El mascador de papel

NOTICIA BOMBA

 

 

Si hay que recalcar algo de la vida en cautividad es que se viaja.

            Bienvenidos a bordo del Sea Hero, antiguo crucero de Attractionworld rescatado por la Corporación La Libertad de los talleres de desguace y reconvertido con un coste de una millonada en una jaula flotante de fibra de vidrio. Dos hombres por camarote; condiciones vigentes de encarcelamiento, las transhemisféricas. Entre las ventajas del sistema se cuenta el respeto a algunos derechos humanos como disponer de material diverso para manualidades y cintas magnetofónicas de cursos de idiomas. Los inconvenientes: libertad de movimientos cercenada, mareos, prohibición de fumar y la sensación de estar en Babel. Dado que los detritus humanos son un negocio global, no les quepa duda de que el margen de beneficios es de vértigo. Ése es el telón de fondo.

            El héroe: yo.

            Bonjour. Harvey Kidd. Cuarenta y cuatro, calva incipiente, con manchas de tinta y solo. Divorciado, vapuleado por la vida y privado de libertad. Un producto defectuoso de la sociedad, un don nadie, breve y catastróficamente catapultado a la fama contra su voluntad. No soy un héroe de los de verdad, sino más bien todo lo contrario: un cobarde, una avestruz humana. Propenso a las pesadillas. A veces prefiero no dormir.

            Pero esta noche sí he debido de hacerlo porque esta mañana me despierta el estridente chisporroteo del sistema de altavoces. Como el capitán Malt Fishook lleva el espectáculo en la sangre, no suelta la noticia bomba de buenas a primeras. Antes presenta el concerto.

            –Hola, amigos –su voz resuena machaconamente a través de las interferencias–. Hoy hace un día espléndido. –Un día de cojones. Es gris y húmedo, un mar de agua sucia, un cielo que parece ectoplasma–. El compositor de hoy es Hugo Alfvèn, un sueco que fue muy popular en los años treinta, sobre todo en cruceros.

            Fishook era un antiguo empleado de Attractionworld. Vino incluido en el lote del barco, como los edredones nórdicos. Se entiende perfectamente por qué un conglomerado de empresas de ocio quisiera librarse de él: no sé qué es, pero tiene algo que quitaría el sueño a los niños.

            –Bien, viajeros –dice con ese acento neutro tan suyo–, antes de pasar al entretenimiento musical de esta mañana, permítanme informarles de que la próxima escala es un puerto que algunos de ustedes conocen bien.

            En mi interior germina un mal presentimiento. Durante semanas, nervios, rumores y miedos han animado el barco. Nuestro programa de navegación dicta que vayamos rebotando de un territorio a otro, como si no se quisiera permanecer mucho tiempo en el patio trasero de nadie, y el último rumor era que…

            –A continuación nos dirigimos –dice– a la isla de Atlántica.

            Bum. El rumor era cierto. El mal presentimiento cobra vida, como un hongo maníaco que revienta en la oscuridad. Fishook debe de saber qué clase de heridas está abriendo. Qué lata de gusanos destapa. Y la cosa va a peor.

            –Nuestra llegada a la isla dentro de diez días –prosigue con total despreocupación–, coincidirá con la fiesta nacional, el Día de La Libertad. –Puede oírsele sonreír durante la pequeña pausa que hace, oler el humo del puro mientras exhala. –Habrá fuegos artificiales, simuladores de experiencias y un Ajuste Final, entre otras atracciones. Los principales puntos de venta van a ofrecer descuentos inauditos, algunos de los cuales estarán disponibles en nuestras concesiones a bordo que, como ya saben, aceptan tanto dólares como euros. Así que ¡prepárense para la fiesta, amigos!

            En la litera de arriba, la silueta de John, como un cuerpo embarazado envuelto en nailon, se pandea hacia la izquierda y se pone rígida. Un Ajuste Final, entre otras atracciones. No es la clase de información que le resulte agradable oír a un tipo que está en el corredor de los condenados a muerte. Me estremezco. Todos los atlánticos estamos en la lista, pero John, siendo un asesino de verdad, se encuentra entre los primeros, con los geólogos y los edafólogos, los especialistas en física del suelo, que mantienen aislados.

            –Así que pasemos ahora a nuestro concierto sueco –dice Fishook–. Feliz travesía y, por favor, ¡disfrútenlo!

            El altavoz suelta un eructo, al que sigue de pronto una música desmayada, un travieso ritmo de jazz con un trompeteo de big band quejándose al fondo. Atroz.

            Mi compañero de celda no se mueve. Según la terminología oficial, la del capitán, él es compañero de camarote. Fishook se ha traído de Attractionworld una inclinación al vocabulario temático que contamina su habla: viajeros; tripulación; travesías; como, por ejemplo, cuando dice «compruebo en mis registros que ha contratado una travesía de por vida, viajero. En nombre de la tripulación, permítame darle la bienvenida a bordo». Le gusta pregonar la mentira de que todos nos hallamos disfrutando de un feliz crucero, descansando por un tiempo de las presiones de la sociedad, con él, el capitán Malt, triunfante en la popa, supervisando nuestra romántica odisea a través de las aguas del hemisferio septentrional. Los medios de comunicación de Atlántica tienen una perspectiva diferente.

            Nos llaman escoria flotante.

            Al cabo de un rato, John gruñe por encima de la música.

            –Sabes lo que eso significa para mí –dice.

            –No tiene por qué –digo yo.

            Me siento asustado, roto, con claustrofobia, un poco mareado. Por una vez, agradezco el tormento musical que nos machaca a través del sistema de sonido.

            –Te lo habrían notificado –digo con toda la firmeza de que soy capaz–. ¿Te ha llamado Fishook al puente? –No veo la cara de John desde aquí, pero supongo que en este momento está mirando cansinamente por el ojo de buey. –Eh, ¿te ha llamado? –insisto–. No.

            –No –repite John como un eco.

            –Bueno, pues entonces –le digo– aférrate a eso, te lo aconsejo.

            Pero salgo del camarote en cuanto lo abren. La experiencia me ha enseñado que las emociones son cosa de perdedores. Siente algo por un colega humano y eres un fiambre.

 

 

En el desayuno, la cantina está extrañamente silenciosa. Las mesas de los europeos se ven atestadas y atisbo algunos yanquis dispersos, pero la sección atlántica, más de la mitad de la cantina, está casi vacía. Entonces empieza a correr la voz de que uno de los tipos en aislamiento, un edafólogo, ha tenido un ataque y se lo han llevado por la fuerza al doctor Pappadakis, que lo ha dejado atontado de un pinchazo. También se dice que un ingeniero de estructuras, traído en helicóptero desde la isla el mes pasado, se ha puesto a gritar una serie de ecuaciones matemáticas por un ojo de buey y luego ha intentado tirarse por la borda. Yo, por mi parte, sé cómo tratar a mis propios demonios. Voy a la Sala de Arte y salgo con un fajo de papel desechado para alimentar lo que el doctor Pappadakis denomina mi hobby neurótico.

            Pero no es neurosis, es supervivencia. Se lo he explicado muchas veces. ¿Por qué no buscar el aturdimiento a propósito? No sabe qué responderme. Mediante ciertas técnicas en las que intervienen los músculos de la mandíbula y el papel, he conseguido paralizar todo mi cerebro durante largos periodos de tiempo.

            No se rían.

            Confecciono el papel maché al modo tradicional, pero mascando el papel yo mismo. Como la mayoría de la gente, puedo meterme sin mayores problemas una hoja de A4 en la boca. Encerrado en un camarote, durante el año transcurrido desde que se estropeó la tricotosa he tenido tiempo de sobra para rumiar las cosas a fondo. De este modo:

            Mascar: ñam, ñam, ñam.

            Escupir: Puag.

            Y plop, ¡dentro del cubo de pulpa!

            El mejor material para esta tarea es sin duda el papel de periódico o el de embalaje de fibra suelta, pero también dispongo de toda una gama de reiterativos informes criminales que reciclar. (Poniéndome técnico por un momento: estamos hablando de más de diez mil páginas de papel continuo de ordenador, de rigidez media, y con un nivel de contenido de residuos aceptable.) Empecé a mascar papel poco después de subir a bordo de este barco, tras el primer Reajuste Masivo. Al principio, masticaba para no caer en la tentación de contar la verdadera historia de por qué me había rechazado la sociedad, pero pronto se transformó en una costumbre reconfortante. Ayudaba a borrar los pensamientos. Sobre todo los recuerdos. Y ahora, un año después, aunque la tinta me ha dejado tan gris como el cemento, no podría pasar sin ello.

            A veces leo los papeles antes de mascarlos. Pero otras sólo los mastico. Páginas como ésta:

 

«Certifico que esta declaración es personal, que no soy un Enemigo de La Libertad, que carezco de antecedentes penales, estoy en mi sano juicio y tengo una tarjeta de fidelidad. Sé que cuanto diga podría utilizarse como prueba en cualquier juicio futuro de Libertutela a un miembro o varios de la Secta. Estoy dispuesto a presentarme como testigo en casos de terrorismo, tentativa de terrorismo, apoyo práctico al terrorismo, apoyo moral al terrorismo o complicidad financiera con el terrorismo. Por la presente declaro que no me estoy haciendo pasar por otro que no sea yo... .»

 

Y sigue un espacio para que el cliente, o la clienta, escriba su nombre.

            «Señora Tina Willets», en este caso.

            ¿Y quién es? Una atlántica. Una cliente modelo. Nadie.

            Ñam, ñam, ñam.

            Puag.

            Y ¡plop!

            Al final de cada sesión, me trago un bocado entero. Necesito el forraje.

            Hay multitud de clientes como la señora Willets, que se sienten invisibles, que creen que no les hacen caso. Como me enseñó en una ocasión cierta mujer, los impulsos cotidianos de cada hombre, mujer y niño de la isla –desde los anhelos religiosos a los hábitos de compra– pueden representarse en un gráfico. Ella misma, cumpliendo sus funciones como asociada junior,[1] procesaba algunas de las cifras.

            Ñam, ñam, ñam.

            Son muchos los argumentos a favor de la rutina. Un hombre con un horario bien organizado, controla al menos una parte de su destino, ¿me equivoco?  Hace eones, cuando vivía en una casa adosada blanca con una puerta verde en Gravelle Road, en el Distrito Sur de Harbourville, llevaba mis negocios siguiendo un horario estricto. Tenía que hacerlo. En mi peculiar especialidad laboral, si te perdías la apertura de un mercado de valores o se te pasaba la fecha de renovación de un pasaporte o el plazo de un pago estabas acabado. Cada oficio tiene sus propios gajes, y el fraude no es una excepción.

            Las circunstancias actuales imponen que mi horario sea diferente, pero sigue teniendo que ver con el papeleo.

            Aunque un papeleo de otro tipo.

            Después de masticar cada bocado sesenta veces (las enzimas de la saliva desempeñan una función muy importante, como descubrí en el Centro Educativo del barco, del que soy visitante habitual), tras esa masticación, decía, escupo la pulpa en un cubo verde de plástico (capacidad: cinco litros) y, cuando está medio lleno, echo dos litros de agua caliente del grifo y remuevo. Dejo esa materia sin refinar en remojo durante una noche y al día siguiente paso la pulpa a mi pequeña tina de almacenaje. A continuación añado unas cantidades específicas de cola blanca,  harina, pasta de papel pintado y aceite de clavo. Luego lo bato todo con una batidora manual metálica. Esa parte es fundamental para conseguir la consistencia apropiada. Cuanto más fina sea la pulpa, más fuerte será la pasta de papel. John llama a esa mezcla mi bolo alimenticio. Hay otros métodos  más baratos y facilones. Puedes comprar esa especie de mierda de gato que consiste en bolas de papel de periódico reciclado que remojas en agua antes de añadirle los demás ingredientes. O puedes hacerte con uno de los llamados «kits de trabajos manuales». O con pulpa de madera. Pero, como le he explicado con todo detalle al doctor Pappadakis, soy firme partidario del uso de materiales auténticos al modo tradicional. Es más, dada mi situación de preso como Enemigo de La Libertad, no tengo más remedio que hacerlo así.

            El papel ha sido muy importante en mi vida.

            Esoy aquí por el papel.

            Ñam, ñam, ñam.

            Puag. Y ¡plop!

 

 

Por lo que respecta a los camarotes, tienen los accesorios básicos habituales. Literas estándar, un cubículo para el retrete, un lavabo. Una mesa desplegable para las comidas y las actividades manuales. Una estantería llena con las piezas de ajedrez que confecciono y los chismes que mi compañero y yo hemos ido acumulando. Edredones en las literas, con dibujos de mascotas de Attractionworld en las fundas. Este mes yo tengo el Funky Chicken; John, el dragón Stegoman.

            Es el último día de julio, según el calendario Alpine que John pegó en la pared. Si no fuera por esos meses recuadrados, con cordilleras nevadas detrás, no tendríamos modo de saber que ha pasado un año desde que salimos de Atlántica. Cuando uno está en un barco, ni se entera de las estaciones. En casa, el año tenía el ritmo natural de las ventas al por menor: las Navidades daban paso a las rebajas de enero, a las que seguían las ofertas de la Semana de San Valentín, el Día de la Madre, Pascua, el Día del Padre, las rebajas de verano, el Día de La Libertad, la Vuelta al Cole, luego Hallowe'en, la temporada prenavideña, las propias Navidades y vuelta a empezar.

            Uno sabías dónde estaba. Y ahora, dentro de diez días...

            Más vale no pensar. Cabeza dentro de la arena. ¡Masca!

–Ay –dice John, que recoge su bordado. Es un hombre dedicado a la costura.

John y yo llevamos un mes juntos.

            Si me imaginan bajo y achaparrado, que, para ser sincero, es lo que soy, imagínenselo a él como lo contrario: un hombre altísimo, que asusta, de facciones protuberantes. Es un asesino, o eso se dice, aunque aquí uno nunca sabe quién es culpable de verdad. Salvo a los recién llegados, en el barco nunca se oye mencionar la Secta; y ésos aprenden pronto. John tiene unos diminutos ojos centelleantes, como rendijas en un muro, y un talento natural para agudizar las debilidades ajenas, lo que hace creíble el rumor de que forzó a tres vecinos suyos a un pacto de suicidio.

            De vez en cuando discutimos por mis labores de papel maché. Dice que le revuelve el estómago verme sentado aquí, con mi camiseta térmica, masticando. A veces me lanza una mirada sombría y se pone la venda de ojos especial, la que planea llevar para lo que ahora llama El Achicharramiento. Pero tenemos más en común de lo que podría pensarse.

            –¿Eres partidario de la pena de muerte?

            Ésa fue la primera pregunta que me hizo cuando le asignaron a mi camarote después de que al tipo anterior, Kogevinas, lo trasladaran a la instalación intermedia de Gibraltar. No me dijo «hola, me llamo John»; ni tampoco «choca esos cinco, colega»; ni nada normal. Me desconcertó.

            –No, de la pena de muerte, no –le respondí.

            –¿Y de la tortura? –me suelta.

            En ésa me pilló. Miren, había estado reflexionando con cierto detalle sobre esa cuestión y había llegado a la conclusión de que alguna gente merecía que la torturaran, psicológicamente, por sus delitos. Ojo por ojo, psique por psique. Un poco de incomodidad física tampoco vendría mal. Estaba pensando, claro, en mi propio torturador personal, Wesley Pike, en todo lo que me gustaría hacerle, si se presentara la ocasión, para joderle el coco y que sufriera. Llámenme pueril si quieren, pero lo que haría sería encerrarlo en una caja de cristal, taponarle la laringe, hacerle llevar unas gafas especiales que le confundieran y llenarle las fosas nasales con mierda de murciélago. Le haría beber gaseosa con sal de un biberón. Le mancharía con aceite de chile y me reiría de su picha. Cuando uno está encerrado en un camarote, se sorprende pensando cosas como ésas. Es bastante normal. De modo que cuando John me preguntó mi opinión acerca de la tortura, vacilé.

            –He dicho tortura –me repite–. Te opones a la pena de muerte. Eso ya ha quedado claro. Pero, ¿estás a favor de la tortura?

            –En ciertas circunstancias –confesé–, tengo que admitir que sí.

            Entonces me dio una palmada más que contundente en la espalda. Dada su fama como hombre especializado en recurrir a la violencia sin que medie provocación, me asusté, pero resultó que el gesto era amistoso.

            –Respuesta correcta –dijo.

            Desde entonces, la tortura se convirtió en un tema al que volvíamos con frecuencia. Era lo que más se parecía a un interés compartido. Él podía considerarse un experto en la vertiente física de la cuestión; yo prefería tratar de la psicológica. A veces hablábamos durante horas, jugando a un juego que se inventó en un jardín de infancia, seguramente allá por el siglo XV, se llamaba «¿Qué preferirías?»

Se jugaba así:       

–¿Qué preferirías –preguntaba yo, por ejemplo–: estar metido en una cuba de margarina rancia viendo cómo todos los pasmas que te han detenido hacen el amor con tu ex esposa, y a ella le encanta, o tener que escuchar por auriculares doscientas horas de Così fan tutte pasado a la inversa a noventa decibelios y a velocidad desajustada?

            –Mirar a mi esposa –concluía John–, con la esperanza de que reventara de tanto joder. ¿Y qué preferirías tú: que te hirvieran vivo o que te obligaran a no comer más que tus propios excrementos hasta morir de salmonela?

            –Que me hirvieran –decía yo–. Es más rápido. ¿Qué preferirías tú: ver a tu hombre del tiempo favorito ensartado por el hígado o...?

            Supongo que se hacen una idea.

            –¿Crees que nos pusieron juntos como una forma de tortura, colega? –preguntó John después de comer cuando me sentaba a trabajar–. Porque, no me jodas, si hay algo que está claro es que me sacas de quicio. Preso Uno-Cero-Cero-Ocho-Siete, garantizamos que le hará aullar a la luna dentro de veinticuatro horas o le devolvemos el dinero. Ese Malt Cabrón Fishook.

            Pues no deberías haber solicitado un traslado, sesos de estiércol, pensé, pero no dije nada. Tampoco puedo cuando tengo la boca llena.

            Entonces cambió de táctica.

            –Cuando me haya ido lo lamentarás.

            Estaba alisando su venda de ojos. La adorna con perlas de plástico y pequeñas lentejuelas brillantes: una tarea bastante compleja para un tiarrón como éste, casi tan inimaginable como una morsa dedicada a rellenar volovanes.

            –Créeme –dijo–, los restos carbonizados no son un buen sustituto de la versión viva.

            ¿Echarlo de menos? Está de broma. Se puso la venda y las lentejuelas centellearon.

            –Con los ojos tapados, no se ve el mal –dijo.

            Yo seguí masticando. Cincuenta y cinco, cincuenta y seis, cincuenta y siete.

            Con la boca cerrada no se dicen tonterías, pensé sin dejar de mascar.

            Cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta.

            Puag.

            Y plop, al cubo.

Atlántica, Atlántica.

 



[1] A los empleados y ejecutivos de la Corporación La Libertad se les nombra con la terminología jergal y plagada de eufemismos del vocabulario comercial. Así, los trabajadores son «asociados» y un jefe de equipo es un «facilitador»  [N. del T.]