Pisando los talones

La lluvia cesó poco después de las cinco.

El hombre que había estado sentado en cuclillas junto al grueso tronco del árbol empezó a quitarse el chaquetón muy despacio. La lluvia no era muy intensa y no había durado más de media hora. Sin embargo, notó que la humedad le había traspasado la ropa. Lo sacudió un repentino arrebato de cólera, ante la idea de pillar un resfriado ahora, justo en mitad del verano.

Se quitó el impermeable y lo dejó en el suelo antes de levantarse. Tenía las piernas entumecidas, así que empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, para poner en marcha la circulación de la sangre, al tiempo que echaba una ojeada a su alrededor.

Sabía que aquellos a quienes esperaba no llegarían hasta las ocho, tal y como habían planeado. Sin embargo, existía el riesgo, aunque ínfimo, de que alguna otra persona apareciese paseando por alguno de los senderos que serpenteaban a través del parque natural. Esto era lo único que quedaba fuera del alcance de su plan, lo único de lo que no podía estar seguro.

No obstante y pese a todo, no sentía la menor inquietud. Era la noche de San Juan. En el parque no había ni zona de camping ni lugares expresamente destinados a la celebración de la fiesta. Por otro lado, las personas a las que esperaba habían elegido el sitio con extremo cuidado, pues no querían que nadie los molestase.

Hacía ya dos semanas que habían decidido dónde se iban a reunir. Para aquel entonces, él ya los llevaba siguiendo muy de cerca varios meses. Al día siguiente de que se hubiesen decantado por aquel lugar, él fue a localizarlo, procurando que nadie se fijase en él mientras se encontraba en el parque. Hubo un momento en que una pareja de personas mayores apareció por uno de los senderos, así que se escondió tras un arbusto hasta que se hubieron alejado.

 

 

En cuanto encontró el lugar que habían elegido para su fiesta de la noche de San Juan,

comprendió que se trataba de un rincón ideal. Se hallaba situado en una hondonada, rodeada de espesos matojos y, algo más retirados, algunos arbustos.

No podían haberse decidido por un lugar mejor. Ni para sus propios fines, ni para los de él.

Ya se estaban dispersando las nubes y, tan pronto como salió el sol, subió la temperatura.

Aquel mes de junio había resultado bastante frío. Con cuantas personas había hablado del tema, se habían quejado de las primeras semanas del verano en Escania. Y él se mostraba de acuerdo.

Él siempre se mostraba de acuerdo.

De hecho, solía pensar que ésa era la única posibilidad de escabullirse, de evitar cuantos inconvenientes se cruzasen en su camino.

Era un arte que había aprendido a dominar. El arte de mostrarse de acuerdo.

Contempló el cielo y comprobó que no amenazaba lluvia. La primavera y el inicio del verano se habían presentado realmente fríos pero, ahora que empezaba a anochecer, justo la noche de San Juan, el sol se había decidido a salir.

«Será una noche muy hermosa», se dijo. «Además de memorable.»

Se percibía el perfume a hierba mojada. Oyó el aletear de algún pájaro cercano mientras divisaba el mar a la izquierda de la pendiente.

Se puso en pie y escupió la bolsita de tabaco que había estado chupando y que ya le empezaba a chorrear por la comisura de los labios, y la aplastó en la arena.

Nunca dejaba huellas tras de sí. Nunca jamás. Aunque a menudo pensaba que debería dejar de chupar tabaco. Era un mal hábito que no encajaba con su personalidad.

 

 

Habían acordado reunirse en Hammar.

Resultaba el lugar más adecuado, ya que algunos venían de Simrishamn, mientras que otros saldrían de Ystad. Desde aquella ciudad, partirían hasta el parque natural, aparcarían los coches y se pondrían en marcha hacia el sitio elegido.

En realidad, no había sido una decisión común pues habían barajado, durante mucho tiempo, propuestas diferentes, que se habían ido intercambiando entre sí. Sin embargo, el día en que uno de ellos propuso este rincón del parque, todos lo aceptaron sin vacilar. Tal vez porque el tiempo apremiaba y aún les quedaban muchos preparativos que disponer. Faltaba ya poco para el gran día. Uno de ellos quedó al cargo de la comida, mientras otro se responsabilizó de ir a Copenhague y alquilar los disfraces y las pelucas necesarios. Ningún detalle había de quedar supeditado al azar.

Asimismo, se habían preparado para la eventualidad de que hiciese mal tiempo.

A las dos de la tarde de la víspera de San Juan, el responsable de tal cometido guardó un gran protector de plástico en una bolsa de deporte, en la que también metió un rollo de cinta adhesiva y unas cuantas varillas de metal ligero. Tenían pensado pasar la noche a la intemperie aunque lloviese, pero no querían mojarse.

Lo tenían todo muy pensado. Lo que, a pesar de todo, llegó a suceder, fue algo que nadie habría podido prever.

Uno de ellos se puso enfermo de forma repentina.

Era una joven, tal vez la que más entusiasmo había mostrado ante lo que iba a ocurrir la noche de San Juan. No hacía ni un año que conocía al resto del grupo.

Así, aquella mañana se había levantado temprano con una ligera sensación de mareo. Pensó al principio que no eran más que nervios pero, horas después, casi a las doce, empezó a vomitar y a tener fiebre. Aunque no perdió la esperanza de que se le pasaría, a las dos de la tarde, cuando llamaron a la puerta para recogerla, no tuvo más remedio que admitir que estaba enferma.

Ésa fue la razón por la que tan sólo tres de ellos se reunieron en Hammar poco antes de las siete y media de la tarde, la víspera de San Juan. Sin embargo, no se dejaron abatir por este imprevisto. Tenían experiencia y sabían que eran cosas que pasaban, que nadie podía estar preparado ante la eventualidad de una enfermedad repentina.

Aparcaron los coches fuera del recinto del parque natural, cogieron sus cestos y bolsas y desaparecieron por uno de los senderos. Uno de ellos creyó oír las notas de un acordeón a lo lejos. Por lo demás, no se percibía más que el canto de algunos pájaros y el rumor remoto del mar.

 

Cuando llegaron al lugar elegido, comprendieron enseguida que no se habían equivocado. Allí no los iban a importunar y podrían aguardar el amanecer sin sobresaltos.

El cielo estaba totalmente despejado.

La noche de San Juan sería una noche clara.

Empezaron a planear cómo celebrar la fiesta a principios de febrero, un día en que surgió la conversación de cuánto ansiaban la claridad de aquella noche. Bebieron más vino de la cuenta y discutieron, durante largo rato, acerca de lo que la palabra «penumbra» significaba en realidad.

¿Cuándo se iniciaba aquel estadio intermedio entre la luz y la oscuridad? ¿Podía describirse con palabras una tierra en penumbra? ¿Cuánto podía ver el ojo humano en aquel espacio de tiempo en que la luz era tan vaga que uno creía hallarse en un punto impreciso, en ese estado escurridizo tan próximo a la sombra creciente?

No llegaron a ponerse de acuerdo y la cuestión de la penumbra quedó sin resolver. Aunque lo que sí lograron aquella noche fue trazar las primeras líneas del plan para su fiesta.

Una vez en la hondonada, dejaron los cestos en el suelo y se retiraron, cada uno a un rincón para cambiarse de ropa al abrigo de los espesos arbustos, de los que colgaron los espejos de mano que llevaban con objeto de comprobar que las pelucas quedaran bien colocadas.

Ninguno de ellos tenía la menor sospecha de que, a cierta distancia, un hombre observaba el desarrollo de sus complejos preparativos. El conseguir que las pelucas quedaran bien era lo más fácil. Más ardua resultaba la tarea de ponerse los corpiños, los pequeños cojines y las enaguas, o los pañolones, los alfileres y, ¿cómo no?, las gruesas capas de polvos de maquillaje. Todo tenía que ser auténtico. Cierto que estaban jugando a un juego, pero jugaban muy en serio.

Habían dado las ocho cuando salieron de detrás de los arbustos. Se quedaron mirándose unos a otros, sobrecogidos los tres. Una vez más, habían salido de su propia época para introducirse en otra muy distinta. La época de Bellman *.

Se fueron acercando poco a poco y rompieron a reír; aunque la gravedad volvió enseguida a sus semblantes. Extendieron un gran mantel, sacaron los víveres que llevaban en los cestos y pusieron una casete donde habían grabado varias de las Epístolas de Fredman *. 

Y empezó la fiesta. Después, cuando el invierno llegase de nuevo, tendrían el consuelo de recordar esa noche.

En aquellos momentos, estaban forjando un nuevo secreto que les pertenecía a los tres.

 

 

Estaba ya próxima la medianoche y aún no se había decidido.

Sabía de sobra que no tenía por qué darse prisa, pues se quedarían hasta la mañana. Tal vez incluso tuviesen pensado quedarse allí a dormir las primeras horas del día.

Conocía sus planes hasta el más mínimo detalle, y dicho conocimiento le procuraba una sensación de absoluto dominio sobre la situación.

«Tan sólo quien dominaba la situación estaba en condiciones de escabullirse.»

Pasadas las once, al oírlos ya borrachos, cambió, con sumo cuidado, su posición al punto que había elegido como el de partida desde su primera visita al lugar, y que no era otro que un espeso matorral que se hallaba hacia la parte superior de la pendiente, y que le brindaba una visión completa de cuanto ocurría en torno al mantel azul claro. Además, desde allí, podía acercárseles al máximo sin que ellos lo viesen. De vez en cuando se apartaban del mantel para hacer sus necesidades. Él veía cualquier cosa que hiciesen.

Era ya más de medianoche. Pero él seguía esperando. Y lo hacía porque dudaba.

Había algo que no encajaba con los planes. Algo había ocurrido. Tendrían que haber sido cuatro, pero uno de ellos no se había presentado. Repasó mentalmente los posibles motivos. «No había ninguna explicación.» Había concurrido una circunstancia inesperada. Tal vez la joven hubiese cambiado de opinión, o quién sabe si no habría caído enferma.

Prestó atención a la música. Las risas. A veces se imaginaba a sí mismo sentado junto al mantel azul, con una copa en la mano. Tenía pensado probarse después una de las pelucas. Quizá incluso alguno de los disfraces. ¡Había tantas cosas que podía hacer…! Sin límites. Su control no habría sido mayor si hubiera podido hacerse invisible.

Continuó aguardando. Las risas ascendían y descendían. Un ave nocturna planeó veloz por encima de su cabeza para luego desaparecer.

Dieron las tres y diez de la madrugada.

No quería esperar ya más. Había llegado el momento. Un momento de esa línea temporal sobre la que él ejercía su control.

Apenas si recordaba la última vez que se había puesto un reloj de pulsera. Sin embargo, el tic tac de horas y minutos se dejaba oír sin cesar en su interior. Él siempre sabía qué hora era, pues tenía dentro un mecanismo de relojería que nunca fallaba.

Abajo, en torno al mantel azul, todo estaba en calma. Los tres escuchaban la música abrazados. Él sabía que no dormían, aunque sí estuvieran sumidos en el estadio más profundo de sus sueños y eran incapaces de imaginar siquiera que él estuviese allí al lado, tras ellos.

Sacó la pistola con silenciador que había dejado junto a sí, sobre el chubasquero doblado en el suelo. Echó un vistazo y se deslizó después, ligeramente agazapado, hasta el árbol que se hallaba justo detrás del grupo. Allí se detuvo durante unos segundos. No habían notado nada. Miró de nuevo a su alrededor y comprobó que no había nadie por allí.

Estaban solos.

Salió entonces de detrás del árbol y les disparó un tiro en la frente. No pudo evitar que salpicase algo de sangre sobre las pelucas blancas. Fue tan rápido que ni siquiera alcanzó a tomar conciencia de lo que hacía.

Pese a todo, allí estaban los tres, tendidos y muertos ante él. Abrazados, tal y como estaban hacía unos segundos.

Apagó el radiocasete. Aplicó el oído. Oyó el gorjeo de los pájaros. Lanzó otra mirada en torno al lugar, pero, por supuesto, no había nadie. Dejó la pistola sobre el mantel, no sin antes extender una servilleta. Él nunca dejaba rastro alguno.

Luego se sentó a contemplar a aquellos que habían estado riendo hacía un momento pero que ahora estaban muertos.

Se le ocurrió pensar que el idilio no se había modificado lo más mínimo. «La única diferencia es que ahora ya somos cuatro, conforme al plan inicial.»

Se sirvió una copa de vino tinto. En condiciones normales, él no bebía. Pero en esta ocasión no pudo evitarlo. Se probó después una de las pelucas. Probó la comida, aunque no estaba especialmente hambriento.

A las tres y media, se levantó.

Aún le quedaba mucho por hacer. El parque natural era un lugar frecuentado por personas madrugadoras. Si alguien, contra todo pronóstico, abandonase el sendero para llegar hasta la hondonada, no hallaría el menor rastro de lo sucedido.

Al menos, no por ahora.

Lo último que hizo antes de abandonar el lugar fue registrar sus bolsas y sus ropas. Y, en efecto, encontró lo que buscaba. Los tres llevaban encima el pasaporte. Guardó los tres documentos en el bolsillo de su cazadora, para quemarlos más tarde.

Un último vistazo, antes de sacar una pequeña cámara de fotos y hacer una.

Sólo una.

Era como si estuviese contemplando un cuadro de una excursión en el siglo XVIII.

La única diferencia consistía en que alguien había salpicado la imagen de sangre.

Era la mañana de San Juan. El sábado 22 de junio de 1996.

Parecía que el buen tiempo iba a mantenerse.

El verano había llegado por fin a Escania.

 

 



* Carl Michael Bellman (1740-1795), poeta sueco, representante genuino del estilo literario rococó, fue autor, entre otras, de la obra poética, que él mismo armonizaba e interpretaba, Fredmans epistlar (Las epístolas de Fredman), parodia bíblica en la que Fredman, pastor de la orden del dios Baco, se dirige a sus “hermanos” .