Prólogo
En el coche hace frío, un frío
sepulcral. Prefiero dejar el aire acondicionado al máximo para que la baja
temperatura me mantenga alerta. El volumen de la radio está bajo, pero aún oigo
una canción, que se impone con cierta insistencia sobre el ruido del motor. Es
R.E.M. en su primera etapa, algo que habla de hombros y lluvia. He dejado
Cornwall Bridge unos quince kilómetros atrás; pronto entraré en South Canaan y
luego en Canaan propiamente dicha, antes de cruzar la frontera del estado de
Massachusetts. Ante mí, el sol radiante pierde intensidad a medida que el día
se diluye lentamente en la noche.
La noche en que murieron llegó primero el coche patrulla, derramando luz
roja en la oscuridad. Dos agentes entraron en la casa, con rapidez pero con cautela,
conscientes de que acudían a la llamada de uno de los suyos, un policía que se
había convertido en víctima en lugar de ser aquel a quien recurrían las
víctimas.
Permanecí sentado en el pasillo con la cabeza entre las manos cuando
entraron en la cocina de nuestra casa de Brooklyn y echaron un vistazo a los
restos de mi esposa y de mi hija. Me quedé observando mientras uno llevaba a
cabo un breve registro en las habitaciones del piso superior y el otro
inspeccionaba la sala de estar y el comedor; entretanto, la cocina reclamaba su
presencia sin cesar, les exigía que dieran fe de aquello.
Oí que informaban por radio de un probable doble homicidio y solicitaban
la intervención de la Unidad de Delitos Graves. Percibí conmoción en sus voces,
pese a que procuraban comunicar lo que habían visto de la manera más
desapasionada posible, como correspondía a dos buenos policías. Quizá ya
entonces sospechaban de mí. Eran policías, y ellos mejor que nadie sabían qué
era capaz de hacer la gente, incluso uno de los suyos.
Y por eso permanecieron en silencio, uno junto al coche y el otro en el
pasillo, a mi lado, hasta que los inspectores pararon delante, seguidos de la
ambulancia, y entraron en nuestra casa; mientras, los vecinos iban apareciendo
ya en los porches, tras las verjas, y algunos se acercaban para averiguar qué
había ocurrido, qué desgracia había caído sobre la joven pareja de enfrente, la
pareja de la niña rubia.
—¿Bird?
Al reconocer la voz, me pasé la mano por los ojos. Un sollozo sacudió mi
cuerpo. Tenía ante mí a Walter Cole, y más allá a McGee con el rostro bañado
por los destellos de las luces del coche patrulla pero todavía lívido, afectado
por lo que había visto. Fuera se oían llegar más coches. Un ATS apareció en la
puerta, y la atención de Cole se desvió hacia él.
—Está aquí el auxiliar médico —dijo uno de los agentes mientras el
joven, delgado y pálido, esperaba a un lado.
Cole asintió y señaló hacia la cocina.
—Bird —repitió Cole, esta vez con tono más perentorio y severo—.
¿Quieres decirme qué ha pasado aquí?
Dejo el coche en el aparcamiento
que hay frente a la floristería. Sopla una suave brisa y los faldones del
abrigo juguetean alrededor de mis piernas como las manos de los niños. Dentro
de la tienda el ambiente es fresco, más de lo normal, y huele a rosas. Las
rosas nunca pasan de moda, ni de temporada.
Un hombre, agachado, examina con
detenimiento las gruesas hojas cerosas de una planta pequeña y verde. Se yergue
lenta y dolorosamente cuando entro.
—Buenas noches —dice—. ¿En qué
puedo servirle?
—Quiero unas rosas. Déme una
docena. No, mejor dos docenas.
—Dos docenas de rosas, muy bien,
señor.
Es un hombre corpulento y calvo,
de poco más de sesenta años, quizás. Anda con movimientos rígidos, sin
flexionar apenas las rodillas. Tiene las articulaciones de los dedos hinchadas
por la artritis.
—Este aire acondicionado hace
cosas raras —comenta. Al pasar ante el obsoleto panel de control instalado en
la pared, ajusta un interruptor. No ocurre nada.
Es una tienda vieja, con el
invernadero al fondo tras una mampara de cristal. Abre la puerta y empieza a
sacar rosas de un cubo con cuidado. Después de contar veinticuatro, vuelve a
cerrar la puerta y las deja en el mostrador sobre una lámina de plástico.
—¿Se las envuelvo para regalo?
—No. Basta con el plástico.
Me mira por un momento, y cuando
empieza el proceso de reconocimiento, casi oigo el ruido de las palancas del
engranaje al bajar.
—¿Le he visto en alguna parte?
En la ciudad la gente tiene
recuerdos efímeros. Fuera, los recuerdos son más duraderos.
Informe policial suplementario
DPNY Caso número: 96-12-1806
Delito: Homicidio
Víctima: Susan Parker, B/M
Jennifer Parker, B/M
Lugar: Hobart
Street 1219,
Cocina
Fecha: 12 dic, 1996
Hora: 21:30 aproximadamente
Medio: Apuñalamiento
Arma: Arma blanca, posiblemente
cuchillo (no encontrado)
Autor del informe: Walter Cole,
sargento
Detalles: El 13 de diciembre de 1996 fui al 1219 de Hobart
Street en respuesta a la petición del agente Gerald Kersh, que solicitó la intervención
de inspectores ante la denuncia de un homicidio.
El denunciante, el inspector de
segundo grado Charles Parker, declaró que había salido de la casa a las 19:00
h. después de discutir con su esposa, Susan Parker. Fue a la Tom's Oak Tavern y
estuvo allí aproximadamente hasta la 01:30 h. del 13 de diciembre. Entró en la
casa por la puerta delantera y vio los muebles cambiados de sitio. Entró en la
cocina y vio a su esposa y su hija. Declaró que su esposa estaba atada a una
silla de la cocina pero el cuerpo de su hija parecía haber sido trasladado
desde la silla contigua y colocado sobre el cuerpo de la madre. Avisó a la
policía a la 01:55 h. y esperó en el lugar del delito.
Las víctimas, identificadas en mi
presencia por Charles Parker como Susan Parker (esposa, 33 años) y Jennifer
Parker (hija, 3 años), estaban en la cocina. Susan Parker estaba atada a una
silla en el centro de la cocina, de cara a la puerta. Al lado había una segunda
silla, todavía con unas cuerdas alrededor de los barrotes del respaldo.
Jennifer Parker yacía de través sobre el regazo de su madre, cara arriba.
Susan Parker estaba descalza y
vestía vaqueros y blusa blanca. Le habían desgarrado la blusa y se la habían
bajado hasta la cintura, dejando los pechos al descubierto, y tenía los
vaqueros y la ropa interior bajados hasta las pantorrillas. Jennifer Parker
estaba descalza y vestía un camisón de flores azul.
Ordené a Annie Minghella, la
técnica asignada al lugar del delito, que llevara a cabo una investigación
completa. Cuando el forense Clarence Hall certificó la muerte de las víctimas y
se procedió al levantamiento, acompañé los cadáveres al hospital. Observé al
doctor Anthony Loeb mientras usaba el kit de violación, que posteriormente me
entregó. Recogí las siguientes pruebas:
96-12-1806-M1: blusa blanca del
cadáver de Susan Parker (víctima nº 1)
96-12-1806-M2: vaqueros del
cadáver de la víctima 1
96-12-1806-M3: ropa interior azul
de algodón del cadáver de la víctima 1
96-12-1806-M4: peinadura del vello
púbico de la víctima 1
96-12-1806-M5: muestra de
contenido vaginal de la víctima 1
96-12-1806-M6: restos en uñas de
la víctima 1, mano derecha
96-12-1806-M7: restos en uñas de
la víctima 1, mano izquierda
96-12-1806-M8: peinadura del
cabello de la víctima 1, anterior derecho
96-12-1806-M9: peinadura del
cabello de la víctima 1, anterior izquierdo
96-12-1806-M10: peinadura del
cabello de la víctima 1, posterior derecho
96-12-1806-M11: peinadura del
cabello de la víctima 1, posterior izquierdo
96-12-1806-M12: camisón
blanco/azul de algodón de Jennifer Parker (víctima nº 2)
96-12-1806-M13: muestra de
contenido vaginal de la víctima 2
96-12-1806-M14: restos en uñas de
la víctima 2, mano derecha
96-12-1806-M15: restos en uñas de
la víctima 2, mano izquierda
96-12-1806-M16: peinadura del cabello
de la víctima 2, anterior derecho
96-12-1806-M17: peinadura del
cabello de la víctima 2, anterior izquierdo
96-12-1806-M18: peinadura del
cabello de la víctima 2, posterior derecho
96-12-1806-M19: peinadura del
cabello de la víctima 2, posterior izquierdo
Había sido otra discusión violenta, agravada por el hecho de producirse
después de hacer el amor. Se avivaron los rescoldos de peleas anteriores: mis
borracheras, lo abandonada que tenía a Jenny, mis arranques de amargura y
autocompasión. Cuando salí de casa
hecho una furia, los gritos de Susan me siguieron en el aire frío de la noche.
Había un paseo de veinte minutos hasta el bar. Cuando el primer trago de
Wild Turkey me cayó en el estómago, la tensión de mi cuerpo se disipó y, una
vez relajado, entré en la habitual rutina del bebedor: primero ira, luego
sensiblería, tristeza, arrepentimiento, rencor. Cuando me marché del bar, sólo
quedaban allí los casos perdidos, un coro de borrachos batallando con Van Halen
en la máquina de discos. Tambaleándome, me encaminé hacia la puerta, me caí por
la escalera de la entrada y me raspé dolorosamente las rodillas en la grava de
la acera.
Y cuando volvía a casa con paso vacilante, mareado y con náuseas,
obligué a virar bruscamente a los coches cada vez que, en mis vaivenes, salía a
la calzada, viendo los rostros de alarma y enojo de los conductores.
Ante la puerta, busqué a tientas la llave y, en el forcejeo por
introducirla, rayé la pintura blanca bajo la cerradura. Había muchas marcas
bajo la cerradura.
Supe que ocurría algo anormal en cuanto abrí la puerta y entré en el
vestíbulo. Al irme, la casa estaba caldeada, con la calefacción al máximo
porque a Jennifer le afectaba mucho el frío del invierno. Era una niña preciosa
pero frágil, delicada como un jarrón de porcelana. En ese momento hacía el
mismo frío dentro de casa que fuera. Caído sobre la alfombra, había un pedestal
de caoba, y el tiesto que antes sostenía estaba partido por la mitad y rodeado
de su propia tierra. Las raíces de la flor de Pascua que contenía quedaban a la
vista, con un desagradable aspecto.
Llamé a Susan una vez, luego otra, en esta ocasión levantando más la
voz. Los vapores del alcohol empezaban a disiparse y tenía el pie en el primer
peldaño de la escalera que subía a los dormitorios cuando en la cocina oí batir
la puerta trasera contra el fregadero. Instintivamente me llevé la mano al Colt
DE, pero estaba arriba en mi escritorio, arriba donde lo había dejado antes de
enfrentarme a Susan y a un nuevo capítulo de la historia de nuestro agonizante
matrimonio. En ese momento me maldije. Más tarde, aquello se convertiría en el
símbolo de todos mis fracasos, todos mis cargos de conciencia.
Avancé con cautela hacia la cocina, rozando con las yemas de los dedos
la fría pared a mi izquierda. La puerta estaba casi cerrada y la abrí despacio
con la mano. «¿Susie?», llamé a la vez que entraba. Resbalé ligeramente al
pisar algo húmedo y pegajoso. Bajé la vista, y estaba en el infierno.
En la floristería, el anciano
entorna los ojos en una expresión de perplejidad. Con gesto afable, esgrime el
dedo ante mí.
—Estoy seguro de haberlo visto en
algún sitio.
—No lo creo.
—¿Es usted de por aquí? ¿De
Canaan, quizá? ¿De Monterey? ¿De Otis?
—No. De otra parte. —Con una
mirada le doy a entender que ésa no es la clase de indagaciones que le conviene
hacer, y advierto que se echa atrás. Estoy a punto de usar la tarjeta de
crédito, pero cambio de idea. Cuento el dinero, lo saco de la cartera y lo dejo
sobre el mostrador.
—De otra parte —repite, y asiente
con la cabeza como si esas palabras tuvieran para él un significado íntimo y
profundo—. Debe de ser una ciudad grande. Trato con mucha gente de fuera.
Pero ya estoy saliendo de la
tienda. Al poner el coche en marcha, veo que me observa a través del
escaparate. Detrás de mí, el agua gotea de los tallos de las rosas y encharca
el suelo.
Informe policial suplementario (continuación)
Caso número: 96-12-1806
Susan Parker estaba sentada en la
silla de pino de la cocina, de cara al norte, hacia la puerta de la cocina. La parte
superior de la cabeza estaba a tres metros y dieciocho centímetros de la pared
norte y a un metro y noventa centímetros de la pared este. Tenía los brazos
detrás de la espalda y…
atados a los barrotes del respaldo de la silla con un cordón fino. También
tenía los pies atados a las patas de la silla, y la cara, oculta casi toda por
el pelo, parecía tan ensangrentada que no quedaba la menor porción de piel
visible. La cabeza le caía hacia atrás, de modo que la garganta se le abría
como una segunda boca, inmovilizada en un mudo grito rojo. Nuestra hija yacía
desmadejada sobre el regazo de Susan, con un brazo colgando entre las piernas
de su madre.
Alrededor, todo era rojo, como el escenario de una terrible tragedia de
venganza donde la sangre hace eco de la sangre. Cubría el techo y las paredes
como si la propia casa hubiera recibido una herida mortal. Espesa y viscosa, se
extendía por el suelo y parecía engullir mi reflejo en una oscuridad escarlata.
Susan Parker tenía la nariz rota.
La herida pudo haberse producido como consecuencia de un impacto contra la
pared o el suelo. Una mancha de sangre en la pared, cerca de la puerta de la
cocina, contenía fragmentos de hueso, vello nasal y mucosidad…
Susan había intentado huir, en busca de ayuda para nuestra hija y para
sí misma, pero no había llegado más allá de la puerta. Allí el asesino la había
alcanzado, la había agarrado por el pelo y la había estampado contra la pared
antes de llevarla a rastras, sangrando y dolorida, de regreso a la silla y a su
muerte.
Jennifer Parker estaba tendida,
boca arriba, de través sobre los muslos de su madre, y había una segunda silla
de pino colocada junto a la de su madre. El cordón que rodeaba el respaldo de
la silla coincidía con las marcas en las muñecas y tobillos de Jennifer Parker.
Jenny no estaba tan ensangrentada, pero tenía el camisón manchado por la
efusión del profundo corte en su garganta. Miraba hacia la puerta, el pelo le
caía hacia delante y le ocultaba la cara, con algunos mechones adheridos a la
sangre del pecho, y los dedos de sus pies descalzos casi rozaban el suelo
embaldosado. Sólo pude posar la vista en ella durante un momento porque Susan,
muerta, atrajo mi mirada como había hecho en vida, incluso entre los escombros
del tiempo que estuvimos juntos.
Y mientras la miraba, noté que, apoyado contra la pared, me deslizaba
hacia el suelo y un gemido, medio animal, medio infantil, surgía de lo más
hondo de mí. Contemplé a la hermosa mujer que había sido mi esposa, y las
cuencas vacías y ensangrentadas de sus ojos parecieron atraerme y envolverme en
la oscuridad.
Los ojos de las dos víctimas
habían sido mutilados, probablemente con una hoja afilada como la de un
bisturí. El pecho de Susan Parker presentaba desollamiento parcial. Desde la
clavícula hasta el ombligo, la piel había sido extraída parcialmente, retirada
por encima del pecho derecho y extendida sobre el brazo derecho.
La luz de la luna entraba a través de la ventana por detrás de ellas,
proyectando un frío resplandor sobre las relucientes encimeras, los azulejos de
las paredes, los grifos de acero del fregadero. Iluminaba el pelo de Susan,
bañaba en plata sus hombros desnudos, se reflejaba en la fina membrana de piel
arrancada y extendida sobre el brazo como una capa, una capa demasiado delicada
para proteger del frío.
Se
advertían considerables mutilaciones…
Y luego les había desfigurado la cara.
Oscurece deprisa y los faros
alumbran las ramas deshojadas de los árboles, las franjas de césped cortado,
los buzones blancos y limpios, la bicicleta de un niño tirada frente a un
garaje. El viento sopla con más fuerza, y cuando dejo atrás el cobijo de los
árboles, noto sus embestidas contra el coche. Me dirijo a Becket, Washington,
las colinas de Berkshire. Ya casi he llegado.
No había indicios de allanamiento.
Se hizo un bosquejo de la situación en la cocina y se anotaron las medidas
detalladas. A continuación se procedió al levantamiento de los cadáveres.
Los polvos para la detección de
huellas dactilares dieron los siguientes resultados:
Cocina/pasillo/sala de estar:
huellas utilizables identificadas posteriormente como las de Susan Parker
(96-12-1806-7), Jennifer Parker (96-12-1806-8), y Charles Parker
(96-12-1806-9).
Puerta trasera de la casa desde la
cocina: huellas no utilizables; las marcas de agua en la superficie indicaban
que la puerta se había limpiado. Ningún indicio de robo.
Las pruebas realizadas en la piel
de las víctimas no revelaron huellas.
Charles Parker fue conducido a
Homicidios, y prestó declaración (adjunta).
Sabía qué estaban haciendo mientras me hallaba sentado en la sala de
interrogatorios: yo mismo lo había hecho muchas veces. Me interrogaban como yo
había interrogado antes a otros, usando las peculiares locuciones formales
propias de un interrogatorio policial. «¿Qué recuerda de su siguiente
movimiento?» «Con relación al bar, ¿qué recuerda de la actitud de los otros
bebedores?» «En cuanto a la cerradura de la puerta trasera, ¿se fijó en qué
estado se encontraba?» Es una jerga enrevesada y confusa, un anticipo de la
jerigonza legal que oscurece todos los procesos penales como el humo en un bar.
Tras oír mi declaración, Cole la verificó con el camarero de Tom's y
confirmó que yo me encontraba allí cuando decía haber estado, que no pude haber
matado a mi esposa y mi hija.
Aun así, continuaron los cuchicheos. Me interrogaron una y otra vez
sobre mi matrimonio, mis relaciones con Susan, mis movimientos en las semanas
previas a los asesinatos. Podía embolsarme una considerable suma del seguro de
Susan, y también me interrogaron acerca de eso.
Según el forense, Susan y Jennifer llevaban unas cuatro horas muertas
cuando las encontré. Presentaban ya rigor mortis en el cuello y el maxilar inferior, indicio de que habían muerto
alrededor de las 21.30, quizás un poco antes.
Susan había muerto al seccionarle la arteria carótida, pero Jenny… Jenny
había muerto a causa de lo que se describía como una secreción excesiva de
epinefrina en el organismo que había provocado la fibrilación del corazón y la
muerte. Jenny, una niña dulce y sensible, una niña con un corazón
traicioneramente frágil, había muerto de miedo, en sentido literal, antes de
que el asesino tuviera ocasión de degollarla. Estaba muerta cuando le
desollaron la cara, dictaminó el forense. No podía decir lo mismo de Susan.
Tampoco sabía por qué habían movido el cuerpo de Jennifer después de la muerte.
Habrá posteriores informes.
Walter Cole, Sargento de
Investigación
Tenía la coartada de un borracho: mientras alguien me arrebataba a mi
esposa y mi hija, yo bebía bourbon en un bar. Pero aún aparecen en mis sueños,
a veces sonrientes y hermosas como eran en vida y a veces sin rostro y
ensangrentadas como las dejó la muerte; me hacen señas para que me adentre aún
más en una oscuridad donde el mal se oculta y no hay lugar para el amor, adornado
con millares de ojos ciegos y los rostros desollados de los muertos.
Ha anochecido cuando llego y la
verja está cerrada y atrancada. La tapia es baja, y me encaramo a ella con
facilidad. Camino con cuidado para no pisar las losas conmemorativas ni las
flores, hasta que llego ante ellas. Aun en la oscuridad sé dónde encontrarlas,
y ellas, a su vez, pueden encontrarme a mí.
A veces aparecen en el umbral
entre el sueño y la vigilia, cuando las calles están en silencio y a oscuras o
mientras el amanecer se filtra a través del resquicio entre las cortinas
bañando la habitación con una luz tenue y gradual. Vienen a mí y veo sus
siluetas en la penumbra, mi esposa y mi hija juntas, observándome en silencio,
ensangrentadas en una muerte sin reposo. Vienen a mí, su aliento en las brisas
nocturnas que me acarician la mejilla y sus dedos en las ramas de los árboles
que golpetean mi ventana. Vienen a mí y ya no estoy solo.