Memorabilia (Tiempo de Memoria)

Concierto en «mi» menor

Homenaje a Marcel Proust

 

 

 

El peligro en que nos encontramos hoy consiste en que todo lo que amamos cuando jóvenes nos engañó. Cuidemos de que nuestro último amor –aquel que nos hace confesar esto: nuestro amor a la verdad– no nos engañe también.

 

Nietzsche

 

La muerte de los demás me ha impresionado siempre más que la idea de la mía propia, de mi muerte. Mi muerte, en verdad, me preocupa poco. Es como si no hubiera nunca de producirse o como si estuviera ya rebasada. Seguramente suena a osadía el decirlo, pero me parece haber vivido como inmerso en un asentimiento de inmortalidad. Algo me reclama constante, como una permanencia irresistible, como una necesidad: vivir. Y, sin embargo, sería inexacto declarar que mi vida es lo único que me ha interesado; más que inexacto, constituiría una falsedad. Nada me interesa menos que mi vida particular, y me interesa, en cambio, mucho la vida de los otros, de los demás. Hasta el punto de que ninguna otra cosa me interesó nunca sino la vida de los hombres, de los que me rodeaban, de los ajenos, de no importa quién. Casi podría decirse que no he vivido más que en los demás, en lo que ellos eran, hacían, representaban: en lo que les ocurría a los otros. Me parece constatar, en cambio, que no he sido un fantasma; he tenido ocasión de comprobar mi vigencia, y me inclino a suponer que habré sido para algunos algo más que una sombra. Pero no sé qué dualismo profundo alentó en mí desde mis primeros balbuceos. Un desdoblamiento peculiar que participa poco de la vagarosidad de ciertas experiencias espirituales; es más bien escueto y hasta tajante: los otros y yo. Siempre he sentido de modo muy real aquello de «Mi reino no es de este mundo». Las grandes cosas enigmáticas, y claras, naturalmente, que algunos hombres se han permitido transmitirnos, sirven, con seguridad, para todos, pero sólo son vividas por aquellos que, más que sus recipendiarios, resultan ser su verdadera expresión viva, su realización. Y, posiblemente, en este sentimiento vivo, substantivamente vivo, de alter orbis, prosperó la raíz de mi estro poético. Cuando no se vive en la «novela», se está en el paraíso. Mi vida no ha tenido nada que ver con lo que yo llamaba «la vida», y que era la vida de los otros. Lo mío era una realidad mayor, para mí al menos, quién sabe si la única, pero menos palpable, menos visual. No me preocupaba, la vivía. Y venía conmigo como un ángel exultante o como un hermano reflexivo. Pero bastante era ya que tuviera yo que abandonarle todo mi ser intrínseco para que además hubiese tenido que dedicarle mi preferencia; no, mi atención estaba puesta en otra parte. Mi atención, no mi vida. Se diría que todo lo otro ha sido, para mí, como una especie de telón de fondo. Que es mucho decir, fijémonos bien, porque es nada menos que el ambiente, el ambiente vital, real, presente, sugestivo, en el que «yo», como desconocido, he tenido que reflejarme y ocuparme: ver, oír, oler, tocar y gustar. Con todas sus consecuencias.

Insistiré sobre el fenómeno de la dualidad. Al fin y al cabo de lo que ocurre a un hombre, y la importancia sobre todo que él le atribuye, no es una simple expresión de egoísmo y de vanidad; un hombre amplía dentro de su escueto círculo la experiencia ajena y nos suministra datos inéditos sobre nuestras propias intimidades. Quien no ve en los héroes dostoievskianos más que sus mascarillas gesticulantes, no habrá sacado el mejor partido de su significación; hay que sentirlos como vísceras propias, que nos atañen por tanto, y sólo así se nos revela su diáfana claridad a través, en este caso, de su sensitiva virulencia. Yo no he tenido vida. He tenido, eso sí, y por así llamarlo, espíritu. Ese hálito interior, incomunicable, o mejor, intransferible, que hoy aún, como en los albores indecisos de mi conciencia, me sigue testimoniando, sobre la cuerda floja del destino, el constante consumo de mi vibración permanente. El no tener vida es tanto como el decir no tener novela. No tener acción. La concentración espiritual intensifica, pero en menoscabo de la expansibilidad plástica. Se expande calor mental, pero no vida material. Se favorece la vida, eso sí, sus fermentaciones, pero no se la «encarna» visiblemente. Nadie designa a Kant o a Leopardi como a objetos vitales. No tienen vida, no tienen anécdota, no se les puede seguir con la vista. Eso es lo que se me ocurre pensar. Ahora bien, lo distinto de lo «novelesco» –no lo opuesto– es lo paradisíaco. Lo paradisíaco es el estatismo y, por qué no, también, el estetismo. La novela, en contraposición, lo que «sucede», lo que deviene, lo que se desarregla; lo que yo veía. Pero como me he visto obligado a aceptar mucho más tarde: lo que sucede, sí, pero no, fundamentalmente, como se esforzaron por descubrir los griegos, desde Parménides a Aristóteles, lo que es.

La vida eran, para mí, los demás. Exclusivamente. Yo no existía, en todo caso, más que como una caja de resonancia. Como una membrana mágica, como una placa receptiva. En la que no paraba mientes. Porque estaba pendiente de los otros con sincero asombro absoluto. Vivía, sí, inevitablemente, pero enajenado por lo que veía y, más aún, encandilado. Quién sabe si a esta condición enajenable de mi ser se deberá el que gran parte de mi formación emotiva haya tenido, como incitante primordial, las formas radiantes y la pigmentación refinada propia del arte plástico. Si es verdad, como se dijo, que «quien quiera salvar su vida la perderá», yo no parecía muy afectado por el hecho de estar perdiendo la mía medio hipnotizado por el acoso de aquel espectáculo que, en torno de mí, representaba la vida ajena. Y no es que estuviera pendiente de los demás por algún motivo práctico de los que se usan con frecuencia tan constante en la vida del hombre. Ninguna ventaja me iba en ello ni muestra alguna de utilidad. Yo no quería extraer de los hombres provecho alguno; y ni que decir tiene que, menos que nada, ganancias. La adjudicación de un fin de tal naturaleza no es que me hubiera ofendido, es que me habría costado de comprender. No se había formado en mí la «idea» de una tal posibilidad. Ya que el género de relación con el mundo, y con las cosas que en él están y ocurren, se realizaba, para mí, en un plano emocional esencialmente gratuito del que no se esperaba nada que no fuera, eso sí, la sensación confortante de la seguridad y de la permanencia.

Estoy hablando de una experiencia de la niñez, y por tanto, pasada, aunque haya impreso en mi vida toda algo así como los efectos de una resonancia superviviente que me impide ser totalmente distinto, como aspiro a tantos momentos rescatados a la fatalidad, de lo que en realidad soy. Y por eso me ocupo de ello. Para conjurarlo, valorándolo en su justo precio. El mundo que nos encontramos al nacer es decisivo. No estamos obligados a prosperar en él; podemos repudiarlo. Pero, en uno y en otro caso, ese mundo ha sido nuestra plataforma originaria sobre la que los primeros balbuceos del ser han recibido la impronta de lo irremediable. Una impresión, un choque, alguna imprevista negrura; también, en algunos casos, la presencia, inconsutil, de una idealidad. Generalmente no son gravedades; son apariencias, modalidades, rutinas. Cualquiera que sea la especie de su validez y, sobre todo, la impresión característica que causa al grabarse sobre la tierna espontaneidad de nuestro ahínco, aquél será ya, y puede que permanentemente por mucho que logre después disfrazarse, nuestro mundo. Más tarde no haremos sino ir colocando capas superpuestas de experiencias –de vitalidad– sobre la eficacia de aquel lecho primario. Un subsuelo fehaciente que nos imanta, desde sus profundidades, con el constante envío de sus irradiaciones magnéticas. Un humus primordial depositado allí. Y que si es cierto que dificulta con mucha frecuencia el despliegue ambicioso de nuestros sueños de transformación, el hacernos distintos, también es verdad que mantiene, sin apagar, ese calor originario que, en nuestra soledad, y en los momentos menos comunicables de nuestras depresiones más íntimas, suele ser lo único que nos alienta y nos hace seguir viviendo tal como lo que efectivamente nos pertenece en cuanto que lo somos, de madera, por lo recóndita, tan cabal.

Este mundo al que me refiero lo configuran en torno de nosotros los hombres y las cosas, entendiendo por éstas el paisaje, la ciudad, el clima, los objetos, todo aquello que, evidente y visual –sensual–, constituye esa urdimbre misteriosa de la vida que se nos revela a nuestras dotes representativas como la hechura natural del mundo: la faz de la existencia. ¿Podría ser acaso de otro modo? ¿Cómo imaginarlo sino así, con estas formas, con estos colores, con esta proporción, con esta gracia? Tan a nuestra medida. Tan perfectamente coincidente, se diría, con nuestros deseos. Tan al alcance de la mano: ni inaccesible ni aprehendido. Situado en ese término preciso de lo posible que constituye la condición más estimulante para nuestra percepción volitiva. Tan natural. Cualquier otro mundo que intenten pintarnos carecerá de esa naturalidad armoniosa que hemos descubierto al nacer y que ha impresionado tan sensiblemente el cristal de nuestra alma viva. Es como si ésta lo hubiera estado esperando tal como es, con el aire azul, con la tierra del color que le es propio, el color de su sustancia caliente y simpática, medio oscuro, medio de oro, adornado de esa incomparable vegetación, alegre, criatura modelada por el cincel de un artista excelso, discurre animándolo todo con su fina actividad y también, por qué no decirlo, con la aportación indispensable, para los fines cimeros que en él se perfilan, de su ocio.

Ahora bien, esto que levemente acabo de diseñar podría ser, en todo caso, el núcleo de mi comprensión intuitiva del mundo, la pequeña almendra dulce que, muy empaquetada aún entre sus cubiertas, no podría dejarme en los labios, por el momento, su sabor ejemplar. Hasta extraerla de sus respectivos caparazones, yo tenía que pasar por las etapas primordiales de contemplación que me eran precisas y cuya descripción es el motivo de este relato. Debido a que, por lo que mi experiencia me enseña, no todo fruto cae de su árbol a golpes forzados ni, como tanto se lleva hoy, por su apropiación antes de tiempo, a mansalva y en agraz. Me inclino más a aceptar el hecho de que ciertos sabores suponen lentitud y constancia, perseverante osadía, y que sólo así, cuando se reconocen asediados por solicitud tan amorosa como fiel, nos rinden, por último, su defendido secreto, que deja entonces de serle debido a nuestra fidelidad indagatoria y se convierte, por nuestra obra y gracia, en un valor consciente que hemos conseguido arrebatar a las profundidades de la tierra oscura, a los recelos de la materia indeterminada.

Las experiencias, aun en aquellos que, como en mí, consiguen una repercusión ideológica que da luego lugar al concepto, o sea a una entidad de índole mental en la que las cosas parecen adquirir su momentánea existencia diamantina, cuya virtud estriba en provocar en nuestro ánimo el contrasentido de una serena embriaguez, ocurren siempre en la calle. Quiero decir que antes de pensar el hombre ve, siente. Y esto que ve, o que más extensivamente siente, es lo que le ocurrirá de una vez para todas: el mundo. Las anécdotas vendrán después, traídas de la mano del azar, por sus pasos contados; pero esto de ahora, esta luz, esta tibieza, esta inmensidad –la belle lumière du monde–, las pupilas vibrantes de las gentes, el desplazamiento de los bultos luminosos, el murmullo de la existencia, y lo ¡qué sé yo! de oscuro, de ignorado, pero como de eficaz, y de feliz, esto es más que todo, es el todo, en su prístina aparición relampagueante y misteriosamente clara: es.

No intento, ni por asomo, un croquis biográfico que para nada me sirve; mi intención es otra, como ya apunté: ayudarme a mí mismo, y a los que me sigan, en la función del conocimiento del vivir. En nada práctico, por tanto, puesto que este vivir no se refiere en absoluto a la vida como deberes, y sí únicamente a la vida como estela inapreciable de nuestra pasmosa realidad. A la de nuestro estar aquí, pasmosamente. Pero mi pretensión me obliga a atar algunos cabos de este proceder discursivo para que la vela no se me vaya sola por el aire como una nube más. Sujetémosla, pues, a sus jarcias y que, mientras tanto, el viento me sea propicio.

Siempre me sentí muy cristiano en una acepción mítica. Esto es, comprendí, en buen hora, la significación de ciertos mitos que aprendemos de memoria como si carecieran de inmanencia genuina, quedando reducidos a los datos insulsos de un anecdotario, por lo manido, banal. Comprendí aquello de que el sistema circulatorio de un carpintero pudiera llevar suspensas en su vida unas gotas de la sangre de David. Es decir, de un rey que, a su vez, había sido, con antelación, pastor. Estas cosas no hay más que sentirlas como propias para entenderlas bien. Los mitos lo son porque se acoplan expresivamente a nuestras realidades. Un caso aislado nunca da lugar a un mito, por excepcional que sea, y, aun por ello mismo, no pasa de ser un exabrupto. Los mitos son verdad porque se están encarnando permanentemente. Y de ahí el arraigo que los consume, sin consumirlos. He de declarar que mi padre no era carpintero; era comerciante. He vivido siempre como si de él a mí bajaran, como un efluvio, los quilates de una esencia preciosa a los que se debía el oro vital que fulguraba en mi alma. Una comunicación patricia en su acepción original. Mi padre procedía de un pequeño poblado alicantino que gozaba fama de pulcro: Ibi. Y del que salió, muy infante aún, de la mano de una madre viuda y desvalida, hacia su destino, dentro del cual estaba incluido, como él habrá meditado más de una vez, mi inesperado nacimiento; su encuentro, tan inmediato y tan paradójico, con mi persona. Nunca ha dejado de intrigarme la suprema belleza de las manos de las que dispusieron, sin apenas parar mientes en ello, mi padre y mi abuela, y la cual, pasada por herencia a mi hermana y a mí, me ha parecido como si nos pusiese en comunicación con no sé qué suerte de genealogía abstracta que, haciendo las veces de troquel, ha impreso en el curso de nuestra sangre, así como, visiblemente, en el trazado de nuestros dedos, su intención definitoria, su característica familiar. Se me ocurre una imagen: la de la burbuja que, atravesando las distintas capas de densidad, sube, por su propia y energética razón de ser, hasta la superficie tornasolada del vino. Pronto hube de comprobar que estas comunicaciones de lo profundo con lo aparente son enrevesadas y hasta cabalísticas. Se operan de un modo que se diría arbitrario, pero que, con seguridad, tiene sus motivos imperantes para que sus resultados sean los que se proponen y cuya finalidad se nos oculta, como no sea la de la producción de tipos fuera de concurso. Existe la producción en serie, llámese racial, de casta o de clase, y existe la individualidad. Tanto más sugestiva cuanto menos preparada y que, dato curioso, a pesar de su acratismo, puede, en ocasiones, ser sinónimo de normativa en lugar de, como se hubiera podido vaticinar, extravagante. En el sentido del espíritu. Y de ahí el que yo no haya reconocido nunca otra modalidad superior a la del anónimo, la del anónimo excepcional, que es precisamente lo más opuesto que existe al vulgo, llámese éste privilegiado o no, es decir, rico o menesteroso. Ahora me doy cuenta de que he sido un hijo de signo paterno, al contrario de lo que había creído. Y es que la mujer, la madre en este caso, parece que nos atrae, pero nos distrae; todo son lucimientos, emplastes, naderías, como en el toreo. Porque lo propio del toro de lidia, eso que se llama su bravura, es la fidelidad a su sino patrio o viril de acometer la muerte a través de su heroísmo personal. Es decir, el hombre es, siempre, víctima; la mujer, tránsito o mediación.

Que no se tenga ésta, bajo mi pluma, por metáfora rebuscada. El toro pertenece a mi imaginario infantil y tiene, para los míos, categoría de emblema. Cuando mi abuelo materno, un aragonés muy generoso, tuvo que entrar en posesión, como único modo de enjugar una deuda, de un establecimiento situado en los aledaños del viejo mercado de Valencia, frente a la gótica Lonja de contratación, o sea en el cogollo mercantil de la ciudad, la tienda en cuestión exhibía sobre su puerta un pequeño toro de metal que la bautizaba comercialmente: era una ferretería. Y que fue, por así decirlo, casa matriz de otras congéneres que pasaron a estar regidas por personal salido y educado bajo los auspicios astados del toro primitivo. Mi padre, que ejercitó también allí sus primeras armas, fue el depositario, para trasladarla a Alcoy, de la cría más valiosa; sólo que este torito con el que engalanó su casa era más nuevo, de un oro bruñido, y no estaba parado sobre sus cuatro patas firmes, sino que se mostraba en pleno movimiento y acometía, cumpliéndose la ley inevitable de que todo clasicismo acaba por desligar un día de su sujeción al barroco que lleva dentro. Había conocido a mi madre muy niña aún, siendo él ya un completo mozalbete, y se encariñó desde el primer momento con la idea de hacer de aquella muñeca –mi madre ha sido siempre extremadamente menuda y movediza, y exhibía entonces una copiosa cabellera caída, como luminosa manteleta natural, sobre sus pueriles espaldas, que causaba la admiración de propios y extraños– su mujer. Mi abuelo pudo haber casado a su hija, que se educaba en un internado de la localidad, entre extensos jardines tapiados, con algún galán de arcas bien repletas, pero su bondadoso desprendimiento le facilitó el descubrir en mi padre los distintivos de esa hombría de bien, unida a una disposición entusiasta por el trabajo, que habían de constituir, con el estilo además que supo prestarles, la ejecutoria más limpia de su caballerosidad. No se equivocó. Y doce años más tarde se instalaba en Valencia, ocupando seguramente el primer puesto comercial de su ramo y llevando con naturalidad, y siempre bien vestido, con bombín y bastón en invierno, con canotier y terno de «pata de gallo» en verano, el prestigio de su firma y la holgura de su casa.

Vivimos primero a espaldas de la iglesia de San Martín, y nuestros balcones daban frente al palacio de Dos Aguas, en el que por aquellos días, tras sus celosías de oro, la joven marquesa enfermó y murió. Luego, por el año 15, en lo que se llamaba el Llano del Remedio, se levantó la casa más elegante que tuvo nunca la ciudad, de gusto francés –con los grises remates de pizarra sobre las redondas ventanas de las buhardillas–, y al pie de cuya escalera de mármol entraban los largos coches negros de alto techo. Allí fue donde recibí en más de un aspecto la confirmación de mi destino; allí, donde mi panorama íntimo –a la vez mi condición ecuménica y mi situación de español– se alumbraron como con un relámpago al caer en mis manos dos libros tan dispares que disociaron la unidad de mi alma: Les nourritures terrestres y La agonía del cristianismo.