Proleterka

 

 

 

 

Han pasado muchos años y esta mañana siento un deseo repentino: quisiera tener las cenizas de mi padre.

         Después de la incineración, me enviaron un pequeño objeto que había resistido al fuego. Un clavo. Lo devolvieron intacto. Me pregunté entonces si realmente lo habían metido en el bolsillo del traje. Debe arder con Johannes, les dije a los empleados del crematorio. No tenían que haberlo sacado del bolsillo. En las manos se habría visto demasiado. Hoy me gustaría tener sus cenizas. Será una urna igual que tantas otras con el nombre grabado en una chapa. Un poco como las placas de los soldados. Entonces, ¿por qué hasta ahora no se me había ocurrido pedir las cenizas?

         En aquella época no pensaba en los muertos. Éstos tardan en salir al encuentro de uno. Llaman cuando notan que nos hemos convertido en presas y es hora de ir de caza. Cuando Johannes murió, no pensé que había muerto de verdad. Participé en las exequias. Nada más. Después de la ceremonia fúnebre me marché enseguida. Era un día azul, todo se había acabado. La señorita Gerda se ocupó de cada detalle. Le estoy agradecida por ello. Me pidió hora en la peluquería. Me consiguió un traje de chaqueta negro. Sencillo. Cumplió escrupulosamente la voluntad de Johannes.

         A mi padre lo vi por última vez en un lugar frío. Lo saludé. A mi lado estaba la señorita Gerda. Yo dependía de ella en todo. No sabía qué hay que hacer cuando una persona muere. Ella conocía con precisión cada formalidad. Es eficiente, silenciosa, de una tristeza tímida. Avanza como un hacha por los meandros del luto. Sabe escoger, no duda. Fue muy diligente. Ni siquiera se me permitió estar un poco triste. Ella se había apropiado de la tristeza. Se la habría dado de todas formas, la tristeza. A mí ya no me quedaba nada.

         Le digo que me gustaría quedarme un momento a solas. Unos minutos. La cámara estaba helada. En aquellos pocos minutos metí el clavo en el bolsillo del traje gris de Johannes. No quería mirarlo. Su rostro permanece en mi mente, en mis ojos. No necesito mirarlo. En cambio hice lo contrario. Me fijé bastante bien para ver y averiguar así si había en él señales de sufrimiento. Y me equivoqué. Porque, al observarlo con tanta atención, su rostro se me escapó. He olvidado su fisonomía, el verdadero rostro, el de siempre.

         La señorita Gerda ha venido a buscarme. Intento besar a Johannes en la frente. La señorita hace un gesto de repulsión. Me lo impide. Ha sido un deseo tan repentino, esta mañana, eso de querer las cenizas de Johannes. Ahora se ha desvanecido.


 

 

 

 

         A mi padre lo conocía poco. Una vez, durante las vacaciones de Pascua me llevó consigo a un crucero. El barco estaba atracado en Venecia. Se llamaba Proleterka. Proletaria. Durante años, el motivo de nuestros encuentros fue una procesión. Participábamos los dos. Habíamos desfilado juntos por las calles de la ciudad del lago. Él con un tricornio en la cabeza. Yo con el traje típico, el Tracht, y la cofia negra ribeteada de encaje blanco. Los zapatos de charol negro con la hebilla de gorgorán. El delantal de seda sobre el vestido rojo, un color tras el que acechaba un violeta oscuro. Y el corpiño de seda adamascada. En una plaza, sobre un rimero de maderas, ardía un muñeco. El Böögg. Hombres a caballo galopan en círculo alrededor del fuego. Redoblan los tambores. Se alzan los estandartes. Despedían el invierno. A mí me parecía estar despidiendo algo que no había tenido nunca. Me atraían las llamas. Ocurrió hace mucho tiempo.

         Mi padre, Johannes H., formaba parte de una hermandad, una Zunft. Había ingresado de estudiante. Había escrito un informe titulado Qué ha hecho y qué hubiera podido hacer la Hermandad durante la guerra. La hermandad a la que pertenecía Johannes se fundó en 1336.

         La noche anterior se celebró el baile para los niños. Una gran sala abarrotada de trajes típicos y de risas. Deseaba que todo se acabara. Quizá Johannes también. No me gustaban los bailes. Y quería despojarme del traje. La primera vez que participé en la procesión (aún no iba a la escuela) me metieron en un palanquín azul turquesa. Por la ventanilla saludaba a los niños que contemplaban la procesión desde la acera. Cuando los portadores me posaron en el suelo, abrí la portezuela y me marché. No tenía pensado escapar. No era rebelión, sino puro instinto. Una atracción por lo desconocido. Vagué por la ciudad horas y horas. Hasta el agotamiento. Me encontró la policía. Y me entregaron a mi legítimo propietario, Johannes. Fue una lástima. Dadas las circunstancias, una relación más profunda entre padre e hija era una posibilidad muy remota. Observar y callar. Los dos caminan en la procesión. No se cruzan ni una palabra. Al padre le cuesta mantener el paso al ritmo de las marchas musicales. Dos sombras, una se mueve lentamente, con un visible esfuerzo. La otra es más inquieta. Avanzan en filas de cuatro. Junto a ellos una pareja, el hombre lleva uniforme militar, la mujer, el traje típico. Siguen el paso, avanzan majestuosos, altivos, erguidas las cabezas. De noche, a veces, con los párpados cerrados, vuelvo a ver cómo arde el muñeco. El redoble de los tambores cada vez más marcial, con un sonido ulterior. Al cabo de dos días, dejaba a Johannes en una habitación de hotel. Mi visita había tocado a su fin.

 

 

         El Proleterka había sido fletado por algunos señores que pertenecían a la misma hermandad que Johannes. Los que en el mes de abril desfilaban por la ciudad. Serían nuestros compañeros de viaje. Partimos, mi padre y yo, en tren hacia Venecia. El vagón se hallaba vacío. Desde ese momento estaría con Johannes, mi padre. Aún no ha cumplido los setenta. Cabello blanco, liso, con raya en medio. Ojos claros y fríos, innaturales. Como una fábula infantil del hielo. Ojos invernales. Se entrevé un fulgor de capricho romántico. Iris verdes y descoloridos límpidos, hasta el punto de infundir temor. Casi les falta la consistencia de una mirada. Como si se tratara de una anomalía genética. Johannes tenía un gemelo con unos ojos semejantes. Los ojos del gemelo a menudo permanecían ocultos tras los párpados. Se pasaba horas en un jardín. En una silla de ruedas. Lograba decir: «Es ist kalt», hace frío. En un tono en el que se unían la conciencia de una imposición divina y la mera constatación terrenal de que el frío es transitorio. Así era su enfermedad. En aquella época la llamaban la enfermedad del sueño.

 

 

         En el compartimiento, Johannes lee el periódico. Lee largo y tendido. Tal vez no sepa qué decirme. Observo los dedos que sostienen el periódico, y los zapatos. Busco un tema de conversación. No lo encuentro. Pienso en la palabra Proleterka, el nombre del barco yugoslavo. Hay nombres de barcos más bonitos. Como Indómito, donde colgaron a Billy Budd. ¿Os acordáis de la visita del capellán al marinero encadenado para insinuarle la idea de la muerte? Las últimas palabras de Billy Budd fueron: «¡Dios bendiga al capitán Vere!». Bendice a quien ha dado la orden de que lo ejecuten. Bendecía al verdugo. Quisiera hablaros de Billy Budd en lugar de contar esta breve historia izada en un pendón, que oscila con el viento en contra a merced de la nada. Billy Budd, veo su figura mientras discurre el paisaje, mientras discurren las horas en compañía de Johannes. No se sabía quién era el padre de Billy Budd, ni su lugar de nacimiento. Lo encontraron en una hermosa cesta forrada de seda. Conozco a Billy Budd mucho más que a mi padre. «Ya hemos llegado», dice Johannes. No llevamos equipaje. Está en el barco. El Proleterka.

         Padre e hija toman el vaporetto hasta la plaza de San Marcos. La hija mira siempre hacia delante, quiere ver el barco. Venecia aparece y desaparece. Caminan por la Riva degli Schiavoni. Ella se impacienta. Johannes anda despacio. Tiene un defecto en el pie. Lleva unos zapatos que le llegan hasta el tobillo.

         Yo pensaba que había nacido así. Y que siempre tuvo dificultades para caminar. En cambio, fue a causa de un carcinoma. Lo leí en el álbum que se suele regalar cuando nace un niño. Allí se registran los primeros años de vida, los primeros meses, casi día a día. Cuando contaba dieciocho meses, Johannes anota que su hija fue a verlo al hospital. Si quiere alguna información sobre sus primeros años de vida, ella no tiene más que hojear el álbum. Es una prueba. Es la confirmación de una existencia. Lacónico, Johannes apuntaba lo que hacía la hija, adónde la llevaron, su estado de salud. Frases breves, sin comentarios. Como respuestas a un cuestionario. No hay impresiones, sentimientos. La vida se halla simplificada, como si no existiera. Johannes anota: la hija no ha llorado nunca. No ha tenido momentos de rebeldía, se comporta correctamente. Una infancia correcta. Todo queda en la superficie. Sobre sí mismo, Johannes, dos anotaciones personales. Un infarto leve y el carcinoma. Cuando la hija tiene dos años, anota Johannes, el abuelo (del abuelo escribe el nombre y el apellido) muere. En la incineración, muchos amigos. La hija se muestra amable y lo descubre todo. Johannes no escribe «entiende», sino «descubre». Así pues, el hombre observaba a su hija. A los dos años, según Johannes, la hija descubre qué significa morir. Debe de haberse mostrado realmente amable y bien educada, aquella niña, con ocasión de la muerte del abuelo. Quizá Johannes ya pensaba entonces en su propia muerte y esperaba que la niña sería amable con todos. Que fuera amable con el mundo. Con el dolor. Cuando aún era pequeña, tuvo que separarse de Johannes. Los niños se desinteresan de los padres cuando se les abandona. No son sentimentales. Son pasionales y fríos. En cierto modo algunos abandonan los afectos, los sentimientos, como si fueran cosas. Con determinación, sin tristeza. Se vuelven extraños. A veces enemigos. Ya no son ellos los seres abandonados, sino quienes se baten mentalmente en retirada. Y se marchan. Hacia un mundo oscuro, fantástico y miserable. Y, sin embargo, a veces simulan felicidad. Como un ejercicio de funámbulos. Los padres no son necesarios. Hay pocas cosas necesarias. Algunos niños se las arreglan solos. El corazón, cristal incorruptible. Aprenden a fingir. Y el fingimiento se convierte en la parte más activa, más real, tan atractiva como los sueños. Ocupa el lugar de lo que consideramos verdadero. Quizá sea sólo eso: algunos niños tienen el don del desapego.