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Introducción
Las revisiones del socialismo occidental son interminables. Tanto en Francia, como en Alemania, Italia o Reino Unido, los gobiernos formados por partidos socialistas y socialdemócratas tienen problemas para definir, y aún más para practicar, una política específicamente socialista. Aunque la hegemonía de esa idea de la suprema eficacia del mercado y los grandes cambios que implica la noción de globalización son históricamente bastante recientes, se trata, no obstante, de formas contemporáneas de dilemas recurrentes. Desde siempre, el movimiento socialista ha tenido que correr desesperadamente una eterna carrera de obstáculos. Su pasado no fue ni más fácil ni más simple.
También en Estados Unidos son interminables las
revisiones críticas de nuestro pasado -y de nuestro decepcionante presente. El hecho de que
en este país no exista una formación política de peso que proponga una
alternativa amplia a nuestra versión del capitalismo no es en absoluto un
detalle sin importancia. Lo más cercano a la pasión política por parte de casi
todo el Partido Demócrata es su conspicua falta de entusiasmo por nuestra
tradición de reformismo social. Hay sin embargo razones para considerar esa
tradición como nuestro modelo de socialdemocracia, que encarna bajo una forma
secular el ethos redentor de la
república.
El propio socialismo, en todas sus formas, fue una
religión redentora. Examinemos su historia con mayor detalle, ahora que su
promesa de transformar al mundo, y por supuesto a la humanidad, ha sido consignada
a un pasado del que se dice que ya no volverá. A comienzos del siglo XX, la
vacilante integración de los movimientos socialistas en las sociedades
democráticas les hizo entrar en crisis. ¿Seguían siendo revolucionarios o eran
reformistas? ¿Habían llegado a regañadientes a la conclusión de que no era
posible cambiar sus sociedades en lo fundamental y de que lo más que podían
conseguir eran modificaciones benignas? Las violentas fluctuaciones en los
ciclos económicos del capitalismo de principios del siglo XX y las prácticas
explotadoras de las clases propietarias y sus cómplices políticos, provocaron
privaciones y miseria a millones de personas. Aún así, la productividad del
capitalismo industrial y los inmensos logros materiales de un naciente capitalismo
de consumo, ponían en tela de juicio las visiones simplistas sobre la creciente
pobreza. En Estados Unidos, los dirigentes de una clase obrera muy militante,
aunque en absoluto revolucionaria, actuaban basándose en supuestos que los
europeos no llegaron a articular, aunque cada vez los compartían más. Si las
acciones en el lugar de trabajo y la presencia política eran capaces de
modificar las relaciones entre clases, no era necesaria una revolución total.
Mientras tanto, el fracaso de la Internacional Socialista
en su intento de evitar el estallido de la Primera Guerra Mundial y la
incorporación en diversos países de los partidos socialistas y sus votantes al
esfuerzo bélico desde el primer momento, dañaron gravemente la creencia de que
esos movimientos representaban ideales de solidaridad que trascendían las
fronteras entre naciones. Cuando hubo una revolución no fue en el más avanzado
centro del capitalismo occidental, sino en su periferia más remota, la Rusia
zarista. La consiguiente división de los movimientos socialistas, de
consecuencias fatales para su cohesión y eficacia, tuvo varios orígenes. Uno
fue claramente la vinculación de los partidos occidentales a la democracia
parlamentaria y su rechazo al leninismo. Otro, su oposición a esa absurda deformación
de la historia que supuso la idea de que el socialismo en la URSS debía ser
defendido a cualquier precio (y de que el liderazgo mundial recaía en el
Partido soviético). De hecho, esta y las subsiguientes revoluciones que
tuvieron lugar fuera de las naciones industrializadas también invocaron el
chovinismo metropolitano -pues
los partidarios de los movimientos socialistas no se desvincularon ni moral ni
materialmente del imperialismo o el nacionalismo. En cualquier caso, los
socialistas debieron enfrentarse con sus fuerzas divididas tanto a la pujanza
del capitalismo de la posguerra como a unas elites dirigentes que afirmaban ser
las verdaderas defensoras de los intereses nacionales.
El capitalismo de la posguerra se estructuró en torno
a la internacionalización de la economía mundial, a una creciente importancia
del capitalismo financiero y a una mano de obra cada vez más segmentada.
Cuestiones todas ellas difíciles de captar para la mayoría de los dirigentes y
teóricos socialistas, que en general seguían aferrados a esas ideas antiguas de
unos movimientos obreros de masas que tomarían el control del Estado -mientras Keynes (y Hjalmar Schacht, el economista de
Hitler) demostraban que había otras vías para regular las crisis capitalistas.
El fascismo italiano, los regímenes autoritarios en Europa central y oriental,
el triunfo del nazismo, la supervivencia a duras penas de la democracia
parlamentaria francesa, la regresión económica y política en Gran Bretaña y las
victorias del reformismo en el New Deal, forman un asombroso collage histórico. La transformación del
leninismo en el terror estalinista, la Guerra Civil española y la segunda
vuelta de la guerra europea, dieron al conjunto una calidad de pesadilla que
conviene recordar antes de ceder a la autocompasión posterior a la Guerra Fría.
La guerra representó una tregua, pues la lucha contra el fascismo unió en la
resistencia a las facciones divididas del movimiento socialista.
El final de la guerra supuso la renovación del
conflicto entre el socialismo democrático y el estalinismo, que se hizo patente
fundamentalmente con la integración en el bloque occidental de los partidos
socialistas y socialdemócratas occidentales. Este bloque estaba organizado y
dirigido por Estados Unidos, precisamente en el periodo en que tuvimos un
limitado contrato social, nuestro equivalente a la socialdemocracia. Los
movimientos de liberación nacional en África y Asia y el triunfo del maoísmo
complicaron enormemente la situación. Muchos de los regímenes postcoloniales
eran (y son) explotadores y tiránicos y algunos se alinearon con la Unión
Soviética y China. La simpatía por el Tercer Mundo de los movimientos
socialistas de las metrópolis (y de los estadounidenses de la tradición del New Deal) se tensó penosamente. Naciones
occidentales cuya políticas internas eran razonables, eran perfectamente
capaces en el Tercer Mundo de una brutalidad consumada acompañada de una
hipocresía gazmoña.
La integración de los socialistas occidentales en el
capitalismo tras la guerra tuvo un resultado positivo notable: el desarrollo de
un modelo de capitalismo de bienestar, muy diferente a la soberanía absoluta
del mercado. El continuo aumento del nivel de vida trajo, sin embargo, a primer
plano los problemas de la calidad de la existencia: ¿acaso un siglo y medio de
lucha por la ciudadanía y los derechos sociales y económicos había culminado en
un consumismo plebiscitario? Y surgieron otros temas. El movimiento ecologista
evocó la conservación de la naturaleza. La defensa de la existencia humana preocupaba
a quienes asignaban una absoluta prioridad a la convivencia, pues temían que la
guerra nuclear exterminase a los se enfrentaban por la supremacía histórica y
acabase incluso con la propia historia. Mientras, el movimiento feminista
recordaba a los socialistas y socialdemócratas en general que si hasta entonces
se habían concentrado en el hombre, no había sido por condensación filosófica,
sino por haber ignorado o minimizado sistemáticamente argumentos al menos tan
antiguos como los expuestos en 1792 por Mary Wollstonecraft.[1]
En resumen, el socialismo estaba entonces, como ahora, en crisis y se
cuestionaban sus fines morales, su visión histórica y su estrategia política.
Tal vez fuese una crisis encubierta: en los años de la Guerra Fría, la sociedad
occidental no era muy dada a la autocrítica pública y los socialistas se
unieron a sus aliados y antagonistas cristianos y liberales en la complacencia
sistemática.
Dos son los problemas que otorgan a la crisis actual
su intensidad. Uno, que el socialismo descansaba en la noción de una dirección
progresiva de la historia así como en la creencia de que era posible conocer el
movimiento interno de ésta. Interpretarlo correctamente debía resultar
tranquilizador, puesto que la victoria final del socialismo estaba escrita en
la naturaleza de lo humano. Los socialistas no son los únicos que ahora sufren
una extrema desorientación cuando se trata de predecir el futuro, incluso un
futuro cercano, o de describir la dirección que tomará la sociedad, pero como
defienden que son capaces de controlar o transformar la historia, su
perplejidad por haberse quedado sin la certeza y el consuelo de la noción de
progreso es enorme. Acabado el siglo XX, es difícil considerar benigna la
naturaleza de lo humano. El socialismo occidental creyó que los seres humanos
eran intrínsecamente solidarios o que podían ser educados en la solidaridad de
forma bastante rápida. No pensó que resultaría insuperablemente difícil que la
gente corriente reconociese cuáles eran sus intereses. En resumen, creían en
algo similar a una ciudadanía llevada a término, en unas personalidades
modélicas, generosas y a la vez racionales.
En todo esto había una paradoja casi fatídica: el
socialismo presuponía el tipo de naturaleza humana cuya existencia pretendía
hacer posible. Frente al reciente ascenso en muchos lugares del mundo
(incluidos los nuestros) de la brutalidad, la ignorancia y el egoísmo, del odio
étnico y el fanatismo religioso, quienes no pretenden una vasta transformación
de nuestra existencia se sienten turbados, pero no se quejan de ver amenazados
su visión del mundo o sus opiniones. No esperan tanto de la humanidad. Cuando
uno de los fundadores del socialismo moderno planteó la alternativa socialismo
o barbarie, no imaginaba que la humanidad acabaría por elegir la barbarie. La
consecución de las condiciones mínimas para la coexistencia pacífica en las
sociedades y entre ellas requiere esfuerzos extraordinarios, que pueden
fracasar.
Pedir a la humanidad que avance hacia la utopía,
incluso a través de etapas discretas, parece que es pedirle demasiado. La
desilusión moral, y el vacío metahistórico, que sienten los socialistas en esta
situación son compartidos por otros que también creen en una dirección
progresiva de la historia -de
hecho, también por muchos creyentes religiosos que buscan señales de lo divino
en la existencia profana. A pesar de todo, el socialismo puede reivindicar la
penosa distinción de ser el que provoca una mayor angustia entre sus
defensores: situados ante un profundo abismo, no pueden saltar y tampoco
retroceder. Ni siquiera podemos reivindicar el consuelo que ofreció Trotsky al
final de su vida. Según él, aún en el caso de que el socialismo fuese una
ilusión seguiríamos teniendo el deber moral de defender, lo mejor que pudiésemos,
a los esclavos y víctimas del capitalismo que no podíamos trascender.[2]
¿Pero qué pasa si los esclavos y las víctimas se niegan a identificarse como
tales, rechazan nuestra tutela y dan rienda suelta a la devastación por sí
solos?
Es absurdo suponer que los aparentemente irresolubles
problemas de hoy datan tan sólo de 1989. Pueden considerarse 1933, 1914 ó 1871
como fechas igualmente plausibles. Nuestros problemas tienen orígenes
históricos que confluyen en las corrientes del tiempo humano. A veces nos
enfrentamos a estructuras firmes, incluso rígidas, que alternan con un
incesante e irresistible movimiento. Aunque la metáfora sea inadecuada, la
historia se asemeja a un gran río cuyo curso se alimenta de diversos arroyos y
que está rodeado por un paisaje cambiante definido por bancos de arena móviles.
Cuando llega al océano es imposible reconocer la singularidad de cada uno de
los manantiales que lo alimentaban. En otras palabras, el fondo es más
importante que la superficie.
Antes
de examinar algunos de los dilemas actuales del movimiento socialista, me
gustaría profundizar en la historia del movimiento. Se tomaron caminos
equivocados, se dejaron de analizar nociones que eran falsas y se consideraron
como supuestos fundamentales lo que eran grandes errores. ¿Cuáles fueron éstos?
¿Qué podemos aprender del pasado? No fue un pasado sólo de derrotas, de una
victoria eternamente pospuesta: también hubo logros, a veces importantes. Una
cuestión que debemos analizar es en qué medida éstos dependieron a su vez de la
colaboración con otras fuerzas y colectivos: los seguidores de la doctrina
social de la Iglesia y su noción de solidaridad o la insistencia de los
liberales en la autonomía de los ciudadanos y la independencia de la sociedad
civil. Por último, ¿en qué circunstancias las victorias se convierten en su
opuesto? ¿y cómo nos puede ayudar eso a entender la nueva situación en que nos
encontramos, la propia definición de su carácter novedoso?
¿Qué es el socialismo? Un proyecto que pretende la
transformación de la sociedad humana mediante la ampliación de la soberanía de
sus miembros y mediante la extensión del dominio de la razón a procesos
económicos y sociales en general considerados inmutables. El socialismo
pretende domesticar el mercado y poner fin a unas desigualdades humanas
innecesarias. Procura ampliar, dentro de lo posible, las solidaridades
primarias al conjunto de la estructura de la sociedad. El socialismo supone una
práctica radical y escrupulosa de la democracia y a su vez depende de una sociedad
de demócratas, ciudadanos y seres humanos capaces de actuar con generosidad e
inteligencia, conocimiento y devoción. El socialismo, descrito en estos
términos, es claramente utópico: ninguna sociedad se ha organizado así y tal
vez ninguna pueda hacerlo. La utopía socialista puede funcionar como un marco,
una visión, un modelo para poder juzgar medidas redentoras en un mundo sin
redimir.
La idea de redención sugiere la existencia de algo
religioso en el socialismo. Como derivación secular del milenarismo judeocristiano,
el socialismo ha tenido una teología, un relato universalista de la realidad, y
sus primeras entidades recordaban a iglesias y sectas. Por ello sus grandes
antagonistas han sido otras religiones, institucionales y laicas. Tal vez sea
esa también la razón por la que sus posibilidades visibles de éxito, su
descripción empírica de las instituciones y procesos sociales o el curso de la
historia no basten para explicar su atractivo, o su persistencia.
Eric Hobsbawm y Terence Ranger han publicado recientemente
un libro sobre la invención de las tradiciones, que describe la construcción
intencionada de aquellos pasados susceptibles de ser utilizados.[3] El socialismo precisa no sólo de su propio relato
del pasado, sino de su propio sentido de la justicia. Max Weber dijo en una
ocasión que la codicia y la avaricia, formas muy desarrolladas de comercio y
producción, eran universales; pero que sólo Occidente había inventado el
capitalismo: la búsqueda racionalizada y sistemática del beneficio a través del
cálculo de probabilidades en el mercado.[4]
Del mismo modo, podemos encontrar rebeliones de los oprimidos, exigencias de
reparaciones morales o instituciones de solidaridad en cualquier parte; pero
sólo Occidente ha inventado la búsqueda planificada de una sociedad diferente.
En otras sociedades hay instituciones y prácticas que
nos recuerdan las ideas socialistas occidentales. Proceden de tradiciones
culturales, nacionales y religiosas específicas. En un encuentro del Congreso
de Artistas y Escritores Africanos, en el París de antes de la guerra, se
propuso una «vía africana al socialismo», una síntesis de ideas occidentales y
tradiciones africanas que intentaron poner en práctica los primeros dirigentes
de naciones liberadas, como Kenyetta, Nkrumah, Senghor y Touré.[5]
El comunismo soviético encontraba en parte sus raíces en el populismo
soviético. La doctrina de los narodniki
sostenía que el Mir, la comuna campesina, era una institución rusa de un
singular valor. Un historiador dijo que la concepción de la ortodoxia oriental
del descenso del Espíritu Santo sobre toda la congregación y no sobre los
creyentes por separado (Sobernost),
era uno de los elementos de la conciencia soviética.[6]
Después de todo, Stalin empezó como estudiante de teología en Georgia. Engels y
Marx, totalmente ajenos al multiculturalismo, consideraban su doctrina la
culminación del pensamiento occidental. Entendían su relación con la tradición
religiosa tanto en términos de continuidad como de ruptura. Los orígenes
occidentales del socialismo, al igual que los del capitalismo, revelan un
pasado que, aunque transformado, no ha desaparecido.
A la hora de hacer su historia, los socialistas se
han remontado a los denominados por Kautsky «precursores del socialismo».[7]
Los encontraron en todo tipo de movimientos populares desde la antigüedad:
rebeliones de esclavos, protestas y revoluciones de los órdenes sociales más
bajos; defensas exacerbadas frente a usurpadores de derechos consuetudinarios;
revueltas campesinas y conflictos de clase en las ciudades medievales. Hoy en
día parece evidente el contexto social de acontecimientos como el ascenso del
franciscanismo o de los movimientos milenaristas medievales. El análisis social
de la religión formaba parte de la crítica ilustrada de la religión cuando
Engels (que provenía de una familia muy devota y tenía amplios conocimientos de
la historia del cristianismo) escribió La
guerra de campesinos en Alemania. Engels afirmó que en los periodos
religiosos, las protestas sociales tomarían inevitablemente formas religiosas.[8]
Los propios Marx y Engels entendieron el marxismo como un sucesor laico de la
religión, en dos sentidos. La religión había sido desplazada por la
secularización general del pensamiento y para sus creadores el marxismo era la
expresión suprema del avance del pensamiento. Supongamos, sin embargo, que en
este avance perdurasen cantidades apreciables de energía religiosa, alimentando
ideas religiosas sublimadas. En este sentido, la fascinación del marxismo por
las protestas sociales cristianas en el periodo precapitalista y el comienzo
del capitalismo es bastante ambigua. Aún más, la idea de una humanidad
realizada, superando la alienación y sustituyéndola por una plenitud expresiva,
unía una nueva tierra al antiguo cielo.
Cuando se examina el comienzo de la era moderna, hay
dos aspectos del cristianismo que nos llaman la atención por su consonancia con
el socialismo. Uno es la insistencia primordial en lo sagrado de la comunidad,
en los vínculos inextricables entre los humanos. La esencial exigencia
cristiana de igualdad y solidaridad que hacía al cristianismo una religión
potencialmente revolucionaria, en unas ocasiones reflejaba la creencia de que
los humanos no sólo son falibles y pecadores sino también hijos de Dios, y en
otras expresaba la primacía de la comunidad. La racionalización de las
diferencias sociales y la legitimación de los ricos y poderosos eran tareas
cotidianas de las Iglesias. Sus doctrinas debían ser mantenidas bajo una
constante vigilancia para evitar que se llegase a conclusiones funestas para el
orden de las cosas. En esto, el Gran Inquisidor de Dostoievsky y el Cardenal
Bellarmine de Brecht estaban de acuerdo.[9]
Bajo la doctrina protestante y su práctica del
sacerdocio por todos los creyentes, el cristianismo dio también lugar al
individualismo que más tarde se convertiría en el liberalismo. Las sectas
protestantes, que buscaban instituir en la tierra comunidades divinas,
reestablecer el rechazo del mundo de los primeros cristianos, se convirtieron
con frecuencia en portadores de las doctrinas radicales de igualdad social. La
Revolución inglesa expresó, en los Debates de Putney, las múltiples
posibilidades de concebir un orden social cristiano: desde la disciplinada
actitud hacia el trabajo y el respeto a la propiedad de los
congregacionalistas, más ricos, hasta el igualitarismo económico radical de los
Diggers, los Leverers y los Hombres de la Quinta Monarquía.[10]
Los defensores seculares del progreso a veces olvidan cuánto le deben a sus
antepasados creyentes, que plantearon en lenguaje teológico muchos de los
debates de la era moderna. La religión, en las iglesias cristianas (y también
en el judaísmo) sirvió como depósito de la memoria. Los conflictos del pasado,
las exigencias de justicia, los sueños de un mundo mejor se codificaban, a
veces se hacían rutinarios, y frecuentemente se olvidaban; pero estaban ahí
para ser activados cuando la ocasión lo requiriese. Es difícil imaginar el
abolicionismo estadounidense, el de los negros y el de los blancos, sin las
metáforas de la versión de la Biblia del Rey James.
[2] Isaac Deutscher, The Prophet Outcast: Trotsky 1929-1940 (Nueva York, 1959). [trad. esp.: Trotsky: el profeta desterrado, 1929-1940, Era, México, 1979]
[3] Eric Hobsbawm y Terence Ranger, eds., The Invention of Tradition (Nueva York, 1983). [trad. esp.: La invención de la tradición, Crítica, Barcelona, 2002]
[4] Max Weber, The protestant Ethic and the Spirit of Capitalism (Nueva York, 1958), pp. 20-21. [trad. esp.: La ética protestante y el “espíritu” del capitalismo, Alianza, Madrid, 2002]
[5] Basil Davidson, Africa in modern History: the Search for a
New Society (Londres, 1978); V.Y. Mudimbe, The Surreptitious Speech (Chicago, 1992).
[6] Sir John Maynard, Russia in Flux (Nueva York, 1948).
[7] Karl Kautsky, Vorläufer des neueren Sozialismus (Hanover, 1968-69).
[8] Fiedrich Engels, The Peasant War in Germany (Moscú, 1956)
[trad. esp.: La guerra de campesinos en
Alemania, Cenit, Madrid, 1934]; Karl Marx, On Religion (Nueva York, 1964) [trad. esp.: Sobre la religión, Sígueme, Salamanca, 1979].
[9] Bertolt Brecht, The Life of Galileo (Nueva York, 1994) [trad. esp.: Vida de Galileo; Madre Coraje y sus hijos, Alianza, Madrid, 2002]; Fyodor Dostoyevsky, The Brothers Karamazov (Nueva York, 1993) [trad. esp.: Los hermanos Karamazov, Debate, Madrid, 2000].
[10] A.S.P. Woodhouse, ed., Puritanism and Liberty (Cambridge, Reino
Unido, 1970).