Prólogo en el ascensor
Hay muchas
razones para que un escritor hable del tiempo en sus columnas periodísticas. No
me refiero al tiempo ambicioso, la sombra que huye por las metáforas de un
poema barroco, el murmullo de ríos y de mares que se desliza por los corredores
de la filosofía para invitarnos a la presencia de un dios o de una nada. Lo
mismo que soportamos muchas pinturas de dios, también son posibles diferentes
versiones de la nada, y, en el fondo, esto es lo que caracteriza nuestra época.
Si la cultura clásica vivió sus fábulas sobre la mano abierta del politeísmo,
nuestra época ha desbrozado las rutas del polivacío, las mil versiones ambiguas
de la nada. Los acontecimientos nos enseñaron que es más sencillo ponerse de
acuerdo sobre dios que sobre la nada. Por eso estamos tan desorientados, y por
eso nuestra desorientación alienta muy pocos gritos de verdadera calidad. Es
preferible no gritar en estas circunstancias.
No
pretendo hablar aquí del tiempo infinito, de las reglas de la vida y la muerte,
porque los columnistas de periódico se ponen en ridículo al confundir los tonos
y los temas. Cuando cargan sus palabras con demasiada solemnidad, equivocan la
puerta y aparecen por la calle en pijama, sin ducharse, atravesando las
multitudes con una indignación de biblioteca privada y un corazón de
dormitorio. En la tarjeta del columnista es bueno que aparezca la dirección
personal, pero no los secretos de su dormitorio, y mucho menos sus dudas en
forma de certezas, sus solemnidades íntimas sobre los relojes de arena y los
abismo del tiempo. Lo primero que uno aprende en este oficio es que la
necrológica sentida resulta una tarea imposible, un desfiladero de tópicos y de
impudores. El autor emocionado se estrella en la realidad de la literatura
hasta que descubre lo que debe callarse y lo que conviene recordar. Mejor que
insistir en la muerte del amigo, hay que contar la última copa que nos tomamos
con él.
Las
razones que invitan a hablar del tiempo pertenecen al mundo social de la
climatología. Vivimos en un ascensor, bajo unas luces de vestíbulo impersonal,
rodeados de extraños con los que no puede hablarse de otra cosa. La lluvia, el
sol, las mañanas de primavera, las bellezas y los peligros de la nieve, el
final de las vacaciones y el cocodrilo insaciable de las mesas de trabajo, la
rutina de las fiestas anuales, la prisa de los almanaques, en fin, son temas de
ascensor, modos de llenar el hueco de un edificio cuando no tenemos nada que
decirle al vecino del noveno. O cuando tenemos preguntas y reproches que
callar, porque ya hemos aprendido a no nombrar la soga en casa del ahorcado y a
comer con cuchara de palo en los festines del herrero. La vida viene por
rachas, la condición humana insiste en sus costumbres de comedia latina y de
tragedia griega, y los escritores corren el peligro de convertirse en profetas,
en voces sermoneantes, en regañones de oficio. A la segunda indignación del mes
con la comunidad de vecinos, es preferible pedir asilo en las divagaciones,
hablar del tiempo, vender una vez más nuestra redacción sobre la nieve, la
llegada del otoño o los villancicos de la navidad solitaria. ¿Y no es mejor
callarse del todo? Debe tenerse en cuenta que esto se parece mucho a un trabajo
y que un albañil no puede abandonar así como así sus ladrillos. Cuando a Clarín
le reclamaron una definición de sus paliques, hizo bien en no coger el asunto
por los cuernos de la luna: «El palique no tiene más definición que ésta: un
modo de ganarse la cena que usa el autor honradamente, a falta de pingües
rentas».
Aunque
conforme aquí un año imaginario con sabor a fin de siglo, este almanaque se fue
haciendo poco a poco, sin regularidad, entre 1995 y 2001, por motivos de
trabajo y para no discutir de política con un tono excesivamente grave en casa
del ahorcado, es decir, en mi casa. Hay situaciones en las que conviene hablar
del tiempo, mirar por la ventana a ver si llueve y salir a la calle con el
abrigo puesto y el paraguas, como ciudadanos que han aprendido a darse los
buenos días. Más que un insulto al enemigo, una columna honrada y sincera es
una forma de darle los buenos días a los que van con nosotros. Los buenos días
del Almanaque de fabulador se escribieron para los lectores de El
País Andalucía.
Como
el tiempo vuela, la escritura debe volar en las columnas, hacerse pura
agilidad, conciencia de sí misma. En el principio de cualquier arte está la
artesanía, el oficio, las reglas y los trucos del juego, el valor que se le
supone al soldado. La columna es el soneto de la prosa, la capacidad artesanal
de escoger una estructura y de hacer flexible el idioma con el uso de una
mirada y de unos pensamientos. Al rematar un artículo sobre «Los Campos
Elíseos» de Madrid, escrito a golpe de oficio y para ganarse la cena, Bécquer
trazó el paralelismo: «A medida que he escrito las cuartillas se las han ido
llevando a la imprenta. Pregunten ustedes si hay más de una columna, y si la
hay, ya tenemos artículo para mañana y salir del compromiso. «Catorce versos
dicen que es soneto», decía Lope de Vega. Once cuartillas suelen ser Variedades,
con que le pondré el epígrafe a éstas, y hasta otra».
Acostumbrado
a las tardes de redacción en El Contemporáneo, a Bécquer no le fallaba
el instinto de periodista. Pero tampoco le traicionó su sabiduría de poeta, y
sólo escribió sonetos en la época de aprendizaje, cuando heredaba de la
tradición los recursos artesanales que iban a permitirle un vuelo más
ambicioso. Debido al orgullo mediático que soporta nuestra sociedad, capaz
incluso de exigir con titulares y encuestas el control sobre la inmortalidad y
las glorias del Parnaso, se ha puesto de moda la simpleza de afirmar que la
mejor literatura se escribe hoy en los periódicos. Se confunde así la artesanía
con el arte, el buen oficio del domador de palabras con la literatura. Es
verdad que no hay buen libro escrito con palabras torpes; pero el oficio del
lenguaje busca en las novelas, los poemas y los dramas mucho más que palabras,
porque la literatura pasa de las palabras a los hechos y se inventa una forma
ambiciosa de que suceda el tiempo en el interior de unos personajes y unos
lectores, la realidad emocional de una ficción. Tienen sus razones, pero a
medias y con trampa, los que afirman que todos los grandes autores han escrito
en periódicos. Bécquer y García Márquez son grandes y escribieron en
periódicos. Pero debemos ser sensatos: no son grandes por lo que han escrito
para los periódicos. Pusieron en marcha su relojería artesanal al cruzar las
fronteras de otros espacios. Negar la trascendencia literaria de los géneros,
perderle el respeto a los recursos que se mueven un paso más allá del estilo,
no significa exaltar los poderes de la escritura, sino recortar ideológicamente
sus posibilidades. El verbo dice su juramento y se hace carne en la ficción,
sólo en la ficción y nada más que en la ficción.
El
elogio desmedido esconde una mancha de familia, una vergüenza injusta sobre la
valía particular de la columna. Nada más ridículo que la señorita de provincias
disfrazada de marquesa o que el currículum de los eternos aspirantes a genio
adornado con mil flores naturales. La columna está bien como está, soportando
con inteligencia y arte los templos de las horas veloces. La columna vale lo
que vale y no hay que ponerla a competir con los géneros mayores, porque en
esta carrera puede estrellarse y sufrir el accidente espiritual de su
degradación. Las alabanzas desmedidas de un oficio convertido en filigrana sólo
sirven para imponer la tentación de las recetas amaneradas, un estilismo
burocrático que confunde el pensamiento con la ocurrencia y la virtud
lingüística con un barroco tan chillón como vestido de domingo en la plaza de
las vulgaridades.
Algunos
oficinistas de las musas han llegado a argumentar que no hace falta tener ideas
para escribir columnas, que se pueden defender cosas opuestas de una sola vez,
respetando únicamente la distancia que hay entre dos imágenes llamativas o
entre dos puntos y aparte. Pero se trata de un cinismo propio de algunos
autores, no de la esencia vana de un género que, por el contrario, necesita
opinar del mundo a fuerza de miradas personales y de coraje, mezclándose con
los pasos de cebra y con los titulares de periódico, con las tormentas de
verano y con los bombardeos imperialistas, con las confusiones del amor y con
las hazañas de los políticos. Debajo de toda buena columna hay un artículo de
opinión escondido, estilizado, hecho perplejidad personal. La literatura del
columnista es el pensamiento grave, pero en forma de mañana de invierno, de
sensación infantil en medio de una tristeza primaveral o de paseo solitario
junto a unos árboles recién cortados. Tan incómoda resulta la carencia de ideas
como el dogmatismo de los sermoneadores profesionales. La columna exige el
humor, el lirismo, el tiempo hecho vida, la tarde de lluvia o los manteles de
una fiesta recordada. Luis Buñuel dedicó unas páginas de sus memorias a
defender la preparación del dry martini perfecto, un fiel compañero de
sus días más felices. «Básicamente», escribe, «se compone de ginebra y de unas
gotas de vermut, preferentemente Noilly-Prat. Los buenos catadores que toman el
dry martini muy seco, incluso han llegado a decir que basta con dejar
que un rayo de sol pase a través de una botella de Noilly-Prat antes de dar en
la copa de ginebra.» También el pensamiento de los columnistas debe esperar a que
un rayo de sol o un copo de nieve lo acerquen, como un rumor sumergido, hasta
la vida cotidiana, que no es la vida de todos los días, sino la vida de todos
nosotros. Todos nosotros hechos vida, no seres de tiempo filosófico, sino
habitantes de una ciudad con meses de marzo, cielos nublados, mañanas de sol o
teorías mojadas por la lluvia.
Y
aquí salgo del ascensor, porque he llegado a mi piso. Vuelvo a casa más bebido
que de costumbre. La cena de Noche Vieja fue todo un éxito, los amigos
cumplieron su papel, sacaron de sus almas buen humor, de sus recuerdos temas de
conversación y de la nevera mucho hielo para mantener la lumbre de las
opiniones. Mañana me levantaré con resaca. No está mal, las columnas son la
escritura de los convalecientes.
1
Profecías y recuerdos
Los
Reyes Magos me han dejado una mesa nueva de trabajo. El despacho está contento,
agradecido de que un regalo lo anime y lo salve de su adolescente dejadez. Es
un despacho que protesta poco, carga con toda la arqueología sentimental que ha
resistido las mudanzas y los trastornos de la vida, algún póster de lema
envejecido y tableros hippies de melancolía ecológica, pero la verdad es
que le hacía falta un cambio, una ayuda moral, ese detalle imprescindible que
le recordara el amor algo olvidadizo de su dueño. La mesa nueva no cojea,
parece que le están bien los zapatos, sonríe con una dentadura blanquísima de
cajones sin caries, muestra una cara respetable en la que no hay quemaduras ni
manchas de tinta, y guarda las formas con los nuevos amigos, encaja muy
educadamente su madurez y su limpieza al desorden prehistórico de la
habitación. No sé durante cuántas semanas mantendrá los modales caballerescos,
si contagiará un poco de cordura a los cachivaches y las estanterías o si
acabará descarriada, trasnochadora, víctima de las malas compañías.
El
problema de la vida y el tiempo no es que pasen, sino que dan muchas vueltas y
pueden sorprendernos en la situación más ridícula. La inteligencia sólo resulta
útil cuando actúa como una forma cómplice del pudor, cuando impide que las
vueltas del tiempo abran de golpe la puerta para descubrirnos fuera de lugar,
vestidos de quinceañero en medio de una reunión de trabajo o alquilando sueños
y coches con una tarjeta sin crédito. La inteligencia pudorosa también nos
permite despreciar el cinismo de los viejos prematuros, a los que ve venir por
el camino de la seguridad, desaprensivos, egoístas, desdeñosos que renuncian a
todo menos a su propio bienestar. Fuera del mundo están los adolescentes de
cuarenta años, que congelan la pubertad a golpe de camisas floreadas, y los
jubilados de cincuenta, cuarenta, treinta o veinte años —se les conoce ya desde
muy jóvenes—, que confunden el sentido común con las reglas de su propio orden
y sus ambiciones.
He
descubierto que, cuando me voy del despacho, la mesa nueva y los carteles de
las paredes se sostienen con prevención y curiosidad la mirada. Me escondo en
el pasillo para vigilarlos, para espiar la ironía de sus conversaciones
teatrales, la forma que tienen de contarse la vida y de profetizar el futuro.
Creo que la mesa se ríe un poco de la ingenuidad de los carteles que considera
patético el afán de no crecer, y que los carteles desconfían de la mesa nueva,
porque nunca les han caído bien los muebles decentes, las maderas que no saben
ponerse unos tejanos y unas zapatillas de deporte. Sí, sí, empiezan con una
corbata de compromiso y acaban en misa los domingos por la mañana o en las
fábricas de ministros y padres de la patria. En cuanto noto que la conversación
se envenena, vuelvo a entrar en el despacho como si no me diera cuenta de nada.
Deseo simplemente mantener la paz, no quiero que se peleen, ni que se hagan muy
amigos. No me gustaría que la mesa nueva buscara en los armarios ropa de hace
veinte años para disfrazarse de recuerdo inútil y estafador, pero, la verdad,
tampoco me gustaría que los carteles perdiesen su impertinencia y sus ganas de
seguir cantando.
2
La nieve
Debe
mirarse siempre desde detrás de una ventana, igual que el pasado. Cae
lentamente, con la parsimonia esquiva y manipuladora de la memoria, disfrazando
el aire de una confusión amortiguada, de una paz ficticia. La nieve se vale de
las calefacciones y las chimeneas para convertirse en espectáculo, aparece como
un adorno tras las fronteras de la comodidad, sucede más allá, al otro lado de
los ojos, en la región conmovida donde pueden desaparecer los paisajes de la
realidad. El mundo se detiene en el blanco indeciso de los coches aparcados, en
la frágil mentira de las tejas y las ramas, en la solitaria decoración de los
balcones. Una paciencia hipnótica deshace la vida cotidiana y nos convierte en
espectadores, gente que mira desde lejos, detrás de una ventana, al abrigo de
las impertinencias y las aristas del presente. Ocurre igual con la memoria, que
juega a su sabor, almidona las verdades, suaviza las costumbres y los
acontecimientos, se apodera de las calles del Tiempo para reducir la
experiencia a una narración tendenciosa y falsificadora, un espejismo que
somete los episodios vividos a lo imaginado.
Y
conviene no abandonar nunca la pasividad, no abrir la puerta, no revolver
historias a la luz del microscopio, porque entonces la nieve nos muestra sus
colmillos de frío inhóspito y la memoria se desnuda ante el viento gélido, cada
vez más indefensa ante un álbum de verdades afiladas, porque la infancia no era
sólo el reino de la felicidad, y la blandura de los años llega a parecerse a la
piel pegajosa de los anfibios, con juguetes más pobres, cicatrices en las mesas
familiares del desván y edificios cuarteados, sorprendentemente bajos, a la
altura de un teatro muy menor. La nieve pierde su poder hipnótico si abrimos la
puerta y pisamos la embarrada incomodidad de las aceras, una encrucijada sucia
y resbaladiza que lame las costuras de los zapatos, penetra en los dedos y
asciende por las cavidades del cuerpo hasta la garganta. La tradición pacífica
de los copos en el cielo, que por arte de estufas y chimeneas se reducía a una
blancura falsa de leche caliente, acecha en la impiedad clínica de los
hospitales, en un blanco de batas y artefactos científicos, que caen lentamente
sobre sobre las camillas para dibujar en sus pantallas la novela realista de la
muerte. Un blanco de pasos de cebra endemoniados, de montañas sin refugio, de
árboles álgidos y carreteras al borde del abismo.
No,
decididamente es mejor que sigamos mirando la nieve desde detrás de la ventana,
como si fuese la página en blanco donde la memoria puede escribir sus fábulas
de almanaque puro, sus leyendas piadosas y empeñadas en que nos llevemos bien
con el mundo. Es mejor que aceptemos la hipnosis de sus hechizos, que la
dejemos caer en una calle distante, en un jardín sin charcos y sin zapatos,
abandonada a su evidente voluntad de memoria. El soldado que hace guardia en
una garita insufrible recordará más tarde la nevada que cayó el año de su mili
y contará historias de burdeles, de mujeres improbables que aparecían en
cualquier esquina de sus aventuras uniformadas. El niño que mira desde la
ventana esperará a envejecer, se encontrará con otras nevadas que le permitan
comentar su infancia, afirmar que no nevaba así desde que era niño, cuando en
los inviernos hacía frío de verdad y cada temperatura estaba en su sitio. Hay
ventanas y cae la nieve sólo para que alguien pueda decir dentro de mucho
tiempo: «El año 1996, ése sí que fue un año de nieve». La memoria será un
refugio en los inviernos sucesivos del presente.
En
los colegios de antes solían encargarse redacciones sobre la nieve. Uno
regresaba al pupitre, interrumpidas bruscamente las vacaciones después de
Reyes, con el deber cumplido de una redacción blanca. Y aquellas dos páginas de
lirismo inocente tenían algo de refugio, de lazo frágil entre el tiempo
perdido, la melancolía y la responsabilidad. Pasadas las vacaciones, ante el año
que se avecina, ante el paisaje callejero de los zapatos rotos y los salarios
congelados, bajo de nuevo al mundo con una redacción sobre la nieve.