Todo el camino que hicimos
para llegar hasta allí
La cuna de
mi hermano y otras cosas de bebé nos llevaron de Mineola a Birthrock. Los
collares y otras cosas de mi madre para ponerse guapa nos llevaron de Birthrock
a Stringtown. Allí una niña se quedó con los muñecos de mi hermana y con todas
las demás cosas de su familia de juguete. A mi hermana le dijeron que nunca más
le iban a servir para nada su casa de muñecas ni los muñecos que vivían dentro
porque nosotros tampoco vivíamos ya en nuestra casa. Entonces la casa de
muñecas de mi hermana y todo lo que había dentro nos llevaron de Stringtown a
Albion. Allí aquel otro señor se quedó con el reloj de bolsillo y la navaja y
también con otras cosas que mi padre casi siempre llevaba encima cuando íbamos
a algún sitio.
Esas
cosas de los bolsillos de mi padre nos llevaron de Albion a Hot Springs y así
salimos de Oklahoma y entramos en Arkansas. Allí fue donde aquel otro niño se
quedó mi bate y mi guante de béisbol, y también otras cosas que me dijeron que
ya eran demasiado pequeñas para mí. Aquel niño se quedó con toda mi ropa menos
el traje usado que me hicieron poner y que me iba tan grande que todavía me
faltaba mucho para que me viniera bien. Mi hermano podría haber heredado mi
juego de béisbol y también la ropa, pero daba igual porque ya no iba a crecer
para poder usar nada de eso.
Entonces
toda mi ropa nos llevó de Hot Springs a North Little Rock, donde paramos por
una noche. Allí fue donde aquellas personas se quedaron con nuestras almohadas,
mantas, sábanas y las otras cosas para dormir. De North Little Rock fuimos a
Campbell Station y seguimos camino. El bolso de mi madre con todo lo que había
dentro nos llevó de Campbell Station a Biggerton. Allí una niña se quedó con la
cadena y el medallón de mi hermana, que tenía una fotografía de ella dentro, de
cuando era bebé y estaba enferma. Pero mi hermana no se murió cuando estuvo
enferma ni tampoco cuando la otra niña se quedó con aquel medallón y la cadena,
que nos sacaron de Biggerton y Arkansas y nos llevaron hasta Glenallen, en
Missouri. Allí fue donde aquellos hombres se quedaron la cartera de mi padre y
todas las cosas que había dentro. Estaban nuestras fotos de familia y unas
tarjetas que tenían los nombres de otras personas y de otros sitios. No quedaba
dinero, pero daba igual porque nosotros ya no necesitábamos nada de dinero. La
cartera de mi padre y lo que había dentro nos llevaron de Glenallen a Anna, en
Illinois, y nos dejaron en medio de América, con todos aquellos kilómetros por
detrás y todos aquellos kilómetros de camino por delante.
En
Anna fue donde aquel niño se quedó con mis pistolas, mi cartuchera y todas las
balas que iban en mi pistola o en las trabillas de mi cartuchera y alrededor de
mi cintura. Mis pistolas y los otros juguetes nos llevaron de Anna a Giantsburg
y Old Shawneetown, y luego cruzamos el río Ohio, salimos de Illinois y entramos
en la joroba de Kentucky, donde está Henderson. Allí fue donde mi madre le
cambió su vestido de novia y su anillo de casada a otra señora que quería ponérselos
y casarse. Aquella señora también quería el velo del vestido de novia, pero a
mi madre no le quedaba nada más de su boda, aparte de mi padre. Las cosas de
boda de mi madre hicieron que aquellas dos personas se casaran y a nosotros nos
llevaron de Henderson a Hendricksville. Allí una niña se quedó toda la ropa de
mi hermana, menos el vestido que se puso para ir de Hendricksville a Bennetts
Switch, después de pasar por Six Points, Big Sheridan y Russellville.
Después
llegamos a un sitio donde nadie quería cambiarle nada a mi madre, menos su
ropa, que nos llevó de Bennetts Switch a Frederick Perrytown. Aquel hermano y
aquella hermana se quedaron el tocadiscos y los discos que mi hermana y yo
poníamos en el asiento de atrás. De las palabras y las canciones del tocadiscos
y de los discos salían personas, pero cambiarlos también nos sacó de Frederick
Perrytown, y de Indiana, y nos llevó hasta Edwardsburg, donde empezaba
Michigan.
Todas
esas cosas nos llevaron hasta donde aquel hombre se quedó con el marco de plata
y con la foto que había dentro de toda nuestra familia, la foto que tenía a
todos los viejos que ya estaban muertos y a algunos de nosotros que todavía no
habíamos muerto. Nuestra familia iba a necesitar a los que quedábamos en ella
para llegar allí. Aquel marco de plata con la foto de todas aquellas personas
muertas y también de nosotros nos dio los kilómetros que nos sacaron de
Edwardsburg y nos llevaron por Schoolcraft y Battle Creek hasta Sunfield. Allí
fue donde aquel otro padre y su familia se quedaron con nuestras maletas y con
todo lo demás donde habíamos guardado lo que teníamos. Daba igual porque
aquellas maletas, las cajas y los cajones estaban casi vacíos y aquel otro
padre y su familia nos dejaron quedarnos con las cosas que aún había dentro: la
ropa interior y los zapatos, las partes de la muñeca, nuestra ropa sucia, y
otras cosas nuestras que nadie más quería, menos nosotros. Mi hermano era la
única cosa vacía que seguíamos llevando con nosotros.
Pero
también estaban aquellas otras cosas que ya no eran nuestras. Y estaba aquella
otra familia de viaje a otro sitio. Y todas nuestras cosas con aquellas otras
personas y aquellas otras familias por toda América. Pero las cosas que
habíamos dejado nos llevaron de Sunfield a Far Town después de entrar y salir
de Lyons y Hubbardston. Allí esas otras personas se quedaron con todo lo que
teníamos en la guantera: los mapas y otros papeles del coche, la linterna, un
par de gafas de sol, algunas pilas, un juego de costura, un botiquín de primeros
auxilios, unos guantes y otras cosas pequeñas que cabían allí. Lo que había en
la guantera nos sacó de Far Town y nos llevó a Morrison. En el camino
aparecieron unos hombres que se quedaron la rueda de repuesto y los tapacubos,
el gato, la llave inglesa y otras herramientas que estaban en el maletero.
También se llevaron nuestro asiento de atrás para ponerlo en la parte de atrás
de su camioneta y nuestro retrovisor para poder ver si alguien se sentaba en
él. Lo que quedaba de nuestro coche nos llevó por Marceytown y Roscommon, por
Toms Mile, Bradford y algunos otros sitios que tenían esos nombres por gente
que debía de haber hecho algo. O tal vez eran nombres de personas que llegaron
hasta allí y se pararon porque sí para que el pueblo y todos los demás siguieran
creciendo fuera de todos aquellos kilómetros. Nos paramos en Gaylord y fuimos
por sus calles hasta la casa de dos plantas de la que iba a salir Bompa para
hacernos pasar.
Hasta
ahí fue donde nos llevaron nuestras cosas. Estaban todos aquellos pueblos en
los que habíamos parado y aquellos otros en los que no hasta que llegamos a
Gaylord. Cambiamos nuestras cosas para llegar al siguiente pueblo en Hot
Springs y en Anna, en Henderson y en Frederick Perrytown, en sitios que nunca
se hicieron lo bastante grandes para tener un nombre y en otros pueblos del
camino que ya tenían nombres. Cambiamos nuestras cosas por kilómetros. Las
cambiamos por las vidas de otras personas, cambiamos lo que podría habernos
pasado a nosotros por lo que nos pasó.
Cuando dejamos de vivir en
Mineola
La fiebre
de mi hermano no le dejaba, ni tampoco a nosotros ni a nuestra casa. Mi madre
le sacaba el calor por la boca, pero su fiebre no bajaba. Le frotaba la frente
y los labios con cubitos de hielo que se fundían entre sus dedos y se le
secaban en las manos y también en la cara de mi hermano, que lloraba. Él se
llevaba las manitas a la cara y sacudía la cabeza adelante y atrás y se
apartaba de nosotros. No quería mirarnos ni a nosotros ni a nuestra familia.
Nos
dijeron que no podíamos volver a entrar nunca más en la habitación de mi
hermano porque si no él nunca se pondría mejor. Su habitación entera estaba
enferma. Se le hinchó el cuerpo y el cuerpo hinchado hacía que su cuna se
meciera hacia delante y atrás y que chirriara. Mi madre y mi padre y mi hermana
y yo estábamos en la puerta de su habitación de enfermo desde donde podíamos
mirarle. Mi hermana nos dijo que teníamos que parar la cuna para que dejara de
mecerse adelante y atrás porque mi hermano podría volcarse y caerse y romperse.
Mi hermana entró en la habitación enferma de mi hermano y lo sacó de allí. Lo
llevó por todas las demás habitaciones de la casa que no estaban enfermas ni
muriéndose ni eran pequeñas, pero aun así tuvimos que ir al hospital.
Mi
hermano iba a morirse. Lo llevamos en coche por una calle que no era lo
bastante grande para estar asfaltada, pero cerca vimos a unos hombres que
clavaban clavos en las casas para que pudieran venir otros hombres y vivir en
ellas. Pasamos por delante de la escuela adonde tendría que haber ido mi
hermana conmigo el año que viene, pero a la que nunca fue. Pasamos por delante
de tiendas y gasolineras y bares para comer, pero en ninguno de esos sitios
había nada para que mi hermano siguiera vivo.
Llevamos
a mi hermano al hospital donde decían que estaban el médico y la enfermera que
iban a salvarlo. Mi madre les dijo al médico y a la enfermera que no le
habíamos dado nada de comer pero que ni así le bajaba la fiebre. La enfermera
puso el papel en la mesa y el médico puso a mi hermano encima de la mesa de
metal que tapaba el papel. El médico miró dentro de las orejas y de la boca de
mi hermano y al fondo de su garganta. Le levantó los párpados con el dedo
gordo, pero volvieron a cerrarse cuando los soltó. Mi hermano apretó los ojos
con fuerza hasta que le salieron arrugas y lloró. Sacudió la cabeza adelante y
atrás, así que el médico no pudo meterle nada más en la boca y se guardó las
manos en los bolsillos y arrugó la frente.
Mi
hermano dejó de respirar, pero su cuerpo todavía estaba caliente cuando lo
tocamos. Mi hermana retiró la mano muy rápido y me dijo que quemaba. La
enfermera respiró dentro de la boca de mi hermano y le apretó el pecho con dos
dedos. Él tosió y escupió y lloró. Mi madre y mi padre también lloraron. Mi hermano
estiró sus manitas y bracitos hacia nosotros y mi madre lo sujetó entre sus
brazos dentro de nuestra familia.
Nos
llevamos a mi hermano del hospital con vida, pero no nos habíamos alejado mucho
cuando dejó de respirar otra vez y lo llevamos de vuelta a casa. Mi madre entró
con mi hermano en nuestra casa, aunque él ya no iba a vivir allí ni con
nosotros nunca más. Pero nosotros teníamos que seguir viviendo aunque mi
hermano no lo hiciera.
Nos
quedamos dentro de nuestra familia y de nuestra casa y nos preparamos para
recibir a todos los que iban a venir a casa a ver a mi hermano y a ver cómo
había muerto. Mi padre miraba por las ventanas y luego bajaba los ojos y se
miraba las manos. Mi madre se sentaba en las sillas, se tocaba el pelo y se
secaba los ojos. Mi hermana jugaba con un muñeco que, decía, le iba a devolver
la vida a mi hermano, pero no se la devolvió.
Todo
el tiempo que estuvimos dentro de nuestra casa había personas que venían y se
acercaban a nuestras ventanas y nos miraban. Traían comida en cuencos y comida
en platos. Llamaban a las ventanas y a las puertas y se quedaban allí
esperando. Nos llamaban por nuestros nombres, pero nosotros no les respondíamos
nada. Todavía no podíamos dejar entrar a nadie.
Dejaban
comida en el alféizar y mi madre abría la ventana lo justo para meter la comida
dentro de nuestra casa y de nosotros. Dejaban más comida delante de las puertas
o en el porche y esperábamos a que se marcharan antes de llevarla dentro y
comerla. Siempre volvían la mirada hacia la casa antes de subirse a sus coches
e irse lejos de nuestra casa y lejos de nuestra familia y de nosotros. Querían
ver cómo éramos y cómo vivíamos después de que mi hermano muriera.
Vivíamos
dentro de nuestra casa y dentro de nosotros. No nos hablábamos, aunque mi madre
sí hablaba sola. Preparamos a nuestro hermano y todo lo demás en nuestra
familia y en nuestra casa para que todos vinieran y entraran y lo vieran.
Aquellas personas vinieron en coche desde Sweetwater y Chico y Riverland y
aparcaron los coches por toda la calle delante de nuestra casa y en nuestro
patio delantero. Vinieron desde Killeen y Overton y entraron en nuestra casa
para ver a mi hermano y vernos también a nosotros. Vinieron desde Tyler y Sugar
Land y Old Dime Box y todo el mundo quería hablar de mi hermano y de cómo lo
habíamos colocado en el ataúd.
Una
señora que venía desde Amarillo habló de los muertos que compartíamos en
nuestra familia: mi hermano y su hermana. Un hombre de Hull Lake me dijo que
morimos en familias para que alguien nos recuerde y pueda contárselo a otros.
Aquel hombre de Brownland nos dijo a mi hermana y a mí que ninguno de nosotros
éramos el que había muerto y que por eso no deberíamos llorar más. Una señora
de Kossetown nos dijo que no podemos escaparnos de nuestra familia ni de
morirnos, pero que mi madre y mi padre tendrían otro hermano para nosotros.
Pero
luego nadie siguió hablando con nosotros ni miró más a mi hermano, y todos
dejaron a mi hermano y también nos dejaron a nosotros y a nuestra familia y
nuestra casa. Mi padre nos dijo que mi hermano se había ido y que eso era más
que suficiente para que nosotros nos recogiéramos y recogiéramos nuestras cosas
y nos marcháramos de allí. No podíamos quedarnos en nuestra casa ni en Mineola.
Mi hermano había muerto y nosotros tampoco podíamos seguir viviendo allí.
Mi familia de muñecos, mi
familia de personas, el sol fuera, los adentros de mi hermanito, los mayores, y
cómo podían haberme hecho otro hermanito
Mi familia
de muñecos juega mejor a familias que la de personas. Mi muñeco papá se perdió
en algún sitio pero mamá me dijo que no pasaba nada si me hacía otro muñeco
papá con ropas de cordeles y botones y lo juntaba todo con palos de polo.
Una
vez el muñeco de mi hermanito se quedó al sol un día entero y la fiebre amarilla
pintó a mi hermanito de verdad del color del sol. Tuvimos que llevar a mi
hermanito a ver a unos señores mayores a un sitio donde le metieron cosas en la
boca y le tocaron la frente en donde más brillaba el color amarillo. Había una
señora que tocaba y tocaba con todos aquellos dedos de más. Otro señor tenía
las manos cruzadas encima del pecho y echaba gotas de agua que salpicaban por
toda la habitación, pero eso no hizo que lloviera fuera.
Una
cosa que no se les ocurrió hacer para que mi hermanito no estuviera tan
caliente como el sol fue ponerle cubitos de hielo dentro de los pañales. Otra
manera era decir bebé, y echarle aire dentro y fuera de su boca. Otra cosa que
se podía hacer era pintar su piel otra vez de color de piel con mis lápices de
colores. Otra era tender su ropa de bebé en lo alto de los brazos de los
árboles pero a la sombra.
El
color del sol se puso demasiado brillante y se metió demasiado por debajo de la
piel de mi hermanito, hasta que le quemó los adentros cuando estaba en su cuna.
Mi hermanito vivía conmigo y mi familia de muñecos después de quemarse por
dentro y vinieron otros señores mayores a ver cómo estaba. Los mayores traían
comida, pero no le dimos nada a mi hermanito. Los demás nos la comimos toda
aunque estábamos vivos. Un señor trajo brazos de árboles cargados de manzanas
rojas y manzanas verdes y los trajo para que a nadie más se le pegara la fiebre
amarilla de mi hermanito.
Otro
señor apretó un botón que hizo brillar una luz que te quemaba los ojos pero no
tan fuerte como para quemarnos por dentro. El destello de la luz hizo dibujos
de verdad de mi hermanito en el regazo de mamá, y ésa era otra manera para
hacer que los bebés se pusieran a vivir. Aquel señor sopló encima de los
dibujos de verdad de mi hermanito hasta que se quedó sin aliento pero al soplar
dejó a mi hermanito muy pequeño y plano.
Mi
hermano pequeño era aún más pequeño cuando murió. Pero vinieron más señores
mayores a nuestra casa y había uno que sabía más cosas que yo para hacer que mi
hermanito siguiera viviendo. Aquel señor vestía una bata de color quemado hasta
las rodillas que todavía estaba caliente. Veías el calor que tenía en su cara
de color calor y en que soplaba las mejillas hacia fuera para sacarse el calor
de dentro. Mamá me dijo que aquel señor sólo trabajaba con los muertos pero que
no nos iba a quitar a mi hermanito. Nos íbamos a llevar a mi hermanito con
nosotros. Dijo que aquel señor nada más lo iba a preparar para el viaje.
Le
quitó los vestidos a mi hermanito aunque ya estaba frío. Pero daba igual porque
los vestidos no pueden estar vivos y aquel señor no le quitó nada más cuando lo
dejó sólo con la piel. Aquel señor sacó un cubo de agua de lluvia y unas nubes
para estrujar que se había bajado con él del cielo. El señor estrujó las nubes
de agua de lluvia encima de mi hermanito para que el chorro de agua lo ahogara
y le apagara el fuego que quemaba sus adentros. Secó a mi hermanito con una
toalla como la que lo había envuelto cuando lo trajeron a casa después de
nacer. Aquel señor desenvolvió la toalla que tapaba a mi hermanito e hizo
llover puñados de agua de lluvia por encima de la cabeza y por el cuello y
hasta en las puntas del pelo. Nosotros se lo peinamos y quedó muy bien. El
señor olió con la nariz por el cuello y el hombro y le sonó la nariz a mi
hermanito. Luego bajó los párpados de mi hermanito con el dedo gordo, igual que
papá bajaba la sábana de la ventana antes de acostarnos para dormir. Pero ¿cómo
iba a vernos mi hermanito si tenía los ojos cerrados?
Aquel
señor metió unas bolas de algodón y papel con letras dentro de la boca de mi
hermanito para que pudiera ver cómo hablar. Aquel señor sacó la aguja y el hilo
y me preguntó cómo sonreía mi hermanito. Metió el hilo en la aguja y la aguja y
el hilo dentro y fuera de los labios de mi hermanito, así que eso no podía
contarse. Sacó un cuchillo de luna de su bolsa de noche e hizo unos cortes
dentro de las rodillas, de las dos, y también dentro de los codos, de los dos.
Metió tubos dentro de mi hermanito pero no le dimos nada de comida por ellos.
La bomba de estrujar chupaba y tiraba. Escupía y empujaba la sangre. Los tubos
que metió dentro de mi hermanito eran venas al aire para que la sangre clara
sacara la sangre quemada y muerta fuera de mi hermanito.
Aquel
señor me dejó tocar a mi hermanito por donde debería haberse encendido otra vez
pero mi mano no subió ni bajó con su respiración. Pegamos y empujamos en las
costillas de mi hermanito, pero eso tampoco encendió los latidos de su corazón.
Sólo hizo que mi hermanito se pusiera todo transparente y de color de ángel,
así que dejamos de estrujar la bomba de estrujar y sacamos los tubos y tapamos
los agujeros.
Le
devolvimos el color de piel a la piel con pinceles de pintar de la gran bolsa
de noche de aquel señor. Le volvimos a pintar la cara, el cuello y las manos
pero no parecía muy de verdad ni vivo, ni siquiera quedaba bonito. Aquel señor
me dijo que lo vistiéramos muy guapo y por eso le pusimos vestidos, pero mi
hermanito siguió sin levantarse ni vivir.