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Cuando mirábamos
arriba veíamos debajo de nosotros un cielo de rosales, caminos de grava,
herramientas y una hierba tupida y sana aunque ligeramente reseca. (Pero nunca
tan afilada como para que uno se cortara con ella. Era demasiado inglesa. Si la
tensabas con los pulgares, soltaba un vibrato parecido a un pedo, como si le
dieras un porrazo a un violonchelo.) Por otro lado, el suelo que quedaba encima
de nosotros era azul, azul como la zona más honda de una piscina muy grande. No
era como ver una piscina desde el trampolín, sino desde la perspectiva de
alguien suspendido inmóvil encima de la misma. Suspendido sin proyectar sombra
y sin poder distinguir los límites de la piscina. Una piscina virgen de
zambullidas, con el agua completamente lisa. En el horizonte, una hilera
desigual de robles era interrumpida a medio camino por las siluetas elevadas de
las torres de alta tensión y los cables.
Así veíamos el mundo. Los cuatro. Pandilla. No «La»
Pandilla. Pandilla a secas. Andrew,
Matthew, Paul y Peter. Colgando boca abajo de las ramas más altas de la
picea más colosal que había en el jardín del padre de Andrew.
–¿Los ves ya? –preguntó Peter, que colgaba de la rama
más baja.
–No –dijo Matthew–. Cállate.
Matthew tenía los prismáticos. Eran de acero negro
mate, con una textura muy rugosa para agarrarlos bien. De ellos pendía una
correa de cuero marrón viejo y desgastado. Eran los prismáticos de su abuelo,
que habían visto acción bélica con él (y él la había visto con ellos) en las
playas de Normandía.
–¿Todavía no hay rastro? –preguntó Andrew.
–Nada relevante de que informar –respondió Matthew.
Éramos demasiado mayores para admitir que nos
producía un gran placer estar boca abajo, pero no lo bastante para haber
perdido el gusto infantil por toda clase de trastornos de la orientación
corporal: convulsiones, caídas, inmersiones, cegueras, estiramientos, mareos...
El pelo nos flotaba hacia arriba (hacia abajo) como
si estuviéramos haciendo un experimento con electricidad estática.
El que estaba en la copa del árbol era Andrew, porque
todos coincidíamos en que su padre era el mejor de todos. Luego Paul, que era
hijo de un maestro. A continuación Matthew, huérfano de padre y también de
madre. El último y el que colgaba más abajo era Peter, cuyo padre llegaba muy
tarde a casa todos los días menos los viernes.
Teníamos una estructura de mando porque sí, porque
Pandilla debía tenerla. No había más razones de peso. Andrew era sargento.
Matthew, alférez. Paul y Peter, cabos. Sin embargo, entre nosotros no había
subordinados innatos. (O al menos, no de forma visible en aquella época.) Todos
tenían sus habilidades y sus manías personales. Por ejemplo, Andrew siempre
evitaba el agua. Matthew era un genio para encender toda clase de fogatas. Paul
sabía morse, alemán y una pizca de ruso. Peter necesitaba gafas.
Nos vestíamos con ropa práctica, a fin de estar
preparados para cualquier contingencia. Sobre todo, para la guerra. Además,
queríamos identificarnos como Pandilla. Por eso preferíamos la ropa militar.
Nuestro uniforme se basaba en una versión adulta de la ropa de los Scouts. Nos
poníamos camisas y pantalones cortos de color caqui. El equipo lo llevábamos en
macutos e incluía: cerillas Swan Vesta (con las puntas untadas en cera para que
siguieran ardiendo incluso si se mojaban), cordel, cuchillos de monte,
cantimploras de aluminio con revestimiento de cuero, velas de cera blancas,
yesca envuelta en hule, pastel de menta Kendal, lápices de punta blanda y
papel, un botiquín de primeros auxilios (que llevaba Matthew), linternas, una
cacerola para hervir agua, bolsas de té (en una bolsa térmica atada con un
nudo), chocolatinas, galletas, una lona impermeable gruesa, platos y cubiertos
de aluminio, tazas metálicas con esmaltado blanco y azul, tirachinas, una
brújula y mapas. También teníamos una tienda de campaña bastante buena y
resistente. Todo aquello era para acampar cuando íbamos de expedición, pero
nunca debajo de un árbol, ya que después de una tormenta el suelo estaba muy
mojado.
Todos éramos rubios. Teníamos el pelo rubio como la
paja aventada, triturada y quemada por el sol. A veces dudábamos si habríamos
formado Pandilla de no haber sido los cuatro tan rubios. El pelo de Matthew era
ligeramente más oscuro y rojizo que el de los demás, pero se le aclaraba
durante los primeros meses del verano. No era razón para excluirlo. Nuestras
melenas componían una estampa digna de ver, de eso no hay duda. Si estábamos en
plena marcha de entrenamiento, los coches uqe nos veían reducían la velocidad
para contemplarnos. A los cuatro. En fila (¿cuatrillizos?). Tal vez las
canciones también resultaban sorprendentes. Cantábamos de todo: Keep the
Home Fires Burning, There'll be Bluebirds over the White Cliffs of Dover,
The Ovaltineys Song (o sea, hasta que se nos quebraban las voces), Hang
Out Your Washing on the Siegfried Line, It's a Long Way to Tipperary,
We'll Meet Again, La Internacional (el padre de Paul le había
enseñado la letra entera cuando tenía diez años), Gin Gan Goolie y
otras.
El mero hecho de mencionar todo esto nos provoca una
tremenda nostalgia de Midfordshire, de nuestra infancia común, de una época en
que la vida era algo extraordinariamente raro: buena de verdad.
Caminar temprano, bien equipados, bajo las ramas
frondosas de un bosque inglés. De maniobras. De reconocimiento. En busca de un
lugar apropiado para montar un campamento base. El sol brilla con fuerza sobre
el dosel de hojas, los rayos cálidos nos dan en las caras, y nos obligan a
cerrar los ojos desprevenidos. Pero el ambiente es fresco entre el musgo. Nos
comunicamos únicamente mediante señales preestablecidas con las manos.
Entre nosotros, teníamos la impresión de que podíamos
lidiar con cualquier cosa. Aquella confianza, sin embargo, no nos volvía
complacientes. La vida en Pandilla era una preparación constante para lo
inesperado. Nuestro mayor temor era que la guerra que esperábamos fuera nuclear
desde el principio y que por esa razón ninguno de nosotros pudiera llevar a
cabo las acciones gloriosas que tan a menudo habíamos imaginado.
Que habíamos imaginado así:
Mediodía. Agosto. La campiña está tranquila.
Esperamos en silencio. La Guerra ha estallado hace unos ocho días. Los rusos
han iniciado la invasión. Ya han tomado Londres y los condados del sur y
avanzan sin piedad hacia el norte. Pronto los tendremos aquí. Matthew está de
centinela, subido a un árbol en lo alto de Amplewick Hill. Oye el tanque (un
T-64 soviético) antes de verlo. Nos envía a los demás un rápido mensaje en
morse . (Para entonces todos habremos aprendido morse.) Luego se baja del árbol
y corre a reunirse con nosotros. Nos hemos hecho con varios árboles y los
usamos como atalayas para francotiradores. Todos los años de preparación por
fin dan sus frutos. Hemos explorado este pueblo de punta a punta. Tenemos
bastante clara la forma de defenderlo. De alguna parte (este nunca se definió
con demasiada precisión, pero sin duda el padre de Andrew tenía algo que ver)
hemos conseguido reunir un arsenal impresionante: metralletas polacas,
munición, granadas de mano y minas. En la cima de Crutch Road hemos colocado
una trampa explosiva. Tiene que eliminar el primer tanque. Si eso no funciona,
el TNT puede hacerse explotar manualmente. Tres de nosotros estamos escondidos
sobre los tres tejados de mayor importancia estratégica. Cuando explotan las
minas, eliminamos a tantos rusos como podemos con un lanzamiento sincronizado
de granadas de mano. Luego nos cargamos uno por uno a los soldados que se
retiran (damos por hecho que el poderoso ejército soviético, que no ha
encontrado mucha resistencia desde Newton, se retirará). A continuación
volvemos a reunirnos en el campamento base (el cobertizo semicilíndrico de
chapa de zinc del jardín de Andrew) para planear cómo haremos frente al segundo
y más feroz ataque de los rusos.
Todo esto lo teníamos muy claro en la cabeza. Mucho
más claro que los trabajos y carreras para los que nuestras escuelas
supuestamente nos estaban formando. Se acercaba la guerra y debíamos
prepararnos para cuando estallara. No teníamos ni idea de que nuestra Guerra,
cuando por fin llegó, no se libraría en las carreteras y calles de Amplewick
sino en nuestras casas, en nuestras cocinas y en nuestros dormitorios. Sería
gloriosa, sí. Pero no habría explosiones espectaculares. No habría medallas,
desfiles, vítores ni libertad. Sí que habría gloria. Una gloria más que
suficiente para todos, en el caso de que todos la hubiéramos aceptado. Y antes
de que terminara la guerra, dos de nosotros habríamos muerto.
ii
Tal vez hemos transmitido la impresión de que en ese
periodo dedicábamos nuestra vida por entero a aquella preparación nerviosa e
ininterrumpida. Pero sería incorrecto imaginar que pasábamos tanto ni un
momento preparándonos para salvar nuestro país que no nos quedaba tiempo para
apreciar sus muchos y frágiles encantos. A veces no hacíamos nada más (pero
¿qué otra actividad hay más importante?) que sentarnos y contemplar el
tranquilo discurrir de las cosas que nos rodeaban. Las hormigas sobrecargadas
subiendo trabajosamente una colina. El vuelo floral de las mariposas. Los
veloces esquifes que navegaban por el río. Sentíamos un profundo respeto por la
Naturaleza en sus Diversas Manifestaciones: desde las nubes a los cedros,
pasando por las vacas y los bichos. Unas veces sin darnos cuenta y otras de
manera consciente, de Ella aprendíamos las lecciones más importantes de la
vida. Lecciones sobre la perseverancia, sobre el camuflaje, sobre la elegancia
y sobre la adaptación. No tiene sentido luchar contra el orden que adopta la
Naturaleza. El poder que le pertenece por derecho, su fuerza descomunal, solamente
puede dirigirse, uno nunca puede oponerse a Ella. La Madre Naturaleza era
nuestra Maestra. Nunca nos entreteníamos por el camino cuando íbamos a su
clase, impartida en un aula situada en menos de una hectárea de terreno
cubierto de maleza llamado Wychwood. Allí tuvo lugar nuestra verdadera
educación, y allí estudiamos libros de texto que no eran libros de texto: Las
fogatas, las picaduras, los puñetazos y el clima. Nuestra pizarra era el cielo;
una parcela de hierba blanda nos servía de mesa; y utilizábamos palos y
cuchillos de monte a modo de plumas.
Lo que más recordamos es lo unidos que estábamos a
todo lo que nos rodeaba. Por ejemplo, nuestra familiaridad con el terreno en
sí. La dureza casi de cemento de los senderos muy batidos (como el que subía
por el vórtice verde de Holy Walk). La mezcla blanda de arena y arcilla húmeda
del suelo de un bosque. El camino con demasiada grava delante de la casa de
Paul. Los caminos de arena grisácea que rodeaban el Tojal, por los que el
profesor de gimnasia, el señor Spate, nos obligaba a correr, pisando las
huellas que otro acababa de dejar, con un suelo que cansaba el doble que la
hierba. El prado húmedo, verde y ancho de Amplewick Park, plagado de terrones
ocultos en los que tropezaban los corredores que no levantaran suficientemente
los pies. La calva peinada hacia atrás que dibujaba la hierba en Crackback
Hill, meses después de que la nieve desapareciera y los trineos se vieran
reemplazados por que perros husmeaban y niños que no paraban de gritar.
Conocíamos íntimamente aquellos distintos terrenos.
Nos pasábamos la vida en contacto con ellos. Siempre tumbados encima, agachados
tras ellos, excavándolos o recogiendo nuestras para examinarlos.
Era nuestro hábitat natural.
El encanto de los distintos olores de la tierra: olor
acre, olor a bosta de vaca, olor dulce a podredumbre, olor amargo a
podredumbre, olor a alcohol, a miel, a agua vieja de un jarrón de flores, a
pólvora, a azufre, a humedad, a pétalos. Y por encima de todo, el olor
celestial de la hierba recién segada. Un olor exquisito de tan delicado, tan
unido a la inmanencia de la nostalgia y tan adornado con ella. Habría que
decirles a todos los niños que respirasen hondo los efluvios de la hierba, del
heno y de todos los tallos cortados. El algo que nunca olvidarán. Y de ese
modo, preparándose para su decrepitud futura, construyendo recuerdos de forma
deliberada, sabrán que le han hecho justicia a sus infancias al mismo tiempo
que las vivían y las disfrutaban.