El portero

 

 

Ésta es la historia de Juan, un joven que se moría de penas. No podemos explicar cuáles eran las causas exactas de esas penas; mucho menos, cómo eran ellas. Si pudiéramos, entonces las penas no hubiesen sido tan terribles y esta historia no tendría ningún sentido, pues al joven no le hubiese ocurrido nada extraordinario y, por lo tanto, no nos hubiésemos tomado tanto interés en su caso.

A veces todo su rostro se ensombrecía como si la intensidad de la tristeza hubiese llegado a su punto culminante, pero luego, como si el sufrimiento le concediese una breve tregua, sus facciones se suavizaban y la tristeza adquiría una suerte de apacible serenidad, como si el mismo desencanto se estabilizase o fluyese ahora lentamente, comprendiendo, tal vez, que su caudal, de tan inmenso, no se agotaría nunca, sino que, por el contrario, estaría siempre creciendo y renovándose.

Es cierto que hacía diez años que había dejado su país (Cuba) en un bote y se había establecido en los Estados Unidos. Tenía entonces diecisiete años y atrás había quedado toda su vida. Es decir, humillaciones y playas, enemigos encarnizados y gratas compañías que la persecución misma hacía extraordinarias, hambre y esclavitud, pero también noches cómplices y ciudades a la medida de su desasosiego; horror sin término, pero también una humanidad, una manera de sentir, una confraternidad ante el espanto —cosas que aquí, como su propia manera de ser, eran extranjeras... Pero también nosotros (somos un millón de personas) dejamos todo eso y sin embargo no morimos de pena —o al menos no se nos ha visto morir— con la misma desesperación que este muchacho. Pero, como ya dijimos hace un momento, no pretendemos ni podemos explicar este caso, sino, sólo en la medida de lo posible, exponerlo. Y todo eso con la pobreza de un idioma que por motivos obvios hemos tenido que ir olvidando, como tantas cosas.

No pretendemos vanagloriarnos de que hayamos tenido con él preferencias exclusivas. No había porqué tenerlas. Él era, como casi todos nosotros, al llegar aquí, un joven descalificado, un obrero, una persona más que venía huyendo. Tenía que aprender, como aprendimos nosotros, el valor de las cosas, el alto precio que hay que pagar para alcanzar una vida estable. Un empleo bien remunerado, un apartamento, un auto, unas vacaciones y, finalmente, una casa propia, si es posible cerca del mar... Porque el mar es para nosotros nuestro elemento. Pero el mar verdadero, dentro del cual podamos sumergirnos y convivir, no estas extensiones heladas y grises a las que tenemos que acercarnos casi enmascarados... Sí, sabemos que estamos haciendo confesiones sentimentaloides que nuestra poderosa comunidad —nosotros mismos— negaría en su totalidad o las tacharía por ridículas e innecesarias: somos ciudadados prácticos, respetables, muchos enriquecidos, y miembros de la nación hoy por hoy más poderosa del mundo. Pero este testimonio tiene como objeto un caso excepcional. Es la historia de alguien que, a diferencia de nosotros, no pudo (o no quiso) adaptarse a este mundo práctico; al contrario, exploró caminos absurdos y desesperados y, lo que es peor, quiso llevar por esos caminos a cuanta persona conoció. Las malas lenguas, que nunca faltan, dicen que también desequilibró a los animales, pero de eso ya hablaremos más adelante... También se nos objetará —ya vemos a los periodistas, profesores y críticos abalanzarse sobre nosotros— que siendo ésta la historia de Juan no hay motivos para que la interrumpamos a fin de interpolar nuestros asuntos. Permítasenos aclarar que: primero, no constituimos (afortunadamente) un gremio de escritores y por lo tanto no tenemos que obedecer sus leyes; segundo, que nuestro personaje, al pertenecer a nuestra comunidad, forma parte también de nosotros mismos; y tercero, que fuimos nosotros quienes le abrimos las puertas en este nuevo mundo y quienes en todo momento hemos estado dispuestos a «darle una mano», como se dice allá, en el lugar de donde huimos.

Desde que llegó —y muy desmejorado que llegó— le dimos ayuda material (más de doscientos dólares) y le «viabilizamos» (otra palabra de allá) rápidamente el Social Security (lo sentimos, pero no tenemos equivalente para esa expresión en español) para que pudiera pagar los impuestos, y casi de inmediato le conseguimos un empleo. Claro está que no podía ser uno de estos empleos que tenemos nosotros, después de veinte o treinta años de trabajar duro. Le conseguimos un empleo en la construcción, al sol, naturalmente. Al parecer, Juan comenzó entonces a ser atacado por fuertes dolores de cabeza, por insolaciones. En plena actividad se detenía (los cubos con la mezcla en las manos) y así se quedaba, de pie, absorto, mirando a ningún sitio o a todos los sitios, como si una misteriosa revelación en ese mismo instante lo deslumbrase. Imagínense ustedes, en medio de los trabajos febriles de la construcción, a aquel muchacho completamente paralizado, sin camisa, con dos cubos en las manos, delirando entre la algarabía de mandarrias y serruchos... El capataz, enfurecido, le gritaba en inglés (idioma que el joven aún no dominaba) todo tipo de órdenes e insultos. Pero sólo cuando aquella visitación o locura lo abandonaba, Juan volvía a sus faenas.

Desde luego, tuvimos que cambiarlo de empleo numerosas veces. Fue camarero en un bar de la sauecera, encargado de la limpieza de los urinarios en un hospital para refugiados haitianos, planchador en una factoría (o fábrica) del midtown de Nueva York, taquillero en un cine de la calle 42... ¿Qué querían ustedes? ¿Que le ofreciéramos nuestras piscinas? Que así, por su linda cara (y realmente no era feo, como ninguno de nosotros, gente morena, no como esas cosas fofas, pálidas y desproporcionadas que abundan por acá), sí, por su linda cara le abriéramos las puertas de nuestras residencias en Coral Gables, que le entregáramos nuestro carro del año para que conquistase a nuestras hijas que con tanto esmero hemos educado, y que lo dejáramos, en fin, vivir la dulce vida sin antes conocer el precio que en este mundo hay que pagar por cada bocanada de aire? Eso sí que no.

Finalmente, como vimos que no era apto para ningún empleo en el que hubiera que tener carácter, iniciativa, «chispa» —como decíamos allá, en nuestro mundo—, nos agenciamos, con bastante dificultad por cierto (pues ese ramo está aquí controlado por la mafia), para conseguirle un empleo en el cuerpo de servicios de un edificio residencial en la parte más lujosa de Manhattan. Su trabajo no podía ser menos complejo ni menos problemático: se limitaba a abrir la puerta y saludar respetuosamente a los habitantes del edificio. Doorman, perdón, portero, queremos decir, ése era su nuevo oficio.

Pero si antes ya habíamos tenido problemas con Juan en relación con sus trabajos, aquí sí podemos decir que comenzaron nuestros verdaderos dolores de cabeza y no precisamente por negligencia en su cargo, sino por lo que podríamos llamar «exceso de celo en el mismo». Porque, de pronto, nuestro portero descubrió, o creyó descubrir, que su labor no se podía limitar a abrir la puerta del edificio, sino que él, el portero, era «el señalado», «el elegido», «el indicado» (escojan ustedes de estas tres la mejor palabra) para mostrarles a todas aquellas personas una puerta más amplia y hasta entonces invisible o inaccesible; puerta que era la de sus propias vidas y, por lo tanto (y así hay que escribirlo aunque parezca, y sea, ridículo, pues citamos textualmente a Juan), «la de la verdadera felicidad».

Sobra decir que ni él mismo sabía qué puerta o puertas eran aquellas, ni dónde estaban, ni cómo llegar a ellas, ni mucho menos cómo abrirlas. Pero en su exaltación, en su desvarío o en su demencia (escojan ustedes de las tres palabras la mejor) estaba seguro de que la puerta existía y que de alguna misteriosa manera se podría llegar a ella y abrirla.

Él pensaba y así lo ha dejado testimoniado (¿«testimoniado»? ¿Existe esa palabra en nuestra lengua?) en los numerosos papeles que garabateó, que las casas o los apartamentos continuaban después de las habitaciones y las últimas paredes, y que la vida de aquellas personas del edificio donde él era el portero no podía limitarse a un eterno transitar de la cocina al baño, de la sala al cuarto de dormir, o del ascensor al automóvil. De ninguna manera podía concebir que la existencia de toda aquella gente, y por extensión la de todo el mundo, fuese sólo un ir y venir de un cubículo a otro, de espacios reducidos a espacios aún más reducidos, de oficinas a dormitorios, de trenes a cafeterías, de subterráneos a ómnibus, y así incesantemente... Él les mostraría «otros sitios», pues él no sólo les abriría la puerta del edificio, sino que, seguimos citándolo, «los conduciría hacia dimensiones nunca antes sospechadas, hacia regiones sin tiempo ni límites materiales»... Y en estas cavilaciones ya iba y venía de uno a otro extremo del salón o lobby del edificio, murmurando incoherencias, aunque siempre —hay que reconocerlo— atento a la puerta y con su uniforme impecable (chaqueta y pantalones azules, sombrero de copa negro, guantes blancos y galones dorados). Así, cuando imaginaba que no era observado, atisbaba temeroso hacia los rincones, avanzaba hacia su propia imagen que se reflejaba en el gran espejo del salón o se detenía frente a la amplia puerta que da al jardín interior y, subrepticiamente, hacía algunas anotaciones en la libreta que siempre llevaba encima. Otras veces se paseaba por el patio interior, las manos enguantadas tras la espalda, preguntándose de qué manera podría mostrarles a todas aquellas personas el sendero que, desde luego, él también desconocía. Y súbitamente abandonaba sus meditaciones y corría a abrirle la gran puerta de cristal a algún inquilino, y hasta a llevarle los paquetes hasta el apartamento mientras le preguntaba por su estado de salud y también por la salud del perro, del gato, de la cotorra, del mono o del pez... No olviden, por favor, que en este país, quien no tiene un perro, tiene un canario, un gato, un mono o cualquier otro tipo de animal (no importa de qué especie) en su casa.

Aberraciones o pasatiempos morbosos, lo reconocemos, propios de gente ociosa o solitaria que no tiene en qué entretenerse. Cosas, en fin, de viejas locas o de señores no menos chiflados aunque a veces, al parecer, decentes.

Ahora comprendemos que tantas atenciones por parte de Juan obedecían a un método. Pues su «tarea», llamémosla así, consistía en desplegar una amabilidad extrema hacia todas aquellas personas para ganarse su amistad e infiltrarse en sus apartamentos y luego en sus vidas con el propósito de cambiarlas.

Consignaremos aquí, a manera de presentación, rápida y concisa —somos gente ocupadísima y no podemos dedicarle toda nuestra vida a este caso—, las personas con las cuales nuestro portero tuvo una relación más o menos profunda.

Entre ellas se destacan el señor Roy Friedman, hombre de unos sesenta y cinco años, a quien Juan nombra en sus escritos como «el señor de los caramelos», pues siempre tenía un caramelo en la boca y varios en los bolsillos, y cada vez que se encontraba con el portero, lo cual desde luego sucedía varias veces al día, le obsequiaba con una de esas confituras. También, Juan sostuvo conversaciones con el señor Joseph Rozeman, eminente mecánico dental gracias a quien muchas de las más bellas estrellas de la televisión y del cine exhiben glamorosas sonrisas (notables miembros de nuestra comunidad han utilizado los servicios de Mr. Rozeman, y les aseguramos que son realmente recomendables). Sigue, de acuerdo con nuestra lista, el señor John Lockpez, ecuatoriano naturalizado en los Estados Unidos, pastor de la Iglesia del Amor a Cristo Mediante el Contacto Amistoso e Incesante, casado, con hijos, todos religiosos al igual que su esposa; este señor (su nombre de origen es Juan López), al parecer, le tomó gran aprecio a nuestro portero e intentó ganárselo para su causa (la del señor Lockpez), por lo que podemos afirmar que entre los dos hombres se estableció una fanática contienda, ya que cada uno quería catequizar al otro para sus respectivas y extrañas doctrinas. De todos modos ya explicaremos con más detalles todas esas relaciones que ahora sólo estamos enumerando. Continuemos pues: la señorita, o señora, Brenda Hill, mujer algo descocada, soltera y ligeramente alcohólica; el señor Arthur Makadam, caballero entrado en años y aún libertino; la señorita Mary Avilés, la supuesta prometida del portero; el señor Stephen Warrem, el millonario del edificio que habita con su familia en el penthouse; la señora Casandra Levinson, titulada «profesora de ciencias sociales», pero propagandista incesante de Fidel Castro; el señor Pietri, el super (perdón, el encargado del edificio) y su familia; los señores Oscar Times (Oscar Times I y Oscar Times II), ambos homosexuales y tan semejantes física y moralmente, que en realidad conforman como una sola persona, hasta el punto de que muchos inquilinos que nunca los habían visto juntos afirmaban que se trataba de un solo personaje. Pero nosotros sabemos que son dos y que, incluso, uno de ellos es cubano... La señorita Scarlett Reynolds, actriz jubilada, obsesionada por el sentido del ahorro, también sostuvo varios diálogos con el portero, al igual que el profesor Walter Skirius, científico de nota e inventor incesante.

De casi todas estas personas mencionadas, nuestro portero logró, con amabilidad, halagos y favores que iban más allá de sus funciones, ganarse la amistad o por lo menos cierta aparente simpatía, llegando a veces a ser no sólo el portero sino también el huésped. Con lo cual, así al menos pensaba Juan, había avanzado un gran trecho en sus propósitos proselitistas.