[...] Una mañana, Nerea sospechó
que había llegado el día, pues Mírrina ordenó que no se bañara. Era la primera
vez, descontando los días impuros de su menstruación. Al principio pensó que el
hombre panzudo querría estar con una muchacha que oliera como él: Nerea se lo
imaginaba sucio y de sudor rancio, como su antiguo pretendiente, el cabrero
Nicón. Las horas fueron cayendo como gotas de resina. Para almorzar le llevaron
media langosta del Sigeo y dos huevos de codorniz. Aunque tenía un nudo en la
garganta, procuró comérselo todo, pues la vieja Gorgo le advirtió que tal vez
no cenaría. Después acudió a verla Mírrina, frotándose las manos como si ya
sintiera en ellas el radiante contacto del oro.
-Hoy es tu día, Nerea.
Descansa un rato y trata de dormir para estar más hermosa. Después Gorgo te
bañará
-¿No podría ser Crisis? -imploró Nerea, zalamera.
Mírrina
accedió entre risas. Después le dio algunos consejos a la muchacha.
Sobre todo insistió, no hagas nada que no te pidan y no hables
a no ser que te pregunten. Tienes que parecer una muchacha modosita. En
realidad, eres una muchacha modosita, ¿verdad? Va a ser un día inolvidable para
ti.
Después le dio un beso en la frente y se
marchó sin esperar respuesta.
Nerea se
tumbó y trató de dormir, pero le fue imposible. Se levantó y cerró los postigos
para que no entrara la luz, aunque hacía calor y el aire era sofocante en el pequeño
cubículo. Volvió a acostarse boca arriba y extendió manos y piernas para no agobiarse
con el contacto de su propia piel. Intentó cerrar los párpados varias veces,
pero los ojos se le abrían solos y se quedaban mirando al el artesonado del techo, aunque ni a oscuras ni
con luz había nada que ver en él. El corazón le palpitaba tan fuerte que le
parecía oír el torrente de sangre en sus oídos, y donde con más fuerza corría
con más fuerza era
entre sus piernas. Pero tenía la tripael vientre encogida encogido de miedo.
Por fin
llamaron a la puerta. Era Crisis, que la avisaba para el baño. Bajó con ella.
Por el camino se abrieron puertas y se descorrieron cortinas, y los rostros curiosos
de las demás chicas se asomaron para verla. Antes de llegar a los baños se
cruzó con Fano, que se había hecho la encontradiza y le dio un pellizco en la
cintura.
-¡Suerte! -le deseó.
La
sonrisa de su amiga desató un poco el frío nudo de su vientre. Entraron en la
sala de baños, donde la esperaba el agua humeante. Crisis la frotó a conciencia,
le limpió las orejas con bastoncillos y también le escarbó entre los dientes
buscando restos de comida. Después le limó las uñas de manos y pies y le lavó
el pelo. Cuando terminó el baño, la secó con suavidad y la ungió con aceites aromáticos,
sin descuidar ningún rincón. Nerea se dio cuenta de que, pese a los nervios, su
cuerpo estaba aún más sensible de lo normal. Se le había puesto la carne de
gallina y los pezones de punta. Crisis la observaba con admiración.
-Tienes un cuerpo
precioso, Nerea. Me gustaría ser como tú.
Nerea no
supo que
qué contestar.
En verdad, gracias al espejo conocía bien su propio cuerpo, aunque fuera por partesorciones. En los
últimos meses había crecido mucho, de modo que ya le sacaba la cabeza a Mírrina
y dos o tres dedos a la propia Crisis, que no era baja. Sus piernas eran
largas, bien torneadas en tobillos y rodillas. En su encierro, ella misma se
había dedicado a levantarlas rectas hacia atrás mientras se apoyaba en la pared
y, como resultado de sus ejercicios y de la propia naturaleza, tenía las nalgas
tan prietas y respingonas que ni pellizcándolas se veía un hoyuelo en ellas.
Los pechos, que no habían dejado de crecerle, como si alguien tirara de ellos,
habían alcanzado casi el tamaño que finalmente tendrían. No eran pesados ni
grandes, sino más bien extensos, un tanto aplanados y separados, como si
alguien hubiera rellenado de suave carne los pectorales de un efebo. Cabían
justo en la copa de una mano y se percibían tiernos si se rozaban, pero firmes
en cuanto el dedo apretaba. Lo más llamativo en ellos eran los pezones. Aunque
se veían sonrosados, tenían ya una forma de guinda que pedía a los labios rodearlos
en un suave pellizco. Las areolas eran planas y sensibles, y desde ellas se proyectaba
la punta, gruesa y redonda como un botón. En cuanto tenía frío o se excitaba,
se hinchaban, y no habría hombre que los viera que no sintiera la sangre afluir
a sus ijares.
Aún no
habían terminado. Tras ungirla de con aceites, Crisis hizo que se sentara y separara los
muslos. Después se arrodilló entre ellos, con la cabeza tan cerca de su sexo
que Nerea podía sentir su aliento, y le puso los dedos en los labios para
separarlos. Nerea sintió vergüenza y a la vez el deseo de juntar las piernas y
frotárselas. Pero Crisis se lo impidió con sus rodillas. Después recorrió su
vientre con una cuchilla afilada y fría, y Nerea contuvo el aliento. La piel se
le erizó y el escalofrío le llegó hasta los pezones, que ya le dolían de
rigidez. Crisis la miró de reojo con una sonrisa fugaz y siguió depilándola.
Nerea tenía miedo de que la cortara en una zona tan delicada, pero Crisis tenía
el pulso firme. Primero tiró de un labio, luego del otro, y fue rasurándolo
todo. No era difícil, pues el vello de Nerea era ralo y suave. La cuchilla
acabó convirtiéndose en una caricia. Por accidente o no, Crisis rozó con su
mano el botón carnoso que crecía en medio de sus labios, donde Nerea sabía ya
que se hallaba el corazón secreto de toda aquella zona, y un latigazo le
recorrió la columna y le puso de punta el vello de la nuca. Después, la esclava
la untó con una pasta blanquecina y la secó con un paño suave. Nerea se mordió
los labios. Qué desgracia que tras aquellos deliciosos preparativos tuviera que
entregarse a un comerciante tripudo y sudoroso.
-Ya estás lista, Nerea -dijo Crisis. Y bajando la
vista añadió entre
susurros y ruborizada-: Ojalá yo fuera hombre por un día.
Nerea
subió a su habitación en una nube, sin duda como le pasó a Paris cuando su
protectora Afrodita lo sacó del campo en plena batalla y lo llevó a la alcoba
de la hermosa Helena. Cuando se quiso dar cuenta, estaba desnuda en la cama,
tapada tan sólo con un leve cobertor. A cada lado ardía una lamparilla de
aceite. Al cabo de un rato, se oyeron cuchicheos en el corredor. Eran dos
voces, la de Mírrina y otra más grave, de hombre. Cerró los párpados con fuerza
y esperó. La excitación había desaparecido; sólo quedaba la sensación de que
una mano helada le oprimía el vientre.
La
puerta rechinó sobre sus goznes. Unos pasos hicieron crujir la tarima. Por instinto,
Nerea supo que aquellos pies cargaban más peso que los de Crisis, Fano o la propia
Mírrina, que eran quienes solían entrar a la piezaalcoba, y al imaginarse al
hombre barrigón que habría de poseerla decidió que no abriría los ojos. Pero un
segundo después la curiosidad la venció.
En la
entrada se recortaba una silueta alta, de cintura escurrida y hombros anchos,
vestida tan sólo con una túnica. El hombre dio un paso más y cerró la puerta. A
la tenue luz de las lamparillas, Nerea vio que tenía el cabello crecido casi
hasta los hombros y la barba recortada. Es el sirviente del hombre panzudo, se
dijo, aunque el corazón le latía como un tambor rogando para que no fuera así,
para que aquel fuese su comprador en persona. El hombre se acercó un par de
pasos más. Nerea trató de incorporarse. Con un gesto, él le indicó que se
quedara donde estaba, y después se sentó al borde de la cama.
Su
visitante estaba tan cerca que Nerea ya podía percibir su olor. No apestaba a
sudor revenido ni a lana sucia, como otros hombres. Olía a aceite perfumado con
mirto, y, por debajo de la cintura, desprendía un aroma cálido y muy
particular, como pan tostado con arena después de la tormenta, un olor que se
quedaría grabado para siempre en el recuerdo de Nerea.
Pero,
sobre todo, era el hombre más guapo que había visto en su vida. A la luz
ambarina de las lamparillas, sus rasgos eran delicados, pero la boca revelaba
la firmeza de un hombre decidido. Tenía los ojos azules, casi como la propia
Nerea, y cuando los clavó en ella, la joven sintió que una fuerza casi animal
la taladraba y que el aliento se le quedaba congelado en un punto diminuto por
debajo de los pechos.
El hombre tomó la mano de Nerea, la volvió, la
examinó como si fuera un orfebre revisando una joya. Los dedos de él eran
largos y espatulados y llevaba las uñas recortadas en una curva perfecta. Sin
duda percibió el temblor de la muchacha, pues la tranquilizó.
-No tienes por qué ponerte nerviosa. Respira
hondo.
Su voz era suave y de tono medio, pero había en sus rhos y en sus lambdas un curioso defecto que le añadía gracia. El hombre soltó la
mano de Nerea sobre la cama y le apoyó la suya en el pecho, bajo las
clavículas. De esta manera sosegó el ritmo de su aliento, acompañando sus
subidas y bajadas con pequeñas presiones de la palma hasta que la respiración
de la muchacha se calmó.
-Eso está mejor. ¿Cuántos años tienes?
-Trece, noble señor -contestó Nerea con una
voz que a ella misma le sonó aflautada.
Él soltó una carcajada. Al reírse, mostró unos
dientes que en la penumbra relucían como el marfil. Nerea volvió a pensar que nunca
había visto a un hombre tan guapo; pero no era la belleza de un efebo, sino la
de un hombre adulto, lo más opuesto que podía existir a una mujer. Y lo que más
deseaba ella en aquel momento.
-He pagado mucho dinero para tenerte aquí,
pero creo que habría entregado gustoso mil dracmas más. Esperaba que fueras
bella, pero no tanto.
-Gracias señor. -Nerea enrojeció, pero
añadió lo que creía que era oportuno decir-: Espero no defraudarte.
-No lo harás.
-¿Puedo preguntarte tu nombre, señor?
Él volvió a reírse antes de contestar.
-Hoy puedes llamarme Amor, mi dulce niña. Es
el más poderoso de todos los dioses, y el que aparece en el centro de mi escudo
de guerra.
El hombre deslizó la mano hasta el cuello de Nerea y
se lo masajeó despacio. La muchacha suspiró y cerró los ojos. La sensación era
tan placentera que el nudo que atenazaba su tripa vientre se deshizo como
sal en el agua. Él le acercó el rostro; aunque tenía los ojos cerrados, Nerea
lo adivinó por el suave soplido de su respiración y por su aliento, en el que
un suave aroma a vino se mezclaba con el olor a menta. Después vino el beso.
Los labios de él abarcaron enteros totalmente los suyos. Al principio fue una sensación
cálida y tierna, y luego húmeda, porque su lengua pedía que Nerea le abriera el
reducto de su boca. Besaba mucho mejor que Zósimo, o así le pareció a ella,
pues su corazón se había desbocado tanto que no era capaz de escuchar ni pensar
otra cosa. Él también empezó a jadear, y cuanto más rápido respiraba más le
hundía la lengua en la boca.
Dejó de besarla y se apartó. Nerea abrió los ojos y
estuvo a punto de pedirle que siguiera, pero recordó que tan sólo era una
esclava y que lo más prudente sería seguir callada. El hombre se levantó, fue a
los pies de la cama y tiró del cobertor. Éste se deslizó sobre la piel de
Nerea, se enganchó un instante en sus pezones y terminó de bajar hasta sus
pies. Nerea, pese a haber sido exhibida tantas veces en aquella casa, se sintió
desnuda por primera vez en su vida. Era como si su piel hubiese crecido hasta
abarcar el doble de superficie, o como si, a semejanza de una crisálida,
hubiera perdido una capa externa y sólo entonces mostrase a la vista su
verdadero ser. El hombre la observó durante un rato, y luego volvió a sentarse
en la cama y recorrió su cuerpo acariciándolo con la punta de las uñas. Nerea
ronroneó y se retorció. El cosquilleo le llegaba desde los talones hasta la
nuca, una sensación deliciosa pero insoportable que debía cesar o crecer. Deseó
un contacto más intenso, un pellizco, un mordisco, incluso un golpe. Sus muslos
empezaron a frotarse por propia voluntad, pero él los separó.
-En mi ciudad hay muchos hombres que
consideran esto que voy a hacer una infamia, la mayor de las porquerías.
¡Estúpidos!
Con una sonrisa de picardía, el hombre hundió el
rostro entre los muslos de Nerea. Ella gritó. Por fin alguien se decidía a
tocar ese botón hinchado de sangre. El placer era mucho mayor de lo que había
sospechado, tanto que se encontró gimiendo enardecida, y aunque sospechaba que
había más de una oreja pegada a la puerta de la alcoba, no le importó lo más
mínimo. Sintió
vértigo, como si el águila de Zeus la arrebatara a los cielos, y se encontró al
borde de un precipicio y supo que aquello era correrse, el clímax del que había
hablado con Fano. Pero su comprador no tenía la intención de llevarla tan
pronto a aquel lugar desconocido. Se puso en pie y por fin se quitó la túnica.
Tenía el cuerpo de una estatua, afeitado y con las líneas marcadas como una estatuafigura de bronce. Incluso
llevaba recortado el vello del pubis, bajo el cual asomaba un pene largo y más
bien fino. Nerea recordó la porra nervuda del dios-cs-cabra y agradeció que el
miembro de su amante no fuera tan grueso. El hombre la cubrió con su cuerpo, se
sujetó la posthe con la mano
izquierda y por fin la penetró.
Fue una sensación tan repentina que Nerea no se la
esperaba. Hubo un instante de resistencia, y luego aquella cosa caliente se
hundió en ella. Le dolía, como si algo estuviera intentando hacerse sitio en
una cavidad estrecha (justo lo que estaba sucediendo), pero el placer ahogaba
al dolor.
-Ha entrado muy bien. Se nota que tenías
ganas de hacerlo -dijo él.
Ella no dijo nada, tan sólo abrió los brazos y las
piernas y se dejó hacer.
-Contesta: tenías ganas de hacerlo
-Sí, sí -jadeó Nerea.
-Tócame -ordenó él.
Ella le abrazó, le arañó los hombros, le apretó el
pecho musculoso. Deseaba ser aplastada, poseída, absorbida, cubierta, disuelta
en aquella calidez. Era mucho mejor de lo que había imaginado, y le dio gracias
a Afrodita de que fuera aquel hombre tan hermoso quien gozara de su doncellez,
y no el malvado Eudectes, ni el velludo Pasión, ni el comerciante tripudo que
le había prometido Mírrina.
De pronto él sacó el miembro. Nerea se le agarró a
los riñones para tratar de evitar que se alejara de ella, pero él, que era más
fuerte, se rió y se apartó. «Ya veo que te ha gustado», le dijo, y la obligó a
darse la vuelta para ponerse de medio lado. Nerea se acurrucó y sintió que él
se pegaba a su espalda, a sus nalgas y a sus piernas. Cuando se quiso dar cuenta,
el cálido miembro de su comprador ya estaba otra vez alojada alojado en su húmedo choiríon.
-¿Te has tocado alguna vez?
Ella se resistió, pero ante la insistencia de él,
confesó al fin que no se lo habían permitido, pues tenía prohibido llegar al orgasmós. El hombre le acercó la boca al
oído y susurró con aliento cálido:
-Pues hoy te vas a correr.
Sin dejar de follarla por detrás, le deslizó una mano
por el vientre, la retorció para hundírsela entre las piernas y empezó a
acariciarle el clítoris, mientras con la otra le amasaba los pechos. Nerea
cerró los ojos y se sintió rodeada de carne, de manos, de jadeos. El placer
crecía y crecía. El águila volvió a atraparla con sus garras y la subió hacia
el monte Olimpo.
Nerea chilló y después se clavó los dientes en el
brazo. Creía que iba a morir de placer, y cuando, para su alivio, la sensación
empezó a remitir, su amante le oprimió aún más el clítoris, que, dolorido,
volvió a responder, y una segunda y una tercera oleadas sucedieron a la primera
mientras algo muy cálido, que no era suyo, se expandía dentro de su cuerpo. Por
fin, las fuerzas la abandonaron, se sintió morir y su cabeza se derrumbó sobre
el cojín, como si los huesos de su cuello se hubieran vuelto líquidos.
El hombre le dio la vuelta, como si fuera un guiñapo.
Nerea lo miró y le sonrió por primera vez. No había esperado que fuera algo tan
dulce y a la vez tan intenso. Él la acarició entre las piernas. Nerea incorporó
a duras penas el cuello y se vio una mancha pardusca sobre el muslo. Al mismo
tiempo, algo viscoso empezaba a deslizarse entre sus piernas. Estaba demasiado
cansada para avergonzarse. Pensó que, en cuanto recobrara las fuerzas, querría
volver a experimentar aquella sensación embriagadora. Sin embargo, el hombre se
levantó de la cama, se puso la túnica y, después de besarla casi con tristeza,
se fue sin decir nada. Nerea quiso llamarlo para que no se fuera, para que
volviera a la cama y la hiciera suya de nuevo, hasta que se hiciera de día o
hasta que el dios Apolo se decidiera a arrebatarle el poder a su padre Zeus.
Pero la voz no le salió y la puerta se cerró. Hasta muchos años después.
" [Anna1]no le importó lo más mínimo". Creo que sería mucho más claro.