1
—¿Nombre?
—Dana
Hilliot, marinero.
—¿Lugar
de nacimiento?
—Oslo.
—¿Edad?
—Diecinueve
años.
—¿Domicilio?
—Sea Road, Port Sunlight.
—¿Algún anticipo?
—Sí.
—¡El
siguiente, por favor!
— - ¿Nombre?
—Andersen
Marthon Bredahl, cocinero.
—¿Lugar
de nacimiento?
—Tvedestrand.
—¿Edad?
—Treinta
y nueve.
—¿Domicilio?
—Great Homer Street, Liverpool.
—¿Algún anticipo?
—Sí.
—El
siguiente, por favor. ¿Nombre?
—Norman
Leif, marmitón.
—¿Nacido
en?
—Tvedestrand.
—¿Edad?
—Veintinueve.
—¿Domicilio?
—Great Homer Street. Liverpool.
—¿Quiere
un anticipo?
—Sí.
—El
siguiente, por favor...
...
¿Había llegado a algún sitio, tras seis semanas sepultado en la oscuridad
insondable de un interminable ritual de campanas y deberes, tras seis semanas
azotado por un torbellino de padecimientos? Estoy en un barco, estoy en un
barco que se dirige a Japón, se repetía Hilliot una y otra vez. ¿Por qué? Acaso
existían demasiadas respuestas, todas ellas melancólicas, y aunque antaño
hubiera elaborado sus propias razones, probablemente ya habían dejado de ser
ciertas.
Dos
campanadas interrumpieron bruscamente sus pensamientos. Las cinco. Le habían
dejado una hora libre. Una más y atracarían. Luego, cuando el Oedipus Tyrannus hubiera sido amarrado,
volvería a trabajar en la popa con el lamparero y el guardia de babor. Después
quedaría otra vez libre.
Abajo,
en la cubierta de sollado, unos marineros de primera trabajaban en las grúas a
las órdenes del contramaestre. Hilliot los observó pensativo. Supuso que, como
siempre, en Tsjangj-Tsjang , continuaría la
misma rutina inacabable. El consabido tropel de vendedores invadiría el buque,
los estibadores treparían a él desde las barcazas o saltarían a bordo desde las
grúas, los operarios de los chigresgüinches pronto
estarían sentados sobre sus esterillas de paja y un serang,1* tras aceptar un habano del primer oficialsegundo oficial, aguardaría la
oportunidad de robarle el reloj.
1. Nativo de la isla indonesia del mismo nombre. (N. del T.)
—¡Hilliot!
Ven a echar una mano.
—Maldito
sea el puñetero contramaestre —exclamó Hilliot, y
luego se deslizó hasta la cubierta de sollado por la escala de toldilla para
reunirse con los otros. Una gruesa jarcia chirriaba en el rodillo de un chigre
y la grúa amarilla se elevó lentamente hacia el cielo.
—...
¡Muy bien, ya vale! ¡TensadRecoged
los cabos! —gritó el contramaestre—., ¡Ajustad las
ostas! ¡Hilliot, tensarecoge
el cabo! ¡TensaRecoge
el cabo, te he dicho!
Tú, Horsey, ven y enséñale cómo se hace, por los clavos deé Cristo...
¡Hilliot, deja eso y ven aquí! ¡Los demás a sus puestos! Ahora, Hilliot —le
dijo sonriendo—, ya puedes largarte a soñar a tus anchas. ¿Por qué te quedas ahí
pasmado? Vamos. Vosotros —dijo volviéndose con rapidez hacia los demás—, id a
las grúas del castillo de proa.
Al
marcharse, Hilliot se encontró con Andy, el cocinero, que bajaba la escala de
toldilla. «Vaya, por Dios», pensó. Pero quizás aquel día sería distinto.
—Hola
—dijo Hilliot sonriendo.
Andy
frunció el ceño de forma agresiva, al tiempo que le bloqueaba la escalera., Se estaba
arremangando; sus enormes brazos exhibían multitud de tatuajes: una bandera
noruega, un barco con las velas desplegadas, algo parecido a un corazón y sabe
Dios cuántas cosas más. De acuerdo, así tenía que ser un auténtico marino. Sin
embargo, su huidizo
mentón confería a su aspecto cierto matiz de debilidadhabla algo
débil en él, tenía un mentón huidizo. Andy no se apartó para dejar
pasar a Hilliot. Escupió intencionadamente.
—Escucha
—dijo Andy—, llevo veinte años en la mar y ese contramaestre hace más o menos
el mismo tiempo. He navegado con él un par de veces y sabe tan bien como yo que
no sirve de nada chillar ni ser duro con los jóvenes, si uno quiere
que trabajen bien, y me ha dicho que al principio pensó que ibas a ser uno de
sus mejores hombres. Yo no le dije nada... Conozco a los de tu calaña, ¿sabes?
Uno de sus mejores hombres, ¿eh?... Y ahora resulta que eres un
puñetero estorbo. Y él no tiene la culpa. Es inevitable que te grite..., ¿te das cuenta? A él
no le gusta chillar, ni a ti que te chille. Pero bien sabe Dios que no le culpo...
No se le puede reprochar que seas un torpe de mierda...
»Mira ahí abajo —prosiguió Andy, señalando la amurada del barco—. Ahí es
donde tendrías que estar. ¿Ves eso?
—¿...?
—Es
un tiburón que nos viene siguiendo. Dicen que lo hacen siempre que alguien la va a palmar a bordo.
Bueno, yo no sé si es cierto, pero los muchachos afirmandicen que a los
tiburones les gustan los niñatos...
Hilliot
subió por la escalerilla y le dejó atrás. Había descubierto que era mejor mantenerse impasibleno hacer
nada ante ese tipo de provocaciones. Pero lo peor de todo era que
provenían de Andy, que no tragaba a los señoritos que se hacían a la mar. Quizá
le recordaban la época, doce años atrás, en que perdió su puesto de segundo oficial en un carguerovapor de
Christiania. Matt les contó que había golpeado al nuevo capitán, un tipo de Stavanger,
porque éste le había tomado por uno de Bergen.
Hilliot
ya había oído todo aquello en el castillo de proa. Es inútil, no sabemos qué
clase de bicho eres. Un mariquita, sin más. Aunque no todos se habían
mostrado agresivos con él, Hilliot
sabía que no le consideraban uno de los suyos. Les había retado a pelear, pero
aquellos tipos se habían
limitado a sacardo un peine, en
plan de burla, o a
tamborilearhabían tamborileado con sus cuchillos
sobre la mesa. Les tenía sin cuidado que quisiera hacerse el héroe.
—Ya
nos veremos cuando estés bien borracho —le habían dicho, riéndose.
Observó
de nuevo el tiburón y casi sintió una especie de cariño por él: de forma
extraña, ahora primero le recordó a un vencejo en pleno
vuelo, y luego a un bumerán boomerang que tuvo antaño en
Frognarsaeteren. El tiburón desapareció.
En
popa, Hilliot se sentó sobre un rollo de cuerda. Encendió la pipa e intentó
reflexionar con calma sobre su situación. Al mirar a su alrededor en busca, como de inspiración buscando algo
que le iluminara, se sorprendió de pronto mirando fijamente hacia
arriba, donde un pájaro, una especie de gaviota o esparaván, se acicalaba las
plumas, colgado como un florón en el oscilante palo mayor. Pero el sol le
dañaba los ojos. Bajó la cabeza e intentó calcular cuánto tiempo llevaríla el ave allí arriba.
¿Todo el día de hoy? ¿Desde ayer? Desde hacía dos días. Todos los días eran
iguales. Las máquinas producían el mismo martilleo de siempre, el mismo
golpeteo que ayer. El castillo de proa no estaba más iluminado ni más oscuro
que el día anterior. ¿Hoy? ¿O había sido ayer? Sí, debe de haber sido hace dos
días. Dos días..., dos meses..., dos años. Seis semanas. Qué lejano, qué
increíblemente lejano le parecía todo. Era absurdo, pero en aquel instante le
resultaba imposible tener una visión clara de nadie ni de nada, salvo del
funcionario del Ministerio de Comercio y del mostrador donde se apoyó paratuvo
que firmar.
Tuvo la impresión de que quizá no había sido interrogado allí, en aquel ámbito
temporal concreto, sino en otra vida soñada... Estoy en un barco y voy a Japón...
¿De veras? He conocido una serie de puertos: Port Said, Perim, Penang, Port
Swettenham, Singapur, Kowloon, Shanghai. Esta noche llegamos a Tsjang-Tsjangj... Qué poco
sentido tenía ahora aquella vida que de modo tan sorprendente se había abierto
ante él. No alcanzaba a
comprenderentendía por qué había sido tan
estúpido como como para imponerse un sacrificio tan
disparatado. «No tiene ningún sentido», pensó mientras sacudía la ceniza de la
pipa. En cualquier caso, no para él, que era un hombre que se imaginaba
viviendo entre comillas o entre paréntesis, un hombre que veía todo aquel
maldito asunto con cierto estupor benigno. Sus recuerdos se avivaron e
iluminaron de pronto, y recordó la rapidez con que había escogido entre la
tripulación a los que habían de ser sus amigos: Norman, el marmitón de pelo
rubio que le caía sobre los ojos, y Andersen, el cocinero tatuado al que
llamaban Andy, cuyo frágil mentón se veía compensado por su extraordinaria y
majestuosa frente. Recordó el sitio exacto donde había estado, lo que había
dicho y cómo lo había dicho, cómo las agujas plateadas del reloj de Liver
Building habían indicado las once y media. Norman y Andy... Escandinavos (¿lo
eran?). Y una vez más sus pensamientos retornaron tiernamente hacia Janet. Era
a ella a la que captaba en las diferentes voces, a ella y no a otra. Y pensó en
la época en que las familias de ambos, vecinas durante diez años en Port
Sunlight, se habían conocido en Christiania cuando él era aún un niño, y en
cómo su mutuo amor permanecía intacto. Aquel invierno habían visto un alce en
la calle, impelido por el hambre a bajar de las montañas... Todo el mundo
llevaba esquíes; todo era blanco...
Luego,
otra clase de empleado había leído las ordenanzas del barco, que no tenían
ningún sentido para Hilliot:
—Los
marineros y fogoneros deben ayudarse mutuamente —había dicho, ¡como si los
ingleses y noruegos, un español, un norteamericano y un griego fueran a hacer las
guardias en comunión fraternal!
Un fogonero de rostro cenicientopálido le indicó
dónde podía conseguir ropa, y los dos estuvieron charlando una hora
repantigados contra la húmeda vigabarra del ancla.
—En
nuestro lado del castillo de proa casi todos somos noruegos —dijo—, pero
también los dos cocineros son escandinavos. En el tuyo, casi todos son
ingleses. A mí me llaman Nikolai, pero mi verdadero nombre es Wallae —añadió el
pequeño fogonero, y le tendió a Hilliot su nombre escrito en un sobre: Nikolai
Wallae.
—Yo
también nací en Noruega —le había dicho Hilliot cuando Nikolai terminó de
hablar.
—A
mí me pareces muy inglés —sonrió Wallae—. Nuestros dos cocineros han vivido
mucho tiempo en Inglaterra y ahora no resultaes fácil
distinguirles de la gente de Liverpool. Bredahl es el mejor cocinero con el que
he navegado —añadió, magnánimo—. Le llaman Andy. Bueno, ocurre lo mismo con el
barco. Es de construcción noruega, pero ha llevado bandera inglesa durante
muchos años. Algunos anunciosanuncios
aún están en noruego.