¿Quién dijo aquello de que tus amigos más íntimos son
aquellos que más tardas en descubrir que no te gustan?
Tibor Fischer, Filosofía a mano
armada
Servicio
de caballeros
Cójase una tercera parte de dry martini
y dos terceras partes de azar; añádase a esta mezcla unas gotitas de orina:
quien se beba el cóctel resultante se estará untando el gaznate con todo lo que
contribuyó a cambiar la vida del señor G.
El señor G. era un tipo insignificante,
uno de esos entes irrelevantes en quienes nadie repara. Su tendencia a pasar
inadvertido era a menudo causa de amarga mortificación, pero aquel día,
mientras se escabullía por el enorme e impresionante vestíbulo como un gorrión
asustado, el señor G. estuvo a punto de felicitarse por la insignificancia que
lo hacía invisible, convirtiéndolo en la mera sombra de una entidad humana,
apenas un esbozo que no llegaba a materializarse en las retinas de sus
congéneres, habituadas a registrar entidades de mayor enjundia, y que, por lo
tanto, lo ponía fuera del alcance de la mirada de los conserjes que, de haber
reparado en su furtiva figura, sin duda se habrían precipitado a recordarle con
aspereza que las instalaciones sanitarias del hotel están reservadas para el
uso exclusivo de su selecta clientela. Aunque, en rigor, tenía tanto derecho
como cualquier otro a utilizar el servicio de caballeros de aquel imponente
hotel de cinco estrellas, ya que había consumido un par de dry martinis en el
bar. Por supuesto, G. jamás habría entrado solo en un lugar así. Y, a decir verdad,
tampoco el dry martini estaba en sus costumbres; ninguna bebida alcohólica lo
estaba. Pero, cuando el importante cliente que había insistido en entrar al bar
del hotel pidió un dry martini, G. no tuvo el valor de tomarse un refresco, por
más que eso fuera lo que realmente le apetecía.
El gorrión asustado suspiró con
profundo alivio al llegar sin percances al servicio de caballeros. Contento de
hallarse solo (todavía no había logrado superar el embarazo que lo embargaba al
sacarse la pilila en presencia de otros hombres), meó los dry martinis con
placer intensificado por el aura de clandestinidad y transgresión que rodeaba
su aventura. Ya estaba sacudiéndose las últimas gotitas e infundiéndose valor
para volver a cruzar el fastuoso vestíbulo sembrado de peligros en forma de
conserjes celosos de su deber cuando oyó un ruido a sus espaldas.
El señor G. se giró de forma instintiva
mientras se guardaba la pilila. Cuál no sería su asombro al ver que el hombre
que acababa de entrar era el ministro del Interior quien, presa de una viva e
incontenible agitación, se acercó a él y lo agarró con ademán perentorio y
desesperado por los hombros.
—Escúcheme bien —dijo el ministro, con
la voz ahogada por la emoción—: me queda muy poco tiempo, van a matarme. Usted
es seguramente el último hombre que me verá vivo.
—Se equivoca —apuntó G. con aplastante
lógica—; el último que lo verá vivo será su asesino.
—No me interrumpa, no hay tiempo —dijo
el ministro con una mueca de profundo fastidio—. Tengo que confiarle un secreto
que hará crujir y tambalearse los cimientos del Estado. Sé que me van a matar,
pero usted se encargará de que el secreto mejor guardado hasta ahora vea la luz
pública.
Tras estas palabras, el ministro le
reveló a G. una odiosa trama criminal que involucraba a varios miembros del
gobierno y al presidente, al tiempo que indicaba dónde y cómo podían hallarse
las pruebas irrefutables para inculparlos. Lo repitió todo dos veces y luego
interrogó a G. para asegurarse de que éste recordaba todos los detalles con
exactitud. Volvió a rogarle a G. que difundiera la información y lo exhortó a
que abandonara rápidamente el lugar si no quería complicarse la vida.
Apenas tres horas más tarde, G.
escuchaba por la radio la noticia del asesinato del ministro del Interior, cuyo
cadáver había sido encontrado en los lavabos de un conocido hotel de cinco
estrellas. Por primera vez en su vida, pensó que le apetecía un dry martini. O
tal vez dos.
Permítaseme insistir en el hecho de que
G. era un pobre diablo, un tipo desprovisto de rasgos que no fueran anodinos.
Sus opiniones rara vez eran tenidas en cuenta, no porque fueran más mediocres o
estúpidas que las de la mayoría, sino porque su físico y su actitud proclamaban
tan a las claras su insignificancia y su incapacidad para resultar sorprendente
o pintoresco por algún concepto que incluso a las personas de buena voluntad se
les hacía difícil prestarle atención. Por lo general, la gente aprovechaba los
momentos en los que G. expresaba alguna idea o relataba una anécdota para pensar
en sus propios asuntos, ir al retrete, ajustarse el nudo de la corbata o
retocarse el maquillaje. Y, de hecho, el mismo G. estaba hasta tal punto
imbuido de la clara noción de su escasa relevancia que encajaba sin la menor
queja esas minúsculas pero continuas afrentas. Nadie lo había hecho sentir
importante o valioso. Su propia mujer, que se hizo novia suya tras ser
abandonada por el hombre a quien realmente quería, puso un notable empeño en
darle a entender que si se casaba con él era porque temía no poder hacerlo con
ningún otro.
Pero, sobre todo, nadie le había
confiado jamás secreto alguno. Ni siquiera cuando era pequeño y en el colegio
los niños traficaban con pequeños secretos para conseguir la amistad de algún
otro niño o para hacerse un lugar en alguna pandilla le había confiado alguien
algo remotamente equiparable a un secreto. Si hubiera sido invisible, sus
compañeros de clase no lo habrían ignorado más de lo que lo hicieron.
Podría hacerse aquí una descripción
pormenorizada de la conmoción que sacudió a G. al enterarse del asesinato del
ministro del Interior. No obstante, para dar cuenta de sus sentimientos baste
con decir que fueron análogos a los que tendría una cucaracha al descubrirse
repentinamente convertida en un hombre en cuyas manos se hallara el destino de
todo un país.
El primer impulso de G. fue contar de
inmediato lo que sabía a su círculo más íntimo. Pero enseguida calculó que el
golpe de efecto sería mucho más radical si primero se ponía en contacto con los
medios, con lo que sus allegados se enterarían del asunto y del papel que G.
había jugado en él a través de la prensa, la radio y la televisión. Tampoco fue
ajena a su decisión la sospecha según la cual su círculo de conocidos no le
concedería a su relato crédito alguno (en el supuesto de que alguien se dignara
escucharlo) a menos que viniera refrendado por una autoridad exterior a él.
De pronto, tenía una aguda conciencia
de sus terminaciones nerviosas. Habitualmente sensato y morigerado hasta la
náusea, su cuerpo era ahora un díscolo manojo de moléculas alborotadas. Por
primera vez en su vida bullía de ideas disparatadas, como si el alma de un
alegre chiflado se hubiera apoderado de él. Había algo tan vivificante en esa
sobreexcitación nerviosa, relacionada de alguna forma con una sensación de
poder hasta entonces desconocida, que G. decidió posponer hasta la mañana
siguiente su entrevista con los medios.
Esa misma noche, mientras su mujer le
servía la sopa con la misma desgana indiferente de todos los días, G. sintió crecer
en él una especie de vértigo embriagador y unas ganas locas de echarse a reír.
En lugar de eso, se atrevió a hacerle a su mujer un comentario burlón acerca
del nuevo peinado que le habían hecho en la peluquería. Su mujer, asombrada, no
encontró nada que replicar. Pero tal vez no fue ese comentario sino la nueva
actitud que se estaba fraguando en G. lo que la indujo a ponerle el abrigo a su
marido, en lugar de rezongar como era habitual en ella, cuando él le anunció
que se iba a pasar el resto de la velada en el club.
También en el club, los conocidos con
quienes jugaba regularmente al mus (no había nadie a quien en puridad G.
pudiera considerar su amigo) parecieron advertir el cambio de actitud que se
estaba operando en él y, en consecuencia, le prestaron más atención de la
acostumbrada.
Con todo, más que traducirse en hechos
concretos, ese cambio se advertía en una textura, un tono, cierta audacia y
cierto aplomo en su forma de enfrentarse al mundo, la disposición anímica del
hombre que sabe más de lo que dice, del hombre que sabe algo que los demás
ignoran y que, sabiéndose dueño de ocultarlo o de revelarlo, adquiere
paulatinamente la noción de su propia importancia. Y, como quien se siente
importante no puede evitar comunicarle esta sensación a su entorno mediante un
código muy preciso de señales (de la misma forma que alguien íntimamente
convencido de su insignificancia no puede evitar comunicarle al mundo su
nimiedad), G. empezó a emitir destellos de su importancia sin haber revelado
aún la fuente de este don tan preciado. El ex gorrión asustado empezaba a darse
cuenta de que estar en su pellejo podía resultar interesante.
Tanto es así que, cuando a la mañana
siguiente se disponía a revelarle su secreto a los medios, una sospecha
incómoda lo hizo estremecerse. En cuanto contara lo que sabía no cabía la menor
duda de que los medios lo convertirían en una especie de héroe nacional.
Durante un tiempo, su estrella brillaría con deslumbrante intensidad en lo alto
del firmamento. Gozaría de las mieles de la fama; sería el invitado predilecto
de todas las tertulias radiofónicas y televisivas, la gente lo pararía por la
calle para cubrirlo de elogios y de efusiones. Todo ese alpiste sería un justo
tributo para una vanidad que había padecido tantas privaciones y tantas
afrentas. Pero pasado un tiempo el tumulto cesaría y los réditos de su hazaña
menudearían hasta extinguirse. Aunque escribiera un libro para inmortalizar su
gesta, éste, tras arrasar el mercado y batir récords de ventas, empezaría a
languidecer en los expositores y estanterías, sería saldado en un lote junto a
multitud de otros hermanos en el olvido y finalmente conocería la humillación
de ser descatalogado. El proceso podía tardar años en culminar, pero tarde o
temprano volvería a ser un tipo sin secretos, un tipo que un día tuvo un
secreto y que hizo temblar al país entero al contarlo, pero que ahora ya no
sabía nada que los demás no supieran. Volvería a ser una partícula irrelevante
de polvo galáctico, un tipo ínfimo en perpetua lucha, no ya para alcanzar un
lugar en el mundo, sino para ser simplemente advertido por las miradas
indiferentes que lo atravesaban sin verlo. Su vida volvería a ser tan nimia que
tal vez algún día llegaría a preguntarse si lo sucedido no había sido sólo un
sueño, el sueño de un pobre tipo que creía haber hecho al fin algo importante.
Así que, en lugar de dirigir sus pasos a una agencia de prensa tal y como lo
había previsto, G. se encaminó al imponente hotel de cinco estrellas donde el
ministro le había entregado su secreto, cruzó el vestíbulo muy seguro de sí
mismo, advirtió la leve reverencia que le hizo un conserje, se tomó un par de
dry martinis en el bar, visitó los servicios y decidió concederse una prórroga
razonable para gozar de su reciente conquista.
Al principio fue una semana, luego un
mes y después otro más. G. siempre encontraba nuevos motivos para darse un poco
más de tiempo; primero hubo un inesperado ascenso a un puesto de
responsabilidad en la empresa donde había trabajado durante más de veinte años
sin que los jefes lograsen recordar su nombre. Después vendría una relación con
una rubia despampanante que lo encontraba irresistible y que, en lugar de
establecer sus citas por teléfono o fax, le enviaba por mensajero un par de
bragas con el lugar y la hora de la cita garabateados en la suave tela. A G. la
rubia le parecía demasiado vulgar, artificiosa y llamativa para su gusto, pero
correspondía con la imagen que se había hecho de la amante que debe tener un
tipo poderoso. Amén de eso, su esposa lo trataba con una consideración que no
por tardía dejaba de ser agradable. En conjunto, tenía la sensación de haber
recibido una fabulosa herencia, pero en lugar de dilapidarla de una sola vez
había sido lo bastante cauto como para depositarla a plazo fijo en un banco, de
forma que, si los administraba bien, los réditos podían cubrirlo de por vida.
Además, tenía amigos. Ya no se trataba
de simples conocidos que condescendían a jugar al mus con él porque de otro
modo no habrían alcanzado el número indispensable de jugadores, sino verdaderos
amigos que, atraídos por su nueva textura anímica, ponían un gran empeño en
ganarse su estima.
Así fue como G. descubrió el incesante tráfico de secretos con que las personas tratan de seducirse las unas a las otras. Mientras bebían un dry martini tras otro, su amante le contaba secretos sobre sí misma o sobre terceras personas con ánimo de conquistar la estima de G. y a fin de demostrarle que sabía y hacía cosas que los demás ignoraban. La mercancía secreta, en un proceso parecido al que enaltece las cosas prohibidas, no siempre tenía interés por sí misma, pero el hecho de ser secreta multiplicaba su valor. Por otra parte, siempre hay algo adulador en el hecho de confiarle a alguien una información secreta: hace que la persona a quien se cuenta el secreto se sienta automáticamente importante, por mucho que el secreto sea una tontería, una nimiedad que no tendría interés alguno de no ser porque es secreta y, por lo tanto, objeto de un tráfico casi infinito.
Huelga decir que, comparados con el
fabuloso secreto de G., los secretos que su amante y sus nuevos amigos le
contaban le hacían sonreír, alimentando en él un creciente sentimiento de
superioridad. Pero no era sólo la calidad de la mercancía que él ocultaba lo
que lo hacía sentirse muy por encima de los demás, sino también el mismo hecho
de saber callar, a diferencia de lo que les sucedía a esos individuos, débiles
e incontinentes, que sin cesar esparcían a los cuatro vientos sus anémicos
secretitos. Empezó a ver a sus semejantes como perrillos rastreros incapaces de
reprimir sus ridículos deseos de gustar. Sin haber aprendido a amarlos siquiera
pasó a despreciar a quienes antes tanto había envidiado y a quienes tanto había
anhelado parecerse. Y cuanto más crecía su desprecio tanto mayor era la
sensación de su propia grandeza y tanto mayor también el respeto que le
tributaba el mundo.
Con el tiempo, todo aquello lo
convirtió en un ser monstruosamente feliz y autosatisfecho; ni siquiera se veía
ya tentado de revelar su secreto. Si en algún momento había albergado la
intención de cambiar el mundo para mejor, ahora se decía que el mundo, en su
lamentable estado, era exactamente lo que se merecían sus estúpidos habitantes.
¿Para qué revelar su secreto y restablecer así cierta noción de justicia? En
lugar de eso, se sirvió de la información recibida para extorsionar y
chantajear a los responsables de la trama criminal; con el dinero obtenido creó
lucrativos negocios que lo hicieron inmensamente rico y poderoso y le
permitieron costearse un ejército de guardaespaldas que lo defendieran de las
víctimas de sus extorsiones.
Entre otras múltiples propiedades,
verticales u horizontales, G. se compró el prestigioso hotel de cinco estrellas
a través de cuyo enorme e impresionante vestíbulo se había escabullido un día
como un gorrión asustado en pos de los servicios de caballeros.
Fue en ese hotel donde G. quiso
celebrar con una cena por todo lo alto el décimo aniversario del día en que,
gracias a un par de dry martinis y una oportuna meada, su suerte cambió de
signo. Huelga decir que el centenar de invitados ignoraba lo que su anfitrión
celebraba. Los camareros acababan de servir dry martinis y canapés cuando, de
pronto, G. se subió a la mesa y, en lugar de hacer el discurso explicativo que
todos esperaban, se sacó la polla y orinó haciendo puntería en las copas de sus
invitados.
Fue una buena muerte, sin duda.
Mientras los invitados levantaban las copas y le dedicaban un brindis, un
formidable ataque de risa fulminó a G. Su corazón había reventado de placer.
Su tumba era un panteón fabuloso, de
tamaño muy superior al de la mayoría de las casas donde se hacinan los seres
irrelevantes que no cuentan para nada en este mundo. Claro está que, habida
cuenta del enorme secreto que G. se había llevado consigo a su último
domicilio, el panteón podía incluso resultar pequeño. En cualquier caso, era el
mayor y también el más caro de aquel pequeño y selecto cementerio situado en
una zona residencial. El ostentoso lujo del panteón de G. concitaba la envidia
y el resentimiento de los guardas, entes irrelevantes todos ellos que vivían en
lugares más pequeños que el panteón de G. y que, para mostrar el desdén
infinito que sentían por aquel muerto en particular, iban a mearse allí junto
con los perros que los acompañaban en su tarea de vigilancia.