Hace trece días
cometí un error. Fue un desliz momentáneo, pero suficiente para precipitarme en
caída libre; toda una vida se deshilachaba tras mis pasos.
Al principio no
tenía ni idea de las consecuencias de lo que había hecho. Como si de una fugaz
pérdida de equilibrio se tratara, pensé que un paso certero bastaría para
enderezarme. De hecho, pensé que me había enderezado, pero estaba equivocado.
«Lewis Penn.
Abogado. Madison & Vere», es lo que pone en mi tarjeta. Éste es mi primer
trabajo. A mis veintisiete años, estoy abriéndome camino en el escalafón de un
bufete de abogados monolítico y exageradamente próspero. Soy un abogado
especializado en negociaciones empresariales. La negociación del martes 30 de
enero era sólo una de tantas operaciones; un sordo reparto de dinero y poder
entre empresas. Los detalles son irrelevantes. Otro día más en la brecha de
aquello en lo que me había convertido.
Mi reflejo dio un
respingo hacia delante al empujar la puerta giratoria de entrada a nuestra
oficina. Abrigo, traje y maletín, en una mano; café en un vaso de cartón, en la
otra. Abajo, el parpadeo de los zapatos. Al captar la imagen, vi cómo mi rostro
se tensaba involuntariamente, encajándome la mandíbula.
Las recepcionistas
no me saludaron, ni yo a ellas. Es un sitio
demasiado grande para andarse con galanterías en la planta baja, y
responder con una mirada perdida es peor aún que no hacer nada en absoluto.
Continué recto hasta los ascensores. Mientras esperaba junto a otros, contemplé
los recuadros con melocotones y palomas de
la moqueta, que recorrían todo el pasillo.
Pasó la mañana.
Recibí e hice llamadas; escribí y leí el correo. En la máquina de café, dos
personas, no recuerdo quiénes, me preguntaron por el fin de semana, y yo le
hice la misma pregunta a un tercero. En un momento dado, recuerdo haber
levantado la vista al irrumpir James Lovett en mi despacho. Venía a hablar
sobre la reunión de la tarde.
–Lewis, ¿entonces
qué, todo listo? ¿Lo tenemos todo claro?
–Por supuesto. –Y
dejé el bolígrafo–. ¿Quieres que me concentre en algo en particular?
–Yo dirigiré la
reunión; tú sólo estate preparado para entrar en el juego cuando te toque. A
estos chicos les gusta que parezca que se les presta un servicio de gran
empresa, aunque, en realidad, sólo estemos dándoles un empujoncito. –Se atusó
un mechón de pelo sospechosamente negro y echó un vistazo a su reloj–. Conque
estés listo para solventar cualquier cosa que surja...
–Claro –repetí–.
Está todo controlado.
De vez en cuando
oigo a Lovett al final del pasillo hablando por el manos libres con su mujer.
Por la forma en que se dirige a ella –«Tengo previsto reunirme contigo poco
después de las diez y te agradecería que realizaras los preparativos
pertinentes con antelación»–, podrías tomarla por su dictáfono. Tiene una foto
de su finca, con el helipuerto ocupado, colgada de la pared del despacho. Se
rumorea que guarda una foto del despacho en casa. Millonario; adicto al
trabajo; un auténtico abogado de Madison & Vere. Si trabajas para él, todo
eso tiene sus ventajas. Sabe lo que hace, le encanta la responsabilidad y lo
controla todo.
Así es que acerté
al suponer que le habría pedido a su secretaria que llamara a un taxi para ir a
la reunión a la que debíamos asistir en representación de UKI, que, además de
una compañía ucraniana de minerales, era un cliente muy importante. Nos habían
encargado asesorarles sobre la reflotación de dos de sus filiales mediante unos
inversores estadounidenses. Acababan de iniciarse las negociaciones cara a
cara, y la reunión del martes estaba convocada en la oficina del banco de
negocios de un posible inversor para concretar los puntos clave del acuerdo.
Nada fuera de lo normal, nada de especial interés.
Mi papel en la
reunión sería, como de costumbre, anotar lo que allí se dijera, descartar
contingencias, atar cabos sueltos, hacer que la parte contraria se ajustase a
lo pactado verbalmente. Los detalles. Cuando uno ya ha hecho varias operaciones
de este tipo como junior –es decir,
como asistente en el bufete–, el curso que toman las cosas empieza a seguir un
mismo patrón tranquilizador. He ahí un hueco en el que yo encajo y, cuando lo
ocupo, ya es sólo cuestión de aparentar que soy eficiente, pese a que, en
realidad, a menudo estoy pensando en otras cosas.
Llegamos tarde. Las
puertas del ascensor se abrieron, en alguna planta intermedia del edificio,
frente a una litografía: el torero de
Picasso. Era probable que fuera una broma de empresa, pero quién sabe. Nos
acompañaron por toda la planta hasta llegar a una puerta entornada. Voces
charlando en corrillos.
–El
tráfico; perdonen. No se levanten –se disculpó James.
Lo cierto es que la
mitad de los que estaban en la sala todavía no se habían sentado. Una de las
paredes, de cristal, dominaba sobre los tejados de la ciudad, que yacía plana y
gris, perforada por esporádicas agujas de
iglesias. Justo enfrente, una carretera conducía hacia el Támesis. Vi un
bote naranja fluorescente surcando las
aguas entre los edificios. La gente se volvió hacia nosotros. Había entre
quince y veinte hombres en la sala. Ninguna mujer. No reconocí a nadie:
nada fuera de lo normal.
–Éste
es Lewis Penn, uno de nuestros prometedores
juniors.
Saludé inclinando
la cabeza, sin mover un músculo de la cara.
–Ya has hablado con
el señor Kommissar, ¿verdad?
Incorrecto. Yo
había escuchado a James, que hablaba con él por teléfono. Asentí a sus
palabras.
–Señor Kommissar
–repetí–, me alegro al fin de conocerle.
Un
hombre corpulento dio un paso hacia delante y estrechó mi mano entre las suyas. Era el
director ejecutivo de UKI. Sus ojos acuosos se volvieron hacia los míos y luego
se apartaron. No interrumpió la conversación que mantenía con el hombre sentado
a su lado. No hablaban en inglés.
–Y Serguéi
Gorbenko.
Un
cargo inferior en la cadena de mando de UKI, el hombre que nos daba las instrucciones a
diario. Esbelto, con la cabeza rapada.
–Serguéi.
–Y éste es...
James me presentó a
varios de los que estaban en la sala: a nuestros banqueros, representantes de
los inversores americanos; a sus banqueros, abogados y asesores fiscales. Se movía con pasos silenciosos entre los tipos
trajeados, mientras sus pantalones de raya diplomática rompían sobre
unos dinámicos zapatos. Di y recibí un par de tarjetas sin darme cuenta. Cuando
se quedó sin gente a la que saludar, los demás se presentaron ellos mismos. Tantos nombres me desbordaban.
En esas
circunstancias yo solía aturullarme, pero hay formas para salir del paso. Tan
pronto como pasé a segundo plano, tomé asiento, dibujé un gran óvalo en la
primera página de mi cuaderno de notas y
numeré las sillas en torno a la mesa del uno al dieciocho. Para cuando
todo el mundo se hubo sentado, había rellenado cuatro de los espacios en
blanco. James, Kommissar, Gorbenko y yo mismo. Los demás seguirían siendo unos
números hasta que las anotaciones cobrasen cuerpo gracias a las referencias
cruzadas. Esta estratagema me parecía infalible hasta no hace mucho tiempo: una
reunión en la que todo el mundo se cambió
de sitio después de la comida. Mis notas acabaron llenas de ecuaciones,
y el esquema de la mesa explotó en flechas circulares, como una girándula. Aun
así, mi estrategia funcionó más o menos.
Era evidente que el
número seis, con esos puños de camisa con gemelos bajo su traje azul marino,
era el banquero de negocios de la parte contraria y el anfitrión de la reunión.
Se recostó en la silla y puso las
sonrosadas manos detrás de la cabeza. Un anillo de sello refulgió detrás
de su oreja.
–Bien. ¿Les parece
que empecemos? –terció.
Eso hicimos. No
entraré en el meollo de la reunión. Como
digo, carece de importancia. Poses, digresiones, circunloquios. Los que
más hablaron fueron tres o cuatro individuos. Kommissar permaneció en silencio.
Gorbenko expuso la mayoría de los puntos de
UKI por mediación de James. En un momento dado, llegó una bandeja de
sofisticados sándwiches, pero nadie los probó. Salimos de vez en cuando a las
salas auxiliares, como si fuéramos boxeadores que se retiran a sus esquinas, y
luego nos reunimos de nuevo. Fui rellenando
los espacios en blanco en torno al óvalo de mi libreta, y los apuntes se
sucedieron por las páginas de mi libreta jurídica.
La reunión fue como
una clase de colegio, dominada por un puñado de alumnos. El mismo
exhibicionismo por parte de los jugadores clave, y otros satisfechos de
anotarse algunos tantos sueltos. Como de costumbre, un par de personas
intentaron justificar su asistencia dejando caer ideas irrelevantes; los demás
asentimos a sus palabras y sonreímos, después seguimos adelante. Las puntas de
los sándwiches se curvaron. La vista desde la ventana se llenó de luces; el río
parecía negro. Pensé en Dan, estaría conectado y resollando, flotando corriente
abajo. Lo que hacíamos en la sala me resultaba tan distante como las estrellas,
igual de intrascendente que un golpe de Estado en un país del que jamás había
oído hablar.
No obstante, a
medida que la reunión llegaba a su fin, crecía en mí el vago temor de que me
acabaría llevando una o varias de las tareas más desagradables. «A trabajar»,
como decía James. Siempre es así. Los participantes de rango medio y los juniors, muchos de los cuales esperan
ansiosos demostrar su presencia, se retraen en la agonía final de la reunión.
Nos fundimos con los muebles, y sólo ofrecemos unas cabezas gachas y unos
bolígrafos veloces.
–Como decía,
necesitamos acomodarnos a la actual estructura financiera –afirmó el número
once.
–Eso no es problema
–dijo James.
–Y
ustedes deberán garantizarnos que la información que nos dan es el cuadro completo.
–Así lo haremos,
aunque con las salvedades que ya hemos comentado. –James se volvió hacia
Kommissar–: Lewis preparará un informe preliminar sobre cómo quedan las cosas.
Haremos que nuestra oficina de Washington lo revise para comprobar por partida
doble que cumple con el marco regulador estadounidense.
Kommissar sonrió
con frialdad.
–Está bien.
–Por supuesto
–añadió Gorbenko, y asintió–, querremos darle el visto bueno a su trabajo antes
de que ustedes se lo pasen; sólo por respetar el orden debido. –Su voz sonaba
grave y cómica a un tiempo.
–Y necesitaremos
tenerlo listo con presteza –apostilló el número once.
Me resigné a cuanto
se decía. No había posibilidad alguna de eludir las inevitables e inútiles
prisas. De hecho, la ambigüedad de ese ridículo «con presteza» ofrecía en
cierto modo una escapatoria: me daba margen para escabullirme. El hecho de que
nuestra oficina estadounidense participara también ayudaba: no sería culpa mía
si ellos retrasaban las cosas.
–Y, por su parte
–prosiguió James–, esperamos...
Nuestras
expectativas no me importaban demasiado, pero las anoté para que quedase
constancia. Al otro lado de la mesa, el
número dos y el dieciséis supieron guardar bien la compostura mientras veían cómo sus fines de
semana se evaporaban.
A medida que la
reunión se relajaba, hubo un revuelo de conversaciones secundarias en torno a
la mesa. Alguien propuso que se prosiguiera al instante con las posteriores
negociaciones, que referían un aspecto distinto de la operación. Ése fue otro
golpe de suerte, ya que no se nos necesitaba ni a Lovett ni a mí. Se me ocurrió
que tal vez aún podría hacer una visita a Dan. El interior de la sala se
reflejaba en la ventan. Tazas de café, botellas de agua mineral, expedientes,
papeles desparramados sobre la mesa, trajes y corbatas y pálidas e
indeterminadas caras, el esporádico gesticular de unas manos.
–Lewis –intervino
Gorbenko.
Me
volví hacia él. Su mano se deslizó por la incipiente barba plateada del perfil de su rostro,
y luego bajó a la barbilla.
–Recapitulemos.
Usted tiene la envidiable tarea de revisar todo nuestro papeleo financiero, ¿no
es cierto? –siguió.
–Así es –dije yo.
–No le llevará
mucho tiempo –añadió James–. Es pan comido.
Gorbenko alcanzó un
archivador de entre los maletines llenos de documentos que había amontonados en
una fila, detrás de nuestras sillas.
–Pero sí va a
necesitar esto. –Comprobó la primera hoja del expediente y lo deslizó sobre la
mesa–. Confío en que esté todo en orden.
–Muchas
gracias. Lo estudiaremos enseguida –dijo James.
–Muy bien –dijo
Gorbenko.
Kommissar asintió
sin sonreír. Nos dimos la mano una vez más.
La palma de Kommissar era suave; la de Gorbenko, fría y dura.
Recogí mis papeles
y seguí a James fuera de la sala. Ya en el pasillo, se volvió hacia mí y miró
su reloj.
–Buen trabajo.
Volvamos a la oficina y te pones con esto.
Pasamos de largo
las salas de reuniones y fui a un paso de James hasta llegar a una puerta; me
paré en seco cuando caí en la cuenta de que le había seguido hasta el baño.
Decidí al instante que dar media vuelta y marcharme sería aún más embarazoso
que fingir que también tenía la intención de pasar al servicio. Me metí en un
retrete, esperé a que James saliera, tiré de la cadena y le seguí de nuevo
hasta el pasillo. Entramos en el ascensor,
llegamos a recepción y salimos a la calle, donde esperaba nuestro taxi.
Abrí la puerta y dejé que Lovett tomara asiento antes que yo: el dignatario
menor y su guardaespaldas.