Anthony Blunt. El espía de Cambridge

 

Desde el momento en que la primera ministra británica Margaret Thatcher denunció públicamente sus antiguas actividades de espionaje para la Unión Soviética, Anthony Blunt pasó a ser un hombre al que se podía acusar de todo.

Lo llamaron «el espía sin escrúpulos».1 Fue «un elitista arrogante que coqueteaba con el mal»2 y «un sodomita comunista y traidor».3 Se rumoreó que en Cambridge había seducido y chantajeado a estudiantes pusilánimes para utilizarlos en sus planes nefandos.4 Había sido responsable durante la guerra de la muerte de 49 agentes de la división holandesa del Special Operations Executive (SOE) que trabajaban tras las líneas enemigas;5 y es verdad que pudo haber sido responsable de la muerte de algunas personas. Había estado complicado en tortuosas conspiraciones con Louis Mountbatten, probablemente con la intención de entronizar a parientes suyos en distintos países de Europa al término de la segunda guerra mundial.6 Había escondido una fortuna en el extranjero.7 Había provocado el suicidio de una alumna suya, Virginia Lee.8 Había sido un corruptor homosexual, incluso un pedófilo relacionado con el escándalo del orfanato de Kincora, en Irlanda del Norte;9 había chantajeado y exigido inmunidad a cambio de no publicar pruebas que demostraban que el duque de Windsor había conspirado con los nazis en la segunda guerra mundial; había sido garante de falsificaciones y se había confabulado con el marchante francés Georges Wildenstein para vender un falso cuadro de Georges de La Tour al Metropolitan Museum of Art de Nueva York;10 había robado la autoría de un libro sobre Picasso a una discípula y colega suya, Phoebe Pool;11 había pedido dinero a su amigo Victor Rothschild para comprar un cuadro de Poussin y no se lo había devuelto;12 le había sacado una pintura de Poussin al anciano Duncan Grant por una miseria, se había servido de su influencia para obtener un permiso de exportación y había vendido el cuadro por un precio astronómico a una galería de Canadá;13 había organizado el traslado del Courtauld Institute a Somerset House, en el Strand, para impedir que el país tuviera un museo dedicado a Turner,14 objetivo que estaba dentro de una diabólica conspiración para «relegar el arte británico a una posición secundaria».[1]

Tras su denuncia pública, Blunt se convirtió en una especie de pantalla sobre la que se proyectaron ficciones y fantasías. Poco pudo hacer él para impedirlo. A raíz de la publicación de un extravagante artículo, preguntó a su abogado, Michael Rubinstein, si podía defenderse legalmente y éste respondió que no: había perdido su buen nombre y era imposible llevar las calumnias a los tribunales. En efecto, se había infamado tanto que estaba más allá de la difamación.

Fue uno de los factores clave que contribuyeron a oscurecer la verdad sobre Blunt después de su caída. Otro fue su utilización como chivo expiatorio. La guerra fría había polarizado la vida intelectual y política de un modo tan absoluto en el momento de la denuncia que todos sus participantes la aceptaron sin dudarlo. Para la derecha británica, fortalecida por la victoria de Thatcher en las elecciones legislativas de mayo de 1979, Blunt era el símbolo de una especie concreta de intelectual privilegiado, desagradecido, superculto, antipatriótico, izquierdista y... homosexual. Encarnaba la hipocresía de una clase liberal que agradecía con la traición las libertades que dicha clase había heredado. La prensa se ensañó con los principios relajados y relativistas de los intelectuales y con su automática convicción de ser mejores que los demás, de donde procedían, indiscutiblemente, las fechorías de Blunt. «Gente con menos cabeza tiene ideas más sencillas e instintos más francos», escribió un intelectual partidario de Thatcher.15 Blunt acabó convertido en una caricatura de su clase (privilegiado y, por lo tanto, superconsentido), de su vocación (académico y, por lo tanto, elitista y con ínfulas de superioridad) y de su orientación sexual (homosexual y, por lo tanto, corruptor y dado a los secretos). Los resultados fueron a veces involuntariamente cómicos: Mask of Treachery [La máscara de la traición] (1987), una biografía de espías fervorosamente antihomosexual, morbosa, desbordante de fantasía (e interminable: 761 páginas), escrita por John Costello, periodista reciclado como «autor de historia contemporánea», apareció en Estados Unidos con el subtítulo Lies, Spies, Buggery and Betrayal [Mentiras, espionaje, sodomía y traición]. La caricatura prosigue en el presente: «Mimado con una educación de clase alta y un cómodo estilo de vida», dice una reciente historia del espionaje que hay en Internet, «Anthony Blunt cultivó el espionaje con la desenvoltura con que luego aceptó los honores del país al que había traicionado. Intelectual arrogante, se puso a sí mismo y a sus ideas por encima de la lealtad a Inglaterra. Al igual que casi todos los de su clase, se creía superior a la idea de nación.»16

Habrían podido decirse más cosas. Sus amigos fueron reacios a decirlas en su momento, aunque muchos tuvieron un dilema. No querían unirse a la fiebre de la condena pública, pero tampoco deseaban salir en su defensa. En primer lugar, el hostigamiento era tan ruidoso que no habrían podido escucharse las voces disidentes: un ex alumno que escribió en su defensa una carta a The Times fue acusado de «ceguera moral» y recibió amenazas de muerte.17 En segundo lugar, muchos amigos de Blunt se sentían personalmente traicionados por él. Les había mentido, sistemáticamente y sin el menor escrúpulo, desde que se conocían. Ni siquiera los menos sospechosos de anticomunismo querían aparecer en público vinculados a él; el hecho de que entregara secretos a los rusos en una época en que la Unión Soviética era aliada de la Alemania nazi les quitaba todas las ganas.

Como es lógico, que Blunt hubiera sido espía enturbió la situación desde el comienzo. El espionaje parece atraer de manera natural a los teóricos y fantaseadores de la conspiración, pero el caso es que incluso los aspirantes a historiadores serios se han visto obligados en la mayoría de los casos a confiar –a falta de datos seguros de los servicios de inteligencia británicos– en los falibles recuerdos, a veces deliberadamente desorientados y a menudo totalmente interesados, de antiguos funcionarios de los servicios secretos. Los archivos de la inteligencia rusa han proporcionado en los últimos años más datos sobre Blunt y su grupo de espías, pero el material facilitado se ha mantenido bajo control estricto, ya que únicamente han podido verlos los designados por las autoridades: antiguos funcionarios del Komitet Gosudarstvennoie Bezopasnosti [Comité de Seguridad del Estado] (KGB), parientes de antiguos funcionarios del KGB y antiguos autores antisoviéticos de la guerra fría. (No deja de ser irónico que, después de acabada la guerra fría, los autores antisoviéticos y los antiguos funcionarios del KGB hayan descubierto que tienen más cosas en común que con el resto del mundo.) Además, no se ha dado ninguna indicación del estado completo o parcial del material facilitado. En este terreno, nadie que posea información la da sin un motivo poderoso y lo primero que hay que preguntarse siempre ante cualquier revelación es: cui bono?

Sin embargo, el factor que más contribuyó a mantener a Blunt a cubierto fue su propia condición misteriosa, el hecho de que fuera un enigma incluso para sus amigos. Sabían perfectamente que había muchas cosas que ignoraban de él. «Trabajé con él [durante] treinta años, pero creo que nunca llegué a conocerlo en realidad», dirá después George Zarnecki, subdirector del Courtauld Institute of Art. Muchos tenían la misma impresión y no era una casualidad. Blunt había pasado buena parte de su vida procurando que no lo conociesen ni entendieran. Tenía por norma compartimentar sus actividades y apartarse del mundo. En comparación con los volúmenes de emotivos recuerdos autobiográficos que nos legó el grupo de Bloomsbury –al que él conoció y por el que se sintió fascinado en su juventud–, Blunt ha dejado muy pocos rastros personales. Es como si hubiera pasado los años tratando de borrarse de la historia. Sus cartas casi nunca tenían fecha y apenas contenían detalles personales; los comunicados «oficiales» que dirigía al personal del Courtauld eran prácticamente desechables, trozos de papel escritos con el lápiz de trazo menos visible. El estilo de su prosa era frío e impersonal. Sus escasos intentos autobiográficos fueron irritantemente pedestres y torpes, como si analizarse y expresarse le resultara extraño y turbador. Incluso enfrentado a la condena y el total deshonor, reprimía la necesidad de explicarse. A raíz del desenmascaramiento convocó una conferencia de prensa y las evasivas que entonces dio –unas auténticas, otras sólo lo parecían– no sirvieron más que para aumentar la sed de monstruosidades de los medios informativos. Apenas volvió a hablar del asunto y casi no volvió a aparecer en público.

Veintidós años después, las cosas han cambiado mucho. Puede que la modificación más importante haya sido la conclusión de la guerra fría. La polarización ideológica que dividía casi toda la vida política e intelectual en el Reino Unido y en el resto del mundo se ha relajado. La historia de Blunt puede verse ahora en su particularidad y no como un caso general ejemplar (para muchos, ejemplarmente detestable). Desde este nuevo punto de vista, su vida ilustra gráficamente ciertos momentos y temas clave del Reino Unido del siglo xx: intelectuales, políticos, sexuales y sociales. Blunt fue un rebelde de colegio privado, un rebelde casi de manual; en los años veinte formó parte del séquito de Bloomsbury; en los años treinta fue intelectual de izquierdas; en los cincuenta y sesenta, un miembro del establishment impecablemente camuflado. Convirtió el Courtauld Institute en un centro famoso de investigación de historia del arte. Fue un profesor excelente que educó a una generación de conservadores de museo y académicos de primera categoría. Desempeñó un papel fundamental en la reivindicación del pintor francés Nicolas Poussin; escribió varios libros innovadores sobre la pintura y la arquitectura francesas y sobre el arte barroco, y durante decenios fue el hombre más poderoso e influyente en la historia del arte del Reino Unido. Fue homosexual, en un mundo en el que la homosexualidad estaba prohibida, y traidor, en una época en la que la traición se castigaba con la muerte.

Hay otros tres factores que han permitido que haya una biografía de Blunt. Uno es que sus amigos y colegas –al menos, la mayoría– han acabado por perdonar, por comprender o por contextualizar sus actividades de espionaje y han accedido a contar lo que recuerdan de él. No habría podido escribir este libro sin estos testimonios, que utilizo sin ningún rubor en todo momento. Otro, relacionado con el anterior, ha sido la evolución gradual de las opiniones sobre la homosexualidad, que ha permitido que los amigos y amantes de Blunt hablen sobre este aspecto de su vida con una libertad que antes no tenían. El último factor decisivo ha sido el diluvio de material sobre espionaje que ha surgido tras el final de la guerra fría. Como ya dije más arriba, hay que enfocar la información con escepticismo, pero hoy se sabe mucho de las actividades clandestinas de Blunt gracias, en concreto, a la reciente publicación de datos procedentes de los servicios de inteligencia soviéticos. Yo no quería escribir un libro sobre el espionaje y espero no haberlo escrito, pero en la actualidad se puede hacer un análisis más sosegado del material primitivo y es eso lo que me he propuesto, convencida de que la verdad sobre Blunt es tan interesante como las fantasías que se forjaron sobre él.

Vale la pena señalar que Blunt, además de haber proporcionado al menos tres personajes distintos a las obras de Louis MacNeice y de haber sido el modelo de la figura central de la novela de Brigid Brophy The Finishing Touch, ha inspirado dos obras maestras: A Question of Attribution, de Alan Bennett, una alegoría sobre la identidad y la personalidad, y The Untouchable, una novela de John Banville que presta una voz sutil y convincente al silencio deliberado a Blunt.[2] La literatura ajena a la ficción lo ha tratado peor en casi todos los casos. Puede que, a la postre, sea éste el motivo que más me ha impulsado a escribir el presente libro. Blunt dijo de Kim Philby que «sólo tenía una aspiración en la vida: ser espía».18 Mientras que los demás espías de Cambridge supeditaron su vida y su profesión al espionaje, Blunt tenía una existencia aparte como historiador del arte que para él era tan importante o más que el trabajo que hacía para los soviéticos.

He procurado hacer la crónica del espionaje, de la historiografía artística, del autoengaño y de otras facetas, sin olvidarme de que Blunt era un caso particular de inglés que dedicaba casi todas sus energías internas a ocultar sus emociones. Lo más parecido a una biografía intelectual que escribió en su vida fue su producción académica, escritos en los que se le ve apartarse del compromiso político y abrazar con desilusión lo formal y lo privado. También vemos en ellos –sobre todo en los dedicados a Poussin– su admiración por la filosofía estoica, la misma que tuvo ocasión de poner en práctica durante los días de suplicio que siguieron a su desenmascaramiento. «Vivió sólo para el arte y para el reducido círculo de amigos que sabían lo que era el arte», escribió Blunt acerca del pintor francés. «En la vejez dejó de importarle lo que pensaba el mundo.»19 Una de las muchas paradojas de Blunt es que tanto sus amigos como sus enemigos podrían considerar muy propias de él estas palabras.


 



[1] Posteriormente, en su autobiografía The Truth at Last, Christine Keeler ha afirmado, lo que es improbable, que su ocasional «protector» Stephen Ward, que se suicidó durante el «caso Profumo» en el que los dos estuvieron involucrados, era el jefe de Blunt. (N. de la A.)

[2] John Banville, El intocable, Anagrama, Barcelona, 1999. (N. del E.)