Sólo se
pueden hacer dos cosas: rehusar o aceptar.
William Faulkner
Era un armario grande y macizo, de noble
madera de cerezo, que cubría todo el lienzo de la pared, entre la puerta y el
rincón, y tenía en su parte central un espejo enorme de arriba a abajo,
festoneado de falsas columnillas dóricas estriadas y otras fantasías
decorativas de dudoso gusto. Allí detrás guardaba ella, con pulcritud de
bibliotecaria, sus ropas exteriores e interiores, sus blusas de verano, sus
chaquetas de invierno, sus escuetas bragas de todo tiempo, sus echarpes del
serano y sus pantalones de andar por casa y de ir de excursión. Y también las
sábanas inocentes de sus pecados. En la parte inferior, dos cajones con
tiradores dorados almacenaban los zapatos de toda su vida, con los que se podía
reconstruir los vaivenes de la moda y sus avatares de mujer caprichosa y
descontentadiza.
El espejo, contra la costumbre de sus
semejantes, estaban limpios hasta la saciedad y el impudor y reflejaba con
exactitud de contable toda la habitación y la luz oblicua de la ventana, que
advertía tímidamente de la llegada del amanecer y alertaba sobre la inminencia
del crepúsculo vespertino con varias horas de antelación. Todo quedaba recogido
en aquella superficie azogada, que retrataba la ancha cama, la colcha floreada,
el cabezal minimalista y el cuadro de época que inquietaba el aire del
dormitorio con el ascetismo cutre de sus admoniciones morales. Todo quedaba
guardado en los últimos términos del espejo, con tenacidad de avaro y vocación
de trapero. La historia de la cama, sus habitantes y sus anécdotas se mantenía
en aquellos fondos insondables de una memoria sin fallos.
En algunos momentos sin saber por qué
misteriosos estímulos o acumulación de circunstancias las imágenes escondidas
salían a la luz, sin pudor, en una caótica promiscuidad, como el mecanismo
automático de una memoria descontrolada que vomitara sus contenidos indigestos.
Allí aparecía ella desnudándose todos los días y apresurándose hacia el sueño,
mientras su cuerpo trasformaba la llanura de la cama en un paisaje montañoso,
que su horizontalidad accidentada hacía crecer abruptamente. Sus desasosiegos
nocturnos, sus pesadillas, sus malas digestiones y sus despertares
sobresaltados ante la crueldad inmisericorde del despertador escandaloso. Sus
tiempos de enfermedad y sus horas de siestas interminables y sabrosas. Incluso
sus lecturas desveladas, con el título del libro en caracteres indelebles y el
abandono involuntario a los primeros asaltos del sueño.
También allí se mantenían las hirsutas
orografías de sus amantes. Cualquier pequeña inclinación del espejo duplicaba
las escenas de su memoria y repetía los movimientos lascivos y las posturas
atrevidas y las batallas de amor sobre las sábanas caídas y revueltas en el pavimento
de cerámica roja. De este modo, el número de los amantes se duplicaba y la
fidelidad del espejo era insaciable, relatando las obscenidades de sus
encuentros y la fertilidad de sus imaginaciones respectivas, que se iban a la
zaga.
Su biografía cabía en aquel espejo, en los
que yo también me vi, dubitativo y horrorizado, contemplando aquel desfile de
posturas eróticas y la voracidad con que ella se entregaba a todos los excesos
de amor procaz, que el espejo repetía como un replay interminable. Tuve
que taparlo con una sábana misericordiosa, pero fue inútil, porque no conseguía
cegarlo. Me quedaba mirándolo y sólo era cuestión de tiempo que fueran
reapareciendo los episodios de aquella historia sórdida de sexo y de lujuria, a
muchos de cuyos protagonistas yo conocía. El modo caótico en que el espejo
devolvía su memoria añadía lubricidad a aquel batiburrillo de cuerpos desnudos,
caricias hirientes, aullidos depravados y sudores de pieles compartidas y
rechazadas al mismo tiempo. Nunca la desnudez dejaba de ser obscena y nunca la
entrega dejaba de ser tumba abierta, por muchas veces que se repitiera.
El
espejo tenía una memoria fiel, que se regodeaba en los detalles y los fijaba
para una eternidad de asombros. A veces pasaba mi desnudo, camino de la puerta
del baño, y otras veces ella, como una amazona desmelenada y ciega, cabalgaba
varios cuerpos dóciles a sus arrebatos y humillados en su función de
instrumentos. Como en ocasiones los rostros de los pacientes intercambiaban sus
rasgos, aquella cama parecía la plaza en día de mercado. Pocas veces el espejo
reproducía el vacío. Ante esta situación insoportable, que atentaba mi
equilibrio vital, mis dos opciones eran o romper el espejo, con el riesgo de
que se multiplicaran las escenas en cada trozo, o matarla a ella, para acabar
con su memoria. Porque matarme a mí, dejaría a salvo la perpetuidad del
testimonio. Después de mucho pensarlo me decidí por el espejo, que al menos
fraccionaba el horror y atemperaba los pormenores.
La
única verdad es la literatura.
Fernando Pessoa
Estaba condenado a muerte y los médicos le
echaban de seis meses a un año de vida. Como es sabido el cáncer no perdona y
ya era tarde para todo. Él ya se había hecho a la idea y había empezado a
despedirse del mundo con una extraña resignación suicida. Hacía mucho tiempo
que se había separado de su mujer y los hijos se habían desentendido de lo que
le ocurriera. Sus amigos estaban muertos o vivían lejos y no quería darles el
espectáculo de su agonía ni el golpe bajo de la crecida de sus remordimiento.
Le hubiera gustado visitar por última vez algunos paisajes, que le habían
congraciado con la naturaleza y algunas ciudades donde había sido
particularmente feliz, con toda la vida por delante para recordarlas. También
hubiera querido encontrarse con algún viejo amor inolvidable, con alguna
continuada manera de contemplar el mar, como la primera vez, y con algunos
lugares, unidos a lecturas y a situaciones especialmente gratas. Pero todo le
parecía irrealizable, porque exigía un esfuerzo, que no se sentía con ganas de
iniciar y menos de concluir.
Le quedaban los libros, más dóciles que su
familia y más fieles que sus amigos. Los libros habían sido su pasión más
fuerte y más duradera y los que habían ocupado la mayor parte de su pasado
feliz. Muchas de las horas de su existencia, tan baqueteada y tan onerosa, las
había pasado leyendo y en este ejercicio había aprendido todo lo que le había
hecho falta saber. Arrastraba una deuda impagable con sus libros preferidos,
inagotables, sorprendentes, luminosos, siempre cercanos. Podía señalar sin
error la fecha en que cada uno de ellos había entrado en su biografía y el
milagro que había esperado encontrar en el arcano interior de sus páginas
cerradas. Recordaba la librería en que los había comprado y por supuesto el
sitio exacto que ocupaban en su biblioteca. Le encantaba recorrerlos con la
mirada, reconocer su título sin equivocarse y hasta acordarse de los avatares
crueles de su encuadernación deteriorada. Coger alguno, hojearlo y comprobar
los motivos de su adquisición, le producía un placer renovado, aunque a veces
la memoria, después de tantos años, se resistía a completarlo.
Por eso quería despedirse de ellos, por
gratitud, por obligación moral, por lo que si fueran hombres se llamaría
honestidad. Aquel deseo era probablemente el trago más doloroso de su
enfrentamiento con la muerte. Iba a romper una vieja lealtad de la que no
quería deshacerse. Eran muchos años de convivencia y no podía llevárselos con
él, allí donde fuera, para perpetuar sus débitos. Calculó el tiempo que le
quedaba y no había ninguna posibilidad de leerlos todos otra vez, de resucitar
las antiguas alegrías, sus descubrimientos definitivos, los oasis de su
fertilidad. Un libro al día, incluyendo los domingos, le daría para muchos años.
Se le escapó una lágrima de protesta infantil ante la confirmación matemática
de la locura de su proyecto. No eran tantos; pero eran demasiados para el plazo
disponible. Por lo menos tardaría de diez a quince años en terminar aquella
vuelta de despedida que sería su adiós a la vida, con toda la conciencia de su
caducidad y toda la pena de su valor inabarcable. En resumidas cuentas no había
derecho a aquella injusticia desaprensiva, que no respetaba ni los mínimos
derechos de un hombre.
Escoger un libro, para iniciar la ronda, le
costaba un disgusto, porque no sabía por cuál empezar. Leer algunos era dejar
de leer otros y el tiempo apremiaba. Cada uno tenía su atractivo y el gozo de
recuperarlo formaba parte de la felicidad prometida. ¿Cómo no despedirse de
Proust, que le había desvelado el don de la mirada de la memoria? ¿Cómo
olvidarse de Borges, que le había conmovido como un diamante tallado de una
inteligencia artificial? ¿Cómo no releer a Faulkner, que le había enseñado a
descubrir al prójimo, al negro que llevamos dentro? ¿Cómo irse sin haber vuelto
por última vez a la luz mañanera de los sonetos de Petrarca? ¿Cómo no decirle
adiós al pobre Don Quijote, perdido en las alucinaciones de su cerebro y de su
tierra, de su marginación perpetua, de su obcecación suicida? ¿Cómo no recorrer
el mundo a pie con Baroja, entre asperezas sentimentales? ¿Cómo abandonar al
pobre Hamlet y dejarlo vagar a su albedrío sin una mirada de reconocimiento y
de solidaridad? ¿Cómo no resucitar los convulsos sentimientos de Dostoievski,
que tanto bien le hacían, aunque le dolían como un remordimiento? ¿Cómo renegar
de Rilke y de su dolorosa lucidez? ¿Cómo resignarse a no volver a dialogar con
Kafka, tan hermano, tan desgraciado, tan solitario y tan sufrido?
Los días pasaban y no se decidía por
ninguno, hasta que cortó por lo sano y optó por el orden alfabético de una
selección de sus clásicos amores y que fuera lo que Dios quisiera. Empezaría
por San Agustín y hasta donde llegara. Se temía que no alcanzaría ni siquiera
la Alejandría de Durrell y mucho menos el Japón de Kawabata y menos todavía el
París de Zola. Fue una carrera contrarreloj. Notaba que la enfermedad le iba
invadiendo, como el nivel del agua en los cántaros de la fuente. Pero seguía
leyendo contra viento y marea, con el gozo renovado de siempre, con el ánimo de
un heroísmo cotidiano. Su organismo luchaba no contra la supervivencia, sino
contra el tiempo. Notaba que las fuerzas le abandonaban, sobre todo al
acercarse el plazo fatal de los seis meses anunciados y descubrir que estaba
todavía en Camus. Apuraba las horas de sueño y la luz de los ojos, con el solo
paréntesis de la noche para ganar la paz de la lectura mañanera, que a veces se
le hurtaba por un cansancio excesivo. No podía más. Pero no se rindió. Vivía exclusivamente
para leer y los libros le hacían vivir, no sólo venciendo a la muerte, sino
duplicándole el gozo de la precaria vida que le quedaba. Era penoso terminar un
libro y esperanzador iniciar otro, que se encendía con la luminosidad de una
mañana de verano.
El plazo definitivo del año se cumplió y
esperó serenamente el desenlace con Garcilaso entre las manos y se dijo: «Que
venga la muerte cuando quiera; pero me encontrará leyendo». Y no se murió,
porque a veces los médicos no aciertan en la difícil previsión de las
reacciones del insondable organismo humano. Y poco a poco empezó a creer en el
milagro y leyó como si se drogara con una fruición renovada el Ulises de
Joyce y hasta tuvo tiempo de coronarlo y cotejar la versión de Salas Subirat
con la de José María Valverde. La furia irónica de Larra le vino como anillo al
dedo para entretener la espera. A los dos años se enfrentó con La montaña
mágica de Thomas Mann y consiguió llegar hasta el final, aunque le parecía
imposible. El tiempo se dilataba para su satisfacción y los libros seguían
acompañándolo en aquella carrera de fondo, que le dejaba sin aliento. A veces
se desvanecía, se le iban las letras y se conformaba con acariciar el lomo de
los libros, como si tuvieran piel humana. Aquellas interrupciones le parecían
faltas a su deber, desfallecimientos de su moral. Cuando cerraba los ojos creía
continuar leyendo de memoria. Los médicos estaban asombrados de aquella
recuperación inexplicable.
Pasó por Melvilla, Novalis, O'Neill, Pessoa,
Quevedo, Rulfo, Sade, Tolstói y cuando estaba entrando en Unamuno y creía que
había vencido a la muerte, se murió.
Y el
esplendor de los mapas, camino abstracto hacia la imaginación concreta.
Fernando Pessoa
Era el primero de la clase, hijo tardío de
un matrimonio entrado en años. Todos pensaban que la edad de los padres era la
culpable de aquella fulgurante inteligencia, que traía a mal traer al maestro y
sorprendía, como un truco de magia, a todos los inspectores escolares, que una
vez al año venían al pueblo a controlar la marcha de la escuela y que habían
agotado con él los regalos de premio, que repartían a final de curso entre los
alumnos más espabilados. Porque aquel niño lo sabía todo, lo entendía todo
antes de habérselo explicado y lo asimilaba todo sin necesidad de repetírselo.
Era enclenque y tenía cara de reviejo y sólo la partida de nacimiento delataba
su verdadera edad; el resto de su vida desdecía los datos del Registro Civil.
En muchas ocasiones, como si poseyera una
inexplicable ciencia infusa, ponía en aprieto al maestro, que no sabía qué
hacer con él y que sentía un gran alivio cuando faltaba a clase, lo que ocurría
con demasiada frecuencia. Pero, al contrario, siempre que faltaba volvía más
sabio, más seguro, más impertinente. Muchos de sus compañeros lo odiaban y
otros lo admiraban. No jugaba a la pelota ni a las canicas ni a la pídola ni,
por supuesto, hacía novillos. Su piel enfermiza no conocía la violencia de un
rasguño y menos el adorno de una herida, porque no asaltaba tapias, ni buscaba
nidos, ni se iba a bañar a los caozos de la rivera, que a veces
escondían asesinas rocas imprevistas. Obediente y retraído, su única
indisciplina era el cultivo de la inteligencia. Evidentemente no era de este
mundo.
Durante las horas del recreo se distraía
mirando los grandes mapas de la escuela, que se extendían como tentaciones
cromáticas sobre tres de las cuatro paredes del aula, abierta a un ventanal,
que llenaba de luz el espacio escolar y enseñaba un paisaje verde de árboles
tupidos y montes lejanos, caminos infatigables y nubes volanderas. Pero a él
nada de eso le llamaba la atención, porque, de espaldas al exterior en el
paréntesis efímero de silencio que sobrevolaba los pupitres historiados a
aquella hora, se pasaba el tiempo recorriendo los mapas, siguiendo las
accidentadas trayectorias de los ríos, midiendo las distancias, aprendiendo los
nombres exóticos de los países extranjeros, probablemente soñando con el azul
de los mares, que excedía a todos los otros colores, por su limpieza, su tamaño
y por su insondable atractivo, sin matices, sin atolladeros y sin más
impedimentos que las escuetas líneas de los paralelos y los meridianos.
A fuerza de mirarlos se los debía saber de
memoria. Porque también, durante las clases, al mismo tiempo que oía las
explicaciones del maestro, sin perder ni ripio, tenía la mirada perdida en la
geografía universal de los mapas. Su rostro, por lo general crispado en un
gesto de contrariedad y de amargura, cambiaba de expresión mientras se perdía
en la inmensidad de las distancias cartográficas, con sus ciudades como
redondeles, sus corrientes fluviales como venas pletóricas y los relieves de
las montañas interrumpiendo la desvaída uniformidad de las llanuras. A veces se
acercaba a tocar aquellas telas enceradas de brillos inesperados, rugosidades
caprichosas y frialdad de mantel de hule, y seguía con el dedo, como para
cerciorarse de su realidad y comprobar su consistencia, el contorno de las
costas con sus cabos atrevidos y la comba feliz de sus bahías. Aquel tacto le hacía
sonreír y le lavaba la cara de su habitual displicencia de sabiondo,
devolviéndolo al niño que contra todas las apariencias y contra su propia
opinión nunca había dejado de ser.
Con malestar recibía el jolgorio de sus
compañeros, que volvían del recreo, atropellándose sin miramientos, riendo a
chorro suelto y pateando el suelo como una manada de recentales desbocados.
Pero el disgusto se le pasaba pronto, pues siempre le quedaba la oportunidad de
demostrar su disparidad y de levantar su aislamiento. Los mapas estaban allí,
al alcance de sus ojos ávidos, fieles a sus demandas, múltiples en sus
proteicas transformaciones, inagotables frente a su curiosidad. Por él, se
hubiera quedado contemplándolos, cuando todos se iban a sus casas y la soledad
y el silencio le hubieran permitido retomar los itinerarios de sus sueños a su
gusto. Pero el maestro no se lo permitía y le tomaba de la mano para llevarlo
fuera de la escuela y cerrar a sus espaldas las puertas del paraíso, después de
haber comprobado la seguridad de todas las ventanas. El niño nunca llegó a
llorar, que le parecía impropio de alguien como él; pero algo parecido al
llanto le huroneaba por dentro y le aguaba los ojos de présbite, que no se
concedían ni una lágrima.
Hasta que un día, decidió jugarse el todo
por el todo y a la hora del recreo se metió de cabeza y sin pensárselo mucho en
el Océano Pacífico, con espacio suficiente para entrar con holgura y el gozo
suplementario de sus islas, como collares desenfilados. Aquello resultó más
divertido de lo que esperaba. El mar era más grande, las olas, más altas, los
peces, más variados, el cielo, más intenso, la brisa, más suave, la claridad,
más total, el tiempo, más dilatado, la felicidad, más completa. Cuando tuvo que
dejarlo, sabía que no sería la última vez que lo hacía. Muchos días repitió la
experiencia y se zambulló en el Indico y en el Atlántico y en el mar de la
China y en el Mediterráneo, que le supo a poco. Y se asomó a todas las playas
que recordaba y a calas pequeñas que no estaban en los mapas. Volvía mojado y
como rejuvenecido y, por supuesto, más sabio que antes, más extraño al pueblo,
más distinto que todos sus compañeros, con más razones para despreciar al
maestro. Hasta que un día no volvió. Cuando lo echaron de menos, todos
recordaron que siempre había sido un bicho raro.