Durante
una entrevista en la radio, concedida en mayo de 1974 para promocionar su
colección High Windows, Philip Larkin
decía que un buen poema es como una cebolla. Por fuera, ambos son
agradablemente suaves y misteriosos y se van haciendo aún más suaves y
misteriosos a medida que desprendemos sus sucesivas capas. Su ambición era
crear la cebolla perfecta.
La poesía
de la ciencia está contenida, en cierto modo, en las grandes ecuaciones y, como
los ensayos de este libro demuestran, las ecuaciones también pueden ser peladas. Pero sus capas representan sus
atributos y consecuencias, y no sus significados.
A pesar de
los intentos de poetas y críticos literarios, nadie ha dado con una definición
de poema que esté libre de controversia. No es el caso de los matemáticos
cuando deben definir el término «ecuación». Una ecuación es, básicamente, la
expresión de un equilibrio perfecto. Para los matemáticos puros –desconectados,
normalmente, de la ciencia– una ecuación es una declaración abstracta, sin
relación alguna con hechos concretos del mundo real. De modo que cuando esos
matemáticos se enfrentan a una ecuación del tipo de y = x + 1, ven la x y la y como si fueran símbolos totalmente abstractos y no
representaciones de cosas que existen en la realidad.
Sería posible imaginar un universo en el que las
ecuaciones matemáticas no tuvieran nada que ver con los fenómenos de la
naturaleza. Lo curioso es que no es así. Los científicos plasman
sistemáticamente sus leyes mediante ecuaciones en las que los símbolos
representan magnitudes que los experimentadores pueden medir. Es precisamente
esta representación simbólica lo que ha hecho de las ecuaciones matemáticas una
de las armas más potentes del arsenal científico.
La más
conocida de las ecuaciones científicas es E
= mc2, enunciada por primera vez por Einstein en 1905. Como
muchas de las grandes ecuaciones, establece una igualdad entre cosas que, a priori, parecen ser por completo
diferentes1 –energía, masa y la velocidad de la luz en el vacío–.
Mediante esta ecuación, Einstein predecía que, dada una masa (m), si la multiplicamos dos veces por
la velocidad de la luz en el vacío (representada por la letra c), el resultado es exactamente igual a
su energía correspondiente (E). Como
cualquier otra ecuación, E = mc2
equilibra dos magnitudes como si se tratara de los brazos de una balanza, con
el signo = como punto de apoyo. Pero así como una balanza equilibra pesos, la
mayoría de las ecuaciones equilibran otras magnitudes; E = mc2, por
ejemplo, equilibra energías. Nuestra celebérrima ecuación comenzó su andadura
como una mera especulación einsteniana y sólo décadas más tarde pasó a formar
parte del acervo científico, una vez los experimentadores constataron que
estaba de acuerdo con las observaciones. Convertida en un tótem del siglo xx, E
= mc2 es hoy una de las pocas cosas sobre ciencia que cualquier
participante en un concurso de televisión se supone que conoce.2
Como todas
las grandes ecuaciones científicas, E =
mc2 es, en muchos aspectos, similar a un poema. Al igual que un
buen soneto se echa a perder si cambiamos simplemente una palabra o un signo de
puntuación, no cabe alterar lo más mínimo una ecuación como la citada sin
convertirla en algo inútil. E = 3mc2,
por ejemplo, no tiene relación alguna con el comportamiento de la naturaleza.
Las
grandes ecuaciones comparten también con la poesía cierta cualidad especial: la
poesía es la forma del lenguaje más concisa y cargada de significado, del mismo
modo que las grandes ecuaciones científicas son la forma más sucinta de
expresar el aspecto de la realidad física que describen. E = mc2 es enormemente potente: sus escasos símbolos
concentran un conocimiento aplicable a toda conversión de energía, desde las
que tienen lugar en las células de todos los seres vivos hasta las que se producen
en una explosión cósmica lejana. Y lo que es más: al parecer, la ecuación lleva
siendo válida desde el origen de los tiempos.
Del mismo
modo que el estudio detallado de una gran ecuación lleva a los científicos a
descubrir progresivamente cosas que no percibieron al principio, la repetida
lectura de un buen poema desencadena invariablemente nuevas emociones y
asociaciones. Las grandes ecuaciones suponen, para una mente dispuesta, un
estímulo tan rico como la poesía. Y al igual que Shakespeare nunca pudo prever
los múltiples significados que los lectores darían a «¿Debería compararte con
un día de verano?» (soneto 18), Einstein no imaginó las miles de consecuencias
que se derivarían de sus ecuaciones de la relatividad.
Sin
embargo, existen grandes diferencias entre las ecuaciones científicas y la
poesía. Un poema está escrito en un idioma concreto y pierde buena parte de su
magia al ser traducido, mientras que una ecuación se expresa en el lenguaje
universal de las matemáticas: E = mc2
es lo mismo en inglés que en swahili. Por otra parte, los poetas buscan
significados e interacciones múltiples entre palabras, en tanto que los
científicos tratan de que sus ecuaciones transmitan un significado lógico
único.3
El
significado de una gran ecuación científica nos suele proporcionar lo que se
denomina una ley de la naturaleza. Una famosa analogía debida al físico Richard
Feynman sirve para clarificar esta relación entre ecuaciones y leyes.4
Imaginemos a alguien que presencia un juego que se desarrolla sobre un tablero
de ajedrez. Si nadie le ha enseñado antes las reglas, podría tratar de
deducirlas a partir de los movimientos de piezas que observa. Imaginemos ahora
que los jugadores no están jugando su partida en un tablero de ajedrez normal,
sino que mueven las piezas siguiendo un conjunto de reglas mucho más complicado
y sobre un tablero con un número de casillas enorme. Para deducir las reglas
del juego, el observador tendría que examinar partes de él de manera
extraordinariamente cuidadosa, buscando pautas y reuniendo pistas repetitivas.
Ése es, en esencia, el reto de los científicos. Los científicos observan de
cerca la naturaleza –los movimientos de las piezas sobre el tablero–, tratando de descubrir sus leyes
ocultas.
Decenas de
pensadores se han rendido ante el enigma de por qué la mayoría de las leyes
fundamentales de la naturaleza pueden ser expresadas mediante una simple
ecuación. ¿Por qué cabe expresar tantas leyes como un imperativo absoluto, el
que dos magnitudes aparentemente inconexas (las partes izquierda y derecha de
la ecuación) sean exactamente iguales? En realidad, tampoco está claro por qué
existen las leyes fundamentales.5 Según cierta afirmación popular,
se debe a que Dios es matemático, una idea inútil que contesta a una cuestión
profunda con una proposición imposible de verificar. Aun así, el designio
divino ha sido, hasta no hace mucho, una explicación común para la eficacia de
las ecuaciones científicas. Basta con ver la inscripción en el monumento a
Maria Mitchell (1818-1889), la primera astrónoma profesional americana, ubicado
en el Bronx Hall of Fame, según la cual «Cada fórmula que expresa una ley de la
naturaleza es un himno de alabanza a Dios».
Aún más
polémica que la procedencia de las ecuaciones científicas es la cuestión de si
éstas son inventadas o descubiertas.6 El astrofísico indoamericano
Subrahmanyan Chandrasekhar hablaba por boca de los más grandes teóricos cuando
afirmaba que, cada vez que descubría un hecho nuevo o era presa de una nueva
intuición, parecía ser algo «que siempre había estado allí y que él,
simplemente, había tenido la suerte de dar con ello». Bajo esta óptica, las
ecuaciones que subyacen en los fenómenos del universo en cierto sentido «están
ahí», ajenas a la humana existencia, de modo que los científicos no serían sino
arqueólogos cósmicos tratando de desenterrar unas leyes que han permanecido
escondidas desde el principio de los tiempos. El origen de las leyes sigue
siendo un completo misterio.
De los
cientos de miles de investigadores que han poblado el mundo, muy pocos pueden
presumir de que una ecuación importante lleve su nombre. Dos científicos
particularmente expertos en el descubrimiento de ecuaciones fundamentales y
notablemente conscientes del papel de las matemáticas en la ciencia fueron
Albert Einstein y el brillante físico teórico británico Paul Dirac. Sin que las
matemáticas fueran su especialidad, ambos destacaron por su habilidad para
crear ecuaciones tan fecundas como los más grandes poemas. Y los dos también
estaban convencidos de que las ecuaciones fundamentales de la ciencia tenían
que ser bellas7.
La idea
puede resultar extraña. El concepto subjetivo de belleza es mal acogido en los
círculos intelectuales y, desde luego, no tiene cabida en las críticas
académicas de arte8. Sin embargo, la palabra acude automáticamente a
nuestros labios –incluso a los de los críticos más pedantes– cuando
contemplamos la sonrisa de un niño, la imponente estampa de una montaña o las
exquisitas formas de una orquídea. ¿Qué queremos decir al afirmar que una
ecuación es bella?9. Básicamente, que esa ecuación puede evocar en
nosotros sensaciones similares a las que otras cosas que la mayoría de nosotros
describimos como bellas producen. De manera similar a una gran obra de arte,
una ecuación bella cuenta entre sus atributos mucho más que el simple atractivo
–poseerá universalidad, simplicidad, inevitabilidad y una especie de fuerza
elemental–. Pensemos en obras maestras como Manzanas
y peras, de Paul Cézanne, la cúpula geodésica de Buckminster Fuller, la
interpretación de Lady Macbeth realizada por Judi Dench o la versión de Ella
Fitzgerald de «Manhattan». En mi primera contemplación de cada una de ellas
sentí que estaba ante algo monumental en su concepción, fundamentalmente puro,
libre de todo elemento inútil y ejecutado tan exquisitamente que su fuerza
disminuiría si intentásemos cambiar cualquiera de sus atributos.
Una
cualidad adicional de una gran ecuación científica es que posee una belleza
útil. Ha de ajustarse a los resultados de todo experimento relevante y, además,
predecir resultados de experimentos que nadie haya realizado aún. Este aspecto
de la efectividad de una ecuación es semejante a la belleza de una máquina de
precisión como la que imaginamos cuando en el filme de Stanley Kubrick La chaqueta metálica el recluta Gomer
Pyle se pone a hablar de su rifle. El embrutecido marine alaba su meticulosa fabricación, deleitándose en las
cualidades que lo hacen ideal para su letal propósito. No sería tan bello si no
funcionase.
El
concepto de belleza era especialmente importante para Einstein, el científico
más preocupado por la estética de todo el siglo xx. Según su hijo mayor Hans, «Su carácter se parecía más al
de un artista que al de un científico al uso. Por ejemplo, su mayor aspiración
para una buena teoría no era que resultara correcta o exacta, sino que fuera
bella». En cierta ocasión, llegó a afirmar que «las únicas teorías físicas que estamos dispuestos a aceptar son las que
resultan bellas», dando por supuesto que una buena teoría, a la postre, tenía
que concordar con los experimentos. Dirac iba incluso más allá que Einstein en
su convencimiento de que la belleza matemática era un criterio para establecer
la calidad de una teoría fundamental,10 declarando que la cuestión
era para él «una especie de religión». En los últimos años de su vida, dedicó
mucho tiempo a viajar alrededor del planeta y a dar conferencias sobre el
origen de la gran ecuación que lleva su nombre, haciendo hincapié en que la
búsqueda de la belleza había sido siempre su norte y una continua fuente de
inspiración. Requerido para que expresara en pocas palabras su filosofía de la
física durante un seminario dado en Moscú en 1955, escribió en letras
mayúsculas sobre la pizarra: «Las leyes físicas han de ser matemáticamente
bellas».
Para el
resto de los mortales, ese esteticismo es un arduo e improductivo credo. El
hecho es que, para la mayoría de los científicos, la belleza no es un concepto
que les preocupe demasiado ni que les sirva de guía en su trabajo diario. Es
cierto que las ecuaciones que usan poseen una belleza subyacente y las
soluciones correctas de esas ecuaciones son más bellas que feas. Pero la
belleza puede resultar engañosa. La ciencia está salpicada de restos de teorías
que una vez parecieron bellas, pero que se demostró que estaban equivocadas –la
naturaleza opinaba de otra manera–. A la hora de validar una nueva teoría, el
criterio fundamental para la mayor parte de los científicos es comprobar que se
ajusta a los experimentos.
La idea de
que la ciencia avanza por medio de una combinación de experimentos y teoría
basada en las matemáticas es relativamente moderna. Tuvo su origen en Florencia
hace tan sólo trescientos cincuenta años –ayer, respecto a la historia de la
raza humana–. Su progenitor fue Galileo, el primer científico moderno, quien
observó que la ciencia avanza mejor cuando trabaja sobre una estrecha franja de
fenómenos y asume que los resultados serán leyes que cabe describir mediante
términos matemáticos precisos.11 El suyo fue uno de los más grandes
y productivos descubrimientos de toda la historia de las ideas.
La ciencia
se ha ido haciendo cada vez más matemática desde los tiempos de Galileo. Las
ecuaciones son, actualmente, una herramienta científica de primer orden y es
casi un artículo de fe para la mayoría de los teóricos– y, desde luego, para la
mayor parte de los físicos– que existe una ecuación fundamental que describe el
fenómeno que están estudiando o que, algún día, alguien hallará la ecuación
idónea. En cualquier caso, y tal como le gustaba decir a Feynman, podría
resultar al final que las leyes fundamentales de la naturaleza no precisen ser
expresadas mediante las matemáticas, sino que se ajusten mejor a otros
lenguajes, tales como las reglas que gobiernan una partida de ajedrez.
De momento
parece que las ecuaciones son la manera más eficaz de expresar la mayoría de
las leyes científicas fundamentales. Pero las ecuaciones no preocupan por igual
a todos los científicos, muchos de los cuales se las arreglan con las
herramientas matemáticas más rudimentarias. A este respecto, es muy ilustrativa
una historieta en la que un matemático, un físico, un ingeniero y un biólogo
son preguntados por el valor numérico de p. El
matemático contesta secamente que «es igual a la circunferencia de un círculo
dividida por su diámetro». El físico, en cambio, afirma que p vale «3,141593 más menos 0,000001». El ingeniero dice
que vale «alrededor de 3» y, finalmente, el biólogo pregunta: «¿Qué es p?».
Por
supuesto, se trata de un chiste. Algunos físicos tienen unos conocimientos
matemáticos escasos, algunos ingenieros aplican brillantemente las matemáticas
a la tecnología y algunos biólogos teóricos son matemáticos de primera. Pero,
como toda caricatura, tiene una parte de verdad. Los ingenieros suelen tener un
enfoque utilitario de las matemáticas y le dan mucho valor a hacer buenas
aproximaciones. Y, de entre todas las ciencias, la física es la más matemática
y la biología, la menos. Desde los tiempos de Galileo, los físicos han tratado
siempre de simplificar las cosas, subdividiendo las complejidades del mundo
real en sus componentes más simples. Este reduccionismo no siempre es aplicable
para los biólogos, cuyo objeto de estudio es el mundo vivo tan inmensamente
complejo, con sus comunidades de organismos interrelacionados, cada uno de los
cuales presenta una estructura enormemente compleja en términos moleculares. Y
no olvidemos que la teoría biológica unificadora por excelencia es, en la
superficie al menos, no matemática: El
origen de las especies, el tratado en el que Darwin describe su teoría de
la evolución mediante la selección natural, no contiene una sola ecuación. Lo
mismo sucede con la teoría geológica de la deriva continental, en cuyos
primeros trabajos (publicados poco después de la primera guerra mundial) no
hallamos ecuación alguna.
Los
ensayos de la presente colección reflejan la importancia de las matemáticas en
las diferentes –aunque, a veces, solapadas– áreas de la ciencia a partir de
1900. La física está especialmente bien representada. Se analizan tres
importantes aportaciones einstenianas (incluyendo E = mc2 y la ecuación de la relatividad general) y otras
grandes ecuaciones que han transformado nuestra visión del mundo subatómico. La
ecuación de Dirac ocupa un lugar de honor: no sólo cumplió su misión de
describir el comportamiento del electrón, sino que, inesperadamente, predijo la
existencia misma de la antimateria: nada más y nada menos que la otra mitad del
universo. No es extraño que el propio Dirac comentara: «Mi ecuación es más
inteligente que yo».
Las ecuaciones
de la física subatómica constituyen la base de lo que se denomina el «modelo
estándar», un nombre demasiado prosaico para la teoría actual de las partículas
fundamentales y sus interacciones (la cual, ironías del destino, deja fuera la
fuerza más conocida de todas, la gravedad). En el Epílogo se contemplan juntas
las ramas que han dado lugar al modelo, uno de los hitos intelectuales del
siglo xx.
Dos de los
ensayos echan un vistazo a sendas ecuaciones de la biología moderna. El primero
explica el modo en el que las ideas evolutivas pueden ser expresadas
matemáticamente, dando lugar a una perspectiva rica y diversa del mundo vivo,
desde el comportamiento nupcial del ciervo rojo hasta la proporción entre
machos y hembras en los avisperos. El segundo ensayo se refiere al denominado
mapa cuadrático, una ecuación engañosamente simple de ecología teórica que
puede ser utilizada para explicar las variaciones en la población de peces en
el estanque de un jardín, la fluctuación del número de perdices en un coto de
caza y una multitud de problemas similares. Esta ecuación desempeñó un papel
crucial en la historia de la teoría del caos, pues resultó encarnar de forma
notable el comportamiento caótico –es extremadamente sensible a las condiciones
iniciales–. Fue, en buena parte, gracias a esta ecuación –una ecuación tan
simple que los niños la pueden estudiar en la escuela– como en la década de
1970 los científicos llegaron a la conclusión de que algunas ecuaciones que
parecen predecir el futuro a partir de sucesos pasados son por completo
inservibles para hacer tales predicciones, contrariamente a lo que la ciencia
había creído hasta entonces.
Otras dos
ecuaciones incluidas en este volumen se refieren a las ciencias de la
información y a la búsqueda de inteligencia extraterrestre. El primero de los
ensayos contempla las ecuaciones debidas al decano de los teóricos de la
información, Claude Shannon, quien fue pionero en crear el aparato matemático
que soporta lo que hoy conocemos como la revolución de las comunicaciones. Las
ecuaciones de Shannon son aplicables a cualquier tipo de transferencia de
información, incluyendo Internet, la radio y la televisión.
La
búsqueda de inteligencia extraterrestre (Search
for Extra-Terrestrial Intelligence, SETI) no parece un tema que pueda dar
lugar a una ecuación. ¿Cómo va a haber una ecuación para algo que quizá no
exista? La respuesta es que la ecuación fundamental de SETI –creada por el
astrónomo norteamericano Franck Drake– no efectúa predicciones; en lugar de
ello, estructura nuestro modo de pensar sobre la probabilidad de que existan
civilizaciones que se puedan comunicar con nosotros. Aunque no sea bella en el
sentido de las de Dirac o Einstein, la fórmula de Drake ha aportado un poco de
coherencia a un campo en el que la confusión abunda.
Los
científicos no emplean sólo ecuaciones de tipo matemático. Los químicos, por
ejemplo, usan ecuaciones que no están constituidas sólo por símbolos
matemáticos, sino que incluyen letras que representan átomos, moléculas y sus
parientes subatómicos. Muchas actividades industriales se basan en ecuaciones
de esta clase, ecuaciones que describen interacciones cuyos detalles podemos
inferir, pero que difícilmente podríamos observar a simple vista. Hemos
recogido un conjunto especial de reacciones químicas en este libro, en
representación de esta rama de la ciencia. Esas ecuaciones maravillosamente
sencillas constituyeron la base para comprender las causas de la reducción de
la capa de ozono, la presencia de compuestos químicos denominados CFC (clorofluorocarburos)
en la atmósfera terrestre. A comienzos de la década de 1980, esas simples
ecuaciones alertaron a la humanidad sobre el riesgo de una catástrofe
ambiental.
Los
autores de este libro son prestigiosos científicos, historiadores y escritores.
Han analizado todas y cada una de las facetas de su ecuación –las capas de la
cebolla de Larkin– y han puesto de relieve las más fascinantes, evitando en lo
posible entrar en excesivo detalle matemático. El resultado es un conjunto
único de reflexiones personales sobre algunas de las ecuaciones básicas de la
ciencia moderna, unas ecuaciones que debido a su concisión, potencia y
simplicidad fundamental pueden ser contempladas como auténtica poesía del siglo
xx.
En mi
colección de poesía, en la estantería que hay justo encima de mi mesa, se halla
un ejemplar de High Windows. Lo leí
por primera vez cuando era un bisoño estudiante de física subatómica y trataba
a duras penas de entender sus ecuaciones fundamentales y de apreciar su
belleza. La colección me la regaló un amigo, un estudiante de literatura
inglesa seguidor de las ideas de Larkin, pocos días después de que fuera
publicada. Su mensaje fue el mismo que quisiera transmitir ahora al lector:
«Que le aprovechen las cebollas».
Graham
Farmelo
Agosto de
2001