosos y sutiles como nosotros, pero dotados, no
obstante, de cualidades, algunas de ellas muy apreciadas por nuestros
antepasados –se las menciona en los libros sagrados– y otras, más originales,
tal vez serían bienvenidas entre nosotros.