Introducción
Simbología
de las imágenes del 11 de septiembre
Los acontecimientos del 11 de
septiembre de 2001 provocaron un alud de palabras, de discursos e imágenes que
aturdieron al mundo y cristalizaron en los miedos y odios colectivos que desde
hace varios siglos recorren nuestras sociedades. Desde esa fecha, terror y
terrorismo son las palabras que se han empleado con más intensidad, aunque no
siempre con el mismo sentido, tanto en la plaza pública como en las
conversaciones de salón.
No se puede negar el asombroso
simbolismo de las imágenes: las torres gemelas del World Trade Center, que
parecen suicidarse, anuncian el fin de un imperio que cae en manos de los
bárbaros; en Afganistán, los más sofisticados aviones acosan con láser a los
guerreros más arcaicos que cabe imaginar en medio de un decorado digno de la
Edad de Piedra. El imperio, en los cielos; los bárbaros, en las cavernas. El
imperio, encarnado por elegantes militares y civiles de traje y corbata; los
bárbaros, descalzos o en sandalias, con turbante y barbas pobladas, surgiendo
directamente de esas imágenes ancestrales propias de unos imperios antiguos o
bíblicos que creíamos desaparecidos para siempre.
Podríamos multiplicar a placer la
simbología de las imágenes surgidas a raíz de los acontecimientos del 11 de
septiembre; fusionan las de los videojuegos y películas de ciencia ficción con
las de un western bíblico que podría titularse Talibán o el terror santo.
Este libro no se propone disertar o analizar con ingenio unos acontecimientos
que pueden permanecer durante mucho tiempo en el misterio, sino que intenta
aplacar unas pasiones y miedos ocultos en el fondo de nosotros mismos y que,
desde hace tiempo, son alimentados por diversas obras, tanto serias como ligeras:
desde estudios académicos y respetados sobre el islam o los árabes, a las
novelas policíacas o de espionaje de fuerte tinte racista, pasando por la
minuciosa investigación sobre las redes del terror y sus ideologías, o las
espectaculares portadas de los grandes semanarios dedicadas al terror y al
islam.
Nosotros y «los otros»; la
«barbarie» que amenaza a la «civilización»; los «locos de Dios», los mártires
asesinos de civiles inocentes... Pese a todos los esfuerzos de la gente de
buena voluntad por mantener la cabeza fría y resistir la tentación del racismo
y el prejuicio, el 11 de septiembre es una fecha histórica, un hito especial en
una fractura que ha existido siempre: la que nos separa a nosotros, los
«civilizados» de ellos, los «bárbaros». La arrastramos desde los griegos en su
forma laica, y desde la Biblia en su forma sagrada: el pueblo de Dios en
permanente lucha contra otros pueblos que se obstinan en permanecer en las tinieblas.
En el siglo XX creímos controlar esa fractura al distinguir entre mundo
desarrollado y mundo subdesarrollado. Por desgracia, el mundo subdesarrollado
queda reducido hoy a la aventura de los talibán, estudiantes de religión como
ahora sabemos. Osama Ben Laden, su gran inspirador, escupe un fuego religioso
de tal violencia que deja estupefactos hasta a los más avisados especialistas.
Sin embargo, pertenece a una de las familias más prósperas del reino de Arabia
Saudí, ese país amado por Occidente y el mayor productor de petróleo del mundo.
Así pues, nuestras ilusiones se han tambaleado, y nos hemos visto obligados a
tomar partido. Ya no existe el mundo comunista. Existe el terrorismo, ese
terror brutal y ciego que se ha ensañado con los símbolos de la prosperidad del
imperio occidental: las dos torres del World Trade Center.
No trataré en estas páginas de cómo
ese acontecimiento pudo ocurrir, ni de por qué es posible preguntarse
legítimamente por una serie de negligencias difícilmente explicables.[i]
El simbolismo del 11 de septiembre, el del desencadenamiento de la guerra entre
la civilización y la barbarie, entre la democracia y el terrorismo, entre el
islam y el Occidente judeo-cristiano, se ha impuesto. Ben Laden, que primero
permaneció en silencio, terminó por entrar en el juego de la guerra total entre dos mundos irreconciliables,
justificando con ello todas las medidas, a nivel nacional e internacional,
tomadas por Estados Unidos para enfrentarse a ese «peligro global». Esas
medidas asustaron a más de un demócrata apegado a las normas del Estado de
derecho y a la legislación internacional; pero, en tiempos de un peligro
extremo, ¿cómo rechazar el modo de defenderse de un enemigo implacable?
Las páginas que siguen sólo
pretenden ayudar a luchar contra una simbología demasiado fácil, susceptible de
poner en peligro lo que queda de espíritu crítico, de independencia a la hora
de ver y entender el mundo. Ello no quiere decir que no haya que defenderse de
la subversión y la violencia subversiva, sino que para defenderse con eficacia
es necesario conocer bien la naturaleza de la batalla que vamos a librar y el
terreno sobre el que tendrá lugar.
Tras la conquista de América y la
invención de la imprenta, la máquina de vapor y la electricidad, eso que se
denomina Occidente es lo que diseña y forja el mundo. Para lo bueno y para lo
malo. Desde la publicación del famoso libro La decadencia de Occidente, escrito por Oswald Spengler hace
setenta años, en Occidente se suele considerar de buen tono anunciar el fin de
la hegemonía civilizatoria, el riesgo que corre la ciudadela «Occidente» de
caer en manos de los «bárbaros».[ii]
Recordemos también la profunda influencia ejercida por el gran historiador
británico Arnold Toynbee, quien, en una obra monumental y contemporánea de la
de Spengler, intentó sistematizar los factores de poder y decadencia de las
grandes civilizaciones.[iii]
El problema de la decadencia
obsesiona como nunca a Occidente: le asusta su propio poder, que no es sino el
anuncio de su futura decadencia. La reflexión de Toynbee sobre la decadencia de
las civilizaciones antiguas no puede por menos que inquietar al hombre
occidental, pues se articula en torno al efecto corrosivo de unos
«proletariados internos» y «externos», así como de unas «minorías que actúan»
sobre las grandes civilizaciones imperiales.[iv]
En un coloquio sobre la obra de Toynbee, dedicada a su concepción de las
diferentes civilizaciones y de los ciclos de la historia, Raymond Aron afirmó:
«Lo que más chocó fue que, aunque con algunas precauciones, Toynbee, como Spengler,
anunciaba la muerte de la civilización occidental o, al menos, la pronosticaba
un futuro bastante sombrío».[v]
En el caos actual del mundo, que tan bien ilustra el 11 de septiembre, las
tesis de Spengler y Toynbee cobran una sorprendente actualidad.
No pretendo describir en estas
páginas esa hegemonía, que siempre resurge, y cada vez más dinámica, incluso
cuando se ve a sí misma en plena decadencia, insustancial, debilitada por sus
propios éxitos materiales o filosóficos.[vi]
Intentaré más bien analizar las cuestiones preocupantes, descodificar las
imágenes fáciles y los clichés perversos que, desde esa supuesta fractura entre
civilización y barbarie, establecen el poder de unos y la debilidad de otros.
En este aspecto, lo más asombroso es
ese resurgimiento de los clichés religiosos, de los esquemas bíblicos, las
guerras santas y las «revanchas de Dios» que, desde hace varias décadas, han
invadido el enfoque de los análisis y las políticas internacionales.[vii]
¿Dónde están la filosofía de la Ilustración, el volterianismo y la
secularización del pensamiento que parecieron triunfar a escala universal tras
la segunda guerra mundial? La filosofía de la Ilustración había establecido
ciertos principios de vida y de acción, nos había liberado de las metafísicas y
de los dogmas religiosos, sobre todo gracias a su optimismo sobre nuestra
capacidad de construir un mundo mejor, de perfeccionar nuestro conocimiento
profano del mundo, de los recursos de sus civilizaciones y de los progresos de
la mente. ¿Ha desaparecido esa filosofía tras el fin del comunismo y la
consumación de la descolonización?[viii]
¿Ha muerto ese lenguaje de fraternidad universal que permite sentirse seguro,
no tener miedo del vecino? ¿Estamos condenados a aceptar pasivamente la
revancha de Dios, de ese Dios justiciero y vengador de la Biblia que guía y
salva a algunos pueblos y extermina a otros? ¿Hay que seguir viviendo con esa
fractura insoportable que el 11 de septiembre parece confirmar? ¿Cuáles son las
fronteras y los mecanismos de esa fractura?
Este ensayo intenta aportar
elementos para la reflexión, denunciando los clichés fáciles, las verdades a
medias, los lenguajes metafísicos y violentos que pueblan tanto los medios de
comunicación como las obras académicas, las literarias y las de
entretenimiento. Es evidente que hay que luchar contra la subversión, pero no
podemos envilecer nuestras mentes cayendo en lo irracional, en la metafísica
barata, en la antropología de salón que fabrica unos clichés y estereotipos tan
fáciles como tramposos sobre una supuesta esencia inmutable de los pueblos, las
religiones o las civilizaciones. Hay que invertir el simbolismo negativo del 11
de septiembre, hasta ahora dominante, para que ese acontecimiento espectacular
y sangriento marque el fin de una época y el comienzo de otra mejor, en lugar
de sumirnos cada vez más en el lenguaje estereotipado, la irracionalidad y el
ataque a las libertades y al progreso de nuestra autonomía como seres humanos.
Hay, pues, que luchar para mantener
el espíritu crítico, la ironía volteriana, el idealismo de Rousseau, de Locke o
de Kant. Hay que separar la tarea policial, dedicada a la lucha contra la
subversión, de la reflexión con vistas a un mundo mejor. Ligar las dos es hacer
realidad el temor expresado por George Orwell en su célebre novela, 1984: que en cada individuo se instale
un miedo que le impida cualquier intento de cambiar el mundo y el férreo orden
impuesto. No hay, pues, que dejarse aterrorizar por los terroristas, ni por los
que los persiguen y pretenden erigirse en policías de cuerpos y almas.
Para ello, hay que atacar las raíces
de esas inquietudes y miedos que se han convertido en una tupida malla de
clichés y prejuicios que oprime tanto a los habitantes de Oriente como a los de
Occidente. Ése es el empeño de este ensayo, que intenta desmitificar algunos de
los comportamientos o actitudes intelectuales que los acontecimientos del 11 de
septiembre han hecho cristalizar en la psicología colectiva. La avalancha a la
que hemos asistido en Occidente de interpretaciones del Corán y de libros sobre
el islam para comprender el 11 de septiembre dice mucho del grado de simpleza o
de estrechez mental al que hemos llegado. Parece como si la riqueza de nuestras
informaciones y saberes profanos no nos fueran ya de ninguna utilidad. Tampoco
son pertinentes esos sentimientos ambivalentes, expresados en Oriente, de
satisfacción ante la «bofetada» recibida por la mayor potencia de la historia,
ni las afirmaciones acerca del «pacifismo» de la religión islámica. Esta
psicología de vencidos y oprimidos, que no ha disminuido con la
descolonización, es un terreno fértil para toda suerte de neurosis colectivas y
milenarismos. El debate sobre la globalización económica, sus méritos y sus
taras, aumenta la confusión intelectual en la que nos encontramos.
¿Hemos perdido todo punto de
referencia, todo lenguaje razonable que posibilite la comunicación entre los
hombres, los países, los Estados, las sociedades? ¿Hay que abandonar la
filosofía de la Ilustración y tener como única guía la Biblia y sus esquemas, en
los que unos son los elegidos para la salvación y a otros se les reserva el
infierno y la barbarie? A esto tratan de responder las páginas que siguen, a
través de las cuales haremos un recorrido por los discursos e imágenes que,
desde el denominado Renacimiento y la Revolución industrial, Occidente ha
creado sobre sí mismo y sobre el mundo con una fecundidad en ocasiones
inquietante. Intentaremos elegir las imágenes más poderosas, sintetizar los
discursos o las grandes ideas de los que Occidente se considera portador y en
los que, casi a su pesar, enclaustra a un mundo por él dominado.
En muchas ocasiones, se podrá
cuestionar tal o cual simplificación, determinados resúmenes o menciones
sucintas de filosofías antropológicas, recordar que existen obras que no
pertenecen a la corriente aquí criticada. En realidad, este ensayo no pretende
ser una obra de erudición, una suma crítica del pensamiento occidental que, por
otra parte, no es un pensamiento fácil de aprehender. Su intención, más
modesta, es mostrar que esa racionalidad individualista de la que se
enorgullece no es tan evidente como quieren hacernos creer una serie de
imágenes y un discurso que denominaré narcisista, producto de la cristalización
de un lenguaje mítico fruto de la modernidad cultural occidental. Esas imágenes
y ese discurso han pasado a la cultura común y se imponen como evidencias al
hombre de la calle, o lo que es más, como un sistema axiomático de comprensión
del mundo. Dicha cultura común se ve fortalecida, acentuada, por los grandes
órganos de prensa, por los medios de comunicación, por la corriente principal
de la investigación académica, prisionera como nunca de la sociología weberiana
(que se mencionará con frecuencia) y de las tradiciones antropológicas que
fosilizan a las sociedades en una clasificación binaria, o en unos tipos
ideales que no se corresponden con la complejidad de las diferentes evoluciones
históricas ni de las realidades sobre el terreno.
En efecto, la sociología de Max
Weber, que sigue dominando las ciencias sociales, inauguró una forma de
clasificar las sociedades según un tipo ideal que contrapone las sociedades
modernas y racionales a las sociedades «carismáticas» o «mágicas», en las que
dominan la religión, los vínculos familiares y la figura carismática de un jefe
patriarcal. Más tarde, los antropólogos consagraron esa distinción entre
sociedades «tradicionales», precapitalistas, y sociedades modernas. A ello hay
que añadir la influencia de Durkheim con su célebre obra sobre Las formas elementales de la vida religiosa
(1912), en la que confirma esa visión dicotómica. Durkheim sostiene la
importancia de lo religioso en la estructuración de las sociedades, y opone las
sociedades primitivas a las europeas modernas, que se han apartado de lo
religioso.
Tanto en Durkheim como en Weber se
percibe una gran nostalgia de la influencia de la religión sobre la sociedad,
tal y como ellos la imaginan e idealizan. Weber hará de la historia del
Occidente moderno la historia del «desencantamiento» del mundo, de su salida
del universo mágico de la religión. La civilización técnica e industrial de
Europa originará, así, toda una corriente de desencanto, de desarraigo, de
pérdida de los orígenes, de miedo al declive y la decadencia; una corriente que
hará que se mire a los pueblos de fuera de Europa y su evolución bajo la óptica
de la modernidad occidental y con una mezcla explosiva de atracción y
repulsión. Es «la institucionalización de la melancolía» de la que con tanta
propiedad habla Serge Moscovici –posiblemente el que mejor ha interpretado las
obras de Durkheim y Weber.[ix]
Al analizar la obra de Durkheim, y
en particular su texto sobre Las
formas elementales de la vida religiosa, que considera «la obra más acabada de Durkheim», Moscovici estima
que:
«Está escrita en ese
estilo oscuro y árido, típico de la sociología, que no anima a leer. Pero, si
se presta oído, por todo el texto fluye una música envolvente, como un río
subterráneo cuyo murmullo nos acompañara por el bosque. Uno se queda
desconcertado. El lenguaje erudito se libera, se eleva para alcanzar el
lenguaje del profeta y del visionario. Al oírlo he comprendido por qué Durkheim
no cesaba de decir a los que le rodeaban: “No olvidéis que soy hijo de rabino”. En todo caso, su teoría de la
religión es la que mejor nos muestra la ecuación entre el hecho social y la
autoridad moral o psíquica. Nos hallamos en la cima de la sociología. Frente a
este libro, todos los trabajos anteriores son como las escalas de un pianista o
los bocetos de un pintor».[x]
Esa melancolía provocará el
pesimismo de un Spengler, de un Kierkegaard o de un Heidegger, que sistematizan
filosóficamente el malestar vital de la sociedad occidental. Heidegger será el
gran teórico de esa supuesta liberación de la metafísica que los «tiempos
modernos» y la civilización técnica aportan a Occidente. Otra etapa más del
desencantamiento de un Occidente que ha llegado a la cima de su poder y que se
halla solo frente a sí mismo, y, por tanto, sumido en la angustia provocada por
el hecho de que el hombre deviene así un «ser nuevo».[xi]
Más adelante volveremos sobre los efectos de esta angustia en el comportamiento
de Occidente.
Introducción. El simbolismo de las
imágenes del 11 de septiembre
[i].
Podemos preguntarnos, en efecto, por qué
Estados Unidos, que ya había acusado a Ben Laden en 1998 de ser el autor
de los atentados contra las embajadas estadounidenses en África, no tomó
entonces todas las medidas antiterroristas que adoptó tras los atentados del 11
de septiembre.
[ii].
El considerable trabajo de Spengler (La decadencia de Occidente. Bosquejo de una
morfología de la historia universal) que nos ha marcado tan
profundamente, apareció en 1932 en Alemania (en España la edición más reciente
es de Espasa Calpe, Madrid, 1998). Mucho más recientemente, el profesor estadounidense
Paul Kennedy ha publicado The Rise and Fall of the Great Powers. Economic
Change and Military Conflict from 1500 to 2000 [trad. esp: Auge y Caída
de las grandes potencias, Plaza y Janés, Barcelona, 1994].
[iv].
No hay que olvidar que las obras de reflexión sobre la historia universal son
herederas de Bossuet y de la filosofía de la Ilustración que «laiciza», con
Voltaire y Montesquieu, las tradiciones de la historia sagrada, de la historia
con un fin superior. También hay que subrayar la obra de Jacques Pirenne, Les Grands Courants de l'histoire
universelle (12 volúmenes, Éditions de la Baconnière, Neuchâtel, 1959), que
sistematiza la idea de que los imperios continentales son por esencia
autoritarios y los marítimos, liberales.
[v]. Raymond Aron (dir.), L'Histoire et ses interprétations, entretiens autour d'Arnold
Toynbee, Mouton & Cie, La Haya, 1971, pág. 19.
[vi]. Véase al respecto: Sophie Bessis, Occidente y los otros: historia de una
supremacía, Alianza, Madrid, 2002.
[vii].
Hemos tomado prestado el título del libro de Gilles Kepel, La revancha de Dios: cristianos judíos y musulmanes a la reconquista
del mundo, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1995.