El Dodge Intrepid se hallaba bajo unos
abetos encarado al mar, las luces apagadas y la llave en el contacto para
mantener encendida la calefacción. Tan al sur no había nevado, aún no, pero se
veía escarcha en el suelo. El único sonido que perturbaba la quietud en aquella
noche invernal de Maine era el rumor de las olas que rompían en Ferry Beach.
Cerca de la orilla se mecía un malecón flotante con altas pilas de redes
langosteras. Tras el cobertizo de madera roja había cuatro botes tapados con lonas,
y un catamarán amarrado a corta distancia de la rampa de acceso a las
embarcaciones. Por lo demás, el aparcamiento estaba vacío.
La
puerta del acompañante se abrió y Chester Nash subió apresuradamente al coche.
Le castañeteaban los dientes e iba arrebujado en su largo abrigo marrón.
Chester era un hombre pequeño y fibroso, con un bigote en medialuna que se
extendía más allá de las comisuras de sus labios. Él consideraba que el bigote
le daba un aspecto distinguido; pero en opinión de los demás le daba un aspecto
fúnebre, y de ahí su apodo: Chester «el Alegre». Si algo sacaba de sus casillas
a Chester Nash, era que la gente lo llamase Chester el Alegre. En una ocasión,
a Paulie Block le metió en la boca el cañón de la pistola por llamarlo así.
Paulie Block estuvo a punto de arrancarle el brazo por eso, si bien, como le
explicó a Chester el Alegre mientras lo abofeteaba con sus manos tan grandes
como palas, comprendía la razón por la que Chester hubiera actuado de tal modo.
Pero las razones no eran disculpa para todo, sencillamente.
—Espero
que te hayas lavado las manos —dijo Paulie Block, sentado tras el volante del
Dodge y preguntándose quizá por qué Chester no había podido aliviarse antes
como cualquier persona normal, en lugar de insistir en mear al pie de un árbol
en medio del bosque cerca de la orilla dejando escapar todo el calor del coche
al bajarse de él.
—Tío,
hace frío —dijo Chester—. En la puta vida había estado en un sitio tan frío
como éste. Ahí fuera casi se me congela el aparato. Si hiciese un poco más de
frío, habría meado cubitos.
Paulie
Block dio una larga calada al cigarrillo y observó el ascua mientras brillaba
brevemente hasta quedar reducida a ceniza. Paulie Block, o «Tarugo», como su
apellido muy bien indicaba, medía uno noventa, pesaba ciento veinticinco kilos
y tenía la cara igual que si la hubiesen utilizado para empujar trenes. Con su
sola presencia, dentro del coche parecía faltar espacio. Bien mirado, hasta en
el Giants Stadium parecería faltar espacio si Paulie Block se presentara allá.
Chester
echó una ojeada al reloj digital del salpicadero, cuyos números verdes parecían
suspendidos en la oscuridad.
—Llegan
tarde —comentó.
—Vendrán
—afirmó Paulie—. Vendrán.
Volvió a
su cigarrillo y fijó la vista en el mar. Probablemente miraba despreocupado. No
se veía nada, aparte de la negrura y las luces de Old Orchard Beach más allá.
Junto a él, Chester Nash comenzó a jugar con una Game Boy.
Fuera el
viento soplaba y las olas lamían rítmicamente la playa; el sonido de sus voces
se propagaba sobre el terreno helado hasta donde los otros observaban y
escuchaban.
—... El
Sujeto Dos ha vuelto al vehículo. Tío, hace frío —dijo Dale Nutley, agente
especial del FBI, repitiendo de manera inconsciente las palabras que acababa de
oír pronunciar a Chester Nash. Tenía al lado un micrófono parabólico situado
cerca de una pequeña grieta en la pared del cobertizo. Junto a éste, ronroneaba
suavemente una grabadora Nagra activada por voz y una cámara de luz residual
Badger Mk II permanecía atenta al Dodge.
Nutley
llevaba dos pares de calcetines, calzoncillos largos, pantalón vaquero,
camiseta, camisa de algodón, suéter de lana, una cazadora de esquiador Lowe,
guantes térmicos y una gorra gris de alpaca con dos pequeñas orejeras que caían
sobre los auriculares y le protegían los oídos del frío. Sentado junto a él en
un taburete alto, el agente especial Rob Briscoe pensaba que, con esa gorra de
alpaca, Nutley parecía un pastor de llamas, o el cantante del grupo Spin
Doctors. En cualquier caso, Nutley parecía un payaso con su gorra de alpaca y
aquellas absurdas orejeras para protegerse los oídos del frío. El agente
Briscoe, que tenía las orejas heladas, deseaba esa gorra de alpaca. Si el frío
arreciaba más aún, siempre podía matar a su compañero Nutley y quitarle la gorra
de su cabeza muerta.
El
cobertizo se encontraba a la derecha del aparcamiento de Ferry Beach y permitía
a sus ocupantes ver con claridad el Dodge. Detrás, un camino privado discurría
a lo largo de la orilla hacia una de las casas de veraneo de Prouts Neck. Ferry
Road, una tortuosa carretera, comunicaba el aparcamiento con Black Point Road,
y ésta, a su vez, llevaba hasta Oak Hill y Portland en dirección norte y hasta
Black Point en dirección sur. Hacía apenas dos horas habían aplicado una capa
de pintura reflectante a las ventanas del cobertizo a fin de impedir que
alguien viese a los agentes desde fuera. Y cuando Chester Nash intentó
escudriñar el interior por la ventana y tanteó los cerrojos de las puertas
antes de apresurarse a regresar al Dodge, se produjeron unos instantes de
tensión.
Por
desgracia, el cobertizo no tenía calefacción, o si la tenía, no funcionaba, y
el FBI no había considerado oportuno proporcionar un calefactor a los dos
agentes. En consecuencia, Nutley y Briscoe no habían pasado tanto frío en su
vida. Al tocarlos, los tablones desnudos del cobertizo estaban gélidos.
—¿Cuánto
tiempo llevamos aquí? —preguntó Nutley.
—Dos
horas —contestó Briscoe.
—¿Tienes
frío?
—Pero
¿qué estupideces dices? Estoy cubierto de escarcha. Claro que estoy muerto de
frío, joder.
—¿Por
qué no te has traído una gorra? —preguntó Nutley—. ¿Es que no sabes que la
mayor parte del calor corporal se pierde por lo alto de la cabeza? Tendrías que
haberte traído una gorra. Por eso estás helado. Tendrías que haberte traído una
gorra.
—¿Sabes
una cosa, Nutley? —dijo Briscoe.
—¿Qué?
—Te
odio.
A sus
espaldas, la grabadora activada por voz ronroneaba suavemente, registrando la
conversación de los dos agentes a través de los micrófonos prendidos a sus
cazadoras. Debía grabarse todo, ésa era la norma en aquella operación: todo. Y
si eso incluía el odio de Briscoe hacia Nutley por la gorra de alpaca, pues que
se grabase.
El guarda de seguridad, Oliver Judd, la oyó antes de
verla: arrastraba los pies con un sonido sordo por el suelo enmoquetado y
hablaba sola en susurros mientras andaba. A su pesar, Judd se levantó en su
habitáculo y se apartó del televisor y del calefactor que le lanzaba un chorro
de aire caliente a los dedos de los pies. Fuera reinaba una quietud que
auguraba más nieve. Al menos no soplaba el viento, y eso ya era algo. El tiempo
pronto empeoraría —como siempre en diciembre—, pero allí, tan al norte,
empeoraba antes que en cualquier otra parte. Vivir en la zona norte de Maine a
veces no tenía maldita la gracia.
Se dirigió
a ella rápidamente.
—¡Eh,
señora, señora! ¿Qué hace levantada de la cama? Va a pillar una pulmonía de
muerte.
La
anciana se sobresaltó al oír la última palabra y miró a Judd por primera vez.
Era flaca y menuda pero conservaba un porte erguido, cosa que le confería un
aspecto imponente entre las personas recluidas en la residencia de ancianos
Santa Marta. Judd dudaba que fuese tan mayor como algunos de los otros
residentes, de edad tan provecta que habían llegado a gorrear tabaco a personas
que murieron en la primera guerra mundial. Ella, en cambio, rondaba los sesenta
como mucho. Judd dedujo que, si no era vieja, probablemente estaba enferma, lo
cual significaba, hablando en plata, que estaba loca, chiflada como una
regadera. El cabello gris le caía por encima de los hombros casi hasta la
cintura. Tenía los ojos de un vivo color azul y miraba lejos, más allá de Judd.
Llevaba unas botas de color marrón con cordones, un camisón, una bufanda roja y
un abrigo largo azul que iba abotonándose al andar.
—Me voy
—contestó. Habló en voz baja pero con total determinación, como si no hubiese
nada de extraño en que una mujer de sesenta años pretendiera marcharse de una
residencia para la tercera edad en el norte de Maine sin más ropa que un
camisón y un abrigo barato una noche en que los partes meteorológicos
pronosticaban más nieve, que se sumaría a la capa helada de quince centímetros
ya acumulada. Judd no se explicaba cómo aquella mujer había conseguido pasar
inadvertida ante el puesto de enfermeras, y menos aún llegar casi hasta la
puerta principal de la residencia. Algunos de aquellos viejos eran listos como
zorros, pensó Judd. En cuanto se les daba un momento la espalda desaparecían,
camino de las montañas o de su antigua casa o para casarse con un amante que había
muerto hacía treinta años.
—Ya sabe
que no puede marcharse —dijo Judd—. Vamos, vuélvase a la cama. Voy a llamar a
una enfermera, así que quédese ahí y enseguida vendrá alguien a ocuparse de
usted.
Ella
dejó de abrocharse el abrigo y miró de nuevo a Oliver Judd. En ese momento Judd
percibió por primera vez que la mujer estaba aterrada: tenía un miedo auténtico
y cerval por su vida. Judd lo supo aunque no habría podido decir por qué,
excepto, quizá, que algún primitivo sexto sentido se había activado en él al
acercarse la mujer. En sus ojos desorbitados se advertía una mirada suplicante
y las manos le temblaban ahora que ya no las tenía ocupadas con los botones.
Estaba tan asustada que el propio Judd empezó a experimentar cierto
nerviosismo. De pronto la anciana habló.
—Viene
—dijo.
—¿Quién
viene? —preguntó Judd.
—Caleb.
Caleb Kyle.
La mujer
tenía una mirada casi hipnótica, la voz trémula a causa del terror. Judd negó
con la cabeza y la agarró del brazo.
—Vamos
—dijo, y la llevó hacia una silla de vinilo junto a su habitáculo—. Siéntese
aquí mientras aviso a la enfermera.
¿Quién
demonios era Caleb Kyle? El nombre le sonaba, pero no acababa de identificarlo.
Estaba
marcando el número del puesto de enfermeras cuando oyó un ruido a sus espaldas.
Al volverse, vio a la anciana casi encima de él con los ojos entornados en un
gesto de concentración, los labios apretados. Tenía las manos en alto; Judd
alzó la vista para ver qué sostenía y, justo cuando echaba el rostro hacia
atrás, vio el pesado jarrón de cristal caer sobre él.
De
pronto se hizo la oscuridad.
—No veo una mierda —dijo Chester Nash el Alegre. Las
ventanas del coche se habían empañado y eso le producía una incómoda sensación
de claustrofobia que la descomunal mole de Paulie Block no contribuía a aliviar
precisamente, como él mismo se había encargado de comentarle a su compañero de
manera inequívoca.
Paulie
limpió la ventanilla lateral con la manga. A lo lejos, los haces de unos faros
barrieron el cielo.
—Calla
—dijo—. Ya vienen.
Nutley y Briscoe también habían visto los faros
minutos después de que la radio les informara de que un coche circulaba por Old
County Road en dirección a Ferry Beach.
—¿Crees
que son ellos? —preguntó Nutley.
—Es
posible —contestó Briscoe, y se sacudió de la cazadora la escarcha que la
cubría en el momento en que el Ford Taurus salía de Ferry Road y se detenía
junto al Dodge.
Por los
auriculares, los agentes oyeron a Paulie Block preguntar a Chester el Alegre si
estaba listo para armar bulla. En respuesta sólo oyeron un chasquido. Briscoe
no tuvo la total certeza, pero pensó que se trataba del seguro de un arma al
retirarlo.
En la residencia de ancianos Santa Marta una
enfermera aplicó una compresa fría a Oliver Judd en la nuca. Ressler, el
sargento llegado de Dark Hollow, estaba de pie junto a un policía de la
reserva, y éste aún se reía quedamente. En los labios de Ressler se advertía un
leve rastro de sonrisa. En otro rincón se hallaba Dave Martel, el jefe de
policía de Greenville, localidad a ocho kilómetros al sur de Dark Hollow, y al
lado de éste uno de los guardabosques del Departamento de Fauna y Pesca del
pueblo.
En
rigor, Santa Marta pertenecía a la jurisdicción de Dark Hollow, el último
pueblo antes de los grandes bosques industriales que se extendían hasta Canadá.
Pero aún así, Martel había recibido aviso del asunto de la anciana y se había
acercado para ofrecer ayuda en la operación de búsqueda. No sentía la menor
simpatía por Ressler, pero la simpatía no tenía nada que ver con cualquier
medida que hubiese que tomar.
Martel,
un hombre sagaz, reservado, y el tercer jefe de policía desde la fundación del
pequeño departamento de policía del pueblo, no le veía la menor gracia a lo
ocurrido. Si no encontraban pronto a aquella mujer, moriría. No se requerían
temperaturas muy bajas para acabar con la vida de una anciana, y esa noche el
clima era extremo.
Oliver
Judd, que siempre había deseado ser policía pero era demasiado bajo, demasiado
obeso y demasiado estúpido para ser admitido, sabía que los agentes de Dark
Hollow se reían de él. Supuso que estaban en su derecho. Al fin y al cabo, ¿a
qué clase de guarda de seguridad deja fuera de combate una anciana? Para colmo,
una anciana que en esos momentos llevaba encima la Smith & Wesson 625 nueva
de Oliver Judd.
El
equipo de búsqueda se preparó para salir con el doctor Martin Ryley, el
director de la residencia, al frente. Ryley llevaba una parka con capucha bien
cerrada, guantes y botas de agua. En una mano cargaba un botiquín de urgencias,
en la otra una linterna enorme. A los pies tenía una mochila con ropa de
abrigo, mantas y termos de caldo.
—No nos
la hemos cruzado de camino, así que va a campo traviesa —oyó decir Judd a
alguien. Parecía la voz de Will Patterson, el guardabosque, cuya esposa era
propietaria de un supermercado en Guilford y tenía el culo jugoso como un
melocotón.
—Todo es
terreno difícil —comentó Ryley—. Al sur está Beaver Cove, pero el jefe Martel
no la ha visto por allí al pasar. Al oeste está el lago. Da la impresión de que
anda sin rumbo por el bosque.
Se oyó
el zumbido de la radio de Patterson, y éste se puso de espaldas para hablar,
pero volvió a darse la vuelta enseguida.
—La ha
localizado un avión. Está a unos tres kilómetros al nordeste de aquí,
adentrándose cada vez más en el bosque.
Los dos
policías de Dark Hollow —uno de ellos con la mochila llena de ropa y mantas al
hombro— y el guadabosque, acompañados por Ryley y una enfermera, se pusieron en
marcha. El jefe Martel miró a Judd y se encogió de hombros. Ressler no quería
su ayuda, y Martel no tenía intención de meter las narices donde no lo querían,
pero albergaba un mal presentimiento con respecto a lo que estaba ocurriendo,
un pésimo presentimiento. Mientras observaba al grupo de cinco personas
adentrarse entre los árboles, empezaron a caer los primeros copos de nieve.
—Ho Chi Minh —dijo Chester el Alegre—. Pol Pot.
Lichi.
Los
cuatro camboyanos lo miraron con frialdad. Llevaban abrigos azules de lana
idénticos, traje azul con corbata oscuras y guantes de piel negros. Tres eran
jóvenes, de unos veinticinco o veintiséis años, calculó Paulie. El cuarto era
mayor, con mechones grises en el pelo lustroso y peinado hacia atrás. Usaba
gafas y fumaba un cigarrillo sin filtro. En la mano izquierda sostenía un
maletín negro de piel.
—Tet.
Presidente Mao. Nagasaki —prosiguió Chester el Alegre.
—¿Quieres
callarte? —dijo Paulie Block.
—Sólo
pretendo que se sientan como en casa.
El de
mayor edad dio una última calada al cigarrillo y lo lanzó hacia la playa.
—Cuando
su amigo acabe de ponerse en ridículo, ¿podríamos comenzar? —preguntó.
—Ya lo
ves —dijo Paulie Block a Chester el Alegre—. Así empiezan las guerras.
—Ese Chester es un verdadero gilipollas —dijo
Nutley.
La
conversación entre los seis hombres les llegaba con absoluta nitidez en el aire
frío de la noche. Briscoe movió la cabeza para asentir. Junto a él, Nutley
ajustó el zoom de la cámara para enfocar el maletín que sostenía el camboyano,
tomó una instantánea y después alejó un poco la imagen para abarcar a Paulie
Block, el camboyano y el maletín. Tenían instrucciones de observar, escuchar y
grabar. Sin intromisiones. Las intromisiones llegarían más tarde, tan pronto
como todo aquello —fuera lo que fuese «aquello», ya que lo único que conocían
por el momento era el lugar de encuentro— pudiese relacionarse con Tony Celli
en Boston. Un coche con otros dos agentes aguardaba en Oak Hill para ocuparse
del Dodge, y un segundo coche seguiría a los camboyanos.
Briscoe
tomó un telescopio Night Hawk y lo dirigió hacia Chester Nash el Alegre.
—¿Ves
algo fuera de lo normal en el abrigo de Chester? —preguntó.
Nutley
desplazó ligeramente la cámara a la izquierda.
—No
—respondió—. Espera. Parece una prenda muy vieja, de unos cincuenta años por lo
menos. El tipo no tiene las manos en los bolsillos. Las lleva metidas en unas
aberturas bajo el pecho. Una extraña manera de protegerse del frío, ¿no crees?
—Sí
—dijo Briscoe—. Muy extraña.
—¿Dónde está la chica? —preguntó el camboyano de
mayor edad a Paulie Block.
Paulie
señaló el maletero del coche. El camboyano asintió y entregó el maletín a uno
de sus acompañantes. Éste lo abrió y lo sostuvo de cara a Paulie y Chester para
que vieran el contenido.
Chester
dejó escapar un silbido y exclamó:
—Joder.
—Joder —dijo Nutley—. En ese maletín hay mucho
dinero.
Briscoe
enfocó los billetes con el telescopio.
—Caramba,
puede que sean unos tres millones.
—Suficiente
para sacar a Tony Celli del lío en el que ande metido —comentó Nutley.
—Y de
unos cuantos más.
—Pero
¿quién hay en el maletero? —preguntó Nutley.
—Bueno,
muchacho, eso es lo que hemos venido a averiguar.
El grupo de cinco personas, exhalando vaharadas
blancas, avanzaba con cuidado por el accidentado terreno. Alrededor, las copas
de los árboles de hoja perenne arañaban el cielo y acogían con las ramas
abiertas los copos de nieve. Allí el terreno era rocoso y, a causa de la nieve
reciente, estaba resbaladizo y peligroso. Ryley ya había tropezado una vez, se
había hecho un rasguño en la espinilla y le dolía. En el cielo, oían el motor
del Cessna, uno de los aviones de Currier venido del lago Moosehead, y veían
que iluminaba algo con su foco frente a ellos.
—Si la
nevada arrecia, el avión tendrá que volverse —comentó Patterson.
—Ya casi
estamos —dijo Ryley—. En diez minutos llegaremos hasta ella.
Ante
ellos se oyó un disparo en la oscuridad, y luego otro más. El haz de luz del
avión se escoró y empezó a elevarse. La radio de Patterson prorrumpió en una
andanada de maldiciones.
—¡Joder!
—exclamó Patterson con expresión de incredulidad—. Les está disparando.
El camboyano siguió a Paulie Block cuando éste se
dirigió a la parte trasera del coche. Detrás de ellos, los hombres más jóvenes
se abrieron los abrigos y dejaron a la vista unas Uzis que llevaban colgadas de
correas al hombro. Todos mantenían la mano en la empuñadura, con el dedo cerca
de la guarda del gatillo.
—Ábralo
—ordenó el de mayor edad.
—Usted
manda —contestó Paulie a la vez que introducía la llave en la cerradura y se
disponía a levantar la tapa—. Paulie está aquí para abrir el maletero.
Si el
camboyano hubiese escuchado con más atención, se habría dado cuenta de que
Paulie Block pronunciaba esas palabras en voz muy alta y clara.
—Son aberturas para armas —dijo Briscoe de pronto—.
Aberturas para armas, joder, son eso.
—Aberturas
para armas —repitió Nutley—. Dios santo.
Paulie Block abrió el maletero y retrocedió. Una
bocanada de calor recibió al camboyano cuando se acercó. En el maletero había
una manta y, debajo, una silueta humana claramente reconocible. El camboyano se
inclinó y retiró la manta.
Debajo
había un hombre: un hombre con una escopeta de cañones recortados.
—¿Qué es
esto? —preguntó el camboyano.
—Esto es
adiós —respondió Paulie Block al tiempo que los cañones detonaban y el
camboyano se sacudía por el impacto de las balas.
—¡Joder! —exclamó Briscoe—. ¡Vamos! ¡Vamos!
Desenfundó
su pistola SIG y se precipitó hacia la puerta. Mientras descorría el cerrojo y
se adentraba en la noche directo a los dos coches pulsó un interruptor de su
auricular para solicitar refuerzos a Scarborough.
—¿Y
la orden de no intromisión? —preguntó Nutley, siguiendo a su compañero.
Aquello no era lo previsto. Aquél no era el
desenlace previsto ni mucho menos.
Chester el Alegre se abrió el abrigo y dejó al
descubierto los cañones cortos e idénticos de un par de metralletas Walther
MPK. Dos de los camboyanos levantaban ya sus Uzis cuando apretó los gatillos.
—Sayonara
—dijo Chester, y una amplia sonrisa se dibujó en sus labios.
Las
parabellum de 9 mm acribillaron a los tres hombres, y, al hacerlo, perforaron
la piel del maletín, la cara lana de sus abrigos, la inmaculada blancura de sus
camisas y el fino caparazón de su piel. Hicieron añicos los cristales,
atravesaron el metal del coche, agujerearon el vinilo de los asientos. En menos
de cuatro segundos Chester vació las sesenta y cuatro balas en los tres hombres,
que quedaron hechos un guiñapo y desmadejados; la sangre caliente que manaba de
sus cuerpos se mezcló con la delgada capa de escarcha del suelo. El maletín
había caído cara abajo y algunos de los compactos fajos se habían desparramado.
Chester
y Paulie vieron lo que habían hecho y les pareció bien.
—Bueno,
¿y a qué esperas? —dijo Paulie—. Recojamos el dinero y larguémonos de aquí.
Detrás
de él, el hombre de la escopeta, llamado Jimmy Fribb, salió del estrecho
maletero y, mientras estiraba las piernas, le crujieron las articulaciones.
Chester insertó un nuevo cargador en una de las MPK y echó la otra en el
maletero del Dodge. Cuando se agachaba para recoger el dinero, oyó las dos
voces casi al unísono.
—Agentes
federales —dijo la primera—. Manos arriba.
La otra
voz sonó menos lacónica y menos cortés, pero a Paulie Block, curiosamente,
seguro que le resultó familiar.
—Apartaos
del puto dinero —ordenó— si no queréis que os vuele las putas cabezas.
En un claro, la anciana miraba el cielo. La nieve le
caía sobre el cabello, los hombros y los brazos extendidos, con el arma en la
mano derecha y la izquierda abierta y vacía. Al intentar sobreponerse al
excesivo esfuerzo para su envejecido cuerpo, boqueaba y respiraba
entrecortadamente. Pareció no advertir la presencia de Ryley y los otros hasta
que se hallaron a unos diez metros de ella. La enfermera se quedó atrás. Ryley,
pese a las objeciones de Patterson, tomó la delantera.
—Señorita
Emily —dijo con delicadeza—. Señorita Emily, soy yo, el doctor Ryley. Hemos venido
para llevarla a casa.
La
anciana lo miró, y Ryley sospechó, por primera vez desde que salieron en su
busca, que la anciana no estaba loca. Lo observaba con expresión serena y casi
sonrió cuando él se aproximó.
—No
pienso volver —repitió ella.
—Señorita
Emily, hace frío. Se morirá aquí a la intemperie si no viene con nosotros. Le
hemos traído unas mantas y ropa de abrigo, y tengo un termo con caldo de pollo.
Cuando haya entrado en calor y se encuentre a gusto, la llevaremos a casa sana
y salva.
Esta vez,
la anciana sonrió abiertamente. Fue una sonrisa amplia, sin humor, sin
confianza.
—Ustedes
no pueden salvarme —dijo en voz baja—. No pueden salvarme de él.
Ryley
frunció el entrecejo. Recordó de pronto algo referente a aquella mujer, un
incidente con una visita y un informe que había escrito la noche anterior una
de las enfermeras después de que la señorita Emily afirmara que alguien había
intentado encaramarse a su ventana. No le dieron crédito, naturalmente, pero, a
consecuencia de ello, Judd se había ceñido el arma durante la guardia. Aquellos
ancianos eran personas temerosas. Tenían miedo a la enfermedad, a los
desconocidos, a los amigos y, en ocasiones, a los familiares; miedo al frío, al
riesgo de caerse; miedo a perder sus escasas pertenencias, sus fotografías, sus
recuerdos cada vez más desdibujados.
Miedo a
la muerte.
—Por
favor, señorita Emily, deje la pistola y venga con nosotros. Podemos protegerla
de cualquier peligro. Nadie va a hacerle daño.
La
anciana movió la cabeza en un lento gesto de negación. El avión los sobrevolaba
en círculo, y la extraña luz blanca que proyectaba sobre la mujer convertía su
largo cabello gris en un fuego de plata.
—No
pienso volver. Me enfrentaré a él aquí. Éste es su hogar, estos bosques. Tarde
o temprano vendrá.
De
pronto se le demudó el rostro. Detrás de Ryley, Patterson pensó que nunca había
visto una expresión tan aterrada. Se le contrajeron las comisuras de los
labios; se le estremecieron la barbilla y la boca primero y después el resto
del cuerpo, con un temblor anómalo y violento que parecía un estado de éxtasis.
Con el rostro bañado en lágrimas, habló de nuevo.
—Perdón.
Perdón, perdón, perdón, perdón…
—Por
favor, señorita Emily —dijo Ryley mientras se acercaba a ella—. Deje la
pistola. Tenemos que llevarla de regreso.
—No
pienso volver —repitió la anciana.
—Por
favor, señorita Emily, no nos queda más remedio.
—Si es
así, tendrán que matarme —se limitó a decir ella a la vez que apuntaba a Ryley
con la Smith & Wesson y apretaba el gatillo.
Chester y Paulie miraron primero a la izquierda y
luego a la derecha. A su izquierda, en el aparcamiento, vieron a un hombre alto
con chaqueta negra que sostenía unos auriculares en una mano y una SIG en la
otra. Detrás de él había otro hombre, más joven, con una gorra gris de alpaca
provista de orejeras, armado también con una SIG, que empuñaba con las dos
manos extendidas al frente.
A su
derecha, junto a una pequeña garita de madera utilizada por el encargado del
aparcamiento durante el verano, había una figura vestida toda de negro, desde
las punteras de las botas hasta el pasamontañas que le cubría la cabeza.
Llevaba una escopeta Ruger de repetición en las manos y respiraba
entrecortadamente por la abertura del pasamontañas.
—Cúbrelo
—ordenó Briscoe a Nutley.
Nutley
dejó de apuntar a Paulie Block para encañonar a la figura de negro situada en
el linde del bosque.
—Suéltala,
gilipollas —dijo Nutley.
La Ruger
tembló ligeramente.
—He
dicho que la sueltes —repitió Nutley a voz en grito.