El pórtico

 

Ese ínfimo retroceso del cuerpo cuando abría la ventana del salón que daba al jardín. Era por Regaliz, el gato negro. Regaliz había muerto dos años atrás, pero a Sébastien le había quedado ese reflejo de echarse hacia atrás —el gato saltaba siempre al antepecho de la ventana de regreso de sus correrías nocturnas, cuando aún no había despuntado el día—. Sébastien seguía teniendo esa reticencia, esa tirantez: Regaliz le clavaba las uñas en el muslo para recuperar el equilibrio. Luego se escurría a sus pies, se frotaba contra sus piernas con insistente dulzura, para que él le perdonase su brutalidad, o tal vez para reclamar, ya, la leche. Entonces Sébastien podía cerrar la ventana con una energía definitiva, la magnanimidad del patriarca que acoge a las ovejas descarriadas, una pequeña frase en la que la ternura se ocultaba, condescendiente, tras la vulgaridad estereotipada —casi una réplica de película:

—Qué, ¿te has ligado a todas las gatas del barrio?

Toda esa grata seguridad, esa sensación de dominar la vida sencillamente porque Regaliz había regresado, porque él iba a ponerle su leche, porque había calibrado sus calaveradas. El runrún de las noticias de la radio cobraba de súbito presencia.

Sébastien apenas pensaba ya en Regaliz. El sitio donde estaba enterrado en el jardín había cambiado mucho, habían crecido los avellanos, ya no había flores. Resultaba extraño experimentar tan sólo esa pequeña vacilación pertinaz, ese recelo del busto, cuando abría la ventana del salón. Ni siquiera era un modo de acordarse. Sino de conservar sin darse cuenta.

Lo conservamos todo. Las personas, los animales, las cosas que amábamos siguen ahí dentro de nuestro cuerpo, nos mantienen vinculados a ellas más allá de las palabras. En otro tiempo, pensar en eso le hubiera encantado a Sébastien. Había anhelado tanto habitar el mundo con gestos, ritos, sentir difundirse ese calor que conocía dentro de sí. Pero algo se había roto. Se sentía de repente tan viudo y tan torpe, al amanecer, retrocediendo sin motivo cuando abría la ventana del salón. ¿Por Regaliz? No, no era una tristeza tan concreta. Más bien como una especie de desagradable y vana fragilidad, y el cerrar la ventana en nada cambiaba las cosas.

Con la cabeza casi vacía, el cuerpo pesado de memoria, se sentía sobrepasado.


 

Podía producirse en el momento menos pensado. Uno se cree fuerte, sereno mental y físicamente, y de repente ahí está. Un vértigo, un sordo malestar, y enseguida sabemos que no se nos irá así como así. Todo pasa a ser difícil. Hacer cola en la panadería, esperar en la ventanilla de Correos, intercambiar unas palabras de pie en la acera. Momentos vacíos, sin razón aparente, pero que se hacen montañas. Notamos que nos tambaleamos, creemos que vamos a morirnos y es una estupidez.

Enseguida nos culpabilizamos, y eso no soluciona nada. Están los disminuidos físicos, los que tienen cáncer, sida, todos los que acaban de perder a un ser querido. ¿Con qué derecho podemos sentirnos mal, estar tan mal? Y todavía resulta más estúpido, pero nos sentimos humillados.

Sébastien Sénécal se creía dotado para la vida. Era una suerte un poco injusta, como todas las suertes. Sentía en su interior esa capacidad para vivir bien, como quien se felicita de gozar de buena salud, sin mérito ni vergüenza. Su profesión de profesor de Letras en un colegio le había parecido siempre útil y agradable —tenía la suerte de ejercerla en uno de esos centros casi rurales en los que las relaciones con los alumnos distan de ser agresivas. Amaba a su mujer, Camille, profesora de música, que tocaba la viola de gamba y acababa de pedir la dedicación mínima para disfrutar más plenamente de su pasión tocando en un conjunto de música barroca. Por supuesto, añoraba los tiempos en que sus hijos, Marine y Julien, vivían aún en su vieja casa normanda.

Pero a los cuarenta y cinco años, Sébastien seguía planteándose la vejez con serenidad. Las crónicas de Giono le habían dicho lo que quería oír: uno podía disfrutar de una profunda felicidad fumándose tres pipas al día, porque el médico le había aconsejado que no pasara de tres. Y cada una cobraría a la vez ese perfume casi prohibido, esa suavidad que produce saborear la sensación, prolongarla. Sí, envejecer debía de ser eso. Una parte de la infancia recobrada. A los nueve años disfrutaba con el libro sobre Napoleón porque la ilustración de la batalla de Moscú no aparecería hasta la página 157. Necesitaba esa sed, esa alquimia secreta del placer: aguardar, desear. El caballo marfileño del emperador se fundía casi con la inmensidad del campo nevado, el capote gris ratón casaba con el cielo tormentoso y amenazador. Se sabía la imagen de memoria, pero lo importante era no mirarla. Verla aparecer tras dos veladas de lectura, atravesar un campo nevado imaginario para tocar aquella nieve, por fin. Envejecer podía ser igual de intenso. Bastaba con inventarse la sed, el tiempo para saciarla.

Entonces, ¿por qué se sentía mal de repente, como cercenado del mundo? ¿Por qué se interponía aquella pared de hielo entre las cosas y él? Espasmofilia. Tetania. Cada médico soltaba su letanía sobre la enfermedad. Algunos movían la cabeza con aire dubitativo o incluso guasón. En la sala de profesores, una colega casada con un discípulo de Hipócrates había dejado caer a la hora del café:

—Jacques diría: ¡otra enfermedad de tía!

El machismo de la observación había suscitado alguna que otra reprobación, si bien apacible, atemperada por su previsibilidad, por el deseo de tener un recreo tranquilo. Sébastien estaba estudiando Rojo y Negro con los alumnos de quinto C. Había visto dibujarse de inmediato la imagen de Monsieur de Rênal, capítulo ocho, primera parte, oponiendo al dolor de cabeza de su mujer esta réplica atronadora:

«¡Todas las mujeres son iguales! ¡Siempre hay algo que reparar en esas máquinas!».

Una enfermedad de tía. Sébastien no veía nada insultante en deslizarse en un malestar «femenino» —¿qué significaba eso?—. El final de siglo, con todos sus movimientos de apertura, sus confusiones, sus mezclas, dejaba que se colaran unos cuantos tópicos muy obtusos, reflejo de una sociedad lejana. Bien es cierto que en Plainville, en pleno corazón de Normandía, con frecuencia se tenía la sensación de vivir en la época de Balzac, o de Stendhal.

Psicosomático. Para mucha gente, la espasmofilia tenía que ver con ese epíteto condescendiente, e incluso si se añadía que psicosomático no significaba imaginario, el descrédito ya estaba en el aire. Una enfermedad de mujer, o una enfermedad femenina, o sea, para personas complicadas, insatisfechas, frágiles. Frágil. Eso era lo que angustiaba a Sébastien. Sabía perfectamente que sus malestares eran reales, esa sensación de pérdida de equilibrio, esos temblores incontrolados que le entraban pertenecían al ámbito de lo físico, como pertenecía al ámbito de lo físico la sucesión de bostezos que le acometían cuando el malestar empezaba a mitigarse. Pero un médico le había tranquilizado: no era un problema cardiaco. Tenía la tensión alta, eso sí, pero probablemente el origen era nervioso. ¿Entonces? Entonces, esa cosa ridícula de sentirse fatal sin una auténtica causa, hipocondríaco o casi. Pero sobre todo esa certeza de sentirse desnudo y como transparente. «¿Es usted susceptible?», le había preguntado un homeópata. Pero ¿cómo no serlo cuando se es profesor de colegio y se le juzga a uno en cada clase, sopesado por las miradas de los niños, de los adolescentes? Por otra parte, Sébastien siempre había oído decir que era una persona sensible. Para él, aquella palabra guardaba menos relación con la intensidad de sus tristezas que con esa capacidad de contentamiento que le movía a sonreír a su pesar, en las circunstancias más triviales, con un pequeño chasquido de lengua del que no era consciente, pero que sus allegados no dejaban de hacerle observar.

Estar bien. Estar mal. Era así de brutal, pero no del todo tan sencillo. En medio de esas sensaciones nuevas para él de titubeos, de angustias, de vértigo, por la mente de Sébastien desfilaban como en filigrana todas las sensaciones placenteras. La imposibilidad de hojear unos libros de pie en una librería antes de decidirse por alguno casi le arrancaba lágrimas, no por una sensación de impotencia, sino porque de repente pasaba a ser maravilloso hojear unos libros de pie en una librería. Dejaba precipitadamente el libro sobre la mesa ante el malestar que le asaltaba, pero con el dolor de ya no poder hacer se mezclaba curiosamente el placer de haber hecho.


 

Era un viernes por la mañana, cuando se iniciaba la jornada en el colegio, a las ocho. Desde hacía algún tiempo, Sébastien temía un poco los primeros minutos de su primera clase. Transcurrido un cuarto de hora recobraba el aplomo, los reflejos, lograba relajarse recurriendo a una broma. Los alumnos de primero B no armaban más jaleo que de costumbre, incluso parecían un poco intimidados por el nerviosismo de Sébastien, que no cesaba de moverse, de sentarse en una esquina de la mesa para levantarse de inmediato y dirigirse hablando hacia el fondo de la clase sin razón aparente. No le gustaba el aula 4, demasiado larga, bañada por la luz infinitamente lívida de los fluorescentes, y en la que por fortuna sólo daba clase dos días por semana. Le acometió un vértigo mientras anotaba a los mediopensionistas y a los ausentes. Al alzar la cabeza, sintió que se tambaleaba: el aula se había convertido en un largo pasillo deslumbrante, un alumno le preguntaba algo, sin que acertara a percibir sus palabras. Intentó respirar, sobreponerse, comenzó a leer en voz alta el relato de Giono El hombre que plantaba árboles. Pero fue inútil. Tras leer unas frases se puso a jadear, y los alumnos empezaron a mirarse con expresión interrogante. Le temblaba la pierna izquierda. Pensó por un instante en las seis horas de clase que le quedaban, acabó disculpándose, con el semblante lívido:

—Cre… Creo que voy a tener que dejaros. No me encuentro muy bien…

Los alumnos le siguieron con la mirada en medio de un silencio, de un pasmo general.

De nada le sirvieron los dos comprimidos de magnesio que se tomó en los servicios. El director le aconsejó que se fuera a casa —si es que se ve usted capaz de conducir.

Sólo eran unos kilómetros. Pero cuando llegó el médico, Sébastien todavía sufría violentos temblores; y el doctor, al tiempo que procuraba tranquilizarle, se mostró inflexible:

—Escúcheme, esta vez sí que me va a tomar unos calmantes, hay que atajar esto de aquí a las vacaciones de Semana Santa. Si no, le veo con una depresión de aquí te espero.