La magia de la niñez

 

 

La literatura no es verdadera porque el asunto de que trata haya sucedido realmente y la obra sea su descripción exacta, ni porque lo narrado coincida con las ideas al uso sobre qué es la verdad, sino que puede llegar a contener una pizca de verdad siempre que esa obra esté compuesta a partir de los deseos y el talento del autor como testimonio de lo que él mismo considera verdadero.

Estrictamente, las biografías no existen, porque pocas cosas hay que se pierdan tan irremisiblemente como la vida de un ser humano, de modo que sólo es posible trasladar al papel el deseo de conservar en palabras un mínimo hálito de esa vida.

Los hechos, además, suceden sólo una vez en la vida, pero pueden repetirse una y otra vez, en formas distintas y variables, en la mente de uno mismo o en la de quienes han oído hablar de ellos.

Esta obra es históricamente inexacta. Su única pretensión es que pueda resultar verdadera de algún modo para el autor en lo referente a los sentimientos que en ella se plasman. Por ese motivo, ésta es una bionovela.


Capítulo primero

 


En la casa paterna

 

 

 

No me encuentro en la habitación de mi madre, al menos no como el hombre aquel que dijo casi lo mismo en un libro. Mi madre no tenía ni casa ni habitación ni nada que fuera exclusivamente suyo. En cambio, he regresado a la casa que perteneció a mis padres. Sé perfectamente cómo y por qué. No se debió a ninguna fuerza misteriosa, ni a un sueño, ni a la literatura, sino que fui allá por decisión propia y con intenciones bien definidas; ayer por la tarde, en el autobús de línea que antes llegaba a las ocho y ahora a las siete menos cuarto.

Había empezado a oscurecer. Casi al mismo tiempo que subía la escalera y entraba por la puerta de la casa noté una calma y una tranquilidad extrañas, como surgidas de mis propias raíces, al tiempo que me invadía cierto sopor. Me costaba mantenerme en pie, así que me fui a dormir pronto.

La cama estaba en el mismo sitio que había ocupado el diván, de modo que cuando me acosté y me cubrí con el edredón, quedé con la cabeza hacia el este y los pies hacia el oeste, más o menos como durante mi infancia, si bien ya no tenía por encima un techo abuhardillado y empapelado. En mi opinión, es buenísimo para inducir el sueño. Ya antes de tumbarme a descansar, era evidente no sólo que el cuerpo notaría que estaba recuperando una posición perdida, sino que la mente vería con claridad, al despertar por la mañana, que había gozado de aquel sueño perdido y vivificante que eché en falta durante años, y todo parecía suspirar de alegría y alivio. De modo que el sueño no habita ni en su propia vida interior ni en las complejidades de los sentimientos disfrazados de sueños, sino que más bien depende de la postura del cuerpo en el lecho del hogar de la niñez, de la dirección a la que apuntan los pies o la cabeza.

Ha comenzado el otoño. En esta ocasión, mi venida se debe a que le he comprado la casa a mi padre para que no terminara vendiéndola en el mercado libre, con lo que habría acabado en manos de otros, quizá de unos desconocidos. No quería cargar sobre mi conciencia durante el resto de mi vida el no poder conservar nada más que el recuerdo de las historias de mi vida y sus avatares. Estoy aquí para recordar a mis padres en palabras escritas, y más de una vez he pensado:

¿Por qué no intento regresar a mi casa del pueblo en más de un sentido? Por ejemplo, para tratar de componer una obra independiente que pudiera considerarse como un paralelo de lo vivido, algo mucho más difícil que cualquier cosa que tenga que ver con la economía.

Al principio notaba cierta aprensión a no encontrarme a gusto en la casa, a que no me sirviera para vivir una vez que mis padres ya no estaban. Hace mucho tiempo que me fui de casa y dejé la comarca, de modo que ya no conozco a casi nadie, y por eso realmente no los he echado de menos. Así, nada me impedirá trabajar en mi obra y tendré las manos más libres. No pretendo recuperar nada ni crear equivalencias. Hasta ahora me ha bastado con conservar en la memoria los lugares de mi infancia, de forma un tanto vaga, y con venir aquí cada cierto tiempo, cuando mis padres vivían o residían en este lugar, y después sólo ocasionalmente, en especial cuando moría algún pariente próximo al que venía a presentar mis respetos asistiendo a su entierro. Es absurdo, lo sé, sólo a los vivos se les presentan los respetos, no a los difuntos; sin embargo, sigo la costumbre. No es más que una formalidad. Una y otra vez, en los entierros, en lugar de escuchar con gesto apenado el panegírico del cura, me pongo a mirar a mi alrededor con curiosidad para comprobar si mirando el perfil de la cara de los demás asistentes a la iglesia sería capaz de reencontrar aquel gesto tranquilo e inteligente de las personas a las que conocía de vista cuando era niño. Rara vez sucedía, y pensaba con burla llena de remordimiento:

Creo que la grasa es el mejor aislante para el futuro de mi patria.

Antes que regresara a esta casa, temía no poder conciliar el sueño en ella porque acudirían a mí, quizá no tanto pensamientos exactamente desagradables, pero sí recuerdos demasiado vulgares, que me mantendrían despierto o que despertarían en mí ese insomnio inmotivado que se produce porque el ser humano es una criatura que necesita tener preocupaciones y padecer ansiedad. En realidad no es la intranquilidad lo que caracteriza a ese tipo de insomnio, sino algo que podrían ser así como ideas, y quizá no se trate de otra cosa que el ronroneo del alma que ha acompañado siempre al hombre desde los tiempos más antiguos, la susurrante angustia vital. De ella y de la depresión brota la necesidad del arte, esa fuerza incomprensible que permite elevarse por encima de las cargas del ánimo y de la angustia hacia la luz vital que la gente llama a veces inspiración. No ocurrió así. Porque decidí que no habría de ser así, y quedó de manifiesto que la sucesión de la vigilia y el sueño se ajustaba a un horario, lo que quizá no deba sorprendernos, porque el novelista tiende a buscar una vida ordenada y sometida a reglas y horarios estrictos; para él es una necesidad práctica. La vida es esa dimensión infinita que no podemos abarcar, pero lo que llamamos novela es una dimensión comprimida que el autor sitúa en una cantidad determinada de páginas.

Ahora mismo estoy en lo que llamábamos «la buhardilla». En principio las casas de dos pisos tienen solamente «arriba y abajo», y aquí, durante mucho tiempo, estuvimos viviendo sólo abajo. La buhardilla era un espacio abierto. La zona habitable de la buhardilla es pequeña y corresponde aproximadamente al mismo espacio en el que me entretenía enredando ensimismado cuando era niño y aún no se había amueblado la mayor parte de la casa. Aquí hacía frío; en este momento hace calor, pero fuera el clima sigue siendo el mismo, naturalmente, y el viento azota el tejado, la lluvia retumba en las ventanas y la casa cruje como antaño. En este lugar sopla siempre un vendaval constante. Pero cuando hace buen tiempo, en ningún sitio se está mejor que aquí. Lo sé porque he vivido en diversas partes del mundo, me he tumbado plácidamente al sol, he tenido que aguantar galernas y un sinfín de condiciones atmosféricas intermedias. Da igual adónde vaya, en todas partes me siento como en casa; pero, por descontado, he nacido en un único lugar y en él me he criado, y su clima y su gente son los que me han moldeado. Sé que el buen tiempo no es mejor aquí que en otros sitios, aunque sí mucho más infrecuente, lo que puede inclinar la balanza en lo que al clima respecta. Uno se siente agradecido cada vez que no hay tormenta ni lluvia, de modo que aquí se disfruta más del tiempo tolerable que del tiempo magnífico en cualquier otra parte. Por lo demás, el clima me influye poco, casi se limita a señalarme el tiempo que hace a mi alrededor, y me alegro de que aún no se sepa cómo dominar el tiempo atmosférico, de que ni el intelecto ni la sabiduría de científicos y meteorólogos puedan domarlo, de que no logren imponerse las ideas modernas acerca de cómo debería ser y que acabarían llevando a manipular las tormentas y los chubascos de esta comarca. El clima vive en buena manera dentro del alma, y también nuestra forma de reaccionar ante él.

En este mismo momento siguen llegando rachas de viento y me siento seguro al escuchar los envites de la galerna contra la madera de la casa. Es con una tempestad como ésta cuando mi sueño es más profundo. Sin duda, prefería la seguridad que se siente con los padres y que emana de ellos con mayor intensidad cuando hace mal tiempo que cuando lo hace bueno, de manera que, si los niños tienen miedo, es de algún modo por algo que hay en sus padres, no por el viento o los caprichos de la naturaleza. Pero quizás era así porque cuando hacía mal tiempo las traineras nunca salían a la mar, mi padre se quedaba en casa, y los padres infunden tranquilidad a los niños. Yo escuchaba el estruendo del tejado en medio de la oscuridad y de los sueños. Con ello me tranquilizaba debajo del edredón, y espero que ahora suceda lo mismo, aunque la tormenta y el viento se hayan llevado ya casi toda la vida y aunque dentro de poco tanto mi padre como mi madre yacerán bajo tierra.

Mi madre lleva nueve años enterrada, mi padre vive aún pero se ha marchado a su pueblo, en la península de Snæfellsnes, el lugar donde nació y al que siempre llamó su hogar mientras vivía aquí. Más exactamente, nació en una granja que quedaba a las afueras del pueblo. Sea como sea, ahora él está en su pueblo y yo en el mío.

Sus parientes próximos y lejanos y sus amigos de la infancia murieron hace tiempo, de modo que si volvió a su casa no fue para verlos ni porque deseara pasar sus últimos años entre difuntos, aunque en privado me dijo:

–Sólo desde que regresé a los lugares de mi niñez he vuelto a encontrarme en sueños con los muertos. Hablé con mi padre y mi madre adoptivos, y nos llevábamos bien. Ella seguía usando el delantal de rayas.

–Eso no es un sueño sino el nacimiento de la poesía–repuse yo.

–No –replicó–. Pero cuanto más tiempo vivo en la residencia de ancianos más raramente me encuentro con los difuntos. Ahora ya se me han muerto todos en los sueños. Ya no sueño con los muertos, pero pienso mucho más en ellos.

A mí aquello me parecía natural, porque donde acaba la poesía empieza la reflexión.

–Me he dado cuenta –continuó sin escucharme– de que, pese a todo, mi padre adoptivo sigue sin caerme bien.

–¿Es mejor, entonces, soñar que pensar en la gente, para descubrir sus buenas cualidades? –pregunté.

–A juzgar por mi experiencia, así es –respondió.

–Entonces nunca pensaré en ti cuando hayas muerto, sino que me dedicaré a recordarte con la literatura –dije.

Mi padre rió. Porque es inteligente y le gustan las indirectas. Sin embargo, sospecho que no buscaba recuerdos ni perder sus últimos años en el lugar donde había crecido con ellos, sino componer algo dentro de su mente, algo parecido a lo que habían sido los sucesos reales, porque él sabe tan bien como yo que los recuerdos mueren poco a poco, y tanto más cuanto más cerca de sus orígenes viva uno. Al regresar se inflaman y luego se enfrían igual que el fuego, con la diferencia de que se pueden mantener vivas las llamas, pero no las de aquellos recuerdos, sino las de los que arden casi con su propia llama independiente dentro de uno mismo. Mi padre no es tonto y sabe que lo mejor para los recuerdos es la distancia, cuando deseamos despertarlos, y que nos libraremos de ellos al regresar. No volvió allí para buscarlos, no fue allí para pensar sino para tener ante sus ojos todos los días una montaña, el Kirkjufell, que durante tanto tiempo sólo había podido ver en su mundo mental; aquí, en su casa de verdad.

Mi padre necesita tocarlo todo para comprobar su robustez y su calidad, como hacía con la madera de construcción. Durante años, esa montaña fue una madera que llevaba siempre en la mente. Ahora prefiere tenerla ante los ojos en vez de en la cabeza. No lo sé con certeza, seguro que él tampoco lo sabe, pero recuerdo que nunca hablaba mucho rato sobre un mismo tema sin que poco a poco empezara a salir a colación su montaña. Venía haciéndolo desde hacía tanto tiempo que era algo sabido por todos, y una vez le enseñó un trozo de madera al hermano de mi madre, hizo que lo mirara con atención y dijo:

–Huélelo bien.

Él aspiró profundamente, sintió el aroma, suspiró y mi padre preguntó, presuntuoso:

–¿De dónde crees que era este árbol, dónde pudo crecer este rosal?

Mi tío no tuvo que pensárselo dos veces; se alegró de poder darle a papá una respuesta inmediata, y respondió con aplomo y alegría:

–¿No será de Grundafjörður, a la sombra del Kirkjufell?

Lejos de alegrarse, papá se convenció de que era un idiota, porque en su montaña crece el tomillo pero no los rosales, que huelen mejor. No supo valorar que un pariente de mi madre pretendiera agradar al exiliado haciendo crecer rosales en el lugar donde se había criado.

Como tantos hombres dedicados a trabajos penosos, mi padre concedía especial valor a los argumentos materiales; para él, materia y espíritu eran dos cosas distintas, pero, además, como convenía a su forma de ser, siempre que hacía falta disfrutaba con lo ilógico. En general mantenía ambas cosas nítidamente separadas y no las confundía, excepto en lo tocante a su fe ciega en la veracidad de las sagas islandesas. Por eso decía que, si acaso un día se dignaba leer la Saga de los habitantes de Eyr, no se podría confiar demasiado en la capacidad de juicio de mi tío, puesto que era capaz de decir semejante cosa sobre los rosales. Seguramente se le ocurriría mantener, dado que era chofer y lo veía todo, incluso a sí mismo, desde el asiento del conductor, que no podía ser cierto eso de que unos berserk habían abierto el camino que cruza el llamado Malpaís de los Berserk,[1] sin utilizar excavadoras, mucho antes de que se inventaran tales máquinas. Pensé para mis adentros: «Así se le agradece a un inocente su deseo de alegrar a un simple al creer que una aromática madera de rosal pueda crecer en los lugares donde éste pasó su niñez».

Mi padre buscaba la montaña que en sus visiones interiores nunca había abandonado. Pues rara vez buscamos otra cosa que aquello que no tenemos necesidad de encontrar, pues de alguna forma está ante nuestros ojos aunque no acabe de satisfacernos del todo, de manera que yo también busco lo que nunca he perdido. Busco historias que sé que no son como deben ser, pues nunca las he perdido ni las he cambiado por otras, es preciso sacarlas de su materia originalmente abstracta y revestirlas del ropaje artificial de la lengua.

La naturaleza de un novelista le permite encontrar material y ver historias dondequiera que mire, igual que quien cree en la ubicuidad de Dios nunca tiene que ir a la iglesia para encontrarse con él. No es necesario ir a las tierras del relato en busca de historias; por muy incompetentes que seamos, hasta un ciego puede ver historias a simple vista: por muy perdido que uno esté en la vida, ya está en las tierras del relato. Por eso había podido mantenerme alejado de los lugares de mi niñez, pero decidí aprovechar la oportunidad para visitar esta casa casi todos los días de fiesta e ir pescando una historia tras otra en las atronadoras aguas de las tormentas.

Mi padre no quería que volviera, ni venderme nada, ni siquiera el sótano, que era tan pequeño que ni para dormir en él había que dejar los pies fuera.

–Todos deben tener el mismo derecho a vivir en esta casa –alegó.

Es probable que en este asunto se hubiera visto influido por la situación del mercado inmobiliario del momento, o por algo peor, lo que duerme en lo más hondo del alma de un padre y sale disparado inesperadamente hacia la superficie. Pocas personas mayores son capaces de ocultarse a sí mismas o su auténtica naturaleza, a menos que hayan perdido la memoria o se hayan dedicado desde los primeros años de su vida a practicar el disimulo, a cambiar sin cesar de opinión, a hacerse impredecibles como los dictadores, a fin de que nadie conceda importancia a sus palabras ni a su decisión de apartarse por completo del mundo. Este deseo es muy acuciante en los ancianos. A menudo empieza siendo una simple forma de autodefensa de quien se ha pasado toda la vida con remordimientos por su conducta, pues teme que la siguiente generación le eche en cara algo que en su vejez pueda resultar inaceptable, cuando ya esté totalmente indefenso y llegue el momento de saldar deudas, y entonces le pidan explicaciones por las acciones que cometió cuando estaba en la flor de la vida y era el dueño de su destino. El anciano está siempre a la defensiva, y para ocultar su temor hace como que no recuerda nada, o bien se dedica a disimular.

 



[1] Se refiere a una tradición local, reflejada en un topónimo, “el camino de los berserk”. Éstos eran desde la Edad Media, en el folclore islandés, unos individuos de fortaleza descomunal. (N. del T.)