Homenaje a Marcel Proust
El peligro en que nos encontramos hoy consiste en que todo lo que
amamos cuando jóvenes nos engañó. Cuidemos de que nuestro último amor –aquel
que nos hace confesar esto: nuestro amor a la verdad– no nos engañe también.
La muerte de los demás me ha impresionado
siempre más que la idea de la mía propia, de mi muerte. Mi muerte, en verdad,
me preocupa poco. Es como si no hubiera nunca de producirse o como si estuviera
ya rebasada. Seguramente suena a osadía el decirlo, pero me parece haber vivido
como inmerso en un asentimiento de inmortalidad. Algo me reclama constante,
como una permanencia irresistible, como una necesidad: vivir. Y, sin embargo,
sería inexacto declarar que mi vida es lo único que me ha interesado; más que
inexacto, constituiría una falsedad. Nada me interesa menos que mi vida
particular, y me interesa, en cambio, mucho la vida de los otros, de los demás.
Hasta el punto de que ninguna otra cosa me interesó nunca sino la vida de los
hombres, de los que me rodeaban, de los ajenos, de no importa quién. Casi
podría decirse que no he vivido más que en los demás, en lo que ellos eran,
hacían, representaban: en lo que les ocurría a los otros. Me parece constatar,
en cambio, que no he sido un fantasma; he tenido ocasión de comprobar mi
vigencia, y me inclino a suponer que habré sido para algunos algo más que una
sombra. Pero no sé qué dualismo profundo alentó en mí desde mis primeros
balbuceos. Un desdoblamiento peculiar que participa poco de la vagarosidad de
ciertas experiencias espirituales; es más bien escueto y hasta tajante: los
otros y yo. Siempre he sentido de modo muy real aquello de «Mi reino no es de
este mundo». Las grandes cosas enigmáticas, y claras, naturalmente, que algunos
hombres se han permitido transmitirnos, sirven, con seguridad, para todos, pero
sólo son vividas por aquellos que, más que sus recipendiarios, resultan ser su
verdadera expresión viva, su realización. Y, posiblemente, en este sentimiento
vivo, substantivamente vivo, de alter
orbis, prosperó la raíz de mi estro poético. Cuando no se vive en la
«novela», se está en el paraíso. Mi vida no ha tenido nada que ver con lo que
yo llamaba «la vida», y que era la vida de los otros. Lo mío era una realidad
mayor, para mí al menos, quién sabe si la única, pero menos palpable, menos
visual. No me preocupaba, la vivía. Y venía conmigo como un ángel exultante o
como un hermano reflexivo. Pero bastante era ya que tuviera yo que abandonarle
todo mi ser intrínseco para que además hubiese tenido que dedicarle mi
preferencia; no, mi atención estaba puesta en otra parte. Mi atención, no mi vida. Se diría que todo lo otro ha
sido, para mí, como una especie de telón de fondo. Que es mucho decir,
fijémonos bien, porque es nada menos que el ambiente, el ambiente vital, real,
presente, sugestivo, en el que «yo», como desconocido, he tenido que reflejarme
y ocuparme: ver, oír, oler, tocar y gustar. Con todas sus consecuencias.
Insistiré
sobre el fenómeno de la dualidad. Al fin y al cabo de lo que ocurre a un
hombre, y la importancia sobre todo que él le atribuye, no es una simple
expresión de egoísmo y de vanidad; un hombre amplía dentro de su escueto
círculo la experiencia ajena y nos suministra datos inéditos sobre nuestras
propias intimidades. Quien no ve en los héroes dostoievskianos más que sus
mascarillas gesticulantes, no habrá sacado el mejor partido de su
significación; hay que sentirlos como vísceras propias, que nos atañen por
tanto, y sólo así se nos revela su diáfana claridad a través, en este caso, de
su sensitiva virulencia. Yo no he tenido vida. He tenido, eso sí, y por así
llamarlo, espíritu. Ese hálito interior, incomunicable, o mejor,
intransferible, que hoy aún, como en los albores indecisos de mi conciencia, me
sigue testimoniando, sobre la cuerda floja del destino, el constante consumo de
mi vibración permanente. El no tener vida es tanto como el decir no tener
novela. No tener acción. La concentración espiritual intensifica, pero en
menoscabo de la expansibilidad plástica. Se expande calor mental, pero no vida
material. Se favorece la vida, eso sí, sus fermentaciones, pero no se la
«encarna» visiblemente. Nadie designa a Kant o a Leopardi como a objetos
vitales. No tienen vida, no tienen anécdota, no se les puede seguir con la
vista. Eso es lo que se me ocurre pensar. Ahora bien, lo distinto de lo
«novelesco» –no lo opuesto– es lo paradisíaco. Lo paradisíaco es el estatismo
y, por qué no, también, el estetismo. La novela, en contraposición, lo que
«sucede», lo que deviene, lo que se desarregla; lo que yo veía. Pero como me he
visto obligado a aceptar mucho más tarde: lo que sucede, sí, pero no,
fundamentalmente, como se esforzaron por descubrir los griegos, desde
Parménides a Aristóteles, lo que es.
La
vida eran, para mí, los demás. Exclusivamente. Yo no existía, en todo caso, más
que como una caja de resonancia. Como una membrana mágica, como una placa
receptiva. En la que no paraba mientes. Porque estaba pendiente de los otros
con sincero asombro absoluto. Vivía, sí, inevitablemente, pero enajenado por lo
que veía y, más aún, encandilado. Quién sabe si a esta condición enajenable de
mi ser se deberá el que gran parte de mi formación emotiva haya tenido, como
incitante primordial, las formas radiantes y la pigmentación refinada propia
del arte plástico. Si es verdad, como se dijo, que «quien quiera salvar su vida
la perderá», yo no parecía muy
afectado por el hecho de estar perdiendo la mía medio hipnotizado por el acoso
de aquel espectáculo que, en torno de mí, representaba la vida ajena. Y no es
que estuviera pendiente de los demás por algún motivo práctico de los que se
usan con frecuencia tan constante en la vida del hombre. Ninguna ventaja me iba
en ello ni muestra alguna de utilidad. Yo no quería extraer de los hombres
provecho alguno; y ni que decir tiene que, menos que nada, ganancias. La
adjudicación de un fin de tal naturaleza no es que me hubiera ofendido, es que
me habría costado de comprender. No se había formado en mí la «idea» de una tal
posibilidad. Ya que el género de relación con el mundo, y con las cosas que en
él están y ocurren, se realizaba, para mí, en un plano emocional esencialmente
gratuito del que no se esperaba nada que no fuera, eso sí, la sensación
confortante de la seguridad y de la permanencia.
Estoy
hablando de una experiencia de la niñez, y por tanto, pasada, aunque haya
impreso en mi vida toda algo así como los efectos de una resonancia
superviviente que me impide ser totalmente distinto, como aspiro a tantos
momentos rescatados a la fatalidad, de lo que en realidad soy. Y por eso me
ocupo de ello. Para conjurarlo, valorándolo en su justo precio. El mundo que
nos encontramos al nacer es decisivo. No estamos obligados a prosperar en él;
podemos repudiarlo. Pero, en uno y en otro caso, ese mundo ha sido nuestra
plataforma originaria sobre la que los primeros balbuceos del ser han recibido
la impronta de lo irremediable. Una impresión, un choque, alguna imprevista
negrura; también, en algunos casos, la presencia, inconsutil, de una idealidad.
Generalmente no son gravedades; son apariencias, modalidades, rutinas.
Cualquiera que sea la especie de su validez y, sobre todo, la impresión
característica que causa al grabarse sobre la tierna espontaneidad de nuestro
ahínco, aquél será ya, y puede que permanentemente por mucho que logre después
disfrazarse, nuestro mundo. Más tarde no haremos sino ir colocando capas
superpuestas de experiencias –de vitalidad– sobre la eficacia de aquel lecho
primario. Un subsuelo fehaciente que nos imanta, desde sus profundidades, con
el constante envío de sus irradiaciones magnéticas. Un humus primordial depositado allí. Y que si es cierto que dificulta
con mucha frecuencia el despliegue ambicioso de nuestros sueños de
transformación, el hacernos distintos, también es verdad que mantiene, sin
apagar, ese calor originario que, en nuestra soledad, y en los momentos menos
comunicables de nuestras depresiones más íntimas, suele ser lo único que nos
alienta y nos hace seguir viviendo tal como lo que efectivamente nos pertenece
en cuanto que lo somos, de madera, por lo recóndita, tan cabal.
Este
mundo al que me refiero lo configuran en torno de nosotros los hombres y las
cosas, entendiendo por éstas el paisaje, la ciudad, el clima, los objetos, todo
aquello que, evidente y visual –sensual–, constituye esa urdimbre misteriosa de
la vida que se nos revela a nuestras dotes representativas como la hechura
natural del mundo: la faz de la existencia. ¿Podría ser acaso de otro modo?
¿Cómo imaginarlo sino así, con estas formas, con estos colores, con esta
proporción, con esta gracia? Tan a nuestra medida. Tan perfectamente
coincidente, se diría, con nuestros deseos. Tan al alcance de la mano: ni
inaccesible ni aprehendido. Situado en ese término preciso de lo posible que
constituye la condición más estimulante para nuestra percepción volitiva. Tan
natural. Cualquier otro mundo que intenten pintarnos carecerá de esa
naturalidad armoniosa que hemos descubierto al nacer y que ha impresionado tan
sensiblemente el cristal de nuestra alma viva. Es como si ésta lo hubiera
estado esperando tal como es, con el aire azul, con la tierra del color que le
es propio, el color de su sustancia caliente y simpática, medio oscuro, medio
de oro, adornado de esa incomparable vegetación, alegre, criatura modelada por
el cincel de un artista excelso, discurre animándolo todo con su fina actividad
y también, por qué no decirlo, con la aportación indispensable, para los fines
cimeros que en él se perfilan, de su ocio.
Ahora
bien, esto que levemente acabo de diseñar podría ser, en todo caso, el núcleo
de mi comprensión intuitiva del mundo, la pequeña almendra dulce que, muy
empaquetada aún entre sus cubiertas, no podría dejarme en los labios, por el
momento, su sabor ejemplar. Hasta extraerla de sus respectivos caparazones, yo
tenía que pasar por las etapas primordiales de contemplación que me eran
precisas y cuya descripción es el motivo de este relato. Debido a que, por lo
que mi experiencia me enseña, no todo fruto cae de su árbol a golpes forzados
ni, como tanto se lleva hoy, por su apropiación antes de tiempo, a mansalva y
en agraz. Me inclino más a aceptar el hecho de que ciertos sabores suponen
lentitud y constancia, perseverante osadía, y que sólo así, cuando se reconocen
asediados por solicitud tan amorosa como fiel, nos rinden, por último, su
defendido secreto, que deja entonces de serle debido a nuestra fidelidad
indagatoria y se convierte, por nuestra obra y gracia, en un valor consciente
que hemos conseguido arrebatar a las profundidades de la tierra oscura, a los
recelos de la materia indeterminada.
Las
experiencias, aun en aquellos que, como en mí, consiguen una repercusión
ideológica que da luego lugar al concepto, o sea a una entidad de índole mental
en la que las cosas parecen adquirir su momentánea existencia diamantina, cuya
virtud estriba en provocar en nuestro ánimo el contrasentido de una serena
embriaguez, ocurren siempre en la calle. Quiero decir que antes de pensar el
hombre ve, siente. Y esto que ve, o que más extensivamente siente, es lo que le
ocurrirá de una vez para todas: el mundo. Las anécdotas vendrán después,
traídas de la mano del azar, por sus pasos contados; pero esto de ahora, esta
luz, esta tibieza, esta inmensidad –la
belle lumière du monde–, las pupilas vibrantes de las gentes, el desplazamiento
de los bultos luminosos, el murmullo de la existencia, y lo ¡qué sé yo! de
oscuro, de ignorado, pero como de eficaz, y de feliz, esto es más que todo, es
el todo, en su prístina aparición relampagueante y misteriosamente clara: es.
No
intento, ni por asomo, un croquis biográfico que para nada me sirve; mi
intención es otra, como ya apunté: ayudarme a mí mismo, y a los que me sigan,
en la función del conocimiento del vivir. En nada práctico, por tanto, puesto
que este vivir no se refiere en absoluto a la vida como deberes, y sí
únicamente a la vida como estela inapreciable de nuestra pasmosa realidad. A la
de nuestro estar aquí, pasmosamente. Pero mi pretensión me obliga a atar
algunos cabos de este proceder discursivo para que la vela no se me vaya sola
por el aire como una nube más. Sujetémosla, pues, a sus jarcias y que, mientras
tanto, el viento me sea propicio.
Siempre
me sentí muy cristiano en una acepción mítica. Esto es, comprendí, en buen
hora, la significación de ciertos mitos que aprendemos de memoria como si
carecieran de inmanencia genuina, quedando reducidos a los datos insulsos de un
anecdotario, por lo manido, banal. Comprendí aquello de que el sistema
circulatorio de un carpintero pudiera llevar suspensas en su vida unas gotas de
la sangre de David. Es decir, de un rey que, a su vez, había sido, con
antelación, pastor. Estas cosas no hay más que sentirlas como propias para
entenderlas bien. Los mitos lo son porque se acoplan expresivamente a nuestras
realidades. Un caso aislado nunca da lugar a un mito, por excepcional que sea,
y, aun por ello mismo, no pasa de ser un exabrupto. Los mitos son verdad porque
se están encarnando permanentemente. Y de ahí el arraigo que los consume, sin
consumirlos. He de declarar que mi padre no era carpintero; era comerciante. He
vivido siempre como si de él a mí bajaran, como un efluvio, los quilates de una
esencia preciosa a los que se debía el oro vital que fulguraba en mi alma. Una
comunicación patricia en su acepción original. Mi padre procedía de un pequeño
poblado alicantino que gozaba fama de pulcro: Ibi. Y del que salió, muy infante
aún, de la mano de una madre viuda y desvalida, hacia su destino, dentro del
cual estaba incluido, como él habrá meditado más de una vez, mi inesperado
nacimiento; su encuentro, tan inmediato y tan paradójico, con mi persona. Nunca
ha dejado de intrigarme la suprema belleza de las manos de las que dispusieron,
sin apenas parar mientes en ello, mi padre y mi abuela, y la cual, pasada por
herencia a mi hermana y a mí, me ha parecido como si nos pusiese en
comunicación con no sé qué suerte de genealogía abstracta que, haciendo las
veces de troquel, ha impreso en el curso de nuestra sangre, así como,
visiblemente, en el trazado de nuestros dedos, su intención definitoria, su
característica familiar. Se me ocurre una imagen: la de la burbuja que,
atravesando las distintas capas de densidad, sube, por su propia y energética
razón de ser, hasta la superficie tornasolada del vino. Pronto hube de
comprobar que estas comunicaciones de lo profundo con lo aparente son
enrevesadas y hasta cabalísticas. Se operan de un modo que se diría arbitrario,
pero que, con seguridad, tiene sus motivos imperantes para que sus resultados
sean los que se proponen y cuya finalidad se nos oculta, como no sea la de la
producción de tipos fuera de concurso. Existe la producción en serie, llámese
racial, de casta o de clase, y existe la individualidad. Tanto más sugestiva
cuanto menos preparada y que, dato curioso, a pesar de su acratismo, puede, en
ocasiones, ser sinónimo de normativa en lugar de, como se hubiera podido
vaticinar, extravagante. En el sentido del espíritu. Y de ahí el que yo no haya
reconocido nunca otra modalidad superior a la del anónimo, la del anónimo
excepcional, que es precisamente lo más opuesto que existe al vulgo, llámese
éste privilegiado o no, es decir, rico o menesteroso. Ahora me doy cuenta de
que he sido un hijo de signo paterno, al contrario de lo que había creído. Y es
que la mujer, la madre en este caso, parece que nos atrae, pero nos distrae;
todo son lucimientos, emplastes, naderías, como en el toreo. Porque lo propio
del toro de lidia, eso que se llama su bravura, es la fidelidad a su sino
patrio o viril de acometer la muerte a través de su heroísmo personal. Es
decir, el hombre es, siempre, víctima; la mujer, tránsito o mediación.
Que
no se tenga ésta, bajo mi pluma, por metáfora rebuscada. El toro pertenece a mi
imaginario infantil y tiene, para los míos, categoría de emblema. Cuando mi
abuelo materno, un aragonés muy generoso, tuvo que entrar en posesión, como
único modo de enjugar una deuda, de un establecimiento situado en los aledaños
del viejo mercado de Valencia, frente a la gótica Lonja de contratación, o sea
en el cogollo mercantil de la ciudad, la tienda en cuestión exhibía sobre su
puerta un pequeño toro de metal que la bautizaba comercialmente: era una
ferretería. Y que fue, por así decirlo, casa matriz de otras congéneres que
pasaron a estar regidas por personal salido y educado bajo los auspicios
astados del toro primitivo. Mi padre, que ejercitó también allí sus primeras
armas, fue el depositario, para trasladarla a Alcoy, de la cría más valiosa;
sólo que este torito con el que engalanó su casa era más nuevo, de un oro
bruñido, y no estaba parado sobre sus cuatro patas firmes, sino que se mostraba
en pleno movimiento y acometía, cumpliéndose la ley inevitable de que todo
clasicismo acaba por desligar un día de su sujeción al barroco que lleva
dentro. Había conocido a mi madre muy niña aún, siendo él ya un completo
mozalbete, y se encariñó desde el primer momento con la idea de hacer de
aquella muñeca –mi madre ha sido siempre extremadamente menuda y movediza, y
exhibía entonces una copiosa cabellera caída, como luminosa manteleta natural,
sobre sus pueriles espaldas, que causaba la admiración de propios y extraños–
su mujer. Mi abuelo pudo haber casado a su hija, que se educaba en un internado
de la localidad, entre extensos jardines tapiados, con algún galán de arcas
bien repletas, pero su bondadoso desprendimiento le facilitó el descubrir en mi
padre los distintivos de esa hombría de bien, unida a una disposición
entusiasta por el trabajo, que habían de constituir, con el estilo además que
supo prestarles, la ejecutoria más limpia de su caballerosidad. No se equivocó.
Y doce años más tarde se instalaba en Valencia, ocupando seguramente el primer
puesto comercial de su ramo y llevando con naturalidad, y siempre bien vestido,
con bombín y bastón en invierno, con canotier
y terno de «pata de gallo» en verano, el prestigio de su firma y la holgura
de su casa.
Vivimos
primero a espaldas de la iglesia de San Martín, y nuestros balcones daban
frente al palacio de Dos Aguas, en el que por aquellos días, tras sus celosías
de oro, la joven marquesa enfermó y murió. Luego, por el año 15, en lo que se
llamaba el Llano del Remedio, se levantó la casa más elegante que tuvo nunca la
ciudad, de gusto francés –con los grises remates de pizarra sobre las redondas
ventanas de las buhardillas–, y al pie de cuya escalera de mármol entraban los
largos coches negros de alto techo. Allí fue donde recibí en más de un aspecto
la confirmación de mi destino; allí, donde mi panorama íntimo –a la vez mi
condición ecuménica y mi situación de español– se alumbraron como con un
relámpago al caer en mis manos dos libros tan dispares que disociaron la unidad
de mi alma: Les nourritures terrestres
y La agonía del cristianismo.