El verificador

La idea de organizar cenas de pancakes fue mía. El plan, tal como lo imaginé, era bastante inocente: dos encuentros respetuosos pero informales, uno a comienzos de la primavera, poco antes de Pascua, y otro a finales de octubre, algo después del Festival del Castor de Mimbre. Los psicoanalistas docentes reunidos amigablemente, tomando una taza de café tras otra, intercambiando opiniones e impresiones sobre los graduandos del instituto, las crisis o los progresos de los pacientes en nuestros consultorios particulares y las nuevas ideas relacionadas con la tarea en apariencia interminable de reconciliar la metapsicología clásica con nuestra rama específica de la Teoría de la Fricción entre el Yo y el Otro. Di por sentado que la atmósfera de esas cenas debía ser distendida de principio a fin y, por ello, en lugar del caro restaurante especializado en desayunos de la avenida Woodrow (Jane lo había elogiado mucho, pero yo nunca había puesto los pies en ese local, por motivos ajenos al asunto que ahora me ocupa), seleccioné el Pancake House & Bar, más modesto, situado en Eureka Drive, pasada la imprenta, al final de la pendiente peligrosamente pronunciada que conduce al famoso puente cubierto y, más allá de éste, al aeródromo abandonado e invadido por la maleza.

Es cierto que eso obligaba a realizar un largo trayecto en coche a aquellos de mis colegas que viven en la zona norte. Pero recorrer alguna que otra vez los distritos descuidados de la ciudad merece el tiempo empleado y las molestias. El Instituto Krakower, como toda institución privilegiada, ha adquirido unas responsabilidades notables en la comunidad y no puedo evitar tener la sensación de que, pese al programa de orientación sobre las buenas y las malas compañías dirigido a nuestras adolescentes, lo conseguido no es suficiente. Dicho esto, permítaseme decir que nuestro primer encuentro de analistas con cena de panqueques tuvo un éxito extraordinario. El abrazo sórdido, de una intimidad amenazante, extrañamente afectuoso, del todo inesperado y humillante que tuvo lugar entre Richard Bernhardt y un servidor no estropeó en absoluto la velada. Por lo menos, no de manera apreciable. Todo depende de cómo vea uno estas cosas. Recuerdo que pedí pancakes de arándano con beicon canadiense deshuesado, un gran vaso de zumo de naranja y, puesto que aquello era una cena, una ensalada de la casa. Me acuerdo de que era una noche espléndida, una de esas noches ideales de principios de abril: ya se veían las estrellas en un cielo que cambiaba por momentos del azul al negro; los olores procedentes de los incineradores que quemaban lentamente la basura en los patios traseros de las casas impregnaban la brisa nocturna. Se oían los cantos de los pájaros posados en los árboles en flor que bordean el aparcamiento del restaurante y, a lo lejos, el agudo zumbido quejumbroso de los aeromodelos de fabricación casera, hechos de madera y papel, que trazaban círculos por encima de sus pilotos, aficionados que estaban en la pista resquebrajada del viejo aeropuerto, con los radiocontroles en la mano.

Me gusta nuestra ciudad, ni muy grande ni muy pequeña, un lugar histórico de la guerra de Independencia; me gustan su placidez, sus equipos deportivos de segunda división y el modesto perfil de sus edificios, bien visible desde aquel confortable reservado del Pancake House. Mirando hacia el norte por las ventanas, cuyas cortinas estaban sólo parcialmente corridas, veía la torre rematada en forma de pirámide del nuevo hospital municipal, que resplandecía cegadora a la luz anaranjada del crepúsculo.

Más allá del hospital, del centro de la ciudad y de nuestro popular distrito comercial a orillas del río, arrancaba la empinada cuesta de la universidad. Las luces de las casas punteaban las amplias y ondulantes extensiones de césped en la ladera del cerro, en el mismo lugar donde, a comienzos del siglo XIX, se hallaba el último bosque virgen de la región. Es curioso que la Universidad Kernberg fuese en sus comienzos un conservatorio para huérfanos; precisamente el antiguo auditorio, emplazado en la estrafalaria mansión con torrecillas, embrujada, según dicen, que se alza en la cima del cerro, es lo que mayor refleja el espíritu benevolente (así al menos me lo pareció aquella noche, al contemplar la vista desde el Pancake House) de nuestra rutilante ciudad.

–Sólo tú podrías haber elegido este sitio para cenar, Thomas.

El que así me había hablado era Manuel Escobar, el renombrado kleiniano. Estaba sentado delante de mí, junto a la ventana, y le expliqué:

–Según mi experiencia, la comida del desayuno, con excepción de los cereales, demasiado azucarados, produce un efecto reconfortante y antidepresivo.

–Supongo que eso es cierto si eres norteamericano –dijo Escobar, mirando a su alrededor, para acto seguido, impaciente, hacer una seña a nuestra guapa camarera.

–No te la comas con los ojos.

–No hago eso, Thomas. Las adolescentes me parecen encantadoras, pero no irresistibles. Soy feliz con Conchita. –La camarera se llegó a nuestra mesa y Escobar, entornando los ojos, le dijo–: Hola, me llamo Escobar, y éste es mi amigo Thomas.

–Es un placer atenderlos. Bienvenidos al Pancake House & Bar.

–Este local es muy agradable –le dije.

¿Por qué abría la boca? Tuve la sensación de estar metiendo la pata y me sentí ridículo.

Pero Manuel, que como de costumbre se sentía absurdamente cómodo consigo mismo, sin que le avergonzara lo más mínimo su brusca franqueza, le preguntó con la voz ruda, mediterránea, que le caracteriza:

–Dime, ¿cómo podemos llamarte?

–¿Qué tal Rebecca?

–Rebecca. ¿Puedo llamarte así? Bonito nombre. Quisiera una taza de ese café vuestro, tan caliente y fuerte, Rebecca.

–¿Café con leche y azúcar?

–Solo.

–Uno solo, marchando. Y usted, ¿qué desea, Thomas? –me preguntó, mirándome fijamente. Por un momento me sentí enamorado.

–¿Qué? ¡Todavía nada! ¡Un vaso de agua!

Ella tomó nota en su bloc y nos pasó las cartas.

–Un café y un vaso de agua –repitió, y se dio la vuelta.

–Asombroso –le susurré a Manuel una vez que la camarera se hubo alejado de nosotros. Tenía las piernas largas.

Escobar asintió, y advertí que creyó que no me había referido a él, a su estilo descarado, sino a la chica, guapa y morena. Dejé correr el asunto, puesto que, en cierto modo, no le faltaba razón.