Pasos en la nieve

PASOS

 

 

 

 

 

 

 

Ser como la luz que a nada tiende

y lo acepta sin más y se complace

en esa alegría y ese gozo

no ya de ser sino de transcurrir,

de resbalar sin más por un agua sin fondo,

de carecer de centro de atención, de caer

o subir, de no fijarse,

de aprender a perder

la referencia inmóvil

de un punto visible o invisible,

y de ser a la vez

la sucesión continua de esos puntos

y el movimiento del vacío

que es el espacio en cuyo fondo

siempre se produce

esa ceniza de nosotros mismos

que llamamos —y acaso es— la visión.

 

Pasos sin tiempo escuchas,

pero no, son memoria. Pisas

la nieve intacta:

una forma de estar en la penumbra,

un modo de acceder —¿a qué,

a quién, a ti?—,

una manera de insistir, una vez más,

en la memoria,

de recorrer lo sido otra vez,

de darle vueltas

al líquido de un vaso que se mueve

sólo dentro de sí,

que no derrama gotas

cuando en él te sumerges,

que está quieto

sólo en su movimiento,

que se mueve

sólo en su redondo transcurrir.

¿Dentro de qué, de quién

está ese vaso?

¿Se mueve en el tiempo,

o es el tiempo el que se mueve

—circular y redondo— dentro de él?

Pisas la nieve intacta. Pasos

sin tiempo escuchas. Pasos

dentro de ti de él.


ANTONIO ESPINA EN EL CAFÉ LYON

A MEDIADOS DE LOS AÑOS SESENTA

 

 

 

 

 

 

Llevo una vida oscura yo que la tuve clara

y veo que la muerte se cierne sobre mí.

No me amenaza: únicamente llega

y la siento posarse en los cristales,

venir por la Gran Vía, cruzar la Castellana

hasta llegar a aquí,

hasta esta mesa

de mármol purulento,

donde un día deseé ser feliz.

Ya sé que he fracasado en todo

en lo que nunca debiera fracasarse.

Viví la aventura estética del Ultra

y las vanguardias y pasó

por encima de mí el 27.

Compuse versos dignos, imaginé una prosa

que nunca ya me iba a abandonar,

dí mi más hondo sí a la República,

ocupé cargos y, en días muy difíciles,

fui gobernador. Me condenaron

a muerte. Pero yo sabía que no iba a morir:

mi muerte iba a ser este

vivir sórdidamente en el exilio,

los libros escritos por encargo

y los artículos y colaboraciones

gracias a las que pude sobrevivir en ABC.

Alguna vez escucho que alguien cita u olvida mi Signario,

y que la mayoría o ignoran mi nombre por entero

o lo pronuncian con odio o con desdén.

Este café ha medido el ritmo de mis horas

como yo medí el ritmo de mis versos

y él y yo sabemos que la literatura

ha sido mi única vida y mi verdad.

He visto sucederse todas las estaciones

hasta llegar a esta última —y no sé

si también horrenda— en la que ahora estoy. He conocido

todo lo que en esta vida un hombre puede conocer

incluido el perdón.

He perdonado —he ido perdonando—

a todos los que me han infringido daño,

a todos los que han ido extendiendo

sobre mí este silencio atroz,

a todos los que fueron mis verdugos

y también a sus cómplices

y he llegado a este punto

más allá del cual ya nada hay.

Sólo espero la muerte

y que esta vez al fin no se equivoque

de día ni de hora, de nombre ni lugar:

que venga al fin a liberarme,

que me salve de mí

de una maldita vez.

Sólo espero la muerte

cuya sombra recuerdo de los días de Palma,

cuyo sonido escucho en forma de fusil.

Veo la cárcel, los muros y la tapia,

y, ajena a todo e impasible a la sangre,

la más maldita luna

del más maldito mar.

Oigo aún el eco de las detonaciones

mientras en mi memoria se confunden

el ruido de los cuerpos que caen

y el de las olas.

Es el instante mío que más me pertenece.

Por eso en tardes de lluvia como ésta,

suelo volver a él: suelo volver al sueño

de pensar que no he sido

sino eso que, por destino, fui:

un escritor sin suerte,

desterrado de todo, hasta

de mi generación. Un escritor

a punto del olvido o en el olvido ya

antes de tiempo. Un escritor

de obra inaccesible, al que,

por ignorancia, nadie lee.

Os dejo mi Signario y mi prosa bien hecha,

dos o tres títulos nada desdeñables

y mi obstinada exigencia de rigor.

Me voy de aquí a no sé ya qué parte.

Pero antes quiero pediros aún

un último favor:

¡Desconfiad, desconfiad

de los manuales!

Contienen un alto grado de mentira

y están escritos con mala voluntad.

Lo arbitrario y lo falaz los nutren.

Así que este consejo quiero darte

a ti joven que empiezas a escribir:

lo único que vale

es la verdad de un texto,

la raíz que lo une a la cultura,

la fe que lo alimenta,

la ley que rige su composición,

lo nuevo o lo viejo que ilumina,

el conocimiento que te aporta,

el saber que te da.

El resto es adventicio

como esto que te digo a punto de morir,

cuando ya todo se disipa y se borra

menos la claridad, que dentro de mí siento

y que me hace contemplar la vida

desde el meandro último

que es el velador de este café.

Como tú, tampoco fui dichoso,

pero puse en mis páginas

el deseo de lo mejor de mí.

Veo con qué manejos los demás se engañan

como con los fantasmas de mi inteligencia

también me engañé yo.

Triunfa aquello en lo que no creí. Vence

la bazofia, la chusma, la hojarasca.

Los bárbaros han roto la literatura,

y amenazan con destruir también la civilización.

Se apoyan en dos fuerzas: la masa y la ignorancia

y cuentan con el más firme apoyo

de todos cuantos odian la excelencia

y elogian y aúpan lo vulgar.

Contra ellos es mi verdadera lucha:

defender los principios y las normas,

construir un escudo de luces contra el caos,

ser siempre fiel a la razón perpetua,

y amar la vida en su desesperanza

y seguir amándola con desesperación.

La fe en la cultura se basa sólo en esto:

en que hay algo que queda

después del humo que trae consigo cada generación.

Redímeme, lector, del polvo de mis páginas

y ojalá algo mío pueda servirte a ti.

Ahora déjame dar vueltas

a esta cucharilla silenciosa

que gira, como yo, sobre sí misma

mientras ve en el espejo

todo lo que será lo que pasó.