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Guerrilla literaria en
el Rey del Oriente
Gonzalo de Lerma veía derrumbarse las tardes tras las cristaleras del
bar Rey del Oriente, ante un velador abarrotado de revistas antiguas que no le
resultaban útiles como documentación para sus poemas futuristas, aunque sí
desde luego para sus novelas de época, repletas siempre de espías que eran
marqueses, de marqueses que eran maníacos sexuales y de psicópatas sexuales que
veraneaban en Montecarlo o en Portofino, formando de ese modo un amasijo de
aristocracia, erotismo y delincuencia.
Envuelto en las neblinas
de una cachimba, Gonzalo de Lerma se pasaba las horas escribiendo, revisando o
incluso declamando en voz baja, con dejo cavernoso, algún capítulo estelar de
sus novelas o algunos de aquellos poemas suyos en los que el cielo podía
poblarse de tornillos sangrantes y los pájaros convertirse en aeroplanos
carnívoros.
Él se tenía por biznieto
de toda la estirpe decadente y le hubiese gustado malvivir con una mulata
fatalista y alcohólica y ascender a diario a la cima de los pecados mortales.
Pero por aquel entonces Gonzalo de Lerma se hospedaba en un hostal llamado
Derby 2000 y a efectos legales se le conocía por Miguel González Lera, que era
nombre que reclamaba con urgencia angustiosa un pseudónimo, según convino su
novelerismo, de manera que un día de tantos se cambió el nombre, se sintió un
ser distinto al que ya era y se compró una pipa de fumar. De ese modo, tomó
posesión de una pequeña galaxia autóctona, girante en una órbita de quimeras y
neblinas, y comenzaron a aparecer en su pensamiento algunas estrellas como
puntos de ilusión luminosa en el futuro.
Gonzalo de Lerma sólo
había publicado Espejo de tinieblas,
veinte páginas de versos libres, con un dibujo de clima apocalíptico en la
cubierta (siluetas derretidas y esqueléticas que deambulaban por una especie de
vertedero posnuclear), en una edición de doscientos ejemplares ciclostilados
que inauguraba la colección «El navío ebrio», cuya botadura patrocinó una caja
de habanos: la que atesoraba sus ahorros, consecuencia de cuatro años de
abstinencias mundanas en favor de la letra impresa. En el hondo cajón de los
inéditos aguardaban el vértigo de las linotipias unos diez originales más,
entre verso y prosa. Porque la literatura, para él, era un veneno. Una especie
de jarabe venenoso que no dejaba de ingerir a diario, preferentemente después
de las comidas, como un digestivo intelectual, entre los muros del bar Rey del
Oriente, que no debía su nombre a las suntuosidades decorativas, por no
tenerlas, sino al hecho de haber encarnado su primer propietario al rey mago
Baltasar en la cabalgata de 1953, en la que por primera y única vez se paseó un
cachorro de elefante, alquilado por el Ayuntamiento al circo de fieras
Ringling, que había hecho estación en el pueblo.
Una tarde de tantas,
Gonzalo de Lerma estaba revisando el estilo del folio número veinticuatro de su
última novela: Sara, la espía caprichosa.
Se había detenido en un pasaje de recio naturalismo: «La espía polaca, enemiga
de Sara, se quitó apresuradamente los zapatos de raso y el marqués advirtió
súbitamente que aquellos pies exudaban hediondeces, pero había ya caído
irremediablemente en las garras negras del vicio, así que solamente buscaba el
disfrute de los cuerpos anónimos aunque no destacasen precisamente por su
higiene». Él jamás hubiese concebido un relato sin espías, sin escenas de cama
y sin aristócratas cultivadores de la perversión: sus tres grandes comodines
estilísticos, si logramos dejar aparte los adverbios terminados en mente.
El trance agridulce por
el que pasaba aquel marqués en la página veinticuatro fue remediado de manera
providencial por Arturo Reinoso, dramaturgo de cuerda social-realista y víctima
supurante del acné juvenil, quien se dirigió a la mesa del novelista frotándose
las manos y bufando vaharadas de vaho, pues era mucho el frío que recorría las
calles como un fantasma invernal de tiritera.
Gonzalo de Lerma recibía
siempre con alharacas a Reinoso:
—Un coñac aquí al
revolucionario dramaturgo —le voceó al camarero.
Pero el revolucionario
dramaturgo dijo que no, que café cortado, porque anoche había estado en el
Zambra.
El bar Zambra reunía
todos los miércoles a Antonio Molinero, cronista oficial de la Villa; a Juan
Sivantos, abogado y narrador inconfeso, y a una representación variable de
jóvenes literatos que constituían el cupo local de esclavos de las musarañas de
las musas y que tomaban como una obligación metafísica el beber sin tino, el
hablar de modo más o menos etéreo de las mujeres del cine y de las revistas
ilustradas y el volver a casa los domingos al toque de queda de las campanadas
de la primera misa como espectros bohemios aturdidos por las experiencias casi
parapsicológicas derivadas de su noctambulismo, ese noctambulismo que les
permitía escribir en sus poemas la palabra «insomnio» con conocimiento de
causa.
—Tú vales más que toda
esa morralla, Reinoso.
Gonzalo de Lerma hablaba
así de los contertulios del Zambra por despecho, porque lo habían tratado con
la punta del zapato, y eso lo tenía escrito con letras de fuego en el
subconsciente.
... Pero demos marcha
atrás a la rueda dentada del Tiempo:
—Estamos entre hombres
de letras para oír los frutos poéticos de un poeta de nuestros días, aunque ya
inmerso en el futuro: Gonzalo de Lerma, cuyo estro...
Hablaba aquel miércoles
en el Zambra el llamado Luis Espinosa de Celis, un poetilla treintón y
camandulero, cogido a lazo para la oportunidad, que presentaba a Lerma con un
texto de anacolutos muy floridos que se había aprendido de memoria para
demostrar que era suelto de lengua y platónico de espíritu.
—Cuyo estro...
—Ya está bueno de tanto
prólogo —dijo el llamado Sivantos cuando la presentación cumplía su segundo
minuto de esoterismo adjetival.
—Es la falta de
púlpitos, y cuando la ocasión se presenta... —se justificó Espinosa de Celis,
autor de quintillas devotas y de romances sicalípticos gracias a los trastornos
de su inspiración, de suyo contradictoria.
—¡Vamos allá, usted, el
poeta! —animó Sivantos con aquel vozarrón sinfónico que daba a su bocio una
espectacularidad de fuelle, y pasó a mirar a Gonzalo de Lerma con los ojos
enigmatizados por esas lentejuelas que añaden un velo de escarcha a la mirada
errabunda de los borrachines.
—El primer poema lo
titulo «Jardín mecánico» —anunció Lerma.
Sivantos paseó media sonrisa
por el auditorio y se apresuró a indagar si habría de ser aquello un himno a
las ferreterías.
—Sin bromas, por favor
—dijo Lerma con una dignidad de vate sombrío tocado por el ala de cuervo del
malditismo.
—Sin bromas ni ludibrios
ni manubrios. A ver ese jardín eléctrico suyo.
—Mecánico —corrigió
Lerma—. «Jardín mecánico», que dice así:
Ya las rosas de los
viejos poemas han muerto
apisonadas por los
viaductos
y las vestales llevan
negras carátulas
adheridas a sus cuerpos
de sirenas...
—¡Quieto ahí! Vayamos
por partes. –Y Sivantos se llevó a la frente su mano obispal, carnosa y
anillada—. Yo tengo alguna que otra duda.
Y se hizo el silencio.
Lerma no esperaba
grandes entusiasmos por parte del abogado Sivantos, malcriado con Lope y el
padre Arolas, pero tampoco esa salida: una duda, en cosas de poesía, cuando
todo el mundo sabe que la poesía es el mítico reino en que pastan a placer los
animales mágicos de la sinrazón y del quimerismo. A todos les extrañó, en fin,
la salida del abogado: una duda. En cosas de poesía...
—Sí, una duda. Porque
usted dice que las flores han sido pisoteadas por un viaducto...
—No, las rosas...
Exactamente, el verso es «Ya las rosas...»
—Bueno, qué más da, como
si fuesen claveles. Ese verso es un disparate.
—Es que...
—No, no, perfecto. Hasta
ahí bien. Las flores hechas trizas por un viaducto. ¡Estupendo, qué caramba
puta! El viaducto.
Lerma, que era nuevo en
la tertulia, no podía verse venir a Juan Sivantos, virtuoso de la faramalla,
pero Molinero, el viejo cronista oficial aficionado a cualquier manifestación
histórica, artística o telúrica, intuía de sobra el desenlace: el
despellejamiento y posterior crucifixión, seguida de lanzada en el hígado y de
trago de vinagre, del neófito, ya que Gonzalo de Lerma no iba a ser el primer
poeta inocente ajusticiado sin contemplaciones entre las paredes de
flamenquerías macabras del bar Zambra, con su azulejería de bandoleros y de
manolas espectrales, porque en la naturaleza de Sivantos se daba la cualidad de
entender la crítica literaria como un instrumento de tortura.
—Y luego habla usted de
las vestales. ¿Cómo era el verso entero?
—«Ya las vestales llevan
negras carátulas».
—Pues ahí empieza para
mí lo inextricable —sentenció Sivantos.
«¿Inextricable?» Lerma
se llevó la copa de brandy a los labios, que en vano intentaban deletrear la
palabra «inextricable», porque la equis se le colaba en todas las sílabas como
un enigma ambulante y exótico. Dio un sorbo de urgencia y comprobó de nuevo que
no le gustaba del todo el brandy, pero todo el gremio lírico bebía brandy. Y él
bebía el brandy que no le gustaba del todo mientras pensaba en la palabra
«inextricable».
—Sí, lo inextricable.
Porque, ¿qué tienen que hacer las vestales con unas carátulas?
—Es una imagen poética
—argumentó Lerma, y se sacó la cachimba del bolsillo como quien desentierra un
hacha de guerra.
—Todo lo poética que
usted quiera, muchacho, pero absurda, qué caramba puta, ya me dirán ustedes.
Los poetitas sonreían
sin entusiasmo: ellos tampoco hubiesen dudado en encasquetar una carátula a
civil, santo o militar; ellos también gustaban de ennoblecer sus octosílabos,
alejandrinos o versículos con palabras como «carátula», «estólido» o
«maléfico».
Molinero, el cronista
oficial, salió en auxilio de Lerma, que ya comenzaba a hartarse de tanto
análisis minucioso y a lamentar el no haber consultado en algún diccionario el
significado de «carátula», que en principio le resultó una palabra de mucho
ringorrango, con ese eco esdrujulante de misterio gótico y litúrgico que tan
bien le sienta por lo común al arte poético.
—Deja al muchacho leer,
Juan, que nosotros somos de otra época y no estamos acostumbrados a los
modernismos.
—¿A los modernismos?
—... Porque la
literatura avanza, como todo. La juventud se ha llevado la antorcha del Arte para
meterle fuego a la retórica, a la rima y hasta a los puntos y las comas. Para
pegarnos fuego a nosotros mismos si hace falta.
—Pues yo ya estoy
chamuscado. Pero sigamos con el debate...
—Deja al muchacho leer,
Juan.
—No, si yo le dejo. Pero
para eso estamos aquí, ¿no? Para discutir y aclarar las cosas. Que esto es una tertulia, y las tertulias
están para eso, ¿no? Para discutir. ¿Cuál era el otro verso?
—Si va a seguir
insultando, yo no leo ni un verso más.
—¿Lo ve usted, Molinero?
La duda del joven creador ante el reproche de la experiencia —dijo Sivantos, y
dio un golpe en la mesa con la energía de un profeta estético—. La táctica
socrática y toda esa leche, Molinero.
—El otro verso es
«adheridas a sus cuerpos de sirenas», ¿pasa algo?
—¡Sí que pasa, qué
caramba puta! Porque si usted dice que un viaducto ha aplastado unas flores y
que las vestales llevan carátulas, pase. Pero todo tiene un techo, me
imagino... Vestales con carátula y con cuerpo de sirena. ¿Usted sabe lo que
está diciendo?
—¿Ha oído usted hablar
por casualidad de la escritura automática? —retó Lerma.
—Sí, yo he oído hablar
de todo: de la escritura automática, de la escritura electrónica y de la
escritura por tracción animal, ¿no te jode la caramba?
Aquello, desde luego,
era un golpe bajo: atacar a la Poesía por su talón vulnerable, la Lógica. Y
herirle de paso a él su sentimiento más achacoso: el de sentirse humillado, y
ante testigos de la profesión.
—Esto es lo de siempre:
los polillas y los retretes del siglo XIX —se atrevió a pronosticar Lerma,
buscando la complicidad de los representantes del gremio del renglón corto y de
las palabras similares a «carátula»—. El siglo XIX y sus telarañas mentales
—descabellaba Lerma, lamentándose de haber tomado asiento contiguo al de
Sivantos, pues de haber caído más lejos se hubiera atrevido a desprecios de
mayor rotundidad.
—Sin faltar, pollo.
—Yo escribo lo que me da
la gana, ¿se entera usted?
—Tranquilo, muchacho
—terciaba el cronista oficial.
Lerma no sabía dónde
posar los ojos, errantes por las constelaciones de azulejos del local —la
flamenca clorótica, con la faca en la media; el guitarrista vampírico, absorto
en sus arpegios pavorosos...
—Las vestales que son
sirenas, las carátulas... Pero, ¿tú dónde has leído eso, analfabeto?
—Donde me da la gana,
porque yo no escribo para vejestorios, para los polillas de las cloacas del
siglo...
No pudo Gonzalo de Lerma
decir «diecinueve», cifra que para él constituía la perla gorda de su
repertorio de insultos, puesto que Sivantos, famoso por su afición a quemar
entera la mecha de las bromas pesadas, arlequín gordo y bufante, activó el
resorte de la dignidad ofendida y bramó:
—¡Tú, niñato, no tienes
ni media hostia para gallearme, qué caramba puta!
Y, visto y no visto,
dando a su brazo un movimiento de látigo, le estampó a Lerma en plena coronilla
un pescozón que tuvo de sonoro lo que no tuvo de enérgico ni doloroso,
virtuosismo debido a su lejana condición de alférez de complemento, cuando
orientaba a los reclutas en las tareas de girar a izquierda o a derecha. Fue en
un segundo, el tiempo que tarda un prestidigitador en hacer que se esfume un
pañuelo o una paloma aterrada: la mano voló, cumplió su misión y volvió a su
sitio.
Se hizo el silencio de
repente. Los poetitas palidecieron, como si tuviesen papeleta de turno para
recibir los pescozones malabaristas del abogado: aquel brazo que podía girar en
cualquier momento como un aspa para repartir pescozones igual que un ventilador
reparte el aire... El cronista oficial cabeceaba con el fatalismo mecánico de
un muñeco que dice no.
Lerma sintió que algo se
le había roto por dentro: ¿la dignidad, el orgullo...? Suplicó algo con la
mirada, no sabía qué, alguna explicación, alguna defensa, y, al no apreciar en
los contertulios sino esos gestos que suelen verse en la antesala de la
consulta de los médicos especialistas en venéreas, se levantó, dijo: «Usted me
hace esto porque soy pobre», y a retirada tocaron ¿la dignidad, el orgullo...?
Tras la salida de Lerma,
los tertulianos guardaron ese silencio que da fama a los sepulcros. Molinero,
el cronista oficial de la Villa, disentía con su cabeza apesadumbrada por kilos
y kilos de datos referidos a la historia local —el reyezuelo moro, los saqueos
de los ingleses, los pregones patronales... Alguno de los poetillas se rascaba
el cogote, como despidiéndose de él.
—¡Estos poetas de
ahora!... Desde luego... ¡Camarero!
—¿Sí?
—Una ración de vestales
revueltas con sirenas.
Y de nuevo brotaron,
algo nerviosas, las sonrisas.