Vientos de huracán

Prólogo

 

 

1991. Es invierno. La mujer está sentada a su mesa y escribiendo en su despacho de Milton Keynes. El despacho es una de las dos salas de un cubo prefabricado situado en el perímetro oriental de un pequeño aparcamiento. Fuera hay una flota de coches casi nuevos, bruñidos y resplandecientes bajo la fría luz de la mañana. Encima de cada uno de ellos hay un idéntico letrero de plástico, «Autoescuela M&P», resaltado en rojo, blanco y azul.

La mujer deja lo que está haciendo y levanta la vista. Examina los coches con una mirada protectora y maternal. Se queda mirando uno de ellos, el más nuevo, un Ford Fiesta color cobalto último modelo. Este coche significa algo especial. La escuela lo ha recibido hoy mismo y es su vehículo que hace veinte. La redondez y la pulcritud de esa cifra, veinte, le fascina, y deja que dé vueltas en su mente como si fuera una canica verde y perfecta.

Ahora ve salir a uno de los instructores de su equipo de una sencilla sala de empleados que hay en un bloque de cemento colocado sin ceremonias al otro lado del aparcamiento. El hombre camina con brío hasta uno de los coches perfectamente aparcados. Un poco decepcionada, aunque sabe que se trata de un desarrollo correcto e inevitable de la escena que ella inspecciona, la mujer observa cómo el hombre entra en el vehículo, arranca y empieza a alejarse para recoger al primer cliente del día. A mediodía, como siempre, el aparcamiento estará vacío, y luego todos regresarán por la noche, como las partículas que entran y salen de un pulmón. Los coches se marchan como el carbono y regresan como el oxígeno, es decir, en forma de beneficio.

En una ciudad como ésta, donde todo el mundo necesita conducir, y que se está expandiendo a un ritmo más rápido que ninguna otra de Europa, ya nadie se salva de esa competencia cotidiana. El crecimiento de la demanda resulta predecible por una simple cuestión demográfica. Y sin embargo, el hecho de que se rompa la simetría de los veinte vehículos, dispuestos en un rectángulo de cinco por cuatro, le impide disfrutar del esmero con que se desarrolla la escena.

A la mujer le gustan las disposiciones geométricas. No es algo que resulte obvio al ver su aspecto, que no delata ninguna de las señales externas de ascetismo que uno puede esperar de un entusiasta de la matemática formal, de una devota del orden correcto de las cosas. Está morena como resultado de unas vacaciones recientes en el extranjero, pero le ha añadido un tono más al bronceado gracias a un producto cosmético de los caros. Además de la intensidad del color de la piel, su rasgo más prominente es el exceso. Lleva una cadena dorada demasiado grande, le cubre la cara una gruesa capa de maquillaje, tiene unos muslos que engordan por momentos y los labios emplastados de carmín. No hay en ella nada anguloso ni reseco. Está claro que ha llegado a la mediana edad, pero parece alegre y satisfecha. Lleva un traje de chaqueta color rojo brillante, con el cuello negro y un poco de hombreras, zapatos de tacón no muy alto y pendientes falsos de Chanel. Tiene el pelo castaño rojizo. Sus ojos, que sugieren una extraña mezcla de sosería y de una determinación soterrada e implacable, no se pierden detalle. Delante de ella, dos libros de contabilidad encuadernados y alineados exactamente con el borde de la mesa cubierta con un tapete de cuero verde a la que está sentada. Con el índice de la mano derecha traza figuras circulares en la cubierta del libro de contabilidad de la izquierda, una especie de juego preliminar al inminente cálculo y manoseo de cifras que la llevará al éxtasis contable de la simetría perfecta.

Suena el teléfono y se le ocurre la posibilidad de no descolgarlo, ya que sólo son las ocho de la mañana y no se ha terminado el café ni el bollo con pasas recién hecho que ha comprado en la panadería del enorme centro comercial al que da su despacho. Después de considerarlo, hace un pacto mental: si suena más de diez veces, lo cogerá. Al undécimo timbrazo, lo coge. Sale del auricular una voz suave con acento del norte.

–¿Es la señora Buck?

–Sí.

–Buenos días, señora Buck. Me llamo Julie y la llamo de parte de British Telecom. Siento molestarla, pero nos estábamos preguntando si le gustaría aprovechar la oportunidad de adquirir algunos de los nuevos servicios que estamos...

–No, lo siento. Se ha equivocado.

–¿Cómo dice?

–Quiero decir que soy yo quien se ha equivocado. No soy la señora Buck.

–¿Cómo? Me ha parecido oír...

–Lo era.

–Oh.

–Ya no lo soy.

Maureen cuelga. Se pregunta cuánto tiempo va a seguir siendo la señora Buck, y confía en que se acabe pronto. Le gusta su nueva vida. Sobre todo, porque es nueva de verdad, como recién hecha, igual que el bollo que se está comiendo delicadamente a pequeños bocados rematados con elaboradas maniobras de limpieza bucal, para las cuales usa la servilleta de papel que le han dado. Apura lo que le queda en la taza y se relame, ya que no hay nadie que la oiga transgredir los buenos modales que intenta cultivar desde que era joven. Luego se vuelve hacia los libros de contabilidad y abre el que ha estado acariciando con el dedo. Las noticias que contiene, ya lo sabe, serán buenas.

 

Mientras abre el libro de contabilidad, a unos ochenta kilómetros al sur, un hombre permanece de pie bajo un paso elevado en Londres, meciéndose de atrás hacia delante y apoyando el peso del cuerpo primero en los talones y después en las puntillas. El balanceo dura cinco minuto, tal vez seis. Aquí no brilla el sol, hay un aguacero interminable y monótono.

La gente que pasa a toda prisa camino a la entrada de la estación de metro cercana evita mirarlo. El hecho de que nadie sepa qué hace ahí, con una sonrisa absurda y exagerada, y balanceando su cuerpo pone a los transeúntes en guardia. Lo clasifican como un loco, lo vuelven invisible. La sonrisa del tipo se ensancha. Emerge algo parecido a una risa, pero la ahoga el rugido del tren que se acerca.

La sonrisa se desvanece. Da un trago largo de una lata que tiene agarrada en la mano izquierda. Luego aplasta la lata y la deja caer junto a las cinco o seis vacías que ya ha dejado caer en el mismo sitio. Para de mecerse. Tiene la cara quieta, en reposo. Cierra los ojos.

Su cara, ahora vacía de expresión, expone con claridad la topografía de sus daños. Por los pómulos y la nariz le serpentean unos vasos sanguíneos finos y de color bermellón. En esa parte de la cara se ve todavía la huella de un grave hematoma, y tiene la mata de pelo espesa y de punta por efecto de la mugre como si se lo hubiera peinado y engominado. La impresión que produce es parecida a la de las plumas rotas en el lomo de una paloma herida. Tiene la boca fina y con las comisuras muy inclinadas hacia abajo. El efecto no es tanto de tristeza como de anestesia. Ya no le queda vigor para levantar esas comisuras, para continuar con la pantomima de una broma que sólo comparte con la lluvia.

Sigue sin abrir los ojos. La gente pasa a toda prisa. La lluvia arrecia y el viento que la arrastra arroja oleadas de agua bajo el paso elevado. Pero el hombre no se mueve. Llega otro tren.

Ahora tiene la ropa empapada por todos lados. La humedad parece neutralizar los colores; no es que carezcan de color, sino que resultan inidentificables con ningún color en particular. Es el color de algo que se ha caído por el abismo secreto del mundo.

Reaparece un pálido asomo de sonrisa. Luego abre los ojos otra vez. Los tiene inyectados en sangre. En algún momento fueron de color azul lavanda, pero ahora se han vuelto del mismo no color húmedo que la ropa del hombre. Y sin embargo parecen refulgir un instante, con una luz que está en algún punto del extremo oscuro del espectro verde-azul y que envía mensajes que nadie puede leer. Los párpados se ensanchan un poco. Luego el hombre los vuelve a cerrar. Y da un paso adelante. El flujo de peatones cambia para eludir el obstáculo, obligados ahora a reconocer de forma momentánea la existencia del hombre y por tanto también la suya propia.

El tráfico se derrama calle abajo con urgencia, con cada limpiaparabrisas en lucha contra el aguacero, creando ese parpadeo intermitente entre la claridad y la opacidad. Cuando pasa el tren y el tráfico gruñe, los dos ruidos se combinan para crear una gruesa y tambaleante pared que elimina cualquier resto de voz humana emitida a un volumen normal. Coche y tren, tren y coche, la indiferencia sistemática de las maquinas. El tipo da otro paso adelante. El flujo de peatones se reorienta automáticamente.

El hombre llega al bordillo, se queda allí plantado y espera a que los trenes y los coches se combinen para lo que ha de llevarle a la destrucción. La naturaleza de ese ruido es la señal de entrada que se ha dado a sí mismo, absurda y sin sentido. A él le parece apropiado. El tren de las 8:03 lleva retraso. La culpa es de un fallo mecánico en Stratford.

Al final, sin embargo, el hombre oye acercarse el tren. Traga saliva. Vuelve a tragar saliva y parpadea, una sola vez. Aunque está muy borracho –lleva un año y medio muy borracho– siente una descarga subterránea e inesperada de miedo. Esto quiere decir que yerra un poco el paso cuando abandona el bordillo, afectado por el fantasma de un cambio de opinión. Así que el camión, cuando lo golpea, no lo alcanza de lleno, sino que le empuja el hombro, de refilón, y lo lanza a seis metros de distancia. Y el resultado no es suficiente. En lugar de la cálida oscuridad que esperaba encontrar, se produce una cacofonía de dolor que borra el mundo de vista.

Como si la lluvia fuera adrenalina, la multitud, tan apelotonada un momento atrás, tan escrupulosa en su indiferencia, tan lúcida en la elección de sus horizontes, fluye descontrolada hacia él. Se oye gritar a sí mismo. Oye voces que farfullan a su alrededor, palabras que su agonía vuelve incomprensibles y carentes de significado.

El dolor no sólo no ha conseguido matarlo. Le ha llenado de vitalidad, le ha hecho consciente del edicto más antiguo que tiene codificado en los genes: sobrevivir. Su grito resuena procedente de un lugar cuya existencia ignoraba. El embotamiento de su espíritu se ha cancelado momentáneamente. Por primera vez desde que puede recordar, en el momento elegido para morir, quiere vivir. No está en condiciones de captar la ironía.

Pasa cierto tiempo hasta que llega la ambulancia. Después de la excitación inicial por el incidente, que luego se multiplicará en un centenar de anécdotas, cada una de ella imprecisa a su propio modo, cada una de ellas desproporcionada según la magnitud del suceso, los transeúntes sienten vergüenza. Muchos se niegan a que el destino de un vagabundo borracho desordene los hábitos cotidianos que tan bien aparecen en el interior de sus agendas de anillas y siguen su camino. A otros les fascina la sangre que todavía mana en cantidades extraordinarias de las diversas heridas de la cabeza del hombre, del pecho y de lo que le queda de la pierna derecha, y han pasado del shock inicial a un voyeurismo irreprimible. Un tercer grupo permanece paralizado por la necesidad de hacer algo, compensada por una incapacidad total para hacer nada en absoluto.

Pero continuar con su camino parece más insensible que quedarse. Así que apoyan el peso del cuerpo primero en un pie y luego en el otro y charlan en tono preocupado a falta de una acción más enérgica. El espectáculo de la agonía de este hombre es demasiado extraordinario para marcharse. Y sin embargo ahora quieren que los liberen del mismo, quieren regresar flotando a sus vidas y consignar esto al recuerdo primero y al olvido después.

Unos pocos de este tercer grupo intentan hablar con el hombre del que está escapando la vida, pero las palabras les salen como amortiguadas y empequeñecidas por las dimensiones del suceso. ¿Dónde le duele? La ambulancia no va a tardar. ¿Puede mover la pierna? Se pondrá bien.

Esta última y piadosa mentira constituye el más profundo de los engaños que tienen lugar en la escena, completamente ajena a lo que queda postrado sobre la acera resquebrajada y ensangrentada. Las palabras las pronuncia con los ojos como platos el conductor del camión, que lo último que esperaba hoy era matar a un hombre. Transporta botes de plástico a un fabricante de alimentadores de Wakefield. A pesar de su disgusto, le preocupa llegar tarde. Saca un cigarrillo, lo enciende y lo apaga casi de inmediato. Lo importante es hacer algo.

Ahora se oye el sonido alentador de una ambulancia. Una ola de alivio empieza a elevarse sobre los espectadores. Quieren que termine ya su responsabilidad en este suceso. Pero la sirena resulta ser de un coche de policía, ocupado en otra misión que nada tiene que ver con esto. El coche pasa de largo y la sirena se pierde a lo lejos.

La pierna derecha ha quedado casi amputada por debajo de la rodilla. Han aparecido corales de hueso de un color espantosamente blanco. La imagen resulta insoportable para uno de los espectadores y el ruido de sus arcadas se une al coro de murmullos ansiosos, de motores de automóvil, de gaviotas y de aviones en pleno descenso. Llega otro tren. El tráfico avanza igual que antes, con los conductores sucesivamente irritados por la mole del camión detenido sobre las líneas en zigzag de la calzada.

Ahora la ambulancia llega de verdad. Se anuncia mediante luces y sonido, como una triste caballería que llega en medio de la lluvia, se acerca chirriando al escenario de lo que alguien anotará en el libro de registro del camionero como «incidente». Una palabra neutra y sin connotaciones de dolor.

La ambulancia se detiene detrás del camión. Salen dos hombres, con chalecos amarillos reflectantes sobre los uniformes. Soportan la imagen sin dar muestras de shock o de repulsión. Son veteranos. La carnicería resulta trivial.

Siguen su rutina. Un vistazo basta para poner en marcha la primera parte. Uno de ellos, corpulento, de cara rubicunda y expresión irascible, llama al hospital por radio para asegurarse de que habrá cirujanos listos en un tiempo de llegada estimado de quince minutos. Habla con calma, de forma casi delicada, a pesar de la violencia que transmite su cara. Esa furia es una ilusión. Se trata de un buen hombre a quien su trabajo le resulta agotador y triste.

El otro hombre, más pequeño y más joven, atiende al amasijo tembloroso que yace en la acera. Le habla en murmullos. Saca varios aparatos de una bolsa, prepara una inyección y se la aplica. El paciente se calma un poco. Ahora gimotea en vez de gritar, pero sigue aterrado. La droga no es lo bastante fuerte como para eliminar ese impulso primario.

Al cabo de unos minutos lo cargan en la camilla. Le han colocado la pierna medio amputada, ahora en un torniquete, casi por separado, casi como algo de lo que se hubieran acordado en el último momento. Los dos hombres de la ambulancia tienen claro que la pierna no se puede salvar. También tienen claro que el hombre al que ahora introducen en la pequeña cabina que es la parte trasera de la ambulancia no la va a necesitar de todos modos. Le queda un día de vida, dos como mucho. Tal vez menos, tal vez llegue muerto al hospital.

La posibilidad de la donación de órganos le pasa por la cabeza automáticamente al mayor de los hombres de la ambulancia, pero casi se ríe de semejante tontería. Los órganos de los vagabundos son detritos, sobre todo los de esta edad: sesenta y pocos, aventura, restando diez años de lo que la cara aparenta por los estragos de la vida en las calles.

Nada de donación. La bomba del corazón, el filtro gris de los riñones y la esponja blanda de los pulmones están siempre demasiado endurecidos, demasiado reblandecidos, demasiado perforados o grasientos o llenos de cartílagos. Y por supuesto, el hígado... No se trata de carne de primera calidad. Ningún paciente, por mucho que se viera agonizante, desesperado, sin aliento y unido a la máquina de diálisis, aceptaría unas ofrendas tan deterioradas.

El viaje al hospital transcurre sin incidencias. Tras la marcha de la ambulancia, algunos de los peatones que han quedado atrás todavía observan la mancha marrón de la sangre, disfrutando de una emoción culpable. Los enfermeros están pensando en cuántas horas de turno les quedan. El hombre de la camilla delira. Sus pensamientos son como pedazos esparcidos de cristales rotos, cada uno de los cuales contiene un reflejo conectado a una imagen más amplia, pero imposible de recomponer. Piensa en un bulevar amplio salpicado de tejos. Piensa en una mujer con el pelo castaño rojizo que saca un ave desplumada y atada de un horno microondas. La mujer sonríe pero no es feliz. Piensa en una habitación con la calefacción demasiado alta y un barómetro en forma de guitarra española. Oye el sonido de una cascada de cuerdas de orquesta.

En el hospital los médicos y las enfermeras se le agolpan alrededor nada más sacarlo de la camilla. Algo en él agradece la atención, incluso se siente halagado. Pensaba que había perdido semejantes privilegios mucho tiempo atrás. Las heridas lo elevan a uno. Hacen que la gente te respete.

Poco después de que lo saquen de la camilla, el hombre pierde el conocimiento. El cirujano, un sexagenario encorvado y cínico, con un odio a la vida que en cierta medida responde al hecho de que le haya corrido a raudales entre las manos, apenas encuentra motivos para operar. Ha usado su cuchillo de salvador con demasiados matones callejeros y borrachos y casos desesperados con las entrañas devastadas y eso le ha impedido dedicarles tiempo a aquellos que considera personas más valiosas, a aquellos que cree que han caído en desgracia por mala fortuna en lugar de por debilidad personal. Odia lo que está intentando salvar. Es un gasto inútil de recursos.

De inmediato saca la conclusión de que es probable que este hombre vaya a morir. Las funciones vitales son demasiado débiles. Es una pérdida de tiempo. Extirpa lo que queda de la pierna, movido por un afán de limpieza y decoro. Luego vuelve a cerrar al hombre y medio desea una línea plana en la pantalla. Pero todavía se elevan las colinas verdes y afiladas de un pulso débil. Otra cama de hospital echada a perder.

El hombre es trasladado a la unidad de cuidados intensivos. Aunque tiene una tarjeta de la seguridad social que lo identifica como Charles William Buck, no se puede encontrar a ningún pariente. Le sacan de la muñeca un viejo reloj digital, recién aplastado. En la parte trasera del mismo aparece una inscripción: de mo a rock.

No lleva dinero en la cartera. Lo único que hay es un recorte de periódico amarillento, una vieja nota necrológica. «Hasta siempre, maestro». Al camillero que se encarga de esas cuestiones le parece que carece de valor y la tira en un cubo de basura junto a un montón de vendas usadas.

No hay nadie para ver la aciaga coda a la vida de Charles William Buck. O casi nadie. Hay cuidadores profesionales que visitan la unidad de cuidados intensivos, ángeles de la muerte. La mayoría son mujeres movidas por impulsos complejos. Para consolar a los que mueren, pero también para consolarse a sí mismas, que se mueren a un ritmo más lento. Buscan una forma de creer que son buenas personas. Buscan una forma de resultar útiles al llegar a la mediana edad, una vez los hijos se han marchado de casa y están en la universidad o en el primer año de sus trabajos respetables. Revolotean de una cama a otra, en busca de tristeza que aliviar y de señales de consciencia con la que se pueda establecer una breve conexión.

Una de ellas permanece de pie junto a la cama de Charlie Buck. En su habitación suena una radio. Está emitiendo un discurso del primer ministro, John Major, que se dirige a la nación a fin de prepararla para la Guerra del Golfo. La mujer, que tiene cincuenta y tres años y es la esposa de un juez de distrito, lo mira con ojos apenados y extraviados. Está sentada en la cama. El hombre, que tiene respiración asistida, parece existir sólo como extensión de una red de tubos de colores claros que eliminan diversos tipos de fluidos de lo que queda de él y le proporcionan otros.

La mujer le habla al bulto mutilado que hay debajo de la manta, a la cara distorsionada por los tubos y por las tristes costras de sus sesenta y un años de vida. En las partes demacradas de su cara que no han resultado heridas puede ver que es un borracho.

La pena y la locura la tienen perpleja. Ha terminado los cursos de orientación psicopedagógica, ha llevado a cabo docenas de sesiones con hombres y mujeres desgastados y un poco avergonzados que declaraban sus nombres y sus aflicciones: soy alcohólico, soy drogadicta, soy mi enfermedad.

–Charles Buck –dice con una voz tan suave que le da la impresión de que incluso un paciente del todo consciente podría no entenderla–. ¿Puedo llamarte Charlie?

Espera unos segundos e imagina una respuesta.

–¿Qué te ha pasado, Charlie?

Piensa: una vez fue un niño que corría a la tienda de la esquina en busca de dulces y abrazaba las rodillas de su madre. La idea le da ganas de llorar. Es una sentimental. La emoción es parte de los ingresos que recibe por trabajar allí. Es una especie de recreo.

Para su sorpresa, el hombre de la cama reacciona. Parece que intente componer una respuesta. Pero las palabras, si es que son palabras, le salen embrolladas, ocluidas por los labios secos e hinchados. La mujer no las entiende. Al cabo de unos segundos piensa que se las ha imaginado. No hay nada que hacer con él.

Y se acabó. La oscuridad anterior interrumpe el resto de palabras que no puede pronunciar.

La mujer deja la cama tras ver por el rabillo del ojo un parpadeo de consciencia en una víctima de infarto que yace tres camas más allá. La radio tartamudea, un ruido de fondo que se une a la armonía de leves ruidos mecánicos y de aparatos electrónicos que, desafiando a la naturaleza, prolongan la vida.

John Major está terminando el discurso. Las palabras que Charles William Buck oye pero no puede entender, antes de que un trastorno en su electrocardiograma dispare una alarma en el puesto de las enfermeras son:

Buenas noches a todos y que Dios los bendiga.