Aunque
no tiene mucho caso intentar comprimir en la nota introductoria la sustancia de
unos argumentos que requieren de todas las páginas que siguen para ser
adecuadamente expuestos, algo se puede adelantar, siquiera sea a modo de
inicial aproximación que ayude a comprender mejor estas consideraciones
introductorias. Como el lector habrá podido comprobar, el libro viene dividido
en tres partes: en la primera («Filosofía y novedad») se propone un criterio
orientado a caracterizar la especificidad de la filosofía, mientras que en la
segunda («Sobre el lugar de la filosofía en el conjunto del creer») se dibujan
las distinciones que permiten plantear adecuadamente la naturaleza y función de
la historia de la filosofía. Por último, en la tercera («Para entender el
presente») se ofrecen algunas claves para abordar la inteligibilidad de la
filosofía contemporánea. Se trata, en definitiva de un trayecto que, partiendo
de determinadas cuestiones generales referidas a la tarea misma de pensar,
pretende terminar aterrizando en los asuntos teóricos que hoy tendemos a
percibir como más próximos.
Señalado lo cual, se me
permitirán ya unos apuntes, asimismo muy breves, a propósito del proceder del
filósofo y de la pertinencia de su práctica. El filósofo es, desde luego, un
tipo fácil de reconocer a primera vista: es alguien que gusta de demorarse en
los protocolos. Sería erróneo interpretar esa tendencia suya en clave
estrictamente defensiva, como si con semejante actitud tan sólo pretendiera
fortificar su propuesta frente a toda crítica. A menudo –por no decir siempre–
el capítulo de los protocolos es ya la sustancia misma del asunto, hasta el
extremo de que no tendría nada de frívolo, ni de contradictorio, afirmar que
los textos filosóficos no son, ni pretenden ser, otra cosa y por entero que pro-logos, palabras anteriores a un
discurso definitivo que está (de manera necesaria) en otro lugar.
Filosofar,
en efecto, tiene mucho de tarea previa (forzosamente previa), en la medida en
que incluye, de modo ineludible, el examen de las condiciones teóricas de
posibilidad de cualquier objeto de pensamiento. Por eso la filosofía acaba
–ahora sí: siempre– volviendo a tematizar la naturaleza de su propia actividad,
preguntándose qué significa pensar o qué sentido tiene aspirar a un saber
propio de las cosas, por citar dos de las preguntas más habituales.
En
todo caso, es desde esta perspectiva desde la que debe entenderse el hecho de
que la vieja pregunta por el sentido de la filosofía regrese una y otra vez.
Puede regresar porque, en el fondo, nunca es la misma: sólo tiene sentido si se
la formula desde la perspectiva del hoy. Lo cual, aplicado a nuestro hoy particular, esto es, al mundo
actual, resulta especialmente significativo. Al hombre contemporáneo, tan
ansioso por alcanzar de inmediato las últimas consecuencias, el proceder del
filósofo a menudo se le antoja desesperante: tanta es su prisa por llegar
cuanto antes a no se termina de saber adónde. Pero tal vez, precisamente por
eso, el punto de sosiego que la filosofía incorpora, la pausada temporalidad
que introduce en medio de tanta exasperación, puede resultar de una enorme
utilidad para mucha gente. De vez en cuando, pararse a pensar sobre el
fundamento de nuestro quehacer –sea éste el que fuere– sólo puede dar lugar a
efectos positivos.
Positivos no tiene por qué significar gratos o reconfortantes, lógicamente. Cabe la posibilidad de que, adoptando la señalada actitud, acabemos dándonos de bruces con alguna realidad incómoda. Que constatemos, por ejemplo, que nuestro originario y legítimo anhelo de felicidad tomó el camino equivocado. O que caigamos en la cuenta de que gran parte de los valores que considerábamos obvios, indiscutibles, por el mero hecho de que nadie en nuestro entorno los puso nunca en cuestión, no son otra cosa que los residuos teóricos de un mundo que está desvaneciéndose. Es un riesgo, ciertamente: que el pensar termine por dejarnos desnudos, a la intemperie. Aunque el filósofo, tan amante de las puntualizaciones, corregiría esta última afirmación, recordando la fábula: el pensar nunca desnuda; nos advierte, si acaso, de nuestra irremediable desnudez.