fragmento
inicial
–Permítame
que comience leyéndole una afirmación suya procedente del catálogo de su última
exposición, en 1996.
La mujer
que le habla es joven, de figura esbelta, vestida de negro, y está sentada con
rigidez en el borde de la silla poltrona de desvaída tapicería de cuadros y
anchos brazos de roble barnizado con una tonalidad anaranjada, la silla que
Hope viera por primera vez en la galería de la casa de Germantown, con su
abuelo sentado en ella leyendo el periódico y la cabeza hacia atrás para
servirse mejor de las gruesas gafas bifocales, hace más de… sí, hace setenta
años.
De niña, Hope se sentaba en aquella
poltrona, tratando de experimentar aquello en lo que consistía ser adulto,
apoyaba los codos pequeños y redondeados en los anchos brazos y extendía los
dedos, con un montículo de grasa entre los nudillos, sobre el extremo de la
espiga, colocada en la suave curva que describe el brazo ligeramente curvo, una
especie de moneda de madera con una franja pálida, el tope de la cuña que mantenía
prieta la espiga. Los brazos de la silla estaban demasiado separados para que
ella pudiera apoyar a la vez ambos codos y manos. Debía de tener…, ¿cuántos?…,
cinco o seis años. Incluso cuando era nueva, en los años veinte o en la primera
década del siglo pasado, la poltrona debió de ser un mueble feo y pasado de
moda, un mueble de verano que se había tostado en la galería de múltiples
ventanas junto a las macetas de filodendros y el escabel asimétrico, cuya parte
superior estaba dividida, como una tarta, en largas porciones triangulares de
cuero de distintos colores. Cuando la muerte de su abuela, en los años
cincuenta, descompuso por fin la casa de Germantown, Hope codició la vieja
poltrona y, sin la menor objeción por parte de su regocijado hermano, se la
llevó a Long Island y la colocó en la habitación de arriba, que ella llamaba su
estudio, donde a veces intentaba leer junto a la ventana encarada al norte, con
el viento aullador que soplaba desde el canal de la isla de Block colándose por
el marco, mientras en la planta baja Zack escuchaba discos de jazz (Armstrong,
Benny Goodman, un crepitante Beiderbecke), con el volumen demasiado alto, y más
adelante en el piso que compartió con Guy y los niños en la calle Setenta y
nueve Este, en la habitación suplementaria que se encontraba al fondo, las
paredes de color pardo, junto al radiador que golpeteaba como un preso
enloquecido mientras ella trataba de establecer su propio ritmo con el pincel
empapado de pintura. Y luego en Vermont, donde ella y Jerry compraron una casa,
la renovaron y se aprestaron a resistir en ella los embates de sus últimos años
de vida, una poltrona transportada desde la bochornosa Pennsylvania a un clima
más frío, de tierras altas, pero que, sin embargo, no se desdecía con el sencillo
y austero salón de techo bajo, las patas delanteras redondeadas descansando
sobre la alfombra ovalada hecha con retales trenzados en espiral, las patas
traseras, cuadradas, sobre las tablas del suelo pintadas de un tono rojo cereza
oscuro y reluciente, los marrones, verdes y carmesíes atenuados de la tapicería
de cuadros diluyéndose todavía más en un solo color canela claro, allí, bajo la
luz tenue y azulada de los primeros días de abril. Hope piensa en lo extraño
que resulta que los objetos nos sigan de un lugar a otro, más leales que los
amigos de carne y hueso, quienes nos abandonan al morir. La casa de Germantown
era demasiado grande en los últimos y solitarios años de la abuela, sus gruesos
muros de arenisca ocultos hasta los alféizares de la primera planta por tristes
arbustos floridos, hortensias, acebo y un fustete cuyas ramas se rompían en
cuanto descargaba una tormenta de lluvia helada o con la nieve blanda, que
hacían que el jalbegue se descamara y el rejuntado se cayera en forma de migas
quebradizas y alargadas que se perdían entre los tallos de las peonías y las
raíces del acebo. Cuando Hope era muy pequeña le encantaba vivir allí, pero,
después de que sus padres se mudaran a Ardmore, experimentaba una sensación
extraña cada vez que visitaba la gran casa, pues el enorme pinabete se había
vuelto siniestro, el suave césped del jardín olía a vegetación calentada e
inmóvil, como la atmósfera de un invernadero, el columpio que su menudo y ágil,
abuelo, la primera persona de cuya muerte Hope tuvo conocimiento, le había
colgado de una rama del nogal se estaba pudriendo, cuerdas y tablas por igual,
con un aspecto de eterno descuido que la asustaba.
La joven,
como un flamante cuchillo de hoja estrecha metido en la vieja y gruesa funda de
la poltrona, lee con su voz nerviosa de neoyorquina, una voz que se inclina
hacia Hope con cierto apremio, como si estuviera inquieta, pero también con lo
que a ella le parece, a la luz temblorosa de los últimos años de la vida, una
especie de afecto filial.
–«Durante largo tiempo he vivido como una reclusa, temiendo las numerosas
pruebas de la inexistencia de Dios en las que el mundo abunda. Poco a poco he
llegado a comprender que el mundo es la botarga del diablo, llena de color en
vez de pureza. En las telas que pinto ahora, limito el color a tonalidades
grises muy próximas entre ellas, como en los instantes que preceden al
amanecer, antes de que la luz empiece a revelar los perfiles. Es posible que
intente pintar la santidad. Supongo que debería sentirme halagada cuando los
críticos consideran esta fase como la mejor de las mías, y dicen que por fin me
he librado de la sombra de mi primer marido. Pero podría decirse que,
milagrosamente, ha dejado de preocuparme lo que piensen, así
como la idea que puedan hacerse de mí los desconocidos.» Fin de la cita.
Usted hizo estas manifestaciones cinco años atrás. ¿Diría que siguen siendo
ciertas?
Hope intenta que la joven afloje
el paso, y responde lentamente, como si estuviera pensando.
–Yo diría que eso es bastante cierto, aunque parece un tanto
teatral. Tal vez decir que vivía «temiendo» sea exagerado. «Sintiendo inquietud
y desagrado con respecto a» podría haber sido más exacto… y apropiado.