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Es
un fenómeno asombroso cómo la fantasía, parecida a una fiebre cuyos gérmenes se
transmiten desde focos muy lejanos, se apodera de nuestra vida y arraiga en
ella cada vez más honda y ardientemente. Al final, sólo la imaginación nos
parece real, y la vida cotidiana se revela un sueño donde nos movemos a
disgusto como un actor al que su papel desasosiega. Es entonces cuando el
creciente tedio recurre a la razón y le impone la tarea de buscar una salida.
Ése
era el motivo por el cual la palabra «fuga» me sugería ecos de una música
extraordinaria, pues no se podía hablar de un peligro especial que justificase
su empleo; si exceptuamos tal vez las numerosas quejas del profesorado durante
las últimas semanas rayanas en la amenaza, que me trataba como si fuera un
sonámbulo.
«Berger,
no se duerma», «Berger, despierte», «Berger, deje de pensar en las musarañas»,
tal era la eterna cantinela. Incluso mis padres, que vivían en el campo, habían
recibido ya algunas de esas conocidas cartas, cuyo desagradable contenido
empezaba con las siguientes palabras: «Su hijo Herbert…».
Pero
esas quejas no eran tanto la causa como la consecuencia de mi decisión; o,
mejor dicho, ambas se encontraban en esa relación de interdependencia que suele
precipitar el curso de las acciones. Desde hacía meses vivía en un estado de
secreta rebeldía, que en tales ámbitos difícilmente puede pasar inadvertido.
Así, ya había logrado desconectarme de la clase y, en vez de seguir la lección,
me ensimismaba en las crónicas de viaje por África que hojeaba bajo el pupitre.
Cuando se me dirigía una pregunta, primero tenía que cruzar todos aquellos
desiertos y océanos antes de dar un signo de vida. En el fondo sólo estaba
presente como sombra de un viajero lejano. También me encantaba fingir una
indisposición repentina y abandonar la clase para pasearme bajo los árboles del
patio de la escuela. Allí urdía los detalles de mi plan.
El
profesor de clase ya había adoptado esa medida pedagógica, previa a la
expulsión definitiva: me trataba como si no existiera, me «castigaba con la
indiferencia». Era un indicio grave que incluso ese castigo ya no surtiera
efecto, una prueba de hasta qué punto estaba abstraído. Ese aislamiento
mediante el desprecio me resultaba más bien agradable; me circundaba con una
especie de foso vacío, donde me
dedicaba a mis preparativos sin que nadie me estorbara.
Hay
una época en que los misterios sólo parecen revelarse al corazón en el espacio
y en los territorios vírgenes de los atlas geográficos, un tiempo en que todo
lo oscuro e inexplorado nos tienta con su poderoso atractivo. Largas, ebrias
ensoñaciones durante mis paseos nocturnos por la muralla de la ciudad me habían
acercado tanto aquellos países remotos que parecía que sólo bastaba con tomar
la decisión para adentrarme en ellos y disfrutar de sus placeres. En la palabra
«selva» bullía toda una vida cuya perspectiva suele ser irresistible a los
dieciséis años; una vida consagrada a la caza, a la rapiña y a los
descubrimientos fabulosos.
Un
día se me impuso la certeza de que el paraíso perdido se ocultaba en la cuenca
superior del río Nilo o del Congo. Y puesto que la nostalgia hacia tales
lugares figura entre los sentimientos más imperiosos, comencé a fraguar toda
una serie de planes descabellados sobre cuál era el mejor modo de aproximarse a
la zona de los grandes pantanos, de la malaria y del canibalismo. Acaricié toda
una serie de ideas, como las que sin duda cada cual conoce por sus recuerdos
precoces: quería abrirme paso como polizón, como grumete o como menestral
ambulante. Pero al final se me ocurrió alistarme en la Legión Extranjera, para
alcanzar, al menos, el linde de la tierra prometida y después penetrar en su
corazón por cuenta propia; por supuesto, no sin haberme curtido antes en alguna
batalla, pues el silbido de las balas se me antojaba pura música de las esferas
divinas, cuya existencia sólo registran los libros, y para iniciarme en ella
era preciso peregrinar como los americanos al festival de Bayreut.
Así
pues, estaba dispuesto a vender mi alma al diablo, si me conducía hasta el
Ecuador como la capa mágica de Fausto. Pero, al fin y al cabo, la Legión
Extranjera no era tampoco una de esas fuerzas oscuras a las que basta conjurar
en la próxima encrucijada cuando se pretende pactar con ellas. Ciertamente
tenía que existir en algún lugar, no cabía duda, pues había leído en los
periódicos numerosos reportajes sobre sus selectos peligros, privaciones y
crueldades, que ni el más hábil publicista podría haber concebido con tal
eficacia para seducir a tunantes de mi laya. Habría dado cualquier cosa por
toparme con uno de esos reclutadores que secuestran a los jóvenes tras
emborracharlos, y respecto de los cuales me habían prevenido con gran poder de
persuasión; sin embargo, en nuestra provinciana ciudad del valle del Weser, con
su vida tan pacífica y adormilada, tal encuentro parecía harto inverosímil.
Así
pues, juzgué más adecuado cruzar en primer lugar la frontera para dar el primer
paso desde el orden hasta el desorden. Me imaginaba que, a medida que avanzara,
se me revelaría con mayor nitidez el mítico reino de los azares e intrigas
fabulosas, si es que demostraba suficiente valor para alejarme de la vida
cotidiana. Y que la atracción que ejerciese aumentaría cuanto más nos
acercáramos a sus dominios.
Pero
no ignoraba que toda situación está sometida a una gran fuerza de gravedad, y
que para vencer esa resistencia no basta con pensar en ello. Por supuesto,
cuando por la tarde, antes de dormirme, pensaba en levantarme y fugarme, nada
se me antojaba más fácil y simple que vestirme en un santiamén, acudir a la
estación y subirme al próximo tren. Pero en cuanto acto seguido intentaba
siquiera moverme, me sentía lastrado por pesas de plomo. Este desajuste entre
las exuberantes posibilidades sugeridas por los sueños y las más insignificantes
medidas necesarias para su realización me enojaba mucho. Aunque no me fatigara
recorrer a mi antojo los parajes más intransitables en mi espíritu, me daba
cuenta, al mismo tiempo, de que en el mundo real la simple acción de sacar un
billete presuponía un esfuerzo mucho más arduo de lo que me había figurado.
Cuando
alguien poco habituado a saltar se encuentra en lo alto de un trampolín,
percibe muy nítidamente la diferencia entre quien desea tirarse de cabeza y
quien se resiste al salto. Cuando fracasa el intento de agarrarse a sí mismo
por el cuello y arrojarse hacia abajo, se presenta otra salida. Ésta consiste
en engañarse balanceando el cuerpo en el extremo de la tabla, hasta que de
repente no quede más remedio que lanzarse. Sabía perfectamente que el mayor
obstáculo para dar el primer salto al mundo de la aventura era mi propio miedo.
En este caso, mi enemigo más feroz era yo mismo, es decir, un tipo apoltronado
que amaba pasarse el tiempo soñando tras los libros y ver cómo sus héroes
viajan por parajes peligrosos, en vez de imitarlos y partir en medio de la
noche y la niebla.
Pero
había otro espíritu, más salvaje, que me susurraba que el peligro no era un
espectáculo del que pudiera disfrutarse desde la seguridad del sofá, sino que
debía existir un placer completamente distinto, accesible tan sólo a quien se
aventura en su realidad; y este otro espíritu intentaba lanzarme a la palestra.
Con
frecuencia, en medio de esos monólogos secretos, de esas exigencias cada vez
más enconadas, me entraba un miedo mortal. Además me faltaba talento para las
cuestiones prácticas; la perspectiva de todas las pequeñas tretas y
maquinaciones que debía urdir para salir adelante me agobiaba. Como todos esos
soñadores, anhelaba poseer la lámpara maravillosa de Aladino o el anillo de
Dschudar, el pescador, cuya magia permitía conjurar a los genios más
serviciales.
Por
otro lado, el tedio se infiltraba en mis venas como un veneno mortífero cada
día más potente. Me consideraba completamente incapaz de «llegar a ser algo» en
la vida; la expresión en sí ya me resultaba antipática, y entre los miles de
empleos que la civilización puede ofrecer, no había ni uno que me pareciera
adecuado para mi persona. Más bien me atraían las actividades elementales, como
la del pescador, cazador o leñador; aunque desde que me había enterado de que
los guardabosques se habían convertido en la actualidad en una especie de
contables, que trabajan más con la pluma que con la escopeta, y de que los
peces se pescan con barcas a motor, perdí también todo interés. En estos
asuntos carecía de la más mínima ambición, y, como el condenado a galeras,
asistía a esos sermones que los padres suelen soltar a sus hijos adolescentes sobre las distintas salidas
profesionales.
La
aversión hacia todo lo útil arraigaba cada día más. La lectura y la ensoñación
eran mi triaca particular; sin embargo, los reinos donde aún había lugar para
las hazañas me parecían inalcanzables. Allí me imaginaba una sociedad de
hombres temerarios, cuyo símbolo era el fuego de campamento, el elemento de la
llama. Por ser aceptado en ella, por conocer a uno solo de esos tipos que
imponían respeto, habría renunciado con mucho gusto a todos los honores que se
pueden conseguir dentro y fuera de cualquiera de las facultades.
Sospechaba
con razón que sólo es posible conocer a los hijos naturales de la vida si se
daba la espalda a los representantes legítimos del orden establecido. Por
supuesto mis modelos estaban forjados a la medida de un quinceañero, voraz
lector de folletines, que todavía no conoce la diferencia entre héroes y
aventureros. Pero poseía un instinto sano, pues suponía que lo extraordinario
se hallaba más allá de las esferas sociales y morales de mi entorno. Por ello
tampoco quería, como suele ser peculiar a esta edad, llegar a ser inventor,
revolucionario, soldado o cualquier otro benefactor de la humanidad; por el
contrario, me atraía aquella zona donde la lucha de las fuerzas naturales se
expresaba en estado puro y sin finalidad alguna.
No
dudaba de que semejante zona fuese real; la localizaba en el mundo tropical,
cuyo abigarrado cinturón circunda los fríos casquetes polares.
2
Me
había dado un ultimátum, cuyo plazo expiraba una semana después del comienzo de
las clases. La treta que había maquinado para vencer del todo mi indolencia no
era mala, a saber: tenía previsto gastar en la ejecución de mis grandes planes
todo el peculio que mis padres me habían asignado para volver al colegio tras
las vacaciones de otoño.
A
pesar de que tal inversión me pareciera incomparablemente más sensata que el
fin para el que en realidad se había previsto, vacilé durante bastante tiempo
antes de dar ese paso tan grave. Sabía perfectamente que una vez encaminado al
frente de batalla no cabía vuelta atrás y que disponer de esa suma sólo era
admisible como un tributo impuesto al enemigo declarado. En la guerra, como ya
se sabe, todo está permitido.
Sólo
poco antes de expirar el plazo, en una húmeda y vaporosa tarde de otoño, entré
muerto de miedo en una tienda de segunda mano para agenciarme un revólver de
seis balas con munición. Costaba doce marcos, un gasto irrestituible. Abandoné
la tienda con un sentimiento triunfal para dirigirme inmediatamente después a
un librero y adquirir un grueso libro titulado Los misterios del continente negro, que juzgaba imprescindible. Lo
guardé en un gran macuto, que venía a continuación en la lista.
Tras
realizar esas compras sentí casi con satisfacción que el suelo comenzaba a
arder bajo mis pies. Regresé a mi buhardilla para liar el petate, donde metí
zapatos, mudas y cuanto estimaba necesario para un largo viaje.
Cuando
me encontraba en el umbral, finalmente equipado, mi pequeño cuarto se me reveló
más acogedor de lo habitual. Por primera vez desde el invierno ardía el fuego
en la estufa, y la cama estaba hecha con tal primor que invitaba al reposo
nocturno. Incluso los libros de texto apilados sobre la carcomida tabla de la
cómoda, la gramática de Ploetzsche, medio desencuadernada por el uso durante el
último año del instituto, y el voluminoso diccionario de latín de Georges,
irradiaban nostalgia, un hechizo nada fácil de romper. De repente me resultó
absurdo e inexplicable renunciar a todas esas cosas, jugármelo todo por un
futuro absolutamente incierto, casi sin duda donde no habría una buena señora
Krüger para hacerme la cama por la mañana y traerme el candil a la habitación
por la tarde. En aquel instante comprendí que el extranjero posee también un
lado glacial. Pero era una evidencia que me llegaba de otro planeta, pues ya
había abandonado ese círculo familiar y sabía muy bien que ahora el tiempo de
las cavilaciones había pasado, que había roto el cordón umbilical y que por
ello debía actuar en un sentido que hasta el momento me había resultado
extraño.
Cuando
me puse en camino, hacía un tiempo desapacible, un tiempo que invitaba a
permanecer al abrigo del cuarto caldeado, con las piernas acurrucadas en el
sofá, y a leer, como era mi costumbre, con una jarra llena de té sobre la silla
de al lado mientras fumaba una corta pipa. El viento y la lluvia arrojaban a montones
la hojarasca ramosa de los plátanos sobre el adoquinado de la avenida que
conducía a la estación. Las farolas de gas reverberaban en la húmeda negrura de
las calles, sobre la que las amarillentas hojas dibujaban tiras de mosaico.
Había colgado mi amplio capote sobre la mochila y, como signo externo de mi
nueva libertad, había sustituido mi gorra roja escolar por un sombrero. En la
taquilla saqué un billete hacia la capital más cercana, que daba su nombre a la
provincia.
Tuve
suerte, pues la locomotora ya resoplaba vapor. Había llegado a la buena de
Dios, porque era incapaz de descifrar los enigmáticos signos de la guía de
ferrocarriles y de los tablones que colgaban en las salas de espera. Todo
cuanto sabía era que Colonia, Trier o Metz se encontraban en las proximidades
de la frontera occidental, pues mis conocimientos geográficos eran endebles, y
creía que los países exóticos y fabulosos de este mundo comenzaban apenas
cruzados esos lindes, tal y como se representaba en los mapamundi antiguos.
Sólo
me acordaba del topónimo de Verdún, pues había leído en los periódicos que el
alcalde de una villa alemana se había alistado en la Legión Extranjera. Su caso
había producido recientemente gran sensación, y el recorte de las noticias
sobre este asunto había sido, quizá, la única medida que proporcionaba a mi
plan un viso de objetividad. Lo que yo denominaba mis preparativos suponían
otro estado, ese desvarío enigmático, doloroso y sin embargo ferviente que se
había apoderado de mí como un remolino que irrumpe de súbito en aguas mansas, y
que interpretaba como una llamada de la lejanía.
Me
senté en un vagón de tercera clase abarrotado de campesinos del valle del
Weser, de pequeños comerciantes y verduleras acuclilladas tras sus canastas.
Cuando el tren arrancó, sentí que en ese momento me encontraba en una nueva
situación, como un espía infiltrado en territorio enemigo que ya no tiene a
nadie con quien poder conversar. Estaba satisfecho conmigo mismo, pues no me
había creído capaz de llegar a tal extremo. Sólo temía un poco que se
despertara en mí el deseo de retornar, y me juré resistir a toda costa. El
traqueteo de las ruedas me inspiraba valor, y, siguiendo el compás, iba murmurando para mis
adentros frases del tipo: «¡Ya no hay vuelta atrás!».
También
resultaban curiosos mis compañeros de viaje, que, sin reparar en mí,
conversaban animosamente y se renovaban constantemente con los pasajeros que
subían y bajaban en cada parada. De vez en cuando irrumpían personajes
extravagantes para ofrecer pequeños espectáculos prohibidos, y tras hacer la
ronda con el gorro, se esfumaban de nuevo en el próximo apeadero; así, un tipo
enjuto que, tras haberse vanagloriado en un asombroso discurso de sus
prodigiosas habilidades, extrajo un fino estilete de su bastón y lo hizo desaparecer
varias veces metiéndoselo en la boca hasta la empuñadura. Asimismo, un señor
gordo y campechano, algo beodo, que nos cantó con vigorosa voz algunas
canciones como Regresa el estudiante a
medianoche o El altar consagrado al
amor, nos acompañó durante un largo trecho. Y de ese modo, arrinconado en
mi asiento, consideré que el viaje empezaba con buenos augurios y las dos horas
hasta la capital se me hicieron cortas.
En
la estación central saqué un billete para Trier y, al hacerlo, me pareció
llamar tanto la atención como si pidiese un pasaje para la cuenca del Amazonas.
Pero para mi íntima satisfacción, el hombre de la taquilla me cobró con
absoluta indiferencia y contestó a mi pregunta sobre la hora de partida
igualmente sin inmutarse. El próximo tren en esa dirección no partía hasta
entrada la noche, así que dejé mi mochila en consigna para dar una vuelta por
la ciudad. No cesaba de llover y decidí vagar un buen rato por las calles sin
meta alguna. Me parecía vital mantenerme en movimiento y matar el tiempo cuya
repentina abundancia se tornaba tediosa.
Sin
embargo, pronto comencé a sentir la acción de la fuerza de la gravedad que toda
gran urbe ejerce sobre los vagabundos para atraerles hacia puntos muy
concretos. Aún animado, seguí el
tráfico hasta la arteria principal, para finalmente ser absorbido por una de
esas galerías comerciales, resguardadas de la intemperie, llamadas pasajes,
donde a cualquier hora nos tropezaremos con tipos cuya única meta consiste en
remolonear.
Aquí
me sentía más seguro, más integrado; ya en el tren había percibido de forma
confusa que quien busca aventura no conoce el espacio vacío, sino que pronto
contacta con fuerzas desconocidas. Ya el peculiar modo de moverse le permite
ver un nuevo tráfago dedicado a la ociosidad, al crimen o a la vagancia: una
capa extensa y repartida por doquier que merodea en torno al elemento burgués y
que intenta granjearse al aventurero como cómplice.
Ese
lugar, donde la calle adquiere algo del calor sospechoso de un zaguán iluminado
con luces rojas y donde los negocios recuerdan a barracas de feria, me pareció
perfecto para alguien que se ha fugado y que de vez en cuando mete furtivamente
la mano en el bolsillo del pantalón para acariciar la rugosa empuñadura de un
revólver de seis balas.
Me
entretuve algún tiempo examinando las miles de dudosas postales expuestas tras
los escaparates. Después me llamó la atención la deslumbrante entrada a un
museo de figuras de cera. Con angustiosa curiosidad vagué por un laberinto de
salas entre inmóviles efigies de personajes contemporáneos célebres e infames,
un abanico de ejemplos sobre las dos direcciones en las que se puede abandonar
la ruta principal de la vida ordinaria. Para visitar la última sala era
necesario adquirir una entrada suplementaria: allí se había instalado una
galería de figuras anatómicas expuestas en vitrinas con luz eléctrica. Se veían
extrañas enfermedades pintadas con manchas de color azulado, rojizo y verdoso
sobre los miembros corporales de cera. Ante las más espantosas pensé con un sentimiento
de morbosa satisfacción: «¡Seguro que ésas sólo existen en los Trópicos!».
Enfrente
del museo de cera, al otro lado del pasaje, brillaban las luces de un
restaurante. Al entrar vi que funcionaba de forma automática. Las comidas más
variopintas, preparadas para seducir con su aspecto multicolor, se ofrecían al
cliente sobre bandejas redondas o en pequeños montaplatos, y bastaba con
introducir una moneda para ser servido mediante un mecanismo que emitía un
zumbido. Asimismo cabía activar unos minúsculos grifos que surtían cualquier
clase de bebida imaginable en los vasos colocados debajo. Para quien servido
por fuerzas invisibles había comido y bebido de ese modo, aguardaban otros
aparatos que mostraban fotos coloreadas o hacían sonar breves piezas de música
a través de auriculares. Ni siquiera se había olvidado el sentido del olfato,
pues también se ofertaban ingeniosos pulverizadores, cuyas diminutas toberas
podían perfumar el traje con esencias de nombres exóticos.
El
fantasmal servicio me pareció sobremanera cómodo, idóneo para quien por serias
razones ha de mantener una actitud reservada. Como por arte de magia, la
máquina me proporcionó diversas ensaladas y panecillos, y, una vez saciada la
sed, seguí bebiendo por curiosidad, con el único propósito de catar todas
aquellas bebidas de nombres tan raros. Contemplé las imágenes que descendían
una tras otra al girar una manivela y que llevaban inscritas leyendas como la visita de la suegra o la noche de boda frustrada. Después
dejé sonar una pieza de música y accioné el vaporizador de perfume.
Esas
diversiones me depararon un placer que, como todo contacto con el mundo de los
autómatas, rayan en la perversidad. No sabía que precisamente en tales antros
la policía tuviese a sus mejores soplones.
Era
ya tarde cuando me dirigí de nuevo hacia la estación. El tren esperaba en un
andén desierto, inundado por la luz blanca de las lámparas de arco. Casi todos
los vagones estaban vacíos. Me tendí en un banco, me puse el macuto bajo la
cabeza y me cubrí con el capote. El lecho era duro y poco convencional, pero me
sentía medio aletargado por la mezcla de licores, así que antes de que
comenzara el viaje ya me había dormido.
Me
desperté en medio de la noche. Un revisor con una pequeña linterna me sacudió y
me preguntó por mi destino. Me miró con desconfianza, pues hasta que no
encontré el billete no pude responderle. Al final gruñó:
–¡Ésta
es la estación terminal! Enlace a las cinco de la mañana.
Así
que cargué con la mochila y me fui a la sala de espera desierta. Para entonces
ya no sentía euforia y el cóctel de licores no era sino un pálido recuerdo. Una
vez más me asaltó la tentación de regresar a casa y volví a mascullar,
ciertamente con mucha menos vehemencia, para mis adentros: «¡Ya no hay vuelta
atrás!». Se me agolpó una legión de malos pensamientos, como los que suelen
invadirnos por la mañana antes de acometer ciertas empresas; así, por ejemplo,
incluso la escuela no parecía un lugar tan aburrido y fastidioso.
Otra
circunstancia inquietante era percibir que mi sentido del tiempo comenzaba a
alterarse de un modo extraño. Así pues, resultaba increíble que desde mi fuga
aún no hubiera transcurrido ni siquiera un día entero y que, de haberme quedado
en casa, en ese momento aún contaría con más de cuatro horas de sueño, antes de
que la señora Krüger me despertara. Por más que contabilizara el tiempo, era
indudable que no hacía un año, sino pocas horas que me encontraba en camino.
Ese desajuste inspiraba algo de espanto; era la mejor prueba de que ya me había
adentrado en dominios completamente inusitados.
La
situación se tornó todavía más antipática debido a la figura de un empleado
ferroviario que atravesaba una y otra vez la sala sin dignarse mirarme, y que
dejaba un rastro de plácida diligencia y de olor a café recién hecho. Llevaba
la chaqueta del uniforme cómodamente desabrochada y de una boquilla encorvada
le colgaba hasta el pecho una cabeza de pipa majestuosa, de la que sabía sacar
gloriosas nubes azules.
Su
aspecto me dio en parte envidia, en parte me procuró un maravilloso alivio,
como el caminante que ve refulgir una luz en lontananza junto al camino.