Introducción
Los seres humanos están sometidos constantemente a una serie de exigencias para que actúen de determinados modos. Algunas de estas exigencias pueden presentársenos como si surgieran (por usar una metáfora casi ineludible) de «dentro» de nosotros mismos, bien sea directamente de nuestra constitución física, como cuando tengo frío y deseo entrar en calor o tengo hambre y quiero comer, o bien, de maneras mucho más mediadas, de diversos proyectos a largo plazo que podamos plantearnos, como cuando quiero leer la obra de Ajmátova y por tanto debo empezar a estudiar ruso. Además, las diversas concepciones morales o valorativas que tenemos también pueden dar lugar a exigencias «desde dentro», como cuando una persona honesta se abstiene de meter la mano en la caja registradora sin vigilancia de una tienda o de saltarse el turno en una cola. No obstante, en ocasiones estas exigencias no proceden de mí mismo sino que me las imponen otros. Estas exigencias impuestas desde el exterior son de distintos tipos y proceden de diversas fuentes: Hacienda me invita y conmina a pagar cierta porción de mi salario al Estado cada año en forma de impuestos (y tomará medidas contra mí recurriendo al sistema legal si no pago); un tablón de anuncios me informa de que el Consejo Directivo de cierto club privado me prohibe fumar en las instalaciones del centro (y me sentiría avergonzado si un empleado del club me pidiera delante de los demás miembros del mismo que dejara de fumar); mis amigos se empeñan en que les acompañe en una excursión y se llevarán una decepción si me niego, y así sucesivamente. Todos los individuos y grupos humanos deben actuar de tal modo que, a la vez que intentan conseguir sus objetivos, vayan abriéndose paso a través del bosque casi siempre espeso de esas exigencias tan diversas y, al menos potencialmente, contradictorias. No es irrazonable pensar que nuestras acciones conseguirán mejores resultados y serán más inteligentes si estamos bien informados sobre el entorno en el que se desarrollan. La filosofía «práctica» (en contraposición a la «teórica») se dedica a intentar comprender la situación de los agentes humanos que se enfrentan a la necesidad de actuar; la filosofía política centra su atención sobre todo en los tipos de acción humana colectiva que implican cooperación con, o agresión a, otros grupos de agentes humanos. Parte de esta «situación» que intenta entender la filosofía práctica la constituye el conocimiento que se tenga de las características más importantes del mundo natural y las leyes causales que las rigen; otra parte consiste en qué se conoce de las entidades y agentes que forman nuestro mundo social y político y sus propiedades, entre ellas, sus propiedades causales: ¿qué es la Unión Europea y qué poderes tiene sobre mí? ¿Cómo se gestionan las corporaciones multinacionales y cuánta influencia ejercen o pueden ejercer sobre la actividad legislativa de los Estados modernos? ¿Quiénes son los representantes parlamentarios de esta región, cómo me puedo poner en contacto con ellos y qué pueden hacer de verdad?
Por tanto, la situación práctica incluye no sólo objetos naturales y
sociales sino también las ideas y concepciones de la gente. En ciertas
situaciones las personas se limitan a zarandearse, tratándose como si fueran
tan sólo cuerpos físicos o meros animales, como los verdugos que arrastran al
condenado a su destino o unos enemigos enfrentándose en el agujero abierto por
un obús; pero no podemos avanzar mucho en la comprensión de la vida humana si
pensamos en ella limitándonos en exclusiva al modelo de mover objetos o de
conseguir que animales muy complejos hagan lo que queramos. Una de las razones
principales es que las personas no sólo desean actuar, también desean describir
sus acciones de tal forma que a los demás y a ellas mismas les parezcan
aceptables, para desviar las posibles críticas, para conseguir (idealmente) el
apoyo activo a proyectos que consideran importantes, etc. Eso requiere el uso
de un lenguaje con existencia histórica y recurrir a ideas y concepciones
humanas también existentes. Tal vez sea capaz de cambiar las opiniones de los
demás hablando con ellos o actuando con –o sobre– ellos, pero, salvo en
circunstancias extraordinarias, es necesario que se dé un «contacto humano»
inicial suficiente para que este proceso de transformación se ponga en marcha,
y este «contacto humano» sólo será posible mediante un lenguaje y un conjunto
de creencias. Estas concepciones existentes son importantes en dos sentidos. En
primer lugar, yo mismo tendré ciertas opiniones sobre el mundo político y su
funcionamiento –cómo debería ser idealmente, etcétera–, opiniones que influirán
de forma fundamental en mi modo de actuar. Bastará una mínima reflexión para
que sea consciente de que estas concepciones no las he inventado yo sino que
las he adquirido de diversas personas en el mundo que me rodea, quienes, a su
vez, las han recibido de otros. Cuando utilizo el adjetivo «antidemocrático»
como reproche, parte de la razón por la que le doy ese sentido es que he sido
sometido a un aluvión de discursos y textos sobre la «democracia» y sus
virtudes durante toda mi vida consciente. No quiero decir que crea que me hayan
lavado el cerebro; es más, tiendo a pensar que se me han dado considerables
oportunidades para desarrollar opiniones adecuadas sobre esta cuestión. Sin
embargo, también sé que si hubiera vivido hace doscientos años, casi con toda
seguridad habría asumido el por entonces prácticamente universal uso de
«democrático» como un término de reproche. En ese sentido, Kant sostenía que la
democracia era, de manera inherente, una forma de «despotismo» porque en una
democracia el voto mayoritario se utiliza para justificar el no tener en cuenta
el voto de cualquier individuo (que discrepe), y muchos de los redactores de la
Constitución de Estados Unidos se tomaron la molestia de desmentir que la
república que concebían fuera a ser una «democracia».[i]
En «nuestra» época y en «nuestro» mundo, es decir, a principios del
siglo XXI en Europa occidental (y en los territorios subordinados
ideológicamente a Europa en todo el planeta), existen también presunciones
predominantes acerca de la política y de cómo debería ser la sociedad ideal que
no están menos arraigadas en nuestra vida y pensamiento político, aunque no
siempre se expresen explícitamente. Una de las más importantes es la presunción
de que hay un único modelo ideal para reflexionar sobre la política. Este
modelo es el Estado liberal democrático, con una economía capitalista y
vinculado a la defensa de un conjunto de derechos humanos para sus ciudadanos. En
ese modelo hay cinco elementos diferenciados –el liberalismo, la democracia, el
Estado, la economía capitalista y la doctrina de los derechos humanos–, pero en
gran parte de la reflexión contemporánea sobre la política se da por supuesto
de manera tácita que estos cinco elementos forman un conjunto más o menos
natural o, en el peor de los casos, un conjunto con cierta coherencia práctica
y una mínima consistencia. Quiero sugerir –y ésta es la tesis principal de este
libro– que tal suposición es, en gran medida, una ilusión. La conjunción de
esos cinco elementos en las sociedades occidentales contemporáneas no fue, de
ningún modo, poco menos que inevitable, es más, ni siquiera fue especialmente
probable, sino que se trata más bien de la consecuencia de un proceso histórico
contingente. Además, si se analizan con detalle las partes individuales que
componen este marco conceptual, algunas se desvelan muy confusas o, en el mejor
de los casos, poseedoras de una coherencia más que cuestionable, otras son
sumamente inverosímiles, y varias mantienen relaciones de considerable tensión
entre sí.
Estamos familiarizados con el tipo de afirmación realizado en el
párrafo anterior: la de que, con frecuencia, la gente que vive en un tiempo y
un lugar concretos compartirá un conjunto característico de concepciones y
suposiciones como el descrito. Si queremos entender la política de una época,
se argumenta, es natural empezar por intentar entender ese conjunto. Sin
embargo, desde mi punto de vista es muy importante analizar qué significa
exactamente «concepciones compartidas», tanto como ver qué no significa. Si
empezamos el análisis por la vertiente negativa, en la obra de algunos
historiadores encontramos un modo habitual de proceder, que es muy típico de la
mayoría de las formas de liberalismo, aunque de ninguna manera se limita a los
liberales. Este enfoque piensa en la sociedad como una totalidad moral sin
resquicios caracterizada por una concepción única, unitaria, consistente y
subyacente del mundo, de la moralidad y la política. En este sentido, la gente
del siglo XVI en Florencia aceptaba «la visión del mundo renacentista», la de
finales del XIX en Gran Bretaña era «victoriana» y así sucesivamente. A menudo,
este enfoque procede a continuación a un desplazamiento desde este pretendido
dato histórico o sociológico a una serie de tesis normativas que se presentan
como si se siguieran de manera simple y directa de ese dato, pero que, bien al
contrario, son muy especulativas y cuestionables. Aunque este desplazamiento
raramente se explicita con detalle, introduciéndose en el discurso con mucha
más frecuencia mediante la insinuación, podemos reconstruirlo en tres pasos
sucesivos. Primero, se sugiere que si dos personas viven en la misma sociedad y
en la misma época, compartirán numerosos conceptos, valores y opiniones. El que
esto sea cierto o no en unas circunstancias concretas es una cuestión empírica,
pero, cuando es cierto, nadie puede ponerlo en duda. A partir de ahí, se extrae
la conclusión de que esas personas coinciden en un conjunto central coherente
de creencias morales sustantivas que, al menos en principio, pueden expresarse
de forma articulada, y que, si se las explicita en todos sus detalles,
seguirían siendo percibidas como vinculantes por los agentes. Por último, de
ahí se extrae la conclusión de que los agentes, en la sociedad, si quisieran y
las condiciones fueran propicias, siempre podrían, alcanzar un consenso moral
entre ellos (porque, al fin y al cabo, «comparten la misma visión del mundo» a
cierto nivel).[ii]
A veces se sugiere que lo fundamental del liberalismo es el
reconocimiento de la diversidad humana. No es falso pero, creo, es una imagen
superficial: solo nos muestra un fragmento muy pequeño del relato completo, y,
un fragmento, además, engañoso si se toma de manera aislada. En realidad, lo
que piensan los liberales es que las sociedades humanas son capaces de
consenso, pese a su diversidad. Árabes e israelíes, rusos y chechenos, serbios
y albaneses, tutsis y hutus, musulmanes y cristianos tal vez discrepen
superficialmente, pero pueden encontrar un consenso que les permitirá convivir
en paz. Lo que es característico de los liberales es la tentativa de ver
siempre la sociedad sub specie consensus.
Sin embargo, este enfoque está totalmente equivocado. No se trata de que el
consenso sea algo intrínsecamente negativo, pero es un concepto tan oscuro y
esquivo que tenemos derecho a sospechar de cualquier afirmación sustantiva que
se base en él. Además, está menos claro de lo que se suele dar a entender que
el consenso –en cualquiera de los sentidos habituales y con carga moral del
término– sea universal ni siquiera en potencia: sencillamente el consenso es
menos frecuente en el mundo de lo que la gente supone, y son muchas las razones
para sospechar que existen unos límites muy estrictos a cuánto consenso se
«podría» alcanzar, en cualquier sentido significativo de la palabra «podría».
Además, la categoría normativa del consenso, incluso del existente y «real», no
siempre está exenta de problemas. A quienes ostentan el poder obviamente les
interesa afirmar que una situación que
les beneficia se basa en un consenso estable y moralmente vinculante, así que
debemos tomar su afirmación con ciertas reservas. En general, el precio que
tendría que pagarse por ese consenso suele ser más elevado de lo que los
liberales están dispuestos a admitir (lo que, por descontado, no significa que
sea siempre irrazonable pagarlo).
A diferencia de la concepción liberal, los marxistas siempre han
sostenido que un conflicto prácticamente irresoluble es tan fundamental en
todas las sociedades humanas existentes como lo es el consenso real o
potencial. A lo que Nietzsche añade la muy aguda idea de que, para nosotros,
los individuos «modernos» se rigen intrínsecamente por «morales» diferentes e
incompatibles de forma patente, es decir, se guían tanto por distintas maneras
de actuar como por distintas maneras de juzgar moralmente la acción.[iii]
Así, el conflicto existe no sólo entre grupos sino también en el interior de
cada individuo en tanto distintas formas de moral luchan por la hegemonía.
Ninguna época ni ningún individuo tiene una visión del mundo única, coherente y
articulada con toda claridad. «Lo que todos compartimos» suele ser una amalgama
confusa en la que se solapan concepciones sólo desarrolladas a medias y
potencialmente contradictorias. Por ejemplo, en cierto sentido podría decirse
que en la Gran Bretaña del siglo XIX la gente «tenía» o «compartía» la misma
visión del mundo, en tanto prácticamente todos pudieron percibir la gradual pérdida
de preponderancia del cristianismo y de las creencias feudales sobre la
posición social y el honor así como el creciente peso de los factores
utilitaristas, pero de eso no se sigue que todos coincidieran con todos en
ningún sentido significativo o sustancial. En primer lugar, casi todos los
elementos de esa mezcla estaban mal definidos –para empezar: ¿qué se entendía
exactamente por «moral cristiana»?–, y, en segundo, no había una receta única
con la que se hubieran combinado los ingredientes de la mezcla.
Nietzsche contempla la sociedad humana sub specie belli, aunque la bellum
en cuestión no tiene por qué librarse con puños, picas o misiles sino que puede
consistir en el refinado intercambio de agudezas. La política se ocupa,
precisamente, del conflicto y el desacuerdo, y eso significa que las partes
implicadas no solo discreparán sino que tendrán una motivación para explotar
los conflictos o ambigüedades existentes en las creencias y valores
compartidos. Así, en ciertas épocas y lugares, podría darse la creencia
generalizada de que la sociedad es jerárquica por naturaleza, con un rey al
frente, y también de que debe haber una Iglesia establecida. Eso es compatible
con que existan discrepancias sobre quién sea el rey, cuáles sean los poderes
específicos que tenga y qué tipo de relación haya de mantener con la Iglesia
establecida. Puede haber diferencias, tanto sinceras como interesadamente
disimuladas, sobre la concepción de qué es lo que exigen la razón, la
tradición, el decoro, la prudencia y los libros sagrados; también hay, claro,
diferencias sobre los demás valores y prioridades que tendrán los seres humanos
individuales, y juicios muy divergentes sobre el mundo empírico y las
posibilidades de la acción humana. Todo eso ofrecerá un suelo fértil para la
discordia.
Desde la antigüedad,[iv]
ha sido un lugar común que las formas de «desacuerdo» a gran escala, como la
guerra, presuponen, al menos, cierta forma de consenso interno entre las partes
en conflicto. Las tropas del país A no pueden atacar con eficacia a las del
país B, a menos que los oficiales de A controlen a sus soldados, un control que
sería ineficaz si se basara tan sólo en la fuerza bruta. Esta suposición se
utiliza en ocasiones como argumento a favor de una prioridad, al menos
limitada, del consenso. Las conclusiones que se extraen de la observación de
las primeras fases del desarrollo de los bebés humanos también pueden
utilizarse para defender la misma causa. No requiere una gran perspicacia
indicar que ni el consenso ni el conflicto son las bases exclusivas de la vida
y la historia humanas. Tenemos el consenso que tenemos (y no más) y podemos
alcanzar tanto como de hecho «podamos» (en sentidos bien definidos del verbo
«poder»), y no más. Existen, por así decirlo, pozos con reservas permanentes de
consenso, como también cascadas de conflicto. Algunos de los pozos causan
paludismo, y muchas de las cascadas son peligrosas y destructivas. Debemos
aproximarnos a ambos con tanta cautela y tanto escepticismo moral como los que
desplegamos en cualquier otra cuestión. Sin embargo, quiero defender aquí que,
dada la centralidad del desacuerdo en la política, si nos centramos en el
examen del conflicto y la discordia obtendremos, al menos, ventajas
metodológicas claras.
En Zur Genealogie der Moral,
Nietzsche desarrolla un enfoque de la historia que denomina «genealogía».[v]
La genealogía parte de una forma de nominalismo histórico. Nietzsche creía que
Sócrates nos había conducido por el camino equivocado al sugerir que era
importante buscar definiciones formales de aquellos fenómenos humanos que más
nos preocupan. Era perfectamente posible y apropiado, pensaba Nietzsche, buscar
definiciones de objetos abstractos o de rasgos del mundo natural. Así, podrían
definirse términos como «triángulo», «agua», «masa» o «gen». La razón por la
que era posible, en opinión de Nietzsche, era precisamente que esos términos
designaban objetos que no formaban parte de la historia. Un triángulo era un
triángulo en la Grecia del siglo V o en la Tasmania del XIX, y otro tanto podría
decirse del agua. Sin embargo, la historia humana tenía que ver, en primera
instancia, no con entidades como ésas, sino con objetos como el cristianismo,
el castigo, la conciencia y la moralidad, que eran configuraciones de poderes,
funciones, estructuras y creencias intrínseca e históricamente variables. Estos
«objetos» eran portadores de múltiples «significados» en cada momento dado, y
la constelación de significados asociados con cualquiera de ellos cambiaba
constantemente. El encarcelamiento en el siglo XII desempeñaba un papel, una
función y tenía un significado distintos del encarcelamiento en los sistemas
penitenciarios del siglo XIX.[vi]
La libertad significaba cosas distintas para Lutero, Epicteto y Herzen. El
cristianismo del siglo III no era lo mismo que el del XVIII. El «cristianismo»
–el concepto y la realidad– es lo que han hecho de él una sucesión de seres
humanos al actuar de ciertas maneras. Al actuar, la gente tiene diferentes
objetivos, valores mutables, intereses variables, y estas diferencias acaban
reflejándose en el significado cambiante del término. ¿El «cristianismo» era
«en realidad» o «en esencia» el modo de vida judío de Cristo en el siglo I, o
era la doctrina de Pablo o los decretos sobre la naturaleza de la Trinidad
emitidos por determinado concilio eclesiástico? ¿Era intrínsecamente una forma
de liberación de la Ley o una disciplina muy restrictiva de la voluntad? ¿Era
el maniqueísmo una forma de cristianismo? ¿Era «cristiana» la Inquisición?
¿Tenía la arquitectura cisterciense algo de particularmente cristiano? ¿Y la
arquitectura del barroco austríaco? ¿O Hagia Sophia (hoy en día una mezquita)?
En memorable frase de Nietzsche, sólo puede definirse aquello que no
tiene historia. La pretensión de encontrar una única definición formal
apropiada del cristianismo, el castigo, el liberalismo o la democracia es
completamente equivocada. Las palabras y las instituciones humanas están
entrelazadas. Las palabras surgen y evolucionan mediante el uso real que les
dan los seres humanos en contextos en los que se ejerce el poder de un modo u
otro. A lo largo del tiempo, las instituciones humanas se modifican para servir
a nuevos fines. Cada reutilización de una palabra como «democracia» o
«cristianismo» en un contexto nuevo es, en potencia, una reinterpretación de la
misma. No existen límites «naturales» ni inquebrantables a esa
reinterpretación. Lo que debemos entender al abordar fenómenos como el
cristianismo o el Estado es una historia, es decir, el modo preciso en que han
evolucionado las instituciones y las palabras a lo largo del tiempo, bajo la
presión de las exigencias contradictorias que les imponen los individuos y
grupos humanos, el mundo natural y otras instituciones. No es ésta una visión
reduccionista que afirme que las ideas que la gente asocia con el cristianismo,
el sistema penal y conceptos similares sean «meros» epifenómenos, una
concepción que sostienen algunos marxistas toscos. Por el contrario, esta
concepción sostiene que creencias, palabras, pensamientos, intenciones y conceptos
son absolutamente esenciales porque sin ellos y los «significados» que ayudan a
aplicar a los humanos sobre el mundo, sencillamente no habría cristianismo que
estudiar. Sin embargo, al mismo tiempo, las creencias de los cristianos en un
periodo concreto cualquiera son sólo una parte del relato completo del
cristianismo. Podemos dibujarnos un mapa o hacernos una imagen general de las
diferentes formas de cristianismo utilizando métodos «empíricos» («históricos»
en el sentido griego), pero no hay atajo analítico, no hay Vía Regia (ni Heerstraße kantiano) que evite la
historia y aún así nos conduzca a una comprensión merecedora de tal nombre. Los
conceptos, por tanto, al menos aquellos que se refieren a fenómenos humanos,
suelen ser constelaciones de elementos bastante heterogéneos que se van
formando históricamente.
La concepción nietzscheana que acabo de esbozar parece cuestionar la
afirmación que he descrito más arriba como «la tesis principal de este libro»
en dos sentidos. En primer lugar, si casi todas las visiones del mundo son
conjunciones históricamente contingentes de conceptos mal definidos y de
fragmentos teóricos sólo semiarticulados, entonces, el que «nuestro» modelo de
vida política tenga también esa propiedad no supone ninguna crítica en particular.
En segundo lugar, si los conceptos que utilizamos de hecho en política son
irremediablemente borrosos y de textura muy suelta, y los podemos configurar y
deformar con toda la flexibilidad que queramos para que se ajusten a nuestros
propósitos, entonces ¿a qué viene la preocupación por la coherencia? La
variante pragmatista de esta segunda objeción es que siempre es erróneo
preocuparse demasiado por la coherencia general de las estructuras teóricas. Si
las teorías son como herramientas, la única cuestión útil que merece la pena
plantearse sobre ellas es cómo funcionan en la tarea y el contexto concretos
para los que se ha concebido su uso. La especulación abstracta sobre la
«coherencia» o «incoherencia» de distintas herramientas es intrínsecamente ociosa.
Por lo que se refiere a la primera crítica, lo cierto es que no considero una objeción a nuestras opiniones políticas actuales el que sean un revoltijo histórico. Sin embargo, sí sería una «objeción» si tuviéramos la ilusión de que no son tal revoltijo. ¿Sufrimos esa ilusión? ¿De verdad es nuevo para nosotros el que nuestros conceptos tengan una historia y que no encajen como las piezas de un rompecabezas? Cierto es que si le preguntáramos a algunos de los pensadores políticos más astutos y profundos del siglo pasado en sus momentos más reflexivos, admitirían personalmente que algunos de los cinco elementos o incluso los cinco (el liberalismo, el Estado, el concepto de derechos, la democracia y el capitalismo) tenían una historia, y también que la conjunción de los cinco era hasta cierto punto consecuencia de procesos históricos concretos que podrían haber tenido un resultado diferente. Creo que muchos admitirían así mismo que, en casos individuales, podrían darse ciertas tensiones entre, pongamos, la democracia y el liberalismo. Sin embargo, hay una diferencia entre admitir formas aisladas de contingencia y conflicto históricos, y considerar que la serie completa de estos cinco elementos está sistemáticamente en conflicto. También hay una diferencia entre las ideas individuales que algunos teóricos de elite puedan vislumbrar fugazmente e incluso llegar a expresar en momentos de lucidez especial, y su capacidad de hecho para pensar hasta el final las consecuencias de esas iluminaciones momentáneas y darles cuerpo de manera sistemática en su práctica cotidiana como teóricos. Hay, todavía, otra diferencia más entre el vislumbre y la teorización más o menos sistemática, por un lado, y las creencias políticas compartidas en general por la gente corriente no demasiado dada a la reflexión. Pocos han sido capaces de asimilar con resolución y tener siempre presente la idea de que algunos de los elementos de nuestras creencias políticas más profundamente arraigadas son angulosos, deformes, frágiles y están resquebrajados, y poco o nada tienen de sólidos o estables en sí mismos, además de encajar mal entre sí. Sugiero aquí que asimilar y utilizar esa idea podría cambiar nuestra práctica política para mejor. De manera similar, el hecho de que nunca lleguemos a conseguir reducir nuestras opiniones políticas y nuestra visión del mundo a la apariencia estéticamente refinada del Código Napoleónico o de un manual de matemáticas no es un argumento para que no intentemos ser todo lo claros que podamos.
Por lo que se refiere a la segunda objeción, podemos darle la vuelta
al argumento pragmatista. Las diversas concepciones políticas que se discuten
en este texto no son meras especulaciones, sino más bien herramientas que guían
la acción. El que un Estado sea aceptado como legítimo y admitido en las
Naciones Unidas o no, el que los derechos legales de cierto tipo estén o no
reconocidos y, si lo están, el cómo se hagan cumplir, son cuestiones de cierta
importancia práctica. Incluso las opiniones liberales sobre la tolerancia y la
autonomía humana pretenden encaminarnos hacia ciertos tipos de acción política;
y esas concepciones han tenido consecuencias muy significativas en el mundo
real en el que vivimos. Precisamente por esa razón es más que razonable
preguntar, se piense lo que se piense sobre el estatus filosófico de los
conceptos, si podemos actuar de un modo coherente basándonos en todas esas
concepciones políticas en conjunto.
Si quiero minimizar la medida en que soy un simple juguete de un
proceso histórico y social sobre el que no tengo el menor control, uno de los
planteamientos que puedo adoptar será reflexionar e intentar explicarme las
concepciones básicas que subyacen en mi visión del mundo social y político. Por
tanto, resulta perfectamente razonable que me pregunte, entre otras cosas, de
dónde proceden esas concepciones, qué forma tienen y en qué contextos tiene
sentido intentar actuar basándome en ellas. Aunque los conceptos sean
flexibles, no son tabula rasae.
Llevan su historia consigo. Esta historia no determina rigurosamente cómo han
de ser usados, pero sí afecta en gran medida a lo fácil o difícil que será
modificarlos, cambiar su significado y referencia en un sentido u otro. Hay
limites que marcan hasta dónde podemos reflexionar y probablemente limites
todavía más restringidos de hasta qué punto podemos lograr el menor control.
Nunca nos podemos desembarazar del todo de la historia y conseguir un conjunto
absolutamente coherente y claro de concepciones que orienten nuestra acción en
el mundo político. De esto no se sigue –es más, parece patentemente falso– que
no estemos mejor cuando nos explicamos, en la medida de lo posible, nuestros
conceptos y teorías que cuando no.
Creo que, si no en la letra sí en el espíritu de los textos de
Nietzsche, se sostiene que, en tanto seres humanos o, al menos, en tanto seres
humanos modernos, estamos ineluctablemente atrapados entre dos impulsos
contrarios. Por un lado, no podemos dejar de desear conseguir tanto control
conceptual sobre los principales ámbitos de nuestras vidas como podamos. Ése es
el origen de nuestra tentativa de alcanzar una visión general sistemática y
unitaria. La «definición» tradicional era el vehículo de esta tentativa. Por
otro lado, una vez hemos captado y asimilado el alcance de la idea nietzscheana
de que esa definición es imposible, no hay manera de olvidarlo ni de volver
atrás. Si no podemos rechazar ninguno de esos dos impulsos, el seguir
intentando «definir» a la vez que reconocemos los límites y el fracaso de cada
una de nuestras tentativas es un proceso continuo e inevitable en todas las
investigaciones teóricas que tienen un componente histórico. Es la materia
misma de la que se compone la historia de la política y del pensamiento
político.
Algunos podrían pensar que en mi explicación general de nuestra visión
del mundo político he excluido un sexto elemento que tiene una gran
importancia: el Estado en el mundo moderno, afirmarán, se concibe como
nación-estado. El nacionalismo es sin duda una fuerza de primer orden en la
política contemporánea, y no solo en países atrasados. Pero reconocerlo así es,
sin embargo, compatible con pensar que «la nación» no tiene mucho valor como
herramienta analítica y no designa una dimensión fundamental de la política. A
este respecto, como en tantos otros, creo que Max Weber nos indica el camino
correcto.[vii]
Weber se tomó muchas molestias en rechazar cierta concepción decimonónica que
sostenía que, si examinamos con detenimiento la tierra podemos descubrir las
«naciones» gracias a propiedades empíricas que nada tendrían que ver con las
formas existentes de organización política (por ejemplo, por el idioma, las
relaciones familiares, la religión, el nacimiento, etc.) y luego preguntarnos
cuáles de esas «naciones» cuentan con su propia nación-estado. Por el
contrario, Weber defendía que «nación» no es en realidad uno de los conceptos
empíricos que suelen emplear los sociólogos, es decir, un constructo mental que
simplemente agrupa una serie de propiedades empíricas. Él creía que «nación»
expresaba intrínsecamente un cierto juicio de valor. Es decir, «X e Y
pertenecen a la misma nación» no era una afirmación de la misma categoría que
«X e Y tienen el pelo del mismo color». Más bien era del tipo «La obra de arte
X y la obra de arte Y son ambas productos inmaduros de artistas que más tarde
llegaron a ser maestros». Al negar que «nación» sea un concepto empírico
normal, Weber no pretendía cuestionar el hecho obvio de que podemos categorizar
sin ningún problema a De Gaulle como francés y a Joschka Fischer como alemán.
Tampoco aludía sólo al bien conocido hecho de que no podemos encontrar las
condiciones empíricas necesarias y suficientes para determinar qué es y qué no
es una nación. El nacimiento en un mismo territorio, la consanguinidad, la
uniformidad de religión, la lengua... ninguna de estas características
empíricas servirá como criterio de discriminación. Esto de por sí no tiene por
qué parecer muy sorprendente porque, si mi línea de argumentación es correcta,
raramente podemos encontrar las condiciones empíricas suficientes y necesarias
–una «definición»– de conceptos políticos importantes. «Nación», por tanto, no
parece peor que cualquier otro concepto. Lo que quiere decir Weber al
considerar «nación» un concepto-valor es que utilizar ese término es plantear
una exigencia al mundo social: el ser miembro de cierto grupo, caracterizado de
determinada manera, debería dar lugar a sentimientos de solidaridad e
identificación positiva con otros miembros del grupo, y esos sentimientos deben
ser del tipo que, en principio, induciría a alguna forma potencial de acción
colectiva. El modo en que se seleccione el grupo –las características que se
considere que justifican la inclusión de unas personas como miembros del mismo
y la exclusión de otras– variará, y la forma de solidaridad que se exija
también cambiará históricamente. Así, en la Edad Media, la Universidad de París
era el centro de la educación superior de toda Europa occidental, atrayendo
estudiantes no sólo de «Francia» sino también de las islas británicas, las
llanuras panonias, Iberia, etc. Las nationes
eran grupos de estudiantes de la misma región geográfica que se agrupaban para
aprovechar las ventajas de vivir en común. Lo que se entendía como «la misma
zona geográfica» estaba sólo muy vagamente definido, pero la forma de solidaridad
que se esperaba sí estaba clara. Decir que formabas parte de la natio teutonica significaba que gracias
a proceder del este del Rin eras potencialmente contribuyente y beneficiario de
tal fraternidad/residencia estudiantil. Sin embargo, a partir del siglo XIX,
afirma Weber, la forma concreta que se espera que adopte la «solidaridad
(nacional)» es intrínsecamente política. La reivindicación que reclama formar
parte de la misma «nación» es, de manera tácita, una solicitud de entrada en la
misma asociación política. Dado que el Estado es la forma principal de
organización política en el mundo moderno, las afirmaciones sobre quién
pertenece a qué nación son en realidad declaraciones que definen dónde deberían
estar (idealmente) los límites de los Estados. Decir que dos personas
pertenecen a la misma «nación» es decir que crees que deberían (idealmente)
pertenecer al mismo Estado. Eso no significa que, a escala individual, una
nación concreta no exista hasta que le dé carta de naturaleza un Estado
apropiado. En ningún momento se dice que no exista nación checa hasta que no
haya Estado checo. Éste no se fundó hasta el siglo XX, pero podemos hablar
perfecta y razonablemente de la nación checa en el siglo XIX. La afirmación,
más bien, viene a decir que pensar en el siglo XIX en la nación checa supondría
exigir de manera tácita que todas las personas poseedoras de ciertas
propiedades –por ejemplo, nacidas en cierto lugar y/o que hablaran cierto
idioma– sintieran una clase de solidaridad muy concreta entre ellas. Esta
«solidaridad» se especificaba con condiciones definidas del siguiente modo:
todos los checos deben participar conjuntamente en ciertos acuerdos de carácter
socioeconómico cuya encarnación apropiada en la esfera política es un Estado
moderno autónomo. No es necesario que el Estado checo preceda a la nación
checa, pero la idea moderna de «nación» es conceptualmente parasitaria de la
idea moderna de Estado. Por estas razones no creo que «nación» merezca ocupar
un lugar entre los elementos principales de nuestra visión del mundo político.
1. I. Kant, Zum ewigen Frieden, «Zweiter Abschnitt. Erster Definitivartikel zum ewigen Frieden», en Kant Werkansgabe, ed. W. Weischedel,
Suhrkamp, Frankfurt/M,1977, vol. XI. Véase Ball, T., Transforming Political Discourse, Oxford
University Press, Oxford, 1988, págs. 59-60,
76-78. En el mundo antiguo, repárese en el discurso de Alcibíades a los
espartanos en Tucídides, VI. 89.
[ii].
El filósofo alemán Habermas presenta un ejemplo casi clínicamente puro de este
planteamiento, que difiere de otras versiones en dos sentidos. En primer lugar,
su versión parece depender de un juego de palabras con la expresión alemana (sich) verständigen (que puede significar tanto «entender a otra persona y
hacerse entender por ella» como «llegar a un acuerdo vinculante con»). En
segundo lugar, cree que hay razones a priori para creer que, en el nivel más
profundo, todos nosotros -todos los
seres humanos- debemos compartir la misma visión del mundo o, al menos, debemos
compartir un compromiso con el mismo conjunto de condiciones formales que nos
permita tener una visión del mundo y, por tanto, todos debemos ser capaces de
alcanzar un consenso universal. Véase su «Wahrheitstheorien» en Wirklichkeit und Reflexion: Festschrift für
Walter Schulz, Neske, Pfullingen, 1973, págs. 252 y ss., y Moralbewußtsein und kommunikatives Handeln,
Suhrkamp, Frankfurt/M,1983, págs. 97-99.
[iii]. F.W. Nietzsche, Jenseits von Gut und Böse, en Kritische Gesamt-ausgabe, ed. G. Colli y M. Montinari, De Gruyter, Berlín, 1967 y
ss., vol. V,§ 215.