cap. 1
Cuando el
señor Tures me dijo que su esposa no se dejaba dar por el culo, lo primero que
le pedí fue que se bajara los pantalones. No le extrañó la exigencia, pues
quien ingresa a mi despacho tiene claro que, sin ver las evidencias, no puedo
resolver caso alguno. El motivo por el que le pedía que se desvistiera de
cintura para abajo era comprobar el tamaño de su miembro, puesto que su esposa,
aunque no aducía las causas, podía estar temiendo, en silencio, que un tamaño
desproporcionado le rompiera el ano o le provocara más perjuicio que goce. El
pedazo del señor Tures, al menos en descanso, no ameritaba un temor de tal
naturaleza.
Si bien es
cierto que yo necesitaba atisbar los genitales del señor Tures, no era menos
cierto que, por mi espejo secreto, al que ningún cliente tiene acceso, podía
apreciar también las nalgas de mi nuevo y furtivo empleador. Tenía un culo
redondo y lampiño. Siempre me había negado a las muchas ofertas para penetrar
anos masculinos, pero debido al incremento de las mismas en los últimos meses,
decidí que, de aceptar alguna vez semejante proposición –dado el cambio
ontológico que significará para mi vida–, elegiría el mejor culo que hombre
alguno pueda proporcionarme. Pensaba hacerlo una sola vez, y ésa debía ser, por
única, la mejor comparada con todas las ofertas que me hiciesen. Reconozco que
miré durante mucho más tiempo de lo que hubiera querido el culo casi femenino
de mi pobre cliente, al punto que éste me llamó la atención, creyendo que me
había distraído.
–¿Entiende
lo que le digo? –preguntó–. Estoy desesperado. El otro día, mientras dormíamos
pegados (mi pene entre sus nalgas), su ano, en un acto reflejo, se abrió y
cerró en un segundo, llamando desesperadamente. Le abrí las nalgas, acerqué la
verga lo más que pude a ese ano ansioso, humedecí mi dedo en la saliva que me
colmaba la boca y traté de entrar.
El señor
Tures calló, con el rostro crispado por la frustración.
–¿Y
entonces?
–Y
entonces despertó –siguió Tures angustiado–. El culo se le cerró como la cueva
de Alí Babá cuando uno no conoce el «Ábrete, sésamo», ella se dio vuelta y me
dijo que no la molestara.
–¿Y usted?
–Esperé a
que volviera a dormirse. Ocupé la misma posición. El ano, como una luz
intermitente que se expresara en clave Morse, volvió a abrirse y a cerrarse
cual la boca ínfima del animal más sensual de la Tierra. Esta vez fui más
osado, pero menos comprometido: me embadurné el dedo con un aceite de bayas que
tenemos en casa y lo introduje lentamente, pasé de la uña y llegué casi hasta
los segundos nudillos de los dedos. Escuché un gemido y el ano se cerró como
una compuerta eléctrica. Noté tal apretón que, asustado, retiré el dedo, con
tal brusquedad que la desperté. Ella se volvió hacia mí, desconcertada, y, sin
mencionar siquiera lo que yo le había hecho, como si una pesadilla la hubiera
despertado, salió de la cama.
»“¿Adónde
vas?”, le pregunté.
»“Al baño”
, respondió sin aparentar molestia.
»Esperé a
que entrara al baño y la observé por la cerradura. Espié su placer. Supuse que
tal vez la excitación la había enardecido sin que ella misma lo supiera, y
acuné la loca fantasía de que quizás se dirigiera al baño para lubricarse con
el aceite corporal que siempre tiene en la bañera. Pero no hizo más que
sentarse en el retrete, demostrando un placer desconocido en su rostro
celestial. Apenas tuve tiempo de correr a la cama y, para que no descubriera mi
repudiable fisgoneo, de tapar con la sábana mi erección.
–¿Es bella
su mujer?
–¿Bella?
Es la misma Afrodita –contestó el señor Tures sacando una foto del bolsillo
interior de su saco y mostrándome a una señora de unos cuarenta años con un
rostro que era una mezcla del de Isabella Rossellini y el de Nastassja Kinski.
Llevaba una camisola violeta, detrás de la que se veían unos pechos moderados
que anunciaban, como en muchas mujeres carentes de grandes volúmenes
delanteros, un culo antológico.
–Voy a
necesitar ver su culo –dije.
El señor
Tures, muy a regañadientes y completamente de improviso, se volvió, dándome la
espalda, aún con los pantalones bajados.
–No el de
usted –le mentí, en cierta forma–, sino el de su esposa. Tome algunas fotos del
culo de su mujer: nalgas y ano. Cada nalga por separado, y una foto del ano con
las dos nalgas abiertas.
–¿Cómo
hago? –preguntó Tures.
–Es su
problema. Fotografíela mientras duerma, o dígale que, si no le da el culo, al
menos se lo deje fotografiar para poder masturbarse. Invente algo; pero si no
me consigue la foto del culo de su esposa, estaré a ciegas.
–Cuente
con eso –aseguró Tures subiéndose los pantalones.
Debo
confesar que le hubiera mirado el culo un poco más. Pero el trabajo es el
trabajo. (...)