1.
Descripción del fenómeno delirante inicial
En junio de 1932
se presenta de súbito en mi espíritu, sin ningún recuerdo próximo ni asociación
consciente que permitiera una explicación inmediata, la imagen de El ángelus de Millet. Esa imagen
constituye una representación visual muy nítida y en colores. Es casi
instantánea y no da lugar a otras imágenes. Yo siento una gran impresión, un
gran trastorno porque, aunque en mi visión de la mencionada imagen, todo
«corresponde» con exactitud a las reproducciones que conozco del cuadro, ésta
se me «aparece» absolutamente modificada y cargada de una tal intencionalidad
latente, que El ángelus de Millet se
convierte «de súbito» para mí en la obra pictórica más turbadora, la más
enigmática, la más densa, la más rica en pensamientos inconscientes que jamás
ha existido.
La admiración y
la súbita atracción que sentí por ese cuadro contrastaba con la pobreza, si no
con la ausencia casi absoluta, de medios inmediatos (explicativos o incluso
líricos) que me hubieran permitido objetivar, por poco que fuera, el gravísimo
y violentísimo trastorno de que había sido causa. La existencia de ese
trastorno me alejaba de cualquier intento de proselitismo que preveía ineficaz;
este sentimiento me sería corroborado más adelante por el «ferviente»
escepticismo que mis amigos manifestaron ante mi brusca admiración por El ángelus.
Muy lejos de
compartirla, objetaban con insistencia (y justicia) la vaguedad e
inconsistencia evidente de las apologías fallidas a las que yo me arriesgaba
tímidamente y sin demasiada convicción. Sin embargo, puedo afirmar que yo «ya
sabía» casi todo sobre la transformación del cuadro; comprendía, veía con toda
claridad «de qué se trataba». La interpretación que posteriormente debía tomar
cuerpo, me refiero a la interpretación de El
ángelus, o mejor, mi futura tentativa de interpretación, estaba ya
enteramente «presente» y «evidente» en mi espíritu en el momento del fenómeno
delirante inicial; estaba lúcidamente «contenida» en éste. Pero, si para que
apareciera objetivamente el «rostro paranoico» (pág. XX-29) bastaba con indicar
por la punta de un lápiz las diversas organizaciones asociativas suministradas
por los pretextos «plásticos-figurativos», para que apareciera objetivamente el
nuevo «drama delirante» que surgía de El
ángelus, había que hacer brotar los mismos sistemas asociativos pero no ya
en el «campo formal», sino en este otro, mucho más inalcanzable y complicado,
en el de las representaciones y fenómenos psíquicos.
2. Descripción de los fenómenos producidos en
torno a la imagen obsesiva
A partir del
fenómeno delirante inicial que acabamos de señalar y comentar, El ángelus de Millet adquiere una forma
netamente obsesiva. Interviene con una notable «insistencia exclusivista» en mi
pensamiento, mezclándose bajo varios aspectos y variantes al desarrollo de mis
fantasías y devaneos. Por el contrario, no sueño en absoluto con El ángelus.
Primer fenómeno delirante secundario: transcurro varias
horas al sol, ocupado en la confección de una multitud de pequeños objetos
«monumentales», es decir que procuro imaginarlos aumentados a enormes
proporciones. Para este juego, utilizo diversos emplazamientos, acoplamientos y
«situaciones» de guijarros y piedras de la playa. Estas piedras son
extremadamente variadas, complejas; son ricas, por sí mismas, de una
sorprendente infinidad de pequeños conflictos plásticos y «evocadores». La
mayoría de ellas tiene formas extraordinariamente suaves, redondeadas, pulidas
a lo largo de los siglos por la acción mecánica de las olas; estas piedras,
aunque mucho más irregulares que los guijarros, llegan a producir ilusiones de
consistencia casi carnal; otras, al contrario, roídas por la erosión, ofrecen
formas descarnadas; acribilladas de agujeros, presentan superficies torturadas
y dinámicas que recuerdan extraños esqueletos de animales en actitudes feroces.
El fino polvo de mica, que hace resplandecer sus aristas cortantes, presta a su
contorno la acuidad fulgurante y dura de las precisiones metálicas. Disfruto
mucho del efecto de los guijarros de contornos redondeados y carnosos que
simplemente he colocado unos sobre los otros, intentando a la vez hacer
coincidir sus concavidades y convexidades según poses evocadoras de los
acoplamientos del amor. Pero de repente me estremezco: guiado por el
automatismo del juego, acabo de colocar dos piedras erguidas, una ante la otra:
la de la derecha, especie de guijarro alargado por su extremidad superior,
ligeramente inclinado hacia la otra piedra; la de la izquierda, completamente
perforada, la mitad más pequeña que la otra cuya forma recuerda vagamente una
silueta humana. Esta disposición totalmente involuntaria de las dos piedras me
ha recordado al instante y este hecho me causa la más viva emoción, la pareja
de El ángelus de Millet. Los dos personajes
me parecen interpretados con una sorprendente «adecuación», aunque no me
explique en modo alguno el aspecto insólito del personaje totalmente
acribillado de agujeros y tanto más pequeño en relación al otro que en el
cuadro. Por el contrario, el guijarro asociado a la figura femenina me parece
corresponder a aquélla, justificarse de una forma razonable e incluso
«naturalista», no sólo por su morfología redondeada, sino también por la
inclinación hacia delante que reproduce, aunque de una forma exagerada, la
postura de la cabeza de la figura femenina de El ángelus.
El sentimiento de
esta exageración contribuye, no obstante, a hacerme consciente del carácter
netamente delirante de la asociación de ideas de la que forma parte.
Segundo fenómeno delirante secundario: luego del baño
que sigue a este juego y durante el cual el recuerdo visual de El ángelus persiste en el curso de la
natación, tengo que cruzar, para volver a Port Lligat, un prado bastante
amplio, de hierba gruesa y carnosa. En ese prado –que constituye una mancha en
el paisaje calcinado y árido de Port Lligat– abundan los charcos de agua
estancada donde no es raro ver saltar a las ranas. También lo pueblan una gran
cantidad de saltamontes de color verde y sobre todo grandes mantis religiosas, verdes
también, del mismo verde que la hierba, lo que a menudo me ha hecho pensar en
un probable fenómeno de mimetismo. Hacia el centro del prado tropiezo con un
pescador que viene en sentido contrario. A ese pescador le he visto desde lejos
y sin embargo ahora siento todo lo que había de inevitable en ese tropiezo, en
razón de la torpeza coincidente que nos hemos impuesto involuntariamente para
interceptamos el paso, realizando los dos gestos idénticos y que se
correspondían como los de un solo hombre y su imagen en el espejo.
1.° En el momento
de la colisión con el pescador (colisión absurdamente violenta, como
consecuencia de la brusquedad de la última tentativa para evitarnos), vuelvo a
ver con toda claridad El ángelus en
el que había dejado de pensar desde mi regreso. Debo añadir que, antes de ver
al pescador que venía en sentido contrario, tenía la mirada fija en la hierba
del suelo, esquivando a los pequeños insectos y en particular intentando
escapar de los ataques de los saltamontes por los cuales, siento una fobia de
un poder aterrorizante total; de modo que vi al pescador relativamente cerca,
aunque a suficiente distancia como para esquivarle.
2.° Durante una
breve fantasía a la que me había abandonado en una excursión al Cap de Creus,
cuyo paisaje mineral (al NO de Cataluña) constituye un auténtico delirio
geológico, imaginé talladas en las rocas más altas las esculturas de los
personajes de El ángelus de Millet.
Su situación espacial era la misma que en el cuadro, pero estaban totalmente
cubiertas de fisuras. Muchos detalles de las dos figuras habían sido borrados
por la erosión, lo que contribuía a remontar su origen a una época muy remota,
contemporánea al mismo origen de las rocas. Era la figura de hombre la más
deformada por la acción mecánica del tiempo; sólo quedaba de él el bloque vago
e informe de la silueta que se convertía por ello en terrible y particularmente
angustiosa.
3.° Durante un
largo sueño (que se repite con bastante frecuencia) en el que vi, pero esta vez
con Gala como protagonista, determinados momentos excepcionalmente líricos de
mi adolescencia; en Madrid, visitaba con ella el Museo de Historia Natural en
el momento del crepúsculo. La noche caía prematuramente en las amplias salas,
cada vez más sombrías, del museo. En el centro exacto de la sala de los
insectos, era imposible contemplar sin pavor la pareja turbadora de El ángelus, reproducida en una escultura
de colosales dimensiones. A la salida, sodomicé a Gala en la misma puerta del
museo, a esa hora desierto. Realizaba este acto de una manera rápida y en
extremo salvaje, rabiosa. Los dos nos deslizábamos en un baño de sudor, al
término asfixiante de aquel crepúsculo de verano ardiente en el que ensordecía
el canto frenético de los insectos.
4.° En el curso
de una fantasía experimental que consiste en sumergir, imaginariamente, cuadros
conocidos en líquidos diversos para computar «el efecto» (representación) que
podría resultar, se me presenta como una idea especialmente turbadora sumergir
la mitad de El ángelus en un cubo de
leche tibia. Ahora ya no recuerdo en qué postura había que poner el cuadro para
poder hacerlo; evidentemente había que dejarlo resbalar en sentido
longitudinal, pero he olvidado por completo si el personaje sumergido era el
hombre o la mujer. Pero, si en la actualidad me hago esa pregunta, veo con
absoluta claridad que debe ser el hombre. Esta evidencia puede ser, por
supuesto, función de los descubrimientos, muy apreciables ya, que me había
suministrado mi trabajo de interpretación y de asociación, a pesar del absoluto
carácter de abstracción que yo confería a todo lo que ya sabía. Pero podría
justificarse incluso mediante el mismo funcionamiento del mecanismo paranoico,
ya que éste se ha manifestado capaz de objetivar incluso las asociaciones del
azar objetivo, determinado, como veremos más adelante, por las asociaciones
anteriores. Sea como fuere, la unanimidad de los amigos consultados sobre este
punto es sorprendente: Gala, Breton, Lacan, Buñuel, Giacometti, no podían
concebir la inmersión parcial del cuadro, si no era el hombre el personaje
sumergido.
5.° Paseando en
automóvil, en el crepúsculo, por una calle de Port de la Selva, un pueblecito
próximo a Cadaqués, veo en un modesto escaparate un juego de café completo, de
porcelana, cuyas tazas están ornamentadas con una reproducción en color de El ángelus, inscrita en forma circular,
en halo. Siento una impresión considerable porque, además, la repetición del
tema da a la imagen obsesionante un carácter estereotipado atroz y
trastornador. Los pequeños ángelus de
Millet, repetidos dos veces en cada una de las doce tazas (una reproducción en
cada lado), me parecen absolutamente irresistibles, y de una tal violencia
irracional que les digo a mis amigos: «Es para volverse loco». La
estereotipación obsesiva del juego de café aumenta gracias al doble trastorno
causado por El ángelus reproducido en
la cafetera, naturalmente a una escala mayor. De súbito el juego de café me
hace el efecto inexplicablemente angustioso de una clueca rodeada de sus
pollitos. El aspecto de pollito que toman las tazas está reforzado por el de
las reproducciones de El ángelus que,
mucho más pequeñas que la propia taza, del cadmio de que están hechas en el
centro, van disminuyendo de intensidad hacia los bordes pasando por el amarillo
huevo que representa el crepúsculo para esparcirse concéntricamente en el
blanco envolvente de la porcelana, de modo que todas esas circunstancias de
degradación características de los colores concurren en una representación muy
realista de la frágil bola de pelusa amarilla del polluelo.
6.° Descubro,
entre los papeles en desorden de mi biblioteca, un fragmento de una gran
reproducción que representa un montón de cerezas, unas rojas, otras amarillas o
amarillentas. Aunque el trozo visible de la fotografía sea mucho mayor que la
tarjeta postal en color de El ángelus que
me sirve de referencia para ese estudio, y aunque el tema de las cerezas esté
expresado de una forma muy clara y realista, confundo por unos segundos, pero
con la fuerza visual total, el mencionado fragmento de la foto con mi tarjeta
postal de El ángelus. La confusión
tiene toda la evidencia visual de una alucinación y me provoca un choc muy violento, acompañado de
angustia.