El taller del tiempo

–¿Le sirvo un poco de vino, joven?

Era la primera vez que un mesero me hablaba de usted, la primera vez que alguien me llamaba joven, la primera vez que me ofrecían vino. Nerviosamente volteé a ver a mi madre, que estaba sentada a la izquierda. Ella echó un vistazo furtivo a la cabecera, donde mi padre platicaba con el anfitrión. Luego de comprobar que ambos estaban distraídos, mi madre asintió con un discreto movimiento de la cabeza. Bajo su mirada divertida me apresuré a probar el líquido color de sangre, cuya amargura me disgustó.

La mesa tenía la forma de una descomunal cerradura antigua. En la cabecera los adultos estaban dispuestos en semicírculo, según sus jerarquías o las alianzas del momento, alrededor de Miguel Primero, que era mi tío abuelo y también el patriarca de la familia. Hacia el extremo opuesto corría un rectángulo interminable, a cuyos lados más largos se alineaban los adolescentes y los niños de acuerdo con el orden menguante de sus estaturas. Tres generaciones convivían en esa época: la de los viejos que pasaban de los sesenta, como Miguel Primero, su mujer y unos cuantos tíos más; la intermedia, que iba desde los veinte de mis tías aún solteras hasta los cincuenta y pocos de mi padre; y la mía, que no cesaba de proliferar. Salvo por mi primo Miguel Tercero, aproximadamente de mi edad, yo era el mayor de la última camada. Pero ni él ni su madre, mi tía Silvia, ni tampoco su padre, mi tío Miguel Segundo, participaban desde hacía mucho tiempo, por razones conocidas sólo en la zona adulta de la mesa, de nuestras tumultuosas cenas anuales. Yo me había acostumbrado, no sin orgullo, a ser por default el más grande de los chicos. No se me ocurría que pudiera ser asimismo el más chico de los grandes. Cuando resultó que una de mis tías casaderas había preferido cenar con su novio a reunirse con la tribu, tardé unos instantes en comprender que mi madre me invitaba a sentarme a su lado. Era la Nochebuena de 1966, yo tenía trece años y de pronto me encontré en uno de los lugares reservados a los mayores.

Mi doble iniciación al consumo de alcohol y al grupo de los adultos basta quizá para justificar que mucho tiempo después yo esté recordando esa noche, pero no necesariamente para suponer que a alguien más le interesen mis recuerdos. Que ahora consigne por escrito esos hechos íntimos y baladíes se debe a su asociación con otras dos experiencias menos ordinarias, en las que comienza una historia que no me concierne sólo a mí. Una de ellas se entenderá más adelante. De la otra quiero advertir que es la única en verdad extraordinaria, que por eso habrá quien la considere como una fantasía y que para mí, sin embargo, fue y sigue siendo real.

Como tantas aventuras de la imaginación, ésta se originó en el aburrimiento. A los pocos minutos de estar sentado junto a mi madre yo había descubierto que la plática de los grandes no era forzosamente más entretenida que la algarabía de los chicos. Sin prestarme la menor atención los adultos hablaban de la Nochebuena pasada, de lo que cada quien había hecho desde entonces, de los parientes que no habían podido o querido venir. Antes de que me anonadara el tedio noté que nadie mencionaba al conspicuo Miguel Segundo entre los ausentes.

Mi silla estaba arrinconada en una de las curvas donde el semicírculo de la cabecera se unía al rectángulo que prolongaba la mesa. De modo no enteramente involuntario yo les daba la espalda a mis primos. Habría sido humillante, después de abandonarlos, volverme ahora para trabar con ellos aunque fuera un simulacro de conversación. Por ocuparme en algo vacié con rápidos sorbos mi copa de vino. Mientras me reponía del sabor amargo que no acababa de gustarme, el mesero la llenó de vuelta sin preguntar. Comprendí que esa segunda copa no me estaba permitida. No obstante, no encontré mejor procedimiento para ocultar el cuerpo del delito que despacharlo de un solo trago. La amargura se hizo más tolerable. Sentí una súbita euforia, ocasionada en partes iguales por el efecto del vino y por la conciencia de cometer un acto prohibido. No supe cómo el mesero había llenado mi copa otra vez. Quise apartarla, pero en ese instante mi madre decidió hacerme caso. Con su copa en alto brindó conmigo, creyendo que yo, como ella, apenas empezaba a beber. Cuando mi padre desde su lugar en la cabecera nos reprimió con una mirada inequívoca, ya era demasiado tarde. Los meseros aún no servían la cena y yo, por primera vez en mi vida, estaba borracho.

Sin levantarse de las sillas, los demás comensales
giraban a mi alrededor. Sus voces, distorsionadas por la velocidad del movimiento giratorio, se entreveraban en un clamor indescifrable. Todo se fundía en una misma masa centrífuga. Todo así fundido se alejaba cada vez más rápido de mí. Repentinamente me hallé solo, ingrávido, casi incorpóreo, en el centro de una espiral vertiginosa.

Alguien más mundano habría atribuido esas sensaciones al exceso de vino. Yo debía mis escasos conocimientos del mundo a la lectura de unos cuantos libros y a ellos me atuve para explicar la irrealidad en que estaba extraviado. Rememoré en desorden algunos pasajes de La máquina del tiempo, que había leído en esas vacaciones. Evoqué después otros relatos con temas semejantes, escritos por autores menos memorables que H. G. Wells. De la maraña de fábulas de ciencia-ficción que entonces agotaban mis fuentes literarias derivé, intuitivamente, una conclusión singular. El tiempo, para mí, se había suspendido. Ya no estaba en 1966, con mis padres y mis tíos y mis primos en casa de Miguel Primero. No estaba de hecho en ninguna época, por lo que con sólo desearlo podía viajar a cualquiera.

Embebido en mis lucubraciones me dispuse a emprender el viaje. Era demasiado joven para interesarme en el pasado y lo descarté sin remordimientos. Una cifra se me impuso de modo automático cuando elegí el futuro, por la sencilla razón de que redondeaba mi edad. Como si fuera un personaje de la dudosa literatura que contaminaba mi fantasía, me adelanté treinta y siete años en el tiempo. Sólo una certeza tenía acerca de ese porvenir indefinido: que yo, por obra de una voluntad sobrehumana, estaba ahí. Era de modo simultáneo el adolescente de trece años que viajaba hacia allá y el hombre de cincuenta en que me convertiría al llegar.

Por encima de casi cuatro décadas le mandé un mensaje a ese extraño que sería también yo. Me dije, con frases que aún no me pertenecían, qué estaba haciendo en la Nochebuena del 66. Me dije que, por más importante que pudiera parecerme, tarde o temprano terminaría por olvidarlo como había olvidado buena parte de mi niñez. Me dije que para garantizar el experimento ayudaría al olvido. Me dije que no volvería a pensar ni una vez en que habíamos estado juntos, en que habíamos sido juntos, hasta que en algún día incierto de 2003 recordara o más bien restableciera fatalmente nuestra comunicación. Me dije que entonces los dos tendríamos la prueba de que en verdad habíamos comulgado, porque en el instante del recuerdo, que es este en el que estoy escribiendo, volveríamos a ser uno solo y el mismo. Mientras las pronunciaba en mi conciencia me pareció que yo en el extremo opuesto del tiempo estaba escuchando mis propias palabras. Ahora que he revivido el acontecimiento por primera vez desde aquella noche me doy cuenta de que las veía. Ante mis ojos azorados se iban ordenando, como si otro yo me las dictara, en una superficie virtual que es la de este párrafo donde al cabo de treinta y siete años he reanudado el diálogo a través de las edades con el adolescente que fui.

La voz de un mesero que se había colocado a mi izquierda quién sabe cuándo, y que preguntaba repetidamente qué pieza de pavo prefería el joven, me hizo retroceder casi cuatro décadas. El vértigo del espíritu que me había transportado al futuro se convirtió en un malestar del cuerpo que, ahora sí, achaqué al vino. Mientras me concentraba en dominar la náusea, un brusco silencio se difundió en la mesa. Temí ser el objeto de la tensión que sentía crecer a mi alrededor. Resignado a que me regañaran en público por beber lo que no debía, alcé la vista del plato en el que la había fijado para detener el mareo. Me alivió notar que nadie, ni siquiera mi madre, se preocupaba por mí. Imitando a los demás comensales miré a la cabecera. La puerta que comunicaba el comedor con el vestíbulo se había abierto para franquearles el paso a mi tío Miguel Segundo, a mi tía Silvia y a mi primo Miguel Tercero. Estaban parados detrás de Miguel Primero, que volteó y de inmediato les dio la espalda como si no los hubiera visto. Durante varios segundos, que se dilataron angustiosamente en la expectativa general, no hubo un solo movimiento ni el menor murmullo. Entonces mi tía Amalia, esposa de Miguel Primero, le dijo algo al oído y él se levantó con tanto ímpetu que estuvo a punto de arrastrar el mantel consigo. Sólo cuando el patriarca envolvió en violentas palmadas al hijo pródigo que por fin regresaba a la casa, los otros adultos al unísono volvieron a hablar.

Todos competían por atraer la atención de Miguel Segundo y de Silvia. Los más jóvenes, a quienes yo esa noche veía como los menos viejos, se atropellaban para abrazarlos. Hubo unos minutos de caos en los que nadie de la generación intermedia de la familia se quedó sin ofrecer su asiento a los recién llegados. Al fin Silvia ocupó el de otra tía que fue a encargarse de sus hijos, demasiado pequeños para comer solos, y Miguel Segundo aceptó después de muchos ruegos la silla de mi padre, que estaba a la diestra de Miguel Tercero. Fui el único que no celebró esa cortesía, por la válida razón de que se ejecutó a mis expensas. Para dar cabida a mi padre en el semicírculo de los grandes, mi madre me había ordenado sin miramientos que fuera a sentarme con los chicos. Apenas me consoló que me acomodaran junto a Miguel Tercero. Era el menos infantil de mis primos y no me disgustaba estar con él, pero me dolía indeciblemente la traición materna que me había expulsado del sector adulto de la mesa.

Mientras yo me atragantaba de pavo y de bacalao para contrarrestar el vino en mi estómago, Miguel Tercero decidió contarme por qué durante tantos años sus padres y él no habían pasado la Nochebuena con el resto de la familia. Una jaqueca que pulsaba en el lado derecho de mi cráneo me permitió sólo una concentración intermitente en su relato. Los episodios que acerté a escuchar no me bastaron para comprender la historia, aunque sí para sospechar que mi primo no sabía mucho más que yo.

Miguel Tercero me contó de un pleito que se había originado en el trabajo de Miguel Primero y de Miguel Segundo. Dijo que su padre y su abuelo no habían vuelto a verse fuera de la oficina desde el día en que se pelearon. Aseguró que, en todo el tiempo que duró el distanciamiento, Miguel Segundo no había hablado mal de Miguel Primero ni una sola vez. En los últimos meses la pelea parecía haberse trasladado a su casa. Lo cierto era que su padre y su madre discutían con ruidoso encono en las noches, cuando creían que Miguel Tercero ya se había dormido, y en las mañanas estaban callados y de pésimo humor. Unas semanas atrás las discusiones nocturnas y los rencorosos silencios matutinos habían cesado de repente. Y esa misma tarde los dos, insólitamente agarrados de la mano, le habían anunciado a mi primo que vendrían a cenar con su abuelo.

A los trece años yo no podía concebir una amistad desigual. Tener un amigo significaba precisamente que no hubiera diferencias o que, si las había, el más afortunado compartiera su suerte con el otro. Ya escribí que Miguel Tercero no me resultaba antipático. Sus confidencias, que yo no había solicitado, probaban que además de ser mi primo era o quería ser mi amigo. Me sentí obligado a pagarle con la misma moneda, pero en mi vida no había zonas tan oscuras como la que él acababa de mostrarme. Mis abuelos estaban muertos y yo apenas los había conocido, mis padres no se peleaban o sabían solapar sus peleas. Mi único secreto no atañía a nadie sino a mí. Pensé que me había prometido esperar treinta y siete años para recordar mi experiencia o mi experimento en el taller del tiempo. Pensé después que quizá con Miguel Tercero podía hacer una excepción. Pensé al final que poco o nada perdería si se lo confiaba, porque era difícil que me entendiera e improbable que me creyera. Ya estaba resuelto a hablar cuando una estampida incontenible nos arrastró de la mesa hasta la sala en donde se erguía un imponente pino de Navidad. Había llegado la hora de los regalos.

Con envidia que creía disimular vi a mis primos varones descubrir bicicletas y trenes eléctricos bajo los celofanes y los moños. No me revolqué como ellos entre las cajas apiladas al pie del pino porque sabía que no iba a encontrar algo así. Mi madre era apenas sobrina de Miguel Primero y el hecho de no ser nieto del patriarca me confinaba en un lugar secundario en la familia. Cuando avisté en el túmulo de los envoltorios un bulto mediano con mi nombre inscrito en una tarjeta me reduje a prever sin ocultar mi júbilo una manopla de beisbol. La liviandad del paquete despertó mi suspicacia.
Temí lo peor en esos casos, que era por supuesto una prenda de vestir. No imaginaba, sin embargo, que mi regalo pudiera limitarse a un chaleco.

Lo examiné con perpleja desilusión, como si la falta de mangas acentuara el fraude. Quise entregarle a mi madre ese objeto utilitario y trunco que me infamaba doblemente, pero ella me instó a mostrarme agradecido. Con mi último vestigio de amor propio me abstuve de protestar. A regañadientes me aproximé a Miguel Primero y le di las gracias. Él, con una sonrisa que me pareció ofensiva, afirmó que un hombre hecho y derecho necesitaba ropa y no juguetes. Es probable que lo haya dicho sólo con una mal administrada ironía que debió reservarle a una víctima más madura. Yo lo escuché como un sarcasmo de innecesaria crueldad.

Me alejé de mi tío abuelo con los ojos borrosos de lágrimas. Sin justificación alguna me mantuve apartado también de Miguel Tercero. Incapaz de cobrarle el agravio al patriarca volqué mi indignación en toda esa familia que, según pensé ya en pleno melodrama, me trataba como a un advenedizo y además se burlaba de mí. No me importó parecer caprichoso. Aunque me humillaba que Miguel Primero se hubiera reído de mi pretensión de ser adulto, busqué refugio con mi padre y con mi madre. Me fingí exhausto, enfermo. Exageré el dolor de cabeza que ya era la única secuela del vino en mi organismo. Me enterqué puerilmente hasta obligarlos a despedirse. Cuando salí entre los dos, cargando mi triste regalo, no sólo me prometí que olvidaría el diálogo extraordinario que había entablado conmigo mismo por encima de treinta y siete años de tiempo aún no transcurrido. También juré olvidar todo lo demás que me había pasado en esa infortunada noche en la que no valía la pena volver a pensar.