Cómo llegó la noche (Fábula)

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La expedición

Tengo sed, mi cantimplora está vacía y pregunto dónde puedo llenarla. Me dicen que a sólo doscientos pasos hay un río. Lo busco en medio de una noche espléndida, con luna brillante.

Por varios meses Evelio Rodríguez, Napoleón Béquer y yo nos dedicamos a conseguir armas. Disimulamos nuestra actividad con el trabajo de difusión política cuya responsabilidad principal la delegamos en Julio César Martínez. Algo hemos conseguido, pero necesitamos más ametralladoras, rifles, municiones y granadas. El costarricense Frank Marshall nos facilita generosamente un buen número de fusiles con sus municiones.

He pedido a mi padre dinero para la compra de armas y me envía una suma sustancial de mi participación en el negocio arrocero. Tenía esa reserva para construirle una casa a nuestra familia.

Hago sondeos de manera sutil entre algunos cubanos que creo que están comprometidos con el esfuerzo revolucionario. Les pregunto, tentativamente, si estarían de acuerdo en sumarse a una expedición que podría partir a la sierra con armamento. Algunos asienten de inmediato y se muestran impacientes por participar, otros arguyen que van a pensarlo porque tienen familia. Estas indagaciones me permiten saber con quién podemos contar.

Buscar el avión que nos llevará es tan importante como conseguir armas. Hacemos gestiones infructuosas para conseguir uno; hasta concebimos la idea del secuestro, pero la desechamos porque con esa acción estaríamos violentando las leyes de un país tan acogedor. Contrataremos un transporte. Le escribo a Carlos Franqui a Nueva York, pidiéndole que nos ayude a conseguir un piloto. Me promete hablar con la dirección del Movimiento 26 de Julio en el exterior.

Preparo un mensaje para Fidel con el plan completo de la expedición, contando ya con las armas y municiones que tenemos en nuestro poder. Solicito que nos envíe algún dinero para fletar un avión, y si el Movimiento cuenta con esa posibilidad, que nos facilite un piloto. Le anticipo una posible fecha de llegada a confirmar más tarde y le sugiero que escriba al presidente Figueres solicitándole armas y ayuda.

A través del coronel Aguiluz sabemos que Figueres está en disposición de ayudarnos, con la condición de que podamos presentar credenciales confiables y asegurarle que los pertrechos irán de verdad a la sierra Maestra en un plazo determinado.

Debemos enviar el mensaje a Cuba con una persona de extrema confianza. Naturalmente, no puede ser ninguno de los exiliados. Entonces, ¿quién? Sorpresivamente, mi esposa se ofrece. Me siento conmovido con esa actitud propia de su personalidad, pero no insisto en disuadirla porque compartimos los mismos ideales.

Desde principios de año ella me dijo:

–Huber, te estoy ayudando a que vayas a la sierra a pelear; no actúo con egoísmo, tú sabes que la mujer por lo general trata de sustraer al hombre de los riesgos. Yo lo que hago es comprenderte y cooperar, aunque sea no poniéndote obstáculos. Pero ahora quiero tener un hijo más y aunque no llegaremos a ser la familia numerosa que nos hubiera gustado, si te pasa algo grave, será para mí como una compensación.

No es una conversación muy común pero le encuentro toda la razón del mundo. Así decidimos que habrá un hijo más, que nacerá cuando yo esté en tierra cubana.

Llegado el momento, María Luisa viaja a Cuba acompañada de nuestra hija Lucy, llevando un mensaje cifrado para la comandancia del Ejército Rebelde. Luego de un discreto ingreso a La Habana se dirige a Manzanillo y, superando dificultades y riesgos, entrega la misiva que es enviada inmediatamente a Fidel.

Fidel me contesta y manda además una carta para Figueres. También ordena que nos entreguen siete mil dólares para fletar el avión.

Ricardo Lorié, miembro del Movimiento 26 de Julio, viene desde Manzanillo con el dinero y las cartas. Me voy a ver al presidente.

–Matos –me dice Figueres–, voy a entregarles las armas, pero recuérdele a sus hombres que esas armas son parte del pequeño arsenal de Costa Rica y que yo se las cedo a ustedes porque quiero al pueblo de Cuba. No puede haber infidencia alguna sobre mi actitud porque me pondría a mí como un irresponsable ante los costarricenses y podría costarme hasta la misma presidencia; además tiene que llevarse las armas antes de que termine el mes de marzo, es decir, en un plazo de dos semanas. El coronel Marcial Aguiluz coordinará con ustedes la operación.

Costa Rica es un país sin ejército y goza de prestigio como sociedad civil ante el resto del mundo. Figueres ansía la libertad de Cuba, pero a pesar de que el pueblo costarricense simpatiza con los rebeldes de la sierra Maestra, él desea guardar las formas del principio de no intervención en los problemas internos de otras naciones.

–Las armas esperan por usted, las tenemos en un depósito que está justamente debajo de nuestros pies. Cuanto antes se las lleve, mejor será.

–Confíe en nosotros, señor presidente.

Y me despido del mandatario.

Depositamos las armas que nos da Figueres y las que hemos conseguido por nuestra cuenta, en la finca La Lindora, propiedad del coronel Aguiluz. En medio de estos ajetreos llega de México Pedro Miret, uno de los hombres que participó en los hechos del Moncada. Es el jefe de asuntos bélicos del Movimiento 26 de Julio en el exilio y quiere unirse a nuestra expedición; se presenta con humildad, pero pronto comienza a crear confusión e intrigas entre la gente. Quiere arrebatarnos la expedición y atribuirse la paternidad.

Conversamos con el jefe de la sección aérea del gobierno de Costa Rica, el capitán Guerra, quien a su vez es dueño de una empresa aerocomercial, y hemos acordado que un avión de su compañía nos lleve hasta la Sierra. Nos cobra el viaje por adelantado y le pagamos los siete mil dólares.

Como los planes de Miret son otros, él le propone a Guerra que las armas sean arrojadas en paracaídas. Esto no es lo que yo he convenido con Fidel. Si nosotros quedamos fuera de la operación porque las armas se lanzan desde el avión, se corre el riesgo de que el cargamento caiga en manos del ejército. Para Guerra sería la solución ideal, pues así evita un aterrizaje donde puede peligrar el avión. Miret, por su cuenta, entrega quinientos dólares más a Guerra con el pretexto de que los use para gasolina.

Nuestra gente está molesta y pasamos días turbulentos. Hoy es 26 de marzo, apenas a cinco días de la fecha anunciada para nuestro viaje a la Sierra. No hay tiempo que perder.

Voy a ver a Guerra a su casa y le planteo:

–Le hemos entregado siete mil dólares para que el avión nos transporte con las armas a la sierra Maestra. Ya los pilotos están aquí, han venido de México. El señor Pedro Miret, con prerrogativa que nadie le ha dado, le entregó a usted quinientos dólares para convencerlo de que las armas deben lanzarse en paracaídas.

Guerra busca explicaciones que no encuentra.

–Le recuerdo que la fecha final y única, porque nos esperan ese día en el lugar preciso, es el 31 de este mes. Las armas están en la finca del coronel Marcial Aguiluz, de donde mis compañeros fueron echados con el argumento de que el armamento se tirará en paracaídas. Ahora resulta que Miret es el que tiene acceso a las armas que nosotros conseguimos. Usted está informado de que el coronel Aguiluz es el hombre que el presidente Figueres nombró como su contacto conmigo. Yo no puedo ir contra Aguiluz, aunque en esta oportunidad está equivocado. Y está equivocado porque Miret y usted lo han predispuesto.

Hago una pausa para ver en él los efectos de mis palabras. Y sigo:

–Bien, usted es el dueño del avión y ante mí es el responsable de un compromiso muy serio porque ya recibió su dinero. Con Aguiluz las cosas se manejarán a otro nivel, como depositario transitorio de las armas. Pero a usted esto le puede costar caro.

Guerra toma en serio estas palabras.

–Estoy dispuesto a dar la vida por la causa de mi pueblo y también estoy dispuesto a morir aquí para obligarlo a cumplir su compromiso. No voy a permitir que Miret y usted malogren esta expedición.

–Esta tarde nos vemos a las tres en mi despacho del aeropuerto –me responde.

A la hora citada estoy en su oficina, desde donde se ven los despegues de los aviones y demás actividades de una terminal aérea. Guerra no está solo. Lo acompaña un uniformado al que me presenta como el jefe de Seguridad Pública de Costa Rica. Se trata de un coronel al que sólo saludo.

–Vamos a salir a conversar un poco –me dice y se despide del coronel.

Salimos en su automóvil y me lleva fuera de la ciudad, a un lugar despoblado. No cambiamos una sola palabra. El espera algo de mí pero yo sigo mudo. Por fin, me pregunta:

–¿Usted tiene algo que decir?

–Lo dije todo esta mañana. ¿Y usted?

–Bueno, Matos, yo quiero resolver el asunto. Si usted se pone de acuerdo con Miret, conmigo no hay problemas. Yo permito que el avión descienda donde quieran.