No está en mi propósito, curioso lector, escribir un prólogo a estos tres pequeños monólogos para teatro. Creo que no es tópico de humildad ni de obligada cortesía que el autor se abstenga de hablar sobre lo que él mismo ha creado. Nunca viene mal repetir que no es la persona capacitada para hacerlo, y que cualquier cosa debe esperarse de él salvo que intente cometer la imprudencia de «situar» su obra en medio de otras, definir sus límites o sus posibles universos, sus aciertos o desaciertos, dar explicaciones sobre los complicados caminos que ha seguido para un hecho tan arduo, y al propio tiempo tan dichoso. El escritor, supongo, se propone instaurar el misterio, y nunca desvelarlo. Pero es que sospecho, además, que le resulta imposible llevar a cabo esto último. Sería sin duda un contrasentido.
Si
he escrito estas líneas es porque deseaba explicar, primero, que los tres
monólogos tuvieron su origen en la petición de dos actores y un director (de
ahí el título que le he dado al breve conjunto) y, segundo, porque cierto pudor
me ha hecho tratar de comprender las razones del tono acaso excesivamente
sentimental de las tres piezas que siguen. Sucede ante todo que yo, como Santa
Cecilia, soy sentimental. Y tampoco puedo, como Montaigne, remediar mis errores
de sangre. Pero tal vez sea necesario aclarar las circunstancias en que fueron
trabajados estos textos. Quizás esto ayude de algún modo al lector no cubano a
entender el tremendismo y la angustia que descubrirá en ellos.
Todos
fueron escritos en La Habana en el lapso de tres años, de 1993 a 1996. En el
mundo habían ocurrido muchas cosas inmensas desde 1989, lo cual no es una
novedad, ya lo sé, pero sí eran novedad las terribles consecuencias que
aquellos sucesos del mundo tenían sobre una isla que durante años y años
habíamos llegado a creer detenida en un tiempo fuera de la historia. Y he ahí
que de pronto desaparecían las aparentes verdades inmutables, como Unión
Soviética, Muro de Berlín, Consejo de Ayuda Mutua Económica, proletarios de
todos los países, etcétera. Y despertábamos del letargo para entrar en la
pesadilla. El viejo lema «Patria o Muerte» se acomodó junto a otro igualmente
tremendo: «Socialismo o Muerte». Todas las cosas anunciaban de la muerte, como
hubiera dicho Quevedo. Y la vida se empobreció aún más, si esto es posible.
Bastante mayores se hicieron nuestras penurias cotidianas. Y muchos se echaron
al mar en balsas precarias. Y en verdad que fue doloroso aquel espectáculo de
las despedidas en las playas y hasta en el Malecón de La Habana, donde las
familias continuaban la costumbre penosa de sus terribles divisiones.
Esta
sensación de Apocalipsis es el clima espiritual que permitió el nacimiento de
estos breves textos que pretenden ser teatrales.