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Definición y revisión de la estructura de la teoría de la evolución
Las teorías necesitan historias y esencias
En un célebre pasaje añadido a las últimas ediciones de El origen de las especies, Charles
Darwin (1872, pág. 134) presentó su observación inicial sobre la aparente
absurdidad de la evolución de un ojo complejo a través de una larga serie de
pasos graduales, recordando a sus lectores que las verdades «obvias» debían
considerarse siempre con escepticismo. Al hacerlo, Darwin también cuestionó la famosa
definición de la ciencia como «sentido común organizado», defendida por su buen
amigo Thomas Henry Huxley. Darwin escribió: «La primera vez que se dijo que el
Sol estaba quieto y la Tierra giraba a su alrededor, el sentido común de la
humanidad declaró falsa esta doctrina; pero el antiguo adagio de vox populi, vox Dei [la voz del pueblo
es la voz de Dios], como sabe todo filósofo, no puede admitirse en la ciencia».
A pesar de su clara pertenencia a la clase alta inglesa, Darwin adoptó
un enfoque igualitario en cuanto a las fuentes de conocimiento, pues sabía muy
bien que los datos más fiables sobre el comportamiento y la cría de organismos
domesticados y cultivados procedían de granjeros y agricultores en activo, y no
de señores feudales o autores de tratados teóricos. Pero como señaló Guiselin
(1969) de manera harto convincente, Darwin se mantuvo fiel a los valores
«aristocráticos» en lo que respecta al juicio de su trabajo; esto es, le
importaba un pimiento la vox populi,
pero le inquietaban sobremanera las opiniones de unas pocas personalidades
bendecidas con esa rara mezcla de inteligencia, celo y conducta atenta que
llamamos pericia (una propiedad humana democrática que sólo atiende a las
facultades mentales y la constancia requeridas y que no guarda ninguna
correlación intrínseca con la clase social, la profesión o cualquier otra
eventualidad o circunstancia social).
Darwin incluía al escocés Hugh Falconer, el cirujano, paleontólogo y
cultivador de té indio, en el más selecto de sus grupos sociales, un panel
cuyos miembros más sobresalientes eran Hooker, Huxley y Lyell. Así, cuando
Falconer escribió su importante artículo de 1863 sobre los elefantes fósiles
estadounidenses (para una discusión completa de este incidente, véase el
capítulo 9, págs. 745-749), Darwin
se acobardó por anticipado, pero luego se regocijó con la favorable recepción
de la idea de la evolución por la mayoría de sus críticos, como se plasmaba al
final de la sección clave del artículo de Falconer: «Más allá de todos sus
contemporáneos [sic], Darwin ha dado un impulso a la investigación filosófica
de la más atrasada y oscura rama de las ciencias biológicas de su tiempo; ha
puesto los cimientos de un gran edificio; pero no tiene por qué sorprenderse
si, en el progreso de su construcción, la superestructura es alterada por sus
sucesores, como en el Duomo de Milán,
del románico a otro estilo arquitectónico».
En una carta a Falconer fechada el 1 de octubre de 1862 (en F. Darwin,
1903, vol. 1, pág. 206), Darwin se refiere explícitamente a este pasaje
(Falconer había proporcionado una copia manuscrita de su artículo a Darwin para
una revisión crítica, de ahí que la réplica de éste se adelante en un año a la
publicación del texto de Falconer): «Volviendo a su conclusión, lejos de
sorprenderme, estoy absolutamente seguro de que gran parte del Origen irá a la papelera, pero espero y
deseo que el armazón aguante».
La afirmación de que Dios (o, en algunas versiones, el Diablo) mora en
los detalles debe ser uno de los dichos más ampliamente citados de nuestro
tiempo. Como ocurre con muchos epigramas ingeniosos que uno querría para sí, la
atribución de su autoría tiende a derivar hacia fuentes apropiadamente famosas.
(Virtualmente cualquier dicho evolutivo elegante acaba atribuyéndose a T.H.
Huxley, igual que cualquier comentario coloquial sobre los Estados Unidos
actuales suele adjudicarse a Mr. Berra.) El apóstol del modernismo en
arquitectura, Ludwig Mies van der Rohe, puede o no haber dicho que «Dios mora
en los detalles», pero la profusión de minúsculas y sutiles elecciones que
distinguen la elegancia de sus grandes edificios de la absoluta monotonía de
las cajas de vidrio superficialmente similares que se encuentran por doquier
seguramente valida su candidatura a la perfecta unión entre palabra y hecho.
La arquitectura puede imponer una aseveración más concreta, pero nada
supera la extraordinaria sutileza del lenguaje como medio para expresar la
importancia de detalles aparentemente triviales. Las metáforas arquitectónicas
empleadas por Falconer y Darwin pueden parecernos efectivamente idénticas en
una primera lectura. Falconer dice que los cimientos persistirán como legado de
Darwin, pero que la superestructura probablemente será reconstruida en un
estilo muy diferente. Darwin responde coincidiendo con Falconer en que la
teoría de la selección natural experimentará cambios sustanciales; de hecho, en
su estilo característicamente humilde, Darwin llega a declararse «absolutamente
seguro» de que buena parte del contenido del Origen es «desechable». Pero luego afirma no ya su esperanza, sino
su expectativa de que el «armazón» resista.
Sería tan fácil como superficial interpretar esta correspondencia como
un diálogo cortés entre amigos en el que se ponen de manifiesto unos pocos
desacuerdos triviales que no ocultan un compromiso de apoyo mutuo. Pero pienso
que tras la fachada diplomática del intercambio entre Falconer y Darwin subyace
una cualidad mucho más «acerada». Considérense las predicciones que se derivan
de las metáforas dispares escogidas por cada autor para el Duomo de Milán: los «cimientos» de Falconer frente al «armazón» de
Darwin. Después de todo, los cimientos constituyen un soporte invisible,
enterrado en el suelo y concebido para prevenir el derrumbamiento de la
estructura superior. Por otra parte, un armazón define la forma básica de la
estructura misma. Así, los dos hombres invocan visiones muy diferentes en sus
bolas de cristal. Falconer espera que el principio evolutivo subyacente de la
descendencia con modificación persistirá como fundamento factual de teorías
venideras concebidas para explicar el árbol genealógico de la vida. Darwin
replica que la teoría de la selección natural persistirá como la explicación
básica de la evolución, aunque muchos detalles, incluso algunos conceptos secundarios
citados en el Origen, sean rechazados
en el futuro como falsos o hasta ilógicos.
Subrayo esta distinción, tan trivial en un primer y superficial vistazo
a las palabras de Falconer y Darwin, pero tan incisiva y portentosa en cuanto a
sus predicciones dispares acerca del porvenir de la teoría de la evolución,
porque mi propia postura (más afín a Falconer que a Darwin, pero coincidente
con Darwin en un punto clave) me llevó a escribir este libro, a la vez que
proporcionaba el principio organizativo para «una larga argumentación». Pienso,
con Darwin, que el armazón darwiniano, y no sólo los cimientos, persisten en la
estructura emergente de una teoría de la evolución más adecuada. Pero también
sostengo, con Falconer, que los cambios sustanciales introducidos en la segunda
mitad del siglo xx han creado una
estructura tan expandida en torno al núcleo darwiniano original, y tan
engrandecida por nuevos principios explicativos a nivel macroevolutivo, que la
exposición completa, aun sin salirse del dominio de la lógica darwiniana, debe
interpretarse como básicamente distinta de la teoría canónica de la selección
natural, y no como una simple extensión de la misma.
Un estudio más detallado de la base material de las metáforas de
Falconer y Darwin –el Duomo (la catedral)
de Milán– puede ayudar a clarificar esta importante distinción. Como ocurre con
tantos otros edificios de parecido tamaño, coste e importancia (tanto
geográfica como espiritual), la construcción del Duomo requirió varios siglos y abarcó una gran diversidad de
estilos y propósitos radicalmente cambiantes. La construcción comenzó por el
ábside de levante a finales del siglo xiv.
Las altas ventanas del ábside, con su gloriosa y flamante tracería, me
impresionaron como el logro más refinado de toda la estructura y la más
grandiosa expresión artística de este ornamentadísimo estilo gótico tardío. (El
término «flamante» se refiere literalmente a los elementos en forma de llama
tan profusos en la tracería gótica, lo que constituye una descripción adecuada del
estilo, aunque hoy el término se emplea con el significado ampliado de
«ricamente decorado» o «llamativo».)
Vayamos al punto principal. La
construcción progresó tan despacio que la fachada y la entrada de poniente
(fig. 1-1) data de finales del siglo xvi,
época en que las preferencias estilísticas habían cambiado drásticamente. De
las puntas, curvas y tracerías del gótico se había pasado a los dinteles y
frontones ortogonales, de ángulos obtusos o suavemente redondeados del barroco
clásico. Así, el estilo de los dos primeros niveles de la entrada principal (la
de poniente) del Duomo no puede
exhibir una discordancia formal más acusada respecto de los elementos góticos
del diseño, pero de alguna manera ambos estilos se integran en una interesante
coherencia. (El tercer nivel de la fachada de poniente, construido mucho más
tarde, vuelve a un estilo gótico «tardío», lo que sugiere una reversión
metafórica de las convenciones filogenéticas.) Finalmente, en una
característica y controvertida alcorza que recubre la estructura entera (fig.
1-2), la «tarta nupcial» (el conjunto de hileras escalonadas de pináculos
góticos puramente ornamentales que festonean los muros y arcos) no coronó el
edificio hasta principios del siglo xix,
cuando Napoleón conquistó la ciudad y ordenó su construcción para completar por
fin el Duomo después de tantos siglos
de trabajo. (Este bosque de pináculos puede divertir o disgustar a los
puristas, pero no puede negarse su inintencionada contribución a hacer del Duomo un icono de la ciudad único y
reconocible de inmediato.)