El fuego transformador
Así no se comen las ostras. Vemos al
comensal remilgado jugueteando con ellas en los restaurantes, rociándolas de
zumo de limón colado por una muselina, aderezándolas con vinagres de sabores
extraños, o salpicándolas con manchas brillantes de tabasco bermellón o
cualquier otra salsa tan picante que lo haga llorar y atragantarse. Es una
provocación deliberada, concebida para reavivar a los bivalvos antes de morir,
una leve tortura bajo la cual podemos creer a
veces que vemos retorcerse o estremecerse a las víctimas. A continuación
el comensal manipula cuchara y pinzas para extraer la ostra de la valva y
deslizarla hasta una viruta de fría plata. La iridiscencia del molusco
desentona con el brillo de los cubiertos cuando se lleva la resbaladiza ostra a
la boca.
A la mayoría de comensales les gusta
comerlas así, pero se pierden la intensa experiencia sensorial que constituye
comer una ostra. A menos que dejemos a un lado los utensilios, nos llevemos la
valva a la boca, echemos la cabeza hacia atrás, arranquemos la criatura de la
concha con los dientes, saboreemos su jugo salobre y la aplastemos levemente
contra el paladar antes de tragarla viva, nos estamos privando de una
experiencia memorable. Durante buena parte de la historia los comedores de
ostras se deleitaban con el olor levemente acre del interior de la concha, que
no estaba aliñada con ácidos aromáticos para disfrazar su sabor. Así era como
le gustaban al poeta y viajero del siglo IV d.C. Ausonio, en «su propio jugo
dulce, mezclado con efluvios marinos». O, en palabras de un experto actual en
ostras, el objetivo consiste en recibir «un penetrante retazo de mar, con todas
sus algas y sus brisas (...) Estás comiéndote el mar y nada más que el mar,
aunque algún tipo de encantamiento haya hecho desaparecer la sensación de beber
un trago de agua salada».1
Porque, de forma casi exclusiva en el
repertorio de recetas occidentales contemporáneas, la ostra se come viva y sin
cocinar. Es lo más parecido que tenemos a la comida «natural», el único plato
que merece ser denominado «au naturel»
sin ironía. Por supuesto, si la comemos en un restaurante, un profesional
cualificado raspará las barbas de las valvas y las abrirá blandiendo el
instrumental apropiado con ademán elegante, en un ritual inviolable. Antes de
llegar a la mesa, la ostra fue criada bajo el agua sobre una losa de piedra o
una batea de madera, alimentada en un vivero de ostras, cuidada durante años
bajo ojos expertos y recolectada por manos diestras; nadie la arrancó de una
poza entre las rocas de la playa como si fuera un premio arrebatado a la
naturaleza. Aún así, es la comida que nos une a todos nuestros antepasados, el
plato que consumimos de forma similar a como se han alimentado otras gentes
desde la aparición de la especie humana.
Incluso si somos de los que piensan que
oyen gritar a la pera o al cacahuete cuando lo cogen y se lo comen crudo, no
encontraremos casi ningún tipo de alimento en la cocina occidental moderna tan
convincentemente «natural» como la ostra, porque, con muy pocas excepciones,
como algunas setas y algas, las frutas y verduras que comemos –incluso las
bayas silvestres cogidas del zarzal– son el resultado de generaciones o siglos
de cría selectiva por parte del hombre; la ostra continúa siendo producto de una
escasa selección natural modificada y varía enormemente de un mar a otro.
Además, la comemos mientras aún está viva. Otras culturas cuentan con más
alimentos de este tipo: los aborígenes australianos engullen gusanos witjuti, extraídos de los árboles del
caucho, con los intestinos llenos de pulpa de madera a medio digerir. Mastican
los piojos vivos que sacan de sus propios cuerpos, «como si fueran caramelos».2
Se dice que los amantes nuer dan muestras de afecto recíproco alimentándose los
unos a los otros con piojos que acaban de sacarse de la cabeza. Los masai beben
sangre exprimida de heridas abiertas en reses vivas. A los etíopes les gustan
las colmenas con las larvas jóvenes aún vivas en las celdas. Y nosotros comemos
ostras. «Se comen con una imponente solemnidad», como observó Somerset
Maughman, que «una imaginación pobre no puede captar»,3 y que
seguramente haría llorar sin hipocresía a la Morsa. Es más, las ostras son una
comida cruda bastante poco habitual porque suelen estropearse al cocinarlas. Al
meterlas en pasteles de carne y riñones o ensartarlas envueltas en beicon, como
hacen los ingleses, cubrirlas con varios tipos de salsa de queso, como en los
platos llamados ostras Rockefeller y ostras Musgrave, añadirlas a una tortilla,
como en el plato típico de la cocina regional de la provincia china de Xiamen,
o trocearlas para rellenar el pavo de la comida de acción de gracias, no
hacemos sino enmascarar su sabor. Las recetas imaginativas pueden tener éxito
muy de vez en cuando: en cierta ocasión comí un impresionante plato de ostras
en el club Atheneum de Londres, ligeramente escalfadas en vinagre blanco y
cubiertas de besamel con sabor a espinacas. Estos experimentos pueden
justificarse como divertimiento, pero raras veces hacen avanzar las fronteras
gastronómicas.
La ostra es un caso extremo, pero toda
la comida cruda resulta fascinante porque es anómala: constituye un evidente
regreso a un mundo precivilizado e incluso a una fase evolutiva prehumana.
Cocinar es una de las pocas prácticas extrañas que son típicamente humanas: es
decir, extraña según los parámetros de la naturaleza, juzgada de acuerdo a los
criterios habituales sobre la alimentación. Una de las empresas más largas y
menos exitosas de la historia ha sido la búsqueda de la esencia de la
humanidad, la característica definitoria que hace humanos a los seres humanos y
los distingue colectivamente de otros animales. El empeño ha resultado
infructuoso. El único hecho verificable de forma objetiva que diferencia a
nuestra especie de las demás es que no podemos aparearnos con éxito con ellas.
De los otros rasgos que se suelen alegar, la mayoría son inadmisibles o poco
convincentes, mientras que algunos son plausibles pero parciales. Nos
atribuimos «conciencia» sin saber demasiado bien en qué consiste o si otras
criaturas la tienen. Afirmamos poseer facultades lingüísticas exclusivas, pero
otros animales, si pudiéramos comunicarnos con ellos, podrían disputar tal
afirmación. Somos relativamente ingeniosos a la hora de resolver problemas,
relativamente adaptables al habitar diversos entornos y relativamente diestros
al usar herramientas, especialmente si se trata de misiles. Somos relativamente
ambiciosos al crear obras de arte y al plasmar lo que imaginamos. En cierto
modo, en todas estas conexiones, las diferencias entre la conducta humana y la
de otras especies son demasiado grandes como para calificarlas, quizá, como
diferencias cualitativas. Somos realmente excepcionales por el hecho de
valernos del fuego: aunque a otros primates –por ejemplo, los chimpancés–
también se les puede enseñar a emplearlo para usos limitados, como encender un
cigarrillo o quemar incienso, o incluso mantener vivas las llamas, esto sólo
sucede bajo supervisión humana y sólo los humanos han tomado la iniciativa de
utilizar la llama.4 La actividad de cocinar es al menos tan válida
como las que acabo de mencionar como indicador de la humanidad del hombre,
excepto por una importante salvedad: en el dilatado lapso de tiempo que abarca
la historia humana, la cocina es una innovación reciente. No existe la
posibilidad de hallar pruebas que tengan más de medio millón de años, ni
contamos con pruebas absolutamente convincentes de más de 150.000 años.
Sin duda, todo depende de lo que uno
entienda por cocinar. El cultivo, a ojos de algunos, es una forma de cocina –«terram excoquere», como lo llamó
Virgilio– consistente en exponer terrones al sol abrasador a fin de convertir
la tierra en un horno para semillas.5 Los animales con estómagos lo
suficientemente fuertes preparan la comida rumiando: ¿por qué no podría
clasificarse esto como una forma de cocinar? En las culturas cinegéticas, los
cazadores suelen recompensarse a sí mismos comiendo el contenido parcialmente
digerido del estómago de su presa: reponen así de forma instantánea la energía
consumida en la caza. Ésta es una especie de protococina natural, el ejemplo
del consumo de alimentos procesados más antiguo que se conoce. Muchas especies,
incluida la nuestra, hacen comestible la comida destinada a niños pequeños o a
enfermos masticándola y luego escupiéndola. Calentada en la boca, atacada por
los jugos gástricos, aplastada por la masticación, adquiere algunas de las
propiedades de los alimentos procesados mediante calor. En el momento en que se
lava con agua un alimento, como hacen algunos monos con ciertos frutos secos,
comienza su procesado, y, de hecho, algunos fanáticos de la comida cruda
prefieren dejar la suciedad en los alimentos. Como el granjero Oak en Lejos del mundanal ruido, «nunca se
quejarían de la suciedad en su estado puro».
En el preciso instante en que rociamos
con zumo de limón una ostra estamos empezando a alterarla, a cambiar su textura
y su sabor: según una definición muy amplia esto podría denominarse cocinar. Un
adobo, aplicado durante un intervalo considerable, puede tener un efecto tran
transformador como la aplicación de calor o de humo. Colgar la carne para que
adquiera un sabor más fuerte, o dejarla pudrirse un poco, es una forma de
procesarla para facilitar su digestión y conferirle una textura determinada:
obviamente, se trata de una técnica más antigua que cocinar con fuego. Secar al
viento, que es una forma especializada de colgar, provoca un profundo cambio
bioquímico en algunos alimentos. También sucede al enterrarlos, una técnica
habitual en otros tiempos para provocar la fermentación que le resultará
familiar a cualquiera que haya comido kimchee
en un restaurante coreano, pero que se emplea poco en la cocina moderna
occidental. Sin embargo, dicha técnica es conmemorada en el nombre del gravlax, que significa literalmente
«salmón sepultado». El tinte oscuro que ahora se aplica químicamente a ciertos
tipos de queso que se solían conservar bajo tierra también nos recuerda a la
práctica de enterrar la comida como método cuasi culinario. Algunos jinetes
nómadas pueden comer ciertos trozos de carne tras calentarlos y presionarlos
contra el sudor del caballo bajo la silla de montar durante una larga cabalgada
(véase pág. 77º). Batir la leche es un proceso de magia casi alquimista: un
líquido se convierte en sólido, el blanco se torna dorado. La fermentación es
aún más mágica, porque convierte un aburrido cereal en una poción que puede
alterar el comportamiento, suprimir las inhibiciones, provocar visiones y abrir
la puerta a reinos imaginarios. ¿Por que debemos privilegiar el cocinar con
fuego entre todas estas formas sorprendentes de transformar los alimentos?
La respuesta, si es que la hay, guarda
relación con las consecuencias sociales de la comida cocinada con fuego. La
cocina merece el lugar que ocupa por ser una de las grandes innovaciones
revolucionarias de la historia, no tanto por la forma en que transforma la
comida –hay muchas otras maneras de hacerlo– sino por la forma en que ha
transformado la sociedad. La cultura empieza cuando los alimentos crudos se
cocinan. El fuego de campamento se convierte en un lugar de comunión cuando la
gente come a su alrededor. Cocinar no sólo es una forma de preparar alimentos,
sino de organizar la sociedad alrededor de comidas comunitarias y de horas de
comer previsibles. Introduce nuevas funciones especializadas, así como placeres
y responsabilidades compartidos. Es una actividad más creativa, y crea vínculos
sociales que van más allá del simple hecho de compartir una comida. Puede
incluso reemplazar a las comidas comunitarias como ritual de cohesión social.
Cuando Bronislaw Malinowski, pionero de los estudios antropológicos sobre las
isla del Pacífico, trabajaba en las islas Trobriand, una de las ceremonias que
más le impresionaron fue el festival anual de la cosecha del ñame en Kiriwina,
donde la mayoría de ceremonias consistían en distribuir alimentos. Con el
acompañamiento de tambores y bailes, la comida se colocaba en montones y a
continuación se llevaba a los distintos hogares, donde se comía en privado. El
momento culminante de lo que la mayoría de culturas consideran un festín –el
acto de comer– «nunca se realiza comunalmente (....) Pero el elemento festivo
se encuentra en los preparativos».6
En algunas culturas cocinar se ha
convertido en una metáfora de las transformaciones de la vida: las tribus
californianas, por ejemplo, solían introducir a mujeres que acababan de dar a
luz y a muchachas púberes en hornos excavados en el suelo, para luego cubrirlas
con esterillas y piedras calientes.7 En otras culturas la preparación
de los alimentos se convierte en un ritual sagrado, que no sólo articula a la
sociedad sino que también rinde culto al cielo con emisiones expiatorias de
humo y vapor. Los pueblos amazónicos que ven «las operaciones culinarias como
actividades mediadoras entre cielo y la tierra, vida y muerte, naturaleza y
sociedad»8 generalizan una idea que la mayoría de sociedades aplican
al menos a algunas actividades culinarias.
El término habitual japonés para una
comida –gohanmono– significa
literalmente «arroz cocido honorable»9, frase que no sólo refleja el
papel omnipresente y esencial del arroz como alimento básico en Japón, sino
también la naturaleza social –de hecho, el prestigio– de alimentarse. La vida
se mide de acuerdo a comidas rituales. Cuando nace un niño sus padres reciben
como regalo arroz rojo o arroz con judías rojas por parte de familiares y
vecinos; en su primer cumpleaños, distribuyen trozos de un pastel de arroz
sobre el que ha pisado el niño. Cuando se construye una nueva casa se sacrifican
dos peces y la vivienda se inaugura con una comida para los vecinos. Los
invitados a una boda se llevan a sus casas regalos consistentes en alimentos
procedentes del banquete nupcial: pasteles de arroz con dibujos de grullas o
tortugas, o dichos animales moldeados con pasta de pescado, como talismanes
para favorecer la longevidad. Otras comidas señalan la comunión con los
muertos, y sus aniversarios.10
En la sociedad hindú, «las normas
relativas a la comida son extremadamente importantes para establecer y mantener
los límites y las distinciones sociales. Las castas se clasifican de acuerdo a
su pureza, lo cual se refleja en los tipos de comida que pueden o no compartir
con otras castas (...) La comida cruda puede intercambiarse entre todas las
castas, a diferencia de los alimentos cocinados, ya que éstos pueden afectar la
pureza de las castas en cuestión». Los alimentos cocinados se dividen en más
clasificaciones: aquéllos hervidos en agua se distinguen de los que se han
frito en mantequilla clarificada; estos últimos se pueden intercambiar entre
una gama más amplia de grupos que los primeros. Salvo las normas que determinan
qué alimentos pueden compartirse o intercambiarse, los hábitos alimentarios y
las recomendaciones dietéticas son propios de grupos de un cierto prestigio
social. El vegetarianismo, por ejemplo, se da en las castas más elevadas y
«puras», «mientras que la ingesta de carne y el consumo de alcohol se asocian a
las castas menos puras. Ciertas castas de intocables están señaladas de forma muy
evidente por la ingesta de carne de vaca».11 Los tharu,
pertenecientes a la tercera categoría social en Dang, Nepal, no intercambian
alimentos con miembros de las castas más bajas, ni les dan de comer en sus
casas, pero comen carne de cerdo y ratas. La complejidad de los tabúes fiyianos
los ha convertido en objetos de estudio muy populares entre los antropólogos.
En Fiyi, cuando determinados grupos comen juntos, se limitan a consumir
alimentos que se complementan entre sí. En presencia de los guerreros, los
jefes comen los cerdos capturados, pero no pescado o cocos, que se reservan
para aquéllos.12