El grupo

 

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En junio de 1933, una semana después de su graduación en Vassar, Kay Leiland Strong, la primera en dar la vuelta a la mesa en la cena de compañeras de curso, contraía matrimonio con Harald Petersen, graduado en Reed, promoción de 1927. La ceremonia se celebró en la iglesia episcopaliana de Saint George, de la que era rector Karl F. Reiland. Fuera, los árboles ya en toda su hoja cubrían Stuyvesant Square, y las invitadas, que iban llegando en taxi de dos en dos o de tres en tres, lo primero que oyeron fueron las voces de los niños que jugaban en el parque alrededor de la estatua de Peter Stuyvesant. Tras pagar al taxista y alisarse los guantes, las parejas y tríos de jóvenes, todas ellas compañeras de universidad de Kay, miraron a su alrededor con curiosidad, como si estuvieran en una ciudad extranjera. Habían empezado a descubrir Nueva York, quién podría imaginárselo, cuando algunas de ellas habían vivido allí toda su vida en esas tediosas casas georgianas de las inmediaciones de la calle Ochenta, llenas de espacio desaprovechado, o en los grandes pisos de Park Avenue, y les encantaban los rincones escondidos como éste, con el pequeño parque y el templo cuáquero de ladrillos rojos, molduras blancas y brillantes dorados, contiguo a la iglesia episcopaliana de color granate. Los domingos cruzaban con los jóvenes que las cortejaban el puente de Brookling y se asomaban a la soñolienta zona de Brookling Heigths; exploraban la residencial Murray Hill, las pintorescas MacDougal Alley y Patchin Place y las callecitas traseras de Washington Square, con sus antiguas caballerizas convertidas en talleres y estudios de artistas. Les fascinaban el Hotel Plaza con su fuente, los tejados verdes abuhardillados del Savoy y la hilera de coches de caballos y viejos cocheros que aguardaban, igual que en una plaza francesa, para  tentarlas a cruzar Central Park en calesa a la media luz del anochecer.

Aquella mañana, mientras se sentaban delicadamente en la silenciosa iglesia casi vacía, todas tenían una intensa sensación de aventura: nunca habían estado en una boda como ésa, en la que la propia novia había invitado de palabra a los asistentes, sin la intervención de pariente alguno o de una persona de más edad, un amigo de la familia o algo por el estilo. Se habían enterado de que no iba a haber luna de miel, pues Harald (así lo escribía él, con la antigua grafía nórdica) estaba trabajando de ayudante de dirección de escena y aquella noche tenía que estar en el teatro a la hora de siempre para llamar a escena a los actores. Esto les parecía de lo más excitante y, claro está, justificaba la singularidad de la boda: Kay y Harald eran demasiado dinámicos y estaban demasiado ocupados para que la convención viniera a entorpecerles la vida. En septiembre, Kay empezaría a trabajar en Macy's, donde la habían seleccionado junto a otros recién graduados para recibir un curso de formación en técnicas de mercado. Pero en lugar de pasarse todo el verano mano sobre mano, esperando a incorporarse, ya se había matriculado en una escuela de comercio y mecanografía, lo que, como decía Harald, le daría una herramienta que no tendrían los otros seleccionados. Y según Helena Davison, que había sido compañera de habitación de Kay en segundo curso, ya se habían ido a vivir juntos a un piso que habían realquilado para el verano por la zona de la calle Cincuenta Este, sin un tenedor o una servilleta propios, y se habían pasado la última semana, desde la graduación (Helena había estado allí y lo había visto), entre  las sábanas del inquilino que ocupaba el piso el resto del año.

Típico de Kay, habían decidido con cariño, conforme la historia iba circulando de un banco a otro de la iglesia. Todas opinaban que la asignatura de Comportamiento Animal que impartía en segundo año la buena de la señorita Washburn (quien en su testamento había legado su cerebro a la ciencia) había cambiado sorprendentemente a Kay, lo mismo que su trabajo con Hallie Flanagan en el curso de teatro. Y de ser una tímida chica del Oeste, bonita, aunque un poco corpulenta, de lustrosos rizos negros y tez rosada, que jugaba al hockey y cantaba en el coro, dada a llevar amplios sujetadores muy ceñidos y propensa a las menstruaciones copiosas, se había transformado en una joven delgada, enérgica y segura de sí misma. Vestida de mono de trabajo, camiseta y zapatillas deportivas, con el cabello despeinado invariablemente salpicado de pintura y los dedos manchados de nicotina, les hablaba en un tono algo displicente, como si los conociera de toda la vida, de «Hallie» y «Lester», el asistente de Hallie, de bastidores y decorados, o de la ninfomanía y el estro de las hembras;  las llamaba a voz en cuello por sus apellidos —«Eastlake», «Renfrew», «MacAusland»—; y les aconsejaba las relaciones prematrimoniales y la elección científica de la pareja. El amor, decía Kay, es sólo una ilusión.

Para las siete compañeras del grupo, todas ellas presentes en la iglesia, esta evolución de Kay, que gentilmente denominaban «fase», había sido, sin embargo, inquietante. Perro ladrador, poco mordedor, se repetían unas a otras en la sala común de la Torre Sur de Vassar, ya tarde por la noche cuando Kay todavía no había regresado y suponían que seguiría en el teatro, pintando decorados o ayudando a Lester con la electricidad. Pero en el fondo temían que un hombre que no la conociera como ellas la tomara al pie de la letra. Habían hablado largo y tendido sobre Harald; Kay lo había conocido el verano anterior estando de becaria en un teatro de verano en Stamford, donde los dos sexos habían compartido un único dormitorio. Kay les contaba que Harald quería casarse con ella, pero, a juzgar por sus cartas, ninguna del grupo habría dicho semejante cosa. Por lo que ellas podían ver, no eran cartas de amor en absoluto, sino resúmenes de sus éxitos personales entre las celebridades del teatro: que Gilbert Miller lo había llamado; que una actriz conocida le había pedido que le leyera en la cama la obra que había escrito; o lo que Edna Ferber le decía a George Kaufman en su presencia. «Date por besada», acababan con frialdad, o, simplemente, «D.P.B.», sin más. En el caso de un hombre de su mismo nivel social, como el grupo lo expresaba sin precisar, estas cartas habrían sido ofensivas, pero se les había inculcado que no era prudente emitir juicios fundados en una experiencia tan escueta como la suya. Aun así, se daban cuenta de que Kay no estaba tan segura de él como pretendía; a veces, se pasaba semanas sin escribirle, mientras la pobre Kay lo pasaba mal sin decir nada a nadie. Polly Andrews, que compartía casillero con ella, lo sabía a ciencia cierta. Hasta la cena de compañeras de promoción, hacía diez días, las chicas tenían la sensación  de que el compromiso que Kay anunciaba a bombo y platillo no era más que una invención suya. Incluso habían llegado a considerar recurrir a alguna persona con más experiencia para que les diera consejo, a un miembro del claustro o al psiquiatra de la universidad, alguien con quien Kay pudiera hablar abiertamente. Entonces, esa noche, cuando Kay dio la vuelta a la mesa, lo que significaba que anunciaba su compromiso a toda la clase, y, para probar que era cierto, se sacó del pecho palpitante un anillo de plata mexicano, la inquietud de sus compañeras se disolvió en dócil diversión; aplaudieron,  risueñas las caras y los ojos chispeantes, dándose aires de que ellas ya lo sabían. Con mayor seriedad, en el tenue tono de voz de las familias distinguidas, aseguraron a sus padres, llegados para la ceremonia de graduación, que Kay y Harald llevaban ya un tiempo prometidos y que Harald era «encantador» y estaba «profundamente enamorado» de Kay. En ese momento, en la iglesia, se arreglaron las estolas de piel sobre los hombros y se sonrieron, asintiendo como pequeñas martas cibelinas maduras: tenían razón, la dureza de Kay sólo había sido una fase; ciertamente era un punto a su favor que la más mordaz e iconoclasta de la pequeña banda fuera la primera en casarse.

—O sea, quién lo hubiera pensado —observó sin poder aguantarse «Pokey» (Mary) Prothero, una chica de la alta sociedad neoyorquina, rellenita y divertida, de grandes mejillas sonrosadas y cabello rubio, que hablaba como un galán jovial de entre siglos, imitando a su padre, un conocido yachtman.

Era la problemática del grupo; rica y perezosa, necesitaba clases particulares que la obligaran a estudiar, copiaba en los exámenes, desaparecía los fines de semana sin dar cuenta a nadie y robaba los libros de la biblioteca. Carecía de toda moral o sutileza y lo único que le interesaba eran los animales y las fiestas de las cacerías; su ambición, registrada en el libro de la promoción, era ser veterinaria. Había dejado afablemente que sus amigas la arrastraran a la boda de Kay, igual que la arrastraban a las asambleas en la universidad, tirándole chinitas a la ventana para despertarla y encasquetándole luego el bonete y la toga arrugada. Asegurada su presencia en la iglesia, más tarde la empujarían a Tiffany's para cerciorarse de que Kay recibía un buen regalo de boda, un regalo extraordinario, algo que Pokey no entendía que fuera necesario, siendo como eran para ella los regalos de boda una carga de su mundo de privilegio, relacionada con los detectives, las damas de honor, las flotas de limusinas y la recepción en el Sherry o en el Colony Club. Si uno no pertenecía a ese mundo, ¿qué sentido tenía la fruslería del regalo? Ella misma, anunció, odiaba tener que ir a probarse, odió su puesta de largo y estaba segura de que odiaría su boda cuando llegara el momento, cosa que sucedería tarde o temprano, como continuó diciendo, pues gracias al dinero de su padre no le faltaban pretendientes donde escoger. Había ido haciendo todas estas objeciones en el taxi, en ese chirriante graznido de las chicas de la alta sociedad, hasta que el taxista se volvió a mirarla al parar en un semáforo: una rubia gruesa, con un traje de seda azul, unas martas cibelinas y unos impertinentes de brillantes en la mano, que se acercó a sus desvaídos ojos color zafiro para inspeccionarlo a él y su foto pegada en la licencia, tras lo cual, se volvió a sus compañeras y les comentó en un susurro firme y sonoro: «¡Pero si no es el mismo!».

—¡Qué linda pareja hacen! —susurró Dottie Renfrew, de Boston, para callarla, cuando Harald y Kay salieron de la sacristía y ocuparon sus sitios delante del coadjutor, flanqueados a un lado por la menuda Helena Davidson, que había sido compañera de habitación de Kay en Cleveland, y, al otro, por un joven rubio de tez cetrina y bigote.

Pokey se acercó los impertinentes a los ojos, entrecerrando sus pálidas pestañas como una anciana. Era la primera vez que iba a examinar a Harald, pues en la única ocasión que éste había estado en Vassar, ella se había ido de caza todo el fin de semana.

—No está mal —pronunció—. Salvo por los zapatos.

El novio era un joven delgado y tenso, de pelo negro liso y la esbelta figura de un espadachín. Iba vestido de traje azul, camisa blanca con corbata roja oscura y zapatos de ante marrones. El escrutinio a que le sometió Pokey se concentró luego en Kay, que llevaba un vestido de seda marrón claro con un enorme cuello blanco de muselina y un gran sombrero de tafetán negro adornado con una banda de margaritas blancas; una pulsera de oro que había pertenecido a su abuela rodeaba una de sus bronceadas muñecas. En la mano llevaba un ramo de margaritas y lirios. Las mejillas encendidas,  los ensortijados cabellos negros y los ojos color avellana le daban el aspecto bucólico de esas muchachas retratadas en ciertas postales antiguas, coloreadas, de escenas campestres. Las costuras de las medias se veían torcidas y los talones de los zapatos de ante negro estaban gastados por el roce. Pokey  frunció el gesto.

—¡Pero no sabe que el negro trae mala suerte en las bodas! —se lamentó.

Del otro extremo del banco le llegó un gruñido furioso.

—¡Te quieres callar!

Pokey, molesta, giró la cabeza y se encontró con los almendrados ojos verdes de Elinor Eastlake —de Lake Forest, la taciturna belleza castaña del grupo—, clavados en ella con una mirada asesina.

—¡Pero Lakey!  —protestó alzando la voz.

La de Chicago era una joven intelectual, impecable, altiva y casi tan rica como ella; la única del grupo a quien Pokey respetaba de verdad. Bajo ese aspecto despreocupado y su buen carácter, Pokey era lógicamente una esnob. Daba por supuesto que todas tenían claro que, de las otras siete compañeras del grupo, sólo Lakey podía esperar estar en su boda, y a la inversa, por supuesto; las otras asistirían a la recepción.

—Idiota —escupió, conteniéndose, la Madona de Lake Forest entre sus perlados dientes.

Pokey puso los ojos en blanco y le comentó a Dottie Renfrew, a su lado:

—Qué temperamento.

Divertidas, las dos chicas observaron de reojo el altivo perfil de Elinor: una marca de dolor estropeaba la delicada silueta de su nariz renacentista.

Para Elinor, esta boda era una tortura. Todo era tan embarazoso, tan extravagante: el vestido de Kay, los zapatos y la corbata de Harald, el altar desnudo, los poquísimos invitados por parte del novio (una pareja y un hombre solo), la ausencia de familiares. Inteligente y de una sensibilidad morbosa, en su interior gritaba de compasión por los protagonistas y por la vergüenza ajena que le hacían sentir. Sólo la hipocresía podía explicar aquel gorjeo antifónico que se había alzado en lugar de la marcha nupcial para recibir a la pareja en la iglesia: «¡Qué preciosidad!», «¡Qué emocionante!». Elinor siempre había tenido el firme convencimiento de que los otros eran unos hipócritas, pues no podía creer que no advirtieran lo que ella advertía. Y suponía que las chicas que tenía a su lado debían de estar viendo lo que ella veía; debían de estar sufriendo una profunda vergüenza por Kay y por Harald.

El coadjutor carraspeó mirando a la congregación.

—Adelántense — ordenó bruscamente a la joven pareja; y la orden, como observaría más tarde Lakey, sonó más a cobrador de autobús que a ministro de la Iglesia.

 La nuca del novio enrojeció; acaba de cortarse el pelo. De pronto, todas las amigas presentes en la iglesia cayeron en la cuenta de que Kay siempre había proclamado que era una atea científica; a todas se les pasó la misma idea por la cabeza: ¿cómo había sido la entrevista con el párroco previa al matrimonio? ¿Sería Harald practicante? No parecía muy probable. ¿Cómo habían resuelto, pues,  casarse en una iglesia episcopaliana estricta? Dottie Renfrew, que era episcopaliana practicante y muy devota,  se cerró la estola de piel sobre su sensible garganta; le había dado un escalofrío. Se le ocurrió que estaba contribuyendo a un sacrilegio: tenía la absoluta certeza de que Kay, la orgullosa hija de un médico agnóstico y una madre mormona, ni siquiera estaba bautizada. Además, como todo el grupo sabía, Kay no siempre era una persona veraz: ¿le habría mentido al párroco? En ese caso, ¿sería nulo el matrimonio? Un rubor empezó a subirle desde el pecho, sonrojando el trozo de piel que dejaba al descubierto el cuello en pico de su blusa de crepé de China; sus inquietos ojos castaños sondeaban los de sus compañeras y le salió una erupción en la cara, ya de por sí propensa a los eccemas. Se sabía de memoria lo que venía a continuación.

—Si alguno conociere algún impedimento o causa por la cual no puedan unirse los contrayentes en el santo sacramento del matrimonio, que hable ahora o calle para siempre —calló la voz del coadjutor, y la pregunta quedó suspendida en el aire. Recorrió los bancos con la vista.

 Dottie cerró los ojos y rezó, consciente del silencio en el que había quedado sumida la iglesia. ¿Querrían verdaderamente Dios o el pastor Leverett, su director espiritual, que alzara la voz y hablara? Rezó por que no fuera así. Supo que el momento había pasado cuando oyó que el vicario del rector continuaba, en voz alta y solemne, casi como si estuviera reconviniendo a la pareja, a la que se dirigía ahora.

—A ambos requiero para que declaréis, tal como habréis de contestar el día del Juicio cuando los secretos de todos los corazones sean desvelados, si cualquiera de vosotros tiene o cree tener impedimento de cualquier clase que os impida uniros en santo matrimonio, porque, de existir, aunque os unierais, vuestro matrimonio no sería válido ante Dios ni, por lo tanto, legal.

Se habría podido oír el vuelo de una mosca, como reconocerían luego las chicas. Todas contuvieron la respiración. Los escrúpulos religiosos de Dottie habían dado paso a una nueva incertidumbre, compartida ahora por el grupo. El hecho, por todas sabido, de que Kay había «vivido» con Harald infundió súbitamente en ellas la idea de que aquel matrimonio no podía quedar sancionado por la iglesia. Miradas furtivas recorrieron el templo y comprobaron por enésima vez la ausencia de padres o de cualquier otra persona de edad, y entonces esa huida del convencionalismo que tan divertida les había parecido antes de que empezara el servicio religioso se trocó en extraña y un tanto siniestra. Incluso la desdeñosa  Elinor Eastlake, que sabía que la fornicación no era el tipo de impedimento al que aludían las palabras del oficiante, medio esperaba que una presencia desconocida se levantara y detuviera la ceremonia. Para ella sí existía un impedimento espiritual que podría frenar ese matrimonio: consideraba que Kay era una persona cruel, despiadada y estúpida que sólo se casaba con Harald por ambición.

Todos los presentes en la iglesia habían empezado a percibir algo raro, o así les pareció, en las pausas y los énfasis del coadjutor: nunca habían oído decir  «su matrimonio no será válido» con semejante afectación. En el lado del novio, un joven de cabello castaño, guapo y de aspecto disoluto, apretó los puños y farfulló algo entre dientes. Olía terriblemente a alcohol y parecía muy nervioso; se había pasado toda la ceremonia abriendo y cerrando las manos, unas manos fuertes y bien formadas, y mordiéndose los labios, que también parecían perfectamente esculpidos en la cara.

—Es pintor y acaba de divorciarse —susurró a la derecha de Elinor Eastlake la rubia Polly Andrews, una muchacha callada y tranquila de carácter, pero siempre informada de todo.

Elinor, cual joven reina, se echó hacia delante y lo miró a los ojos deliberadamente: otro más, pensó, a quien todo aquello le estaba resultando tan desagradable e incómodo como a ella. El joven le devolvió una mirada de amarga y completa ironía seguida de un guiño, dirigido, sin la menor duda, al altar. Superada la parte central de la ceremonia, el coadjutor había ido acelerando, como si de pronto se hubiera dado cuenta que de que tenía otro compromiso y estuviera liquidando a esta pareja lo más rápido posible: al fin y al cabo, era sólo una boda de diez dólares, parecía querer sugerir por su forma de comportarse. Bajo su inmenso sombrero, Kay parecía inconsciente de todas las miradas, pero las orejas y el cuello de Harald se habían teñido de un rojo aún más intenso, y empezó a dar a sus respuestas un toque teatral, a fin de aminorar la velocidad del clérigo y corregir su entonación.

Esto hizo sonreír a la pareja invitada por el lado del novio, como si reconocieran una debilidad o un defecto familiar, pero la grosería del coadjutor provocó un escándalo en los bancos donde estaban las chicas, que aplaudieron lo que para ellas era un victoria de Harald sobre él y decidieron convertirla en el centro de sus felicitaciones una vez acabada la ceremonia. Hubo algunas que en ese mismo momento tomaron la firme determinación de hablar con mamá para que le dijera unas palabras al respecto al reverendo Reiland, el rector: la formación recibida había llevado, como si dijéramos, por nuevos derroteros su capacidad de indignación, un derecho que les venía de cuna. El hecho de que Kay y Harald fueran a ser pobres como ratas no era una excusa, pensaban, fieles como eran a su amiga, para semejante conducta por parte del coadjutor, sobre todo en los tiempos que corrían, cuando todo el mundo se veía obligado a restringir gastos. Incluso una del grupo había tenido que aceptar una beca para poder terminar sus estudios en Vassar, y ninguna había modificado su opinión sobre ella: Polly Andrews seguía siendo una de las amigas más queridas por todas. El coadjutor podía estar seguro de que no eran de la misma raza que los pálidos pimpollos de la década anterior; no había una sola de ellas que no tuviera intención de trabajar cuando empezara el otoño, en trabajos voluntarios, incluso, si fuera necesario. Libby MacAusland tenía una promesa de un editor; Helena Davison, cuyos padres, en Cincinnati, no, en Cleveland, vivían de las rentas, se iba a dedicar a la enseñanza y ya tenía un puesto apalabrado en un jardín de infancia privado; Polly Andrews —ojalá le fuera bien— iba a trabajar en el laboratorio de un nuevo Centro Médico; Dottie Renfrew se había inscrito para hacer trabajo social en el ayuntamiento de Boston; Lakey se iba a París a continuar sus estudios con la idea de doctorarse en historia del arte; Pokey Prothero, a quien le habían regalado un avión por la graduación, iba a sacarse la licencia de piloto a fin de poder ir y volver desde Nueva York a la Escuela de Ingenieros Agrónomos de Cornell tres días a la semana, y, por último y casi lo más importante, ayer mismo la pequeña Priss Hartshorn, la empollona del grupo, les había anunciado simultáneamente su compromiso con un joven médico y que tenía trabajo en la N.R.A.* No estaba mal, admitieron, para un grupo que había pasado por la universidad con el estigma de ser unas esnobs. Y entre el resto de la promoción, en el círculo más amplio de amigas de Kay, podían señalar a bastantes chicas de buena familia que se iban a dedicar a los negocios, a la antropología, a la medicina; no porque se vieran obligadas a hacerlo, sino porque sabían que tenían algo que aportar a la joven América emergente. Tampoco temía el grupo caer en el radicalismo, y para ellas Roosevelt estaba haciéndolo muy bien pese a lo que dijeran mamá y papá. No se dejaban engañar por las etiquetas partidistas y pensaban que había que darles a los demócratas la oportunidad de jugar su baza. La única manera de adquirir experiencia era aprendiendo por el procedimiento de prueba y error. Llevadas contra las cuerdas, incluso las más conservadoras de ellas admitían que un socialista honrado tenía derecho a que se le escuchara.

Todas sin excepción coincidían en que lo peor que podía sucederles era llegar a ser como mamá y papá, unas personas envaradas y timoratas. Ninguna de ellas, si podía evitarlo, pensaba casarse con uno de esos banqueros,  agentes de bolsa o abogados, secos como palos y fríos como el hielo, con quienes se habían casado tantas mujeres de la generación de sus madres. Preferían vivir en la más espantosa pobreza y comer todos los días sardinas antes que verse forzadas a casarse con uno de aquellos aburridos jóvenes rubicundos de su clase social, que tenían sede en la Bolsa y los ojos enrojecidos, sólo interesados en el squash, en las peleas de gallos y en reunirse a beber con sus amigos, ex alumnos de Yale o de Princeton, promoción del 29, en el Racquet Club. Desde luego sería mejor, no les asustaba decirlo por más que mamá les sonriera con cariño, casarse con un judío si estabas enamorada. Algunos de ellos eran extraordinariamente interesantes y cultos, aunque ambiciosos y proclives a formar una piña, como podía verse en Vassar: si conocías a una chica judía tenías que conocer a todas sus amigas. Con todo, había algo en lo de Kay que preocupaba sinceramente al grupo. En cierto modo era una pena que una persona tan dotada y con la educación de Harald hubiera escogido las tablas en lugar de la medicina, la arquitectura o los museos, donde era más fácil hacerse un hueco. A juzgar por lo que contaba Kay, en el teatro la lucha era encarnizada, aunque por supuesto también había gente estupenda, como Katharine Cornell y Walter Hampden (quien tenía una sobrina en Vassar en la promoción anterior a ellas), y John Mason Brown, el tipo ese que iba todos los años a hablar al club de mamá. Harald había realizado  estudios de postgrado con el profesor Baker en la Escuela de Arte Dramático de Yale, pero entonces empezó la Depresión y tuvo que dejarlo e irse a Nueva York de ayudante de dirección de escena, en lugar de dedicarse sólo a escribir. Era lo mismo que empezar desde abajo en una empresa, claro, y eso era lo que estaban haciendo muchos chicos estupendos. Probablemente no había gran diferencia entre los bastidores de un teatro, donde un montón de hombres se sentaban en camiseta frente al espejo para maquillarse, y un alto horno o una mina de carbón, donde los hombres también trabajaban en camiseta. Helena Davison contaba que cuando el espectáculo de Harald estuvo en Cleveland aquella primavera, él se había pasado todo el tiempo jugando al póquer con los tramoyistas y los electricistas, que eran los más simpáticos de la compañía, y su padre le había dicho que estaba de acuerdo con él, sobre todo después de ver la obra... El señor Davison era un bicho raro y más democrático que la mayoría de los padres, posiblemente debido a que era del Oeste y más o menos se había hecho a sí mismo. Fuera como fuese, hoy día nadie podía permitirse mantener una postura distante con la situación. El novio de Connie Storey, que quería dedicarse al periodismo, estaba trabajando de chico de los recados en Fortune, y la familia de ella, en lugar de pillar una rabieta, se lo había tomado con mucha calma y la había enviado a una escuela de cocina. Y eran muchos los arquitectos recién graduados que, en lugar de entrar en un estudio y ponerse a construir casas para los ricos, se habían ido directamente a las fábricas para estudiar diseño industrial. Mira, por ejemplo,  Russel Wright, que hoy estaba a la última; él usaba materiales industriales, como esa maravillosa nueva aleación de aluminio, para fabricar todo tipo de objetos útiles: bandejas para el queso o jarras de agua. El primer regalo de boda de Kay, que ella misma había elegido, fue una coctelera de aluminio y chapa de madera de roble, diseñada por Russel Wright en forma de rascacielos y con una bandeja y doce copas a juego, ligeras como plumas y, por supuesto, inoxidables. Pero lo importante era que Harald fuese realmente un caballero, aunque en sus cartas mostrara una tendencia a darse pisto, cosa que probablemente hacía para impresionar a Kay, que también era proclive a dejar caer apellidos conocidos y a hablar de mayordomos y del Porcellian, el Fly y el AD,* y a presentar al pobre Harald como ex alumno de Yale, cuando en realidad sólo había hecho un curso de postgrado en la Escuela de Arte Dramático de New Haven... Era éste un rasgo de Kay que el grupo hacía todo lo que podía por corregir y que desesperaba a Lakey.  Le faltaba  delicadeza o tacto, como si no se diera cuenta de los matices en el trato social. Por ejemplo, siempre estaba entrando en las habitaciones de las otras; se ponía a sus anchas y empezaba a toquetear en sus escritorios y a espetarles que eran unas inhibidas si le ponían algún reparo. Fue ella la que insistió en que jugaran al Juego de la Verdad y en que hicieran todas una lista de sus amigas en orden de preferencia para después compararlas. Lo que no se paró a pensar es que alguien tenía que ocupar el último lugar, y cuando alguna se echó a llorar y no dejó que la consolaran, Kay se sorprendió. A ella, dijo,  no le importaría saber la verdad. En realidad nunca llegó a saberla, pues las otras tenían suficiente tacto para no ponerla al final, aunque alguna deseara hacerlo, pues Kay era en cierto modo una recién llegada y no querían que se sintiera excluida. De modo que pusieron a Libby MacAusland o a Polly Andrews, a alguien que conocían de siempre o con quien habían ido al colegio o algo así, en lugar de dejarla a ella de última. No obstante, a Kay le chocó descubrir que no era la primera en la lista de Lakey. La veneraba y siempre decía que era su mejor amiga. Kay no lo sabía, pero el grupo había tenido una violenta discusión con Lakey con ocasión de las últimas vacaciones de Pascua. Se habían echado a suertes quién se llevaba a Kay a su casa esos días, y cuando le tocó a Lakey, ésta se negó a aceptar el juego. Entonces el grupo se abalanzó sobre ella y la acusó de jugar sucio, cosa que era cierta. Después de todo, como se apresuraron a señalarle, había sido ella la que había invitado a Kay a unirse al grupo. Cuando vieron que podían quedarse con toda la Torre Sur si en lugar de seis fueran ocho, a Lakey se le ocurrió que se le podía preguntar a Kay  y a Helena Davison si querían unir sus fuerzas a las de ellas y ocupar las dos pequeñas habitaciones individuales que quedaban.

Si se utilizaba a una persona, había que conformarse con lo que pudiera suceder. Pero tampoco se trataba de «utilizar»; todas apreciaban a Kay y a Helena, incluida la propia Lakey, quien había descubierto a Kay en segundo año, cuando las dos estuvieron juntas en la Daisy Chain.* Y tomó la nueva amistad con fuerza, porque Kay, como decía ella, era «maleable» y «capaz de aprender». Ahora, sin embargo, afirmaba que había detectado que Kay tenía pies de arcilla, lo cual era una contradicción, pues ¿no era acaso la arcilla maleable? Pero Lakey era así de contradictoria; ése era su encanto. A veces daba miedo de puro esnob y a veces era justo lo contrario. Por ejemplo, esa mañana parecía furiosa porque, según ella, Kay debería haberse casado con tranquilidad en el juzgado, en lugar de obligar a Harald, quien evidentemente no era el dueño de una heredad, a intentar salir airoso de una boda en la iglesia que frecuentaba J.P. Morgan.* ¿Verdad que esto era una muestra más del snobismo de Lakey? ¿O no? Por supuesto, no le había dicho nada a Kay; esperaba que se diera cuenta por sí misma, pero eso era precisamente lo que era imposible que hiciera Kay, quien nunca dejaría de ser la Kay brusca, inconsciente y natural que todas querían pese a sus defectos. A Lakey se le ocurrían unas ideas muy extrañas sobre la gente. El otoño pasado se le había metido en la cabeza que Kay se había colado en el grupo buscando prestigio social. No había sucedido así en absoluto, y no dejaba de ser bastante raro pensar eso de una chica que era tan poco convencional que ni siquiera le había importado que sus padres no asistieran a la boda, pese a que su padre era una persona muy conocida en Salt Lake City.

Cierto que Kay había tanteado a Pokey Prothero con el fin de conseguir que le dejara su casa para la recepción, pero no se lo había tomado a mal cuando Pokey se había lamentado a voz en grito de que habían cerrado la casa para el verano, los muebles estaban enfundados y sólo había quedado un par de criados para atender a su padre las noches que pasaba en la ciudad. Pobre Kay; algunas de las chicas pensaron que Pokey podría haber sido un poco más generosa y ofrecerle el uso del Colony. En realidad, en este punto casi todo el grupo se sentía un poco contrito. Cada cual, como bien sabían las otras, ora tenía una casa o un piso grande en la ciudad; ora su familia pertenecía a algún club, aunque sólo fuera el Cosmopolitan; ora podía  contar con los aposentos de un primo o de un hermano, que podrían haber puesto a disposición de Kay. Pero eso habría significado cóctel y champán y tarta  de Sherry's o de Henri's, además de ayuda extra... Y antes de que una se diera cuenta, se habría encontrado organizando la boda y proporcionando un padre o un hermano que llevara a Kay hasta el altar. En los tiempos que corrían, una tenía que protegerse y pensarse estas cosas dos veces, como mamá estaba harta de repetir; eran muchas las demandas. Por suerte, Kay había decidido que ella y Harald se encargarían de ofrecer ellos mismos el desayuno después de la boda, en el viejo Hotel Brevoort, en la calle Ocho: mucho más bonito, mucho más apropiado.

Dottie Renfrew y Elinor Eastlake salieron juntas de la iglesia a la soleada acera. La ceremonia había sido tremendamente corta. No había habido bendición de los anillos y, por supuesto, el «quien da a esta mujer en matrimonio» había tenido que ser suprimido. Dottie puso una mueca de desconcierto y carraspeó.

—¿De verdad no tiene ningún pariente que pudiera haber venido? —se atrevió a sugerir en su profundo vozarrón militar—. ¿No tenía un primo en Montclair?

Elinor Eastlake se encogió de hombros.

—Se le chafó el plan —dijo.

Libby MacAusland, una chica de Pittsfield graduada en filología inglesa, metió la cabeza entre ellas.

—Pero ¿qué es esto? ¿Qué es esto? —dijo en tono jovial—. Basta de cuchicheos, chicas.

Libby era una rubia alta y bonita de cara, con unos ojos castaños siempre muy abiertos, el cuello largo e inquisitivamente arqueado y un  aire de ansiosa sociabilidad; había sido la delegada de curso durante el segundo año y estuvo a punto de ser elegida presidenta de la asociación de alumnas. Dottie puso una mano cautelosa en el codo cubierto de seda de Lakey: Libby, como todo el mundo sabía, era una charlatana y una cotilla irreprimible. Lakey movió ligeramente el brazo para apartar la mano de Dottie; detestaba que la tocaran.

—Dottie estaba preguntando —dijo con voz clara— si no tenía Kay un primo en Montclair. —Una leve sonrisa asomó de las profundidades de sus ojos verdes, que tenían un extraño ribete azul oscuro alrededor del iris, vestigio de su sangre india; miraba a lo lejos buscando un taxi.

Libby puso una expresión exageradamente pensativa. Se llevó un dedo al centro de la frente.

—Sí, creo que sí —recordó al fin, y asintió tres veces con la cabeza—. ¿De verdad crees...? —empezó a decir llena de impaciente curiosidad.

Lakey alzó la mano para parar un taxi.

—Kay se guardó al primo en la manga, esperando que una de nosotras le proporcionara algo mejor.

—¡Lakey! —musitó Dottie, agitando la cabeza en un gesto de reproche.

—Mira que eres, Lakey —dijo Libby sin poder contener la risa—. Sólo a ti podía ocurrírsele algo así —vaciló un momento—. Después de todo, si Kay quería que alguien la acompañara al altar, no tenía más que pedirlo. Papá o mi hermano habrían estado encantados de hacerlo, cualquiera de nosotras hubiera estado encantada... —se le quebró la voz y precipitó su delgada figura dentro del taxi, donde ocupó el trasportín, de espaldas a ellas; al cabo de medio minuto se volvió a mirarlas, una mano en la barbilla y los ojos pensativos. Todos sus movimientos eran rápidos y nerviosos: la imagen que tenía de sí misma era la de una tempestuosa criatura de buena raza, una especie de brioso corcel árabe en una primitiva cacería inglesa—. ¿De verdad crees..? —repitió no sin cierta avidez, mordiéndose el labio.

Pero Lakey no dijo más. Nunca se extendía en un comentario; por eso la llamaban la Mona Lisa de la Sala Común. Dottie Renfrew estaba afligida; con los dedos enguantados giraba las perlas del collar que le habían regalado por su veintiún cumpleaños. Su conciencia la angustiaba, y como de costumbre, incidió en esa tosecilla recurrente, cual escrúpulo constante, que tanto preocupaba a su familia y a causa de la cual la enviaban a Florida dos veces al año, en Navidad y Pascua.

—Lakey —dijo, muy seria e ignorando a Libby—, ¿no crees que alguna de nosotras debería haberlo hecho?

Libby MacAusland se revolvió inquieta en el trasportín, una mirada ávida en los ojos. Las dos chicas no apartaban la vista del impasible rostro ovalado de Elinor. Ésta entrecerró los ojos, se llevó la mano a la nuca y volvió a prender una de las horquillas que sujetaba en un bucle su negro cabello indio.

—No —respondió con desdén—. Habría sido una muestra de debilidad.

A Libby casi se le salieron los ojos de las órbitas.

—Qué dura eres —dijo admirada.

—Y, sin embargo, Kay te adora —consideró Dottie—. Antes era a ella a la que más apreciabas, Lakey. Y creo que en el fondo sigues haciéndolo.

Esta sensiblería hizo sonreír a Lakey.

—Tal vez —respondió y encendió un cigarrillo. En ese momento apreciaba a las chicas que, como Dottie, eran fieles a sí mismas, igual que un cuadro plenamente representativo de un estilo o de una tradición. Por lo general, lo que veía en las chicas que elegía como amigas solía desconcertarlas; y éstas percibían humildemente que eran muy diferentes a ella. Hablaban de ella en privado, como juguetes que comentaran el comportamiento de su dueña, y llegaban a la conclusión de que era inhumana. Pero eso sólo incrementaba el respeto que le tenían. Además era muy variable, lo que las hacía imaginar grandes abismos. Entonces, cuando el taxi giró hacia la Quinta Avenida en la calle Nueve, tomó una de sus bruscas decisiones—: Pare aquí, me voy a bajar —ordenó al taxista con su vocecita clara y dulce. —El taxista frenó al momento y se volvió para verla bajar, majestuosa pese a su fragilidad, en su traje de tafetán negro de cuello subido y echarpe de seda blanco, un pequeño sombrero negro semejante a un bombín y zapatos negros de tacón alto, muy alto. Se volvió hacia el taxi, que seguía parado, y gritó—: Siga.

Las dos chicas que se quedaron en el taxi se lanzaron una mirada interrogativa. Libby MacAusland sacó por la ventanilla su rubia cabeza tocada con un sombrero floreado.

—¿No vienes? —gritó.

No hubo respuesta. Vieron avanzar su pequeña espalda muy erguida bajo el sol hacia el sur de University Place.

—Sígala —ordenó al taxista.

—Tengo que dar la vuelta a la manzana, señorita.

El taxi giró en la Quinta Avenida y pasó por delante del Brevoort Hotel, adonde estaba llegando el resto de los invitados; giró en la calle Ocho y volvió a University Place. No se veía a Lakey por ningún lado. Había desaparecido.

¿No te parece chocante? —preguntó Libby—. ¿Es por algo que yo haya dicho?

—Vuelva a dar la vuelta a la manzana —la interrumpió Dottie sin perder la calma.

Al pasar de nuevo por delante del Brevoort, Kay y Harald estaban bajando del taxi, pero no vieron a las dos chicas angustiadas dentro del otro.

—¿Habrá decidido así, sin más ni más, no ir a la recepción? —continuó Libby, mientras el taxi daba la vuelta por segunda vez sin resultado alguno—. La verdad es que parecía que le ha tomado inquina a Kay,—el taxi se detuvo delante del hotel—. ¿Qué hacemos? —preguntó.

Dottie abrió el monedero y le dio un billete al taxista.

—Lakey se rige por su propia ley —le contestó con firmeza mientras se bajaba del taxi—. Sólo tenemos que decir que se mareó en la iglesia.

La desilusión se reflejó en el rostro de Libby, su bonito rostro de pómulos pronunciados; en el fondo le apetecía un poco de escándalo.

En un comedor privado del hotel, que tenía una desvaída alfombra floreada, Kay y Harald recibían las felicitaciones de sus amigos. Se había empezado a servir un ponche y se oían las exclamaciones de los invitados: «¿Qué es esto?», «Totalmente delicioso», «¿Cómo se os ha ocurrido?» y otras cosas por el estilo. A cada uno de ellos, Kay iba dándole la receta. La base era un tercio de aguardiente de manzana de Jersey, un tercio de sirope de arce y un tercio de zumo de limón; a esto se le añadía luego White Rock. Harald había conseguido el aguardiente a través de un amigo actor, a quien, a su vez, se lo había dado un granjero de cerca de Flemington; el ponche era una adaptación de un cóctel llamado Applejack Rabbit. Funcionó magníficamente para romper el hielo —tal como esperaba Kay, según le confió en un aparte a Helena Davison—; todo el mundo lo probó y coincidió en que lo que de verdad lo hacía especial era el sirope de arce. Un hombre alto y desgreñado que trabajaba en la radio contó algunas divertidas anécdotas a propósito de otro cóctel, el Jersey Lightning, y advirtió al joven guapo de la corbata de punto verde que el brebaje que estaban bebiendo pegaba fuerte. La conversación giró entonces sobre el aguardiente de manzana y lo peleona que resultaba su borrachera; las chicas escuchaban fascinadas: era la primera vez que probaban el aguardiente de manzana. Por entonces andaban todas muy interesadas en los cócteles y combinaciones; a todas les encantaba el brandy Alexanders y el White Ladies, todas querían saber qué tal era un cóctel llamado Clover Club, que consistía en un tercio de ginebra, un tercio de zumo de limón y un tercio de granadina, además de una clara de huevo. Harald les contó que Kay y él conocían una farmacia, en la calle Cincuenta y nueve Oeste, donde vendían whisky sin receta, y Polly Andrews le pidió prestado un lápiz al camarero para anotar la dirección: ese verano iba a quedarse sola en el inmenso piso de la tía Julia, que tenía terraza, y le venían muy bien estas ideas. Luego Harald les habló de un licor llamado anisette, que un italiano de la orquesta del teatro le había enseñado a preparar con alcohol puro, agua y aceite de anís, lo que le daba un color lechoso, parecido al del Pernod. Les explicó las diferencias entre el Pernod, la absenta, el arrack y el anisette; las chicas hablaron entonces del Chartreuse  verde y del amarillo y de la crema de menta verde y blanca, que, según Harald, sólo se diferenciaban en el color artificial que se les añadía para satisfacer las exigencias del mercado. Entonces se puso a contarles de un restaurante armenio que había en los alrededores de la calle Veinte, donde te daban flan de pétalos de rosa, y les explicó las diferencias entre la cocina turca, la armenia y la siria.

—¿De dónde has sacado a este hombre? —exclamaron todas las chicas al unísono.

En la pausa que se produjo después, el joven de la corbata de punto se bebió un vaso de ponche y se acercó a Dottie Renfrew.

—¿Dónde está la belleza morena? —le preguntó en tono confidencial.

Dottie bajó la voz y miró preocupada hacia el otro extremo de la sala, donde Libby MacAusland cuchicheaba con dos del grupo.

—Se mareó en la iglesia —musitó—. Acabo de comunicárselo a Kay y a Harald. La hemos llevado  al hotel para que se echara un rato.

El joven enarcó un ceja.

—¡Vaya! Pobrecitas, ¡cómo se habrán asustado!  —dijo.

Kay volvió la cabeza para escuchar; el tono burlón del joven era evidente. Dottie se sonrojó y, sin acobardarse, se puso a buscar un nuevo tema de conversación.

—¿Está usted también en el teatro?

El joven apoyó los hombros y la cabeza contra la pared.

—No —respondió—, pero es normal que lo pregunte. A decir verdad, estoy haciendo trabajo comunitario.

Dottie lo miró muy seria; se acordó entonces de que Polly había dicho que era pintor y se dio cuenta de que estaba tomándole el pelo. Tenía pinta de artista y una belleza de estatua romana, aunque un tanto deslucida  y estropeada; los músculos de las mejillas habían empezado a perder tersura, y unas arrugas sombrías flanqueaban la nariz clásica, recta y fuerte. Dottie esperó a que continuara.

—Diseño los carteles de la Liga Internacional de Mujeres Pacifistas —dijo.

Dottie se echó a reír.

—¡Pero eso no es trabajo comunitario! —respondió.

—En cierto modo, sí —dijo él. Bajó la vista y la observó atentamente—. El Vincent Club, la Junior League, el trabajo con las madres solteras —enumeró—. Me llamo Brown. Soy de Marblehead y mi familia está lejanamente emparentada con Nathaniel Hawthorne. Mi padre tiene una tienda. No he ido a la universidad. No soy de su misma clase, señorita.

Dottie permaneció callada y se limitó a mirarlo amistosamente; de pronto, le pareció muy atractivo.

—Me expatrié por algún tiempo, pero volví al redil —continuó él—. Desde la caída del dólar vivo en Perry Street, en un cuarto amueblado contiguo al del novio, y hago carteles para la Liga de Mujeres y un poco de trabajo publicitario. El «excusado», como lo llaman ustedes, está en el pasillo, y en el cuarto hay un pequeño hornillo dentro del armario. Me disculpará, por lo tanto, si huelo a tocino y huevos fritos.

Un brillo de reproche iluminó los ojos pardos de Dottie; por el dramatismo con que se había expresado coligió que era una persona orgullosa y amargada;  y la perfección de sus rasgos y el traje de tweed, que aunque usado se veía de buena calidad, le indicaban que era un caballero.

—Harald está subiendo de categoría —continuó el señor Brown—. Se traslada a un piso en el elegante East Side, sobre una tienda de refrescos y una tintorería, según me han dicho. Somos, como si dijéramos, y para darle un toque moderno a la imagen, dos ascensores que se cruzan, el uno subiendo y el otro bajando. Ayer me divorcié en los juzgados de Foley Square de Betty, una hermosa criatura de New Jersey, de Morristown, para ser exactos —avanzó levemente el cuerpo hacia ella—. Anoche lo celebramos en mi habitación. ¿Ninguna de ustedes se llama Betty?

Dottie se paró a pensar.

—Tenemos una Libby —respondió.

—No, no Libbys o Beths o Betsys —le aclararó—. No me gustan los nombres que se ponen hoy en día las chicas. Pero ¿y la belleza morena? ¿Cómo se llama?

En ese momento se abrió la puerta y apareció Elinor Eastlake escoltada por un camarero al que le entregó las dos bolsas de papel marrón que llevaba en sus manos enguantadas de negro; parecía muy tranquila.

—Se llama Elinor —susurró Dottie—. La llamamos Lakey, porque se apellida Eastlake y es de Lake Forest, en las afueras de Chicago.

—Gracias —dijo el señor Brown, pero no hizo ademán de moverse de su lado y continuó hablando a media voz, por la comisura de la boca, haciendo irónicos comentarios sobre la boda.

Harald había estrechado la mano de Lakey y, sin soltarla, dio unos pasos atrás para admirar su vestido, un modelo de Patou. La rapidez y la agilidad con que se movió Harald no casaban con su  cabeza y su rostro, tan largos y solemnes, casi como si su cabeza, una máquina de pensar, no le perteneciera y hubiera sido acoplada precipitadamente a su cuerpo para un baile de máscaras. Era un joven ensimismado, como bien sabían las chicas por sus cartas, y cuando hablaba de su carrera, como estaba haciendo en esos momentos con Lakey, lo hacía con una vehemencia distante e impersonal, como si estuviera comentando el problema del desarme o del déficit público. Pese a todo, no dejaba de resultar atractivo a las mujeres, como también sabían las chicas por sus cartas; y el grupo admitía que tenía «su aquel», igual que lo tenían a veces ciertos profesores y curas poco agraciados físicamente. Había algo en su persona, su verbo fácil, quizá, que le hacía pensar a Dottie, incluso en ese mismo momento mientras ella y el señor Brown lo observaban, en cómo habría conseguido Kay llevarlo al huerto. Más de una vez la idea de que Kay pudiera estar enceinte había perturbado sus tranquilos pensamientos, aunque, según ella, Kay se lo sabía todo con respecto a las precauciones que debía tomar y guardaba una ducha vaginal en el armario de Harald. 

—¿Hace mucho que conoce a Kay? —preguntó Dottie con curiosidad, recordando a su pesar el retrete compartido en el pasillo de la casa de Harald.

—Lo bastante —contestó el señor Brown.

Fue una respuesta tan cruelmente directa que Dottie vaciló un momento, como si lo hubieran dicho de ella misma el día de su propia boda.

—No me gustan las mujeres de piernas gruesas —siguió él con una sonrisa tranquilizadora.

Sus delgadas piernas y sus pies siempre perfectamente calzados constituían las mejores bazas de Dottie. Descuidando por un momento la lealtad que le debía a su amiga, Dottie examinó con él las piernas de Kay, que eran robustas de verdad.

—Señal de antepasados campesinos —añadió el señor Brown levantando un dedo—. Y además el centro de gravedad está demasiado bajo, lo que indica obstinación y torpeza —el señor Brown estudió la figura de Kay, perfilada bajo el ligero vestido; como era normal en ella, no llevaba faja—. Un poquitín esteatopigia.

—¿Cómo? —susurró Dottie.

—Un desarrollo excesivo de las posaderas. Voy a buscarle una bebida.

Dottie estaba entusiasmada y espantada a un tiempo; nunca en la vida había tenido una conversación tan atrevida.

—Usted y sus amigas —continuó él— muestran una mejor adaptación funcional. Pechos turgentes y altos —recorrió con la vista la habitación—, modelados para llevar perlas y jerseys bouclé y blusas de crepé de China con vainicas y lorzas. Cintura estrecha y tobillos finos. Como hombre de la pasada década, prefiero las figuras un poco andróginas: una muchacha con gorro de baño doblada por la cintura para saltar desde el trampolín. Recuerdos veraniegos de Marblehead; Betty es muy buena nadadora. Las mujeres delgadas son más sensuales; es un hecho científicamente demostrado, las terminaciones nerviosas están más próximas a la piel —entrecerró los ojos grises, y sus pesados párpados cayeron como si lo venciera el sueño—. Me gusta la gruesa aquella, sin embargo —continuó de forma brusca y señalando a Pokey Prothero—; tiene aspecto de balneario. Cutis nacarado, de tantas ostras. Ñami, ñami, ñami; dólar, dólar, dólar. Mis problemas sexuales son económicos. Detesto a las mujeres sin posibles, pero yo mismo tengo pinta de bohemio. Una combinación imposible.

Para alivio de Dottie, los camareros entraron con el desayuno —huevos Benedict—, y Kay condujo a todo el mundo a la mesa. Colocó al padrino, una persona muy callada que trabajaba en el Wall Street Journal (en el departamento de publicidad), a su derecha; y a Helena Davison, a la derecha de Harald, pero después se armó un lío. Dottie se encontró desamparada en un extremo de la mesa, entre Lybby, su bestia negra, y la mujer del tipo que trabajaba en la radio, que era estilista en Russek's (y que, claro está, debería haber ido a la izquierda de Harald). No era una mesa fácil de colocar, habiendo como había tantas chicas; pero aún así, una anfitriona con un poco más de savoir faire podría haber dispuesto los sitios de tal forma que no quedaran juntas las más sosas. Pero la esposa del tipo de la radio, una espingarda vivaracha, adornada con plumas y accesorios de azabache como una vampiresa del cine, parecía totalmente satisfecha con la compañía que le había tocado. Se había graduado en la Universidad de Idaho en 1928 y, según dijo, le encantaban las reuniones de chicas. Conocía a Harald desde niño, anunció, y a sus padres, aunque hacía tiempo que no los veía. Anders, el padre de Harald, era el director del instituto de Boise donde habían estudiado Harald y ella; pero ya había llovido un poco desde entonces.



* National Recovery Administration: uno de los diversos programas establecidos por el gobierno Roosevelt en 1933 para sacar al país de la depresión económica. En este caso iba dirigido a revitalizar la actividad industrial. (N. de la T.)

* Selectos clubes estudiantiles exclusivamente masculinos de la Universidad de Harvard. (N. de la T.)

* Desfile que tenía lugar durante la ceremonia de graduación y en el que participaban alumnas escogidas entre todos los cursos (la belleza parece que era un factor importante en la elección) llevando coronas de margaritas y laurel. (N. de la T.)

* Banquero y financiero estadounidense, hijo del fundador de la Banca Morgan, una de las más poderosas del mundo. (N. de la T.)