MIGUEL ALBERO
PRINCIPIANTES
Inventario de comienzos sin final feliz
—Léelo —ordenó el Rey.
El
Conejo Blanco se caló los anteojos.
—Con la
venía de su Majestad, ¿por dónde empiezo? —preguntó.
—Comienza
por el principio —dijo el Rey con gravedad— y sigue hasta que llegues al final.
Entonces, párate.
Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas
Dédalo (con tono de padre pesado): Ícaro hijo, ¿no crees que nos estamos acercando demasiado al sol?
Ícaro: Cállate de una vez; te
pasas el día soltando sermones.
Dédalo (oliendo ya a cera quemada): ¿Qué te había dicho?
Ícaro (mientras se precipita al mar
que llevará su nombre, y muy consciente de su segundo anacronismo): Qué cruz, Dios mío.
Ten padres para esto.
Gabriel Lumeo, «Tan cerca,
tan lejos»
Vaya por delante
Fermín Maroto no era un hombre cualquiera. Cualquiera se
daba cuenta al ver su porte aristocrático, la mirada distinta, y ese aire de
desesperación de quien busca un lugar en el mundo y aún no sabe que lo busca.
La razón de su vida la encontró una tarde lluviosa, camino de casa, cuando la
soledad y una señora de muy buen ver le empujaron a cruzar la puerta de un
conocido centro cultural. El lugar malgastaba el nombre de un autor de otro
siglo, siguiendo esa funesta costumbre de preservar la fama de los hombres
ilustres por el método de añadir a su nombre la palabra fundación. Se da de
comer a los descendientes, se ocupa un edificio sin destino, y se malogra
cuanto de bueno tenga la obra original, que termina confundida con las
exégesis, hagiografías y loas sin recato, situando entre el autor y sus
posibles lectores una maraña indescifrable que es un amuleto contra el interés.
El salón de actos (desconfíen de todo lugar donde haya
algo así) registraba una entrada con escasos precedentes. Fermín ocupó un
asiento de la última fila, y buscó con la mirada la causa de su extravío. No la
encontró. A quien no pudo no ver fue al conferenciante, un hombre de edad
madura, caspa sin remedio y cara de paisaje sosegado. La conferencia era una
más de las que pretenden mantener viva la llama del maestro, sin detenerse a
pensar que, ya en vida, éste había sido un ser más bien apagado. Sin tiempo
para que Fermín recuperara la búsqueda de lo que se perdió, Francisco Machete,
erudito de ley y sabio consagrado, dio con voz de púlpito la bienvenida a los
presentes. Una premisa antes de entrar en materia: no quería aburrir. Las
conferencias son hermanas del hastío, y no era ése el mejor homenaje al legado
del que nos dejó. A la promesa negativa siguió una declaración de principios, a
la postre más prolija que el contenido mismo de la conferencia. Hay que
concentrarse en lo esencial, y atacar el asunto muy al inicio. Dicho y hecho.
Nada de introducciones, suprimidos los agradecimientos, evitadas las maniobras
de aproximación.
«Lo que quiero decirles hoy es que el título de mi
conferencia es mi conferencia, porque
ésa y no otra es la esencia del
pensamiento del hombre que aquí nos convoca; Vive y deja vivir.»
El silencio posterior no precedió a más palabras sino a
otro silencio, y así hasta alcanzar ese estado de impaciencia generado por lo
inminente que no deja de serlo. Por fin, estalló un aplauso. Machete recogió su
reloj, estirado sobre la mesa, y lo devolvió a su muñeca izquierda, también
ella ya impaciente. Con ruido y más prisa bebió de la inevitable botella de
agua, y se levantó con un respingo, ante la mirada de paisaje desolado de casi
todos los presentes.
En la sala contigua se servía un vino español, según expresión que
figura en toda invitación, por imposición tradicional del tipógrafo. No lo
hacía solo. Los camareros proveían, y los asistentes se fueron acercando,
acompañados por un murmullo que ellos mismos generaban. Nadie parecía estar
disgustado. Al fin y al cabo, en las conferencias no se reclama la devolución
del dinero. Son gratis, mayormente para que haya alguien sentado en las sillas
destinadas al público. Quienes van, lo hacen por compromiso, por amistad o por
el vino español, y por eso todos, especialmente los últimos, tienen natural
aprecio por la brevedad del acto cultural, a veces también llamado académico,
según el grado de tedio que produzca.
El
único que permaneció sentado fue Fermín Maroto. Él no estaba allí por el vino.
En realidad, ya ni recordaba a la culpable de estar donde estaba. La conferencia,
o su ausencia, le había recordado un asunto que era su obsesión desde hacía
años, y al que iba a dedicar su tiempo en el futuro: la búsqueda de quienes
apuestan por el principio, de aquellos que han concentrado su esfuerzo en el
comienzo (de su vida, del día, de una obra, de un camino) y ese ímpetu inicial
se convierte en la causa única del fracaso. De su fracaso. No se trata de
aquellos a los que les fue primero bien y después peor. Ésos somos todos, son
todos los que son y han sido, pues nada termina bien, y comenzar con buen pie
es llevarse la crema sin haber tocado todavía el bollo. Hay quien tiene que
comerse todo el roscón para que aparezca el premio, aunque lleve con él el
germen de la indigestión. Otros se han encontrado la sorpresa al primer bocado.
El roscón carece ya de todo misterio, pero conserva íntegras casi todas sus
calorías. Nadie nos libera de la tarea de acabarlo, sin líquido que lo haga
digerible, y con el estómago hinchado tras los días navideños, incapaz de
procesar tanto género harinoso.
A Fermín no le interesaban los perdedores, sino los que
él llamaba principiantes, fracasados por no apostar por el final, por optar sin
dudar por lo primero. Les pondré un ejemplo, pues soy (ya tendrán ocasión de
comprobarlo) poco ducho en la descripción científica y más proclive a la
metáfora y al desvarío. Principiante es el saltador que llega corriendo al
trampolín y ha dotado de tal impulso a su carrera, que salta donde la palanca
todavía no ha llegado a ser palanca. En lugar de avanzar y ganar de pronto
altura, para caer previos tirabuzones en el agua profunda, se golpea la cabeza
contra el propio trampolín. Frustrado su propósito, y ya sin saber ni padecer,
el desgraciado se desploma como una piedra, y como una piedra gana el fondo de
la piscina, de donde le sacan con pánico dos jóvenes fornidos, ante el grito de
espanto de la concurrencia y el regocijo de los comentaristas de la prueba,
felices de tener ya material suficiente (informes médicos, conexión en directo
con la enfermería) para rellenar varias horas de programación.
Fue ese día de la conferencia, sentado mientras los demás
se entregaban al vino, cuando Fermín decidió dedicar su jubilación a llevar a
cabo un inventario de personajes vivos aquejados del mal del principiante. Con
precisión de entomólogo, clasificó a los principiantes en categorías,
atendiendo a la causa de su mal, pues el efecto siempre llevaba el color negro
de la amargura. Fermín recordaba con cariño al profesor Machete y su
conferencia, y aunque yo insistía en objetar la mayor (no veía fracaso en su
gesto, más bien airoso resultado), Maroto sostenía que en los ojos tristes
ignorantes de la caspa que cubría sus hombros, estaban impresas las lágrimas de
un principiante. No había sabido dar su conferencia. Se empeñó en su principio
y se quedó sin llegar, porque se obcecó en arrancar.
Cuanto sigue en estas páginas es el resultado del trabajo
de Maroto, recogido en cuidadas fichas y rescatado del olvido por quien ha
decidido evitarlo. Conocí a Fermín en Madrid hace ahora cinco años. Los dos
llegamos a la residencia de la tercera edad Nuestra Señora del Camino como el
escolar que llega nuevo al colegio, sabiendo que sus padres no tienen intención
de volver por la tarde a recogerlo. Desde el principio me contagió su entusiasmo
por la vida, ese combustible que a los viejos nos falta, convertido en
nostalgia por la ausencia de futuro, o más bien por la realidad desnuda de un
presente intolerable. También desde el inicio me habló de sus principiantes,
con una familiaridad que los convertía en sus amigos y también en los míos. De
los principiantes hablamos mucho durante nuestra prisión compartida, porque
para llevar mejor ese calvario hicimos un pacto de amistad, evitando mencionar
el pasado y la familia, los temas de conversación preferidos (a veces los
únicos) de los ancianos. Maroto había ahorrado un dinero que ahora iba en
invertir en visitar a los ejemplares de su colección, reunidos con tanto mimo
como entusiasmo. El recorrido de esos viajes es el material del que está hecho
este libro, contado por quien los oyó o compartió, hurgando en la memoria en
busca del detalle, apoyado en su labor de investigador para el dato preciso.
Hubo un viaje del que no volvió. Antes de emprenderlo, me dejó en una maleta
vieja el material acumulado durante años, y dinero suficiente para terminar su
tarea. Si soy yo y no él quien se está ocupando de dar a conocer a los
principiantes es porque nadie está libre de sus propias teorías. Hay quien
incluso las elabora para justificar su personal patología, y se inventa
precedentes ilustres para que el amor desmedido que siente por su madre sea
algo natural y no una perversión reprobable.
Buscar principiantes no es como ir a por setas, tarea
para la que el aficionado sabe el dónde y el cuándo, y así quien a setas va,
setas suele encontrar, salvo si lo hace en agosto y además en Almería. Los
principiantes son otro cantar, y para encontrarlos Maroto hubo de hacer frente
a dos escollos aparentemente insalvables. Uno era la falta de proyección
pública de los principiantes; otro, la forma pasiva adoptada por nuestro
investigador para afrontar la realidad. Sólo con el tesón del que sabe estar
tramando una gran obra, Fermín completó su investigación, sin dar cabida al
desaliento en su quehacer, sin menospreciar ninguna fuente de información, que
buenas son las que frutos dan.
La falta de proyección pública del principiante se debe
no tanto a su condición de fracasado como a su natural ignorante, que le impide
reconocerse como lo que es, privándolo así de cualquier lazo de unión con sus
semejantes. Ya lo sabemos, en nuestra sociedad sólo destaca quien tiene quien
le ayude. En algunas comunidades es el lazo familiar el motor del sistema de
ayudas mutuas, lo que permite al individuo medrar, pues de medrar se trata. En
otras es la familia entendida en sentido lato, es decir, como conjunto de los
habitantes de una misma pedanía (que por mero cálculo de probabilidades familia
son), municipio, ciudad o país. En esta versión alargada del núcleo familiar,
se incluyen también aquellas que tienen como elemento aglutinante la religión,
el idioma o el pasado común, para con él distinguir a los candidatos a ayuda
del resto, convertido automáticamente en enemigo potencial. La solidaridad a
veces llega a degenerar, y los de la pedanía conciben su existencia sólo por el
hecho de no ser de la pedanía vecina, y forman partidos políticos cuya única
función es subrayar esa afirmación de su identidad, por la vía fácil de negar
la de los demás. Pero como hay quien felizmente detesta a sus parientes, han
ido desarrollándose otras formas de agrupación con fines de mutuo socorro. Era
por otro lado natural, pues los de la pedanía pueden ayudarse entre sí, y lo
hacen, siempre y cuando el medrar sea fuera de su demarcación. Como pueden imaginarse,
en el seno de una misma pedanía la competencia es brutal, y nadie conoce ni a
su madre, aunque sólo haya una, y esta vez no en sentido figurado. Los gremios
surgen así para defender los intereses de aquellos que ejercen la misma
profesión, aunque también en ellos la solidaridad es tan intensa en lo externo
como inexistente en lo interno. Los taxistas son una piña si hay que luchar
contra los precios del metro, y una banda de asesinos si se trata de hacerse
con una nueva licencia.
En este mundo cruel, el principiante lleva todas las de
perder (por eso es principiante). No sabe de su condición (ya se dijo), y no
puede por ello evitar convertirse en principiante y sufrir el desastre
posterior al inicio. Por eso no puede compartir con otros principiantes su
condena, como hacen los padres separados o los alcohólicos anónimos. Y es que
los fracasados, salvo precisamente quienes nos ocupan, también se asocian. Lo
hacen para defender sus derechos, como los damnificados por alguna reforma
educativa, pero también para comprender cuál es el motivo de su condena. A
veces es esta segunda razón la que prima, como en las asociaciones de asesinos
en serie, donde lo importante es entender que uno no es responsable de sus
actos, y que tan malo no será si hay otros como él. Finalmente, después de
hablar entre ellos y contarse sus penas (a veces para nuestro espanto las han
cumplido ya), descubren que los culpables son los demás, la sociedad que los ha
llevado a matar sin motivo, y ellos son sólo eslabones de una cadena, y poco
tienen que reprocharse a sí mismos que no puedan reprochar a quien les ha
conducido a ser como son.
A este inconveniente inicial (¿dónde encontrar a los
principiantes si no figuran en las páginas amarillas?) hay que añadir el hecho
de que Maroto tuvo que indagar en su entorno para encontrarlos, pues su natural
disposición no era la de hacer grandes consumos de energía. Por ello se nutrió
de lo cercano, buceando en las aguas de su quehacer cotidiano, absorbiendo
cuanto acontecía en sus aledaños. Así como en el arte lo relevante es lograr
situarse en esa disposición para lo sagrado que antecede a la creación, Maroto
se bastó de las armas que la naturaleza le había dado, disponiendo todos sus
recursos para descifrar cuanto sucedía a su alrededor y obtener su material de
estudio. Este enfoque pasivo-activo, lejos de la premeditación y de cualquier
suerte de planificación o estudio sistemático, fue el empleado por Maroto para
coleccionar principiantes, y no lo eligió por convicción profunda de seguir el camino
adecuado, o por emular a maestros que nunca tuvo, sino por no luchar contra la
pereza, uno de los atributos de los que más orgulloso se había sentido siempre.
Sabía que la propia pereza resulta un escollo para luchar contra sí misma,
porque al perezoso le cuesta mucho trabajo pensar en dejar de serlo.
El Fermín que yo conocí era un Fermín en un estado
permanente de alerta y tensión, de esos que parecen anunciar algo, aunque en su
caso ese algo excluyera cualquier acción que pudiéramos calificar como remotamente
próxima al esfuerzo. Maroto echaba la caña donde se encontrara, y fue allí
donde acabó pescando, con las aguas crecidas o con el río seco, a plena luz del
día o en lo más profundo de una noche cerrada sin luna.
Con estas premisas, Fermín llevó a cabo una tarea que
puede calificarse de científica. Cuanto encuentren de literario en estas
historias será cosecha del narrador, ya han tenido ocasión de comprobar mi
afición al devaneo y al adjetivo de adorno, y no del investigador que fue
Fermín, más amigo del dato que de la hipérbole, más próximo al prospecto que al
endecasílabo. Fui, seré siempre, amigo de Maroto, leal admirador, con todo lo
intenso que puede ser una amistad a esas alturas de la vida donde uno ya ha
excluido el desengaño, pero también las ambiciones si las tuvo, y vivir es sólo
ver pasar los días, y éstos nunca serán ya promesa de nada. Por ello, por la
amistad que nos unía, antes de dejarles emprender viaje con él, y adelantándome
a los malintencionados (por desgracia, el ser torcidos no los convierte en
minoría), me permito una aclaración destinada a quien la precise. Los demás,
que la tengan por no escrita, o vayan directamente al primer capítulo, o dejen
de leer si ya les bastó. A lo largo de este libro, hay algo de Fermín que aparece
y reaparece, perteneciente a la llamada esfera de lo privado, que un narrador
objetivo, que se define por lo demás como gran amigo del interesado no debe
nunca traspasar. ¿Por qué entonces nos da tantos detalles? ¿Cómo tiene el autor
tanta información sobre un problema estrictamente personal? ¿Se lo dijo Maroto?
¿No está agraviando gratuitamente a quien no tiene cómo defenderse?
Lo primero que quiero dejar claro es que no comprendo está retahíla de
preguntas sin pausa ni tiempo para respirar, que me bombardea sin previo aviso.
No se me alteren que no hay motivo. Por orden y con calma, o con calma y por
orden, como prefieran. Contestaré a las que quiera y como se me antoje, como
hacen los políticos cuando se les inquiere, tomando cumplida nota en un papel,
con la diligencia de un alumno aplicado, para luego decir lo que les viene en
gana, dejándose en el tintero lo esencial y dando prolijos detalles de lo
contingente. Y no me argumenten (les veo venir) que soy yo mismo quien ha
formulado estas cuestiones, pues ser narrador no convierte necesariamente en
idiota a la persona, y es cosa que ya sé, al ser yo y no otro quien ha escrito
cuanto antecede.
La
caspa, si me permiten abordar este asunto sin utilizar los eufemismos que hoy
son el cáncer de nuestro idioma, formaba parte de la vida del Fermín que
conocimos, como sus queridos principiantes o su porte distinguido. Y es con los
principiantes con quienes vino la caspa, pegada a ellos, así se adhiere este
mal sobre cualquier superficie no específicamente preparada para repelerlo.
Entre los papeles de Maroto, y junto a las fichas de principiantes atadas con
una goma, a distintas tintas y con letra de escolar, había un cuaderno gris que
no contenía descripciones del Ampurdán, y sí con una detallada relación de los
sucesivos y fracasados tratamientos capilares a los que Fermín se sometió para
aliviar su desdicha. Por ello aparece la caspa en este libro, porque ocultar la
información del cuaderno gris sería como inventarme sus viajes sin tener en
cuenta lo que Fermín me contó, y no es ésa forma de guardar respeto a alguien
tan amigo del rigor y tan contrario a la mentira. Sólo una vez hizo un
comentario en mi presencia sobre tan delicado tema, y fue cuando un compañero
de residencia le llamó casposo por robarle sus natillas en el comedor. Fermín
clavó la mirada en su agresor, antes de contestarle en un tono más propio del
comedor de una cárcel, con una frase que era ya toda una sentencia, «Tú ves mi
caspa, como ves cada mañana la calva innoble que te recuerda que no tienes
pelo». Cuando ya estábamos sentados los dos solos y los ánimos calmados por el
ordenanza encargado del comedor (las discusiones pueden ponerse muy violentas,
los ancianos perdemos la compostura con facilidad), Fermín siguió hablando
conmigo, como si tuviera que darme explicaciones de lo sucedido. Ya con su
habitual hablar pausado y su aire de distinción, me dijo que no era la caspa un
asunto que le preocupara. Al fin y al cabo, era producción natural de su
persona, como las lágrimas que nunca derramaba o las uñas de los pies, y si no
era algo que exhibía (exhibir es un acto voluntario) tampoco se molestaba en
ocultar (en esto último no le faltaba razón).
Pero
dejemos a la caspa en su sitio, repartida entre las hombreras de Fermín Maroto
y las de Francisco Machete, y visitemos a sus principiantes. El recorrido nos
llevará a concluir que todos tenemos a un principiante en nuestras vidas. Quien
no lo es, lo ha sido al menos una tarde, ha tenido un comportamiento
principiante con un amigo o está casado con uno de ellos. El vecino del tercero
(algo raro ya le notábamos al coincidir en el ascensor) puede llevar un
principiante debajo del traje gris y la corbata con lamparones. Ni siquiera
nuestros hijos están a salvo de ser principiantes. Pero no hay que inquietarse.
Obsesionarse con que lo serán puede conducirlos irremediablemente a serlo. Así
que disfrutemos sin más de estos viajes, tienen la virtud de no requerir
desplazamiento ni dispendio alguno. No hay que vacunarse, ni sacar visado, y no
se corre el riego de perder las maletas.