Prefacio
El presidente no sabe qué responder
En la conferencia de prensa que George W. Bush celebró el
13 de abril de 2004 se produjo un momento revelador. David Kay, el hombre
designado por George Tenet, director de la CIA, para encontrar las armas de destrucción
masiva, había declarado que ni había encontrado, ni esperaba encontrar,
arsenales de armas de destrucción masiva. «Casi todos estábamos equivocados»,
reveló Kay ante la Comisión de Servicios Armados del Senado. Las contundentes
afirmaciones del presidente sobre las armas de posesión masiva que poseía Sadam
llevaron al Congreso a autorizar el empleo de la fuerza contra Iraq para
proteger la seguridad de Estados Unidos, y predispusieron a la mayoría de
estadounidenses a favor de la guerra. Ahora se demostraba que estas
afirmaciones eran falsas.
El levantamiento generalizado de suníes y shiíes contra
Estados Unidos evidenció la falsedad de otra preciada creencia de Bush y sus
partidarios: cuando se pusiera fin al dominio que Sadam ejercía sobre el país,
el pueblo iraquí recibiría a los estadounidenses como libertadores, lo cual
facilitaría la tarea de establecer la paz, la prosperidad y la democracia. Para
el ejército estadounidense desplegado en Iraq, la semana que precedió a la
conferencia de prensa había sido la peor desde mayo del año anterior, cuando el
presidente se dejó fotografiar en la cubierta del portaaviones USS Abraham Lincoln delante de una
pancarta que proclamaba «misión cumplida». Desde entonces, el número de
soldados estadounidenses muertos en Iraq había aumentado de 138 a más de 700.
En medio de estas calamidades, Richard Clarke, ex
coordinador nacional para el contraterrorismo en el Consejo de Seguridad
Nacional, tanto con Bush como en anteriores administraciones, dijo lo siguiente
ante la Comisión Nacional sobre Ataques Terroristas a Estados Unidos: «Vuestro
gobierno os ha fallado, aquellos a los que se había encomendado vuestra
protección os han fallado, y yo os he fallado». A continuación pidió perdón a
los familiares de las víctimas del 11-S. Clarke testificó que la Casa Blanca no
había tenido en cuenta su petición de actuar urgentemente contra la amenaza
terrorista que suponía la organización de Ben Laden. Presionada por la
comisión, la Casa Blanca hizo público un informe que el presidente había
recibido el 6 de agosto de 2001, titulado «Ben Laden dispuesto a atacar EE UU»,
y en el que se advertía que Osama bin Laden podría estar intentado secuestrar
aviones. En una entrevista concedida al programa televisivo 60 Minutos, Clarke también sumó su voz
experta a la de aquellos que llevaban tiempo advirtiendo que la guerra contra
Iraq, lejos de formar parte de la guerra contra el terror, había «reforzado
enormemente» a Al Qaeda y a otras organizaciones afines.1
Con estos acontecimientos como telón de fondo, el
presidente Bush se enfrentó a un grupo de periodistas más agresivos que ninguno
de los que le habían entrevistado desde el 11 de septiembre de 2001. No
tardaron demasiado en preguntarle lo siguiente:
«Una de las mayores críticas
que se le han hecho es que, tanto si se trata de armas de destrucción masiva en
Iraq, de la planificación de posguerra en Iraq o incluso de la cuestión de si
esta administración hizo lo suficiente para prevenir los atentados del 11-S,
usted nunca admite haber cometido un error. ¿Le parece una crítica justa? ¿Y
cree usted que juzgó equivocadamente alguno de los asuntos que he mencionado?»
El presidente respondió a la insinuación de que la
administración no había hecho lo suficiente para prevenir los atentados
terroristas diciendo que ningún miembro del gobierno podía haber previsto «un
ataque de tal magnitud con aviones dirigidos contra edificios». En cuanto a
Iraq, Bush dijo: «Sigo creyendo que Sadam Husein era una amenaza». De nuevo
respondió a la pregunta sin admitir error alguno. Al menos un periodista se dio
cuenta de ello, y, cuando le llegó el turno, formuló una pregunta más directa:
«Después del 11-S, ¿cuál fue, en su opinión, su mayor error?»
Esta pregunta era muy similar a las anteriores, pero daba
por sentado que Bush había cometido al menos un error grave. Al parecer, esta
suposición dejó sin habla al presidente. «Ummm», dijo, «habría preferido que me
hubiera dado esta pregunta por escrito con antelación, para haber pensado una
respuesta». Hizo una pausa para pensar, y luego comentó, sin dar ningún ejemplo
concreto, que los historiadores podrían decir que debería haber hecho esto o
aquello de forma diferente. Hizo otra pausa, sacudió la cabeza varias veces,
frunció la boca como si le pareciera muy difícil encontrar una respuesta, y por
fin empezó a hablar: «Sabe, yo sólo...». Sin acabar la frase, empezó otra.
«Estoy seguro de que se me ocurrirá algo durante esta conferencia de prensa,
con toda esta presión por intentar dar una respuesta, pero todavía no se me ha
ocurrido». Bush sacudió la cabeza unas cuantas veces más. Finalmente, consiguió
decir unas cuantas frases para negar que pudiera haber tomado otra decisión
sobre el ataque a Afganistán, y se refirió a las supuestas armas de destrucción
masiva de Iraq como si la cuestión consistiera en conocer «su paradero exacto»,
más que en investigar por qué él y otros miembros de su administración habían
inducido al mundo, a sabiendas o no, a creer que Iraq tenía tales armas. Dos
veces, en un breve espacio de tiempo, el presidente tuvo la oportunidad de
admitir que había cometido un error. Le advirtieron que le criticaban por no
haberlo admitido nunca, pero siguió siendo incapaz de reconocer que había
cometido un solo error.2
La respuesta de Bush no era disparatada. En diciembre de
2003, cuando aún no se habían encontrado armas de destrucción masiva tras meses
de búsqueda en Iraq, y cuando la ocupación ya estaba demostrando ser más
difícil de lo esperado, el veterano periodista Bob Woodward le hizo una amplia
entrevista. Woodward citó al aliado más próximo de Bush, el primer ministro
británico Tony Blair, según el cual todo el que se hallara en su situación y
dijera no haber tenido dudas no era digno de crédito. Bush respondió: «Yo no he
tenido dudas». «¿De veras?», preguntó Woodward, «¿ninguna duda?» El presidente
respondió: «No».3
Tres semanas más tarde, cuando salieron a la luz
fotografías de policías militares estadounidenses que humillaban a presos
iraquíes desnudos, Bush siguió mostrándose incapaz de admitir que había
cometido un error. Dijo que estaba «horrorizado», y que sentía lo que había
sucedido, pero culpó de todo a «los pocos que nos han fallado». No admitió que,
como presidente y comandante en jefe de las fuerzas armadas, era responsable, en
última instancia, de lo sucedido. Tampoco pidió perdón a las víctimas, como
hizo el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. Una disculpa habría equivalido
a admitir que había obrado mal.
Los que tienen una relación más estrecha con el
presidente están de acuerdo en que, una vez ha adoptado una postura, no le
gusta reconsiderarla. Una de sus frases favoritas es «No estoy dispuesto a
negociar conmigo mismo». La empleó al principio de su presidencia, cuando un
periodista le preguntó por las discusiones con miembros del Congreso sobre los
recortes fiscales, y la pronunció como respuesta a la muy razonable sugerencia
del secretario del Tesoro Paul O'Neill de condicionar los recortes fiscales a
la existencia de un superávit presupuestario. Después de despedir a O'Neill,
Bush continuó repitiendo la misma cantinela con respecto a la rebaja fiscal:
«En cuanto negociación conmigo mismo, pierdo». La inflexibilidad del presidente
horrorizó a O'Neill, ex presidente de Alcoa, quien considera que la esencia del
liderazgo consiste en controlar las propias acciones y en modificar las
estrategias que no den el resultado esperado. «Quise decirle al presidente»,
recordó O'Neill, «que todos los análisis rigurosos conllevan una negociación
con uno mismo».4
Ni el propio Bush mencionaría la capacidad analítica como
su punto fuerte. Más bien, Bush parece pensar que su principal virtud radica en
su firme liderazgo, que proviene de una convicción inquebrantable en que tiene
razón. «Sé exactamente adónde quiero conducir a este país», dice en un anuncio
de su campaña electoral emitido en marzo de 2004. ¿Cómo mantiene Bush esta
convicción cuando existen pruebas aplastantes de que las cosas han ido tan mal?
Contándose a sí mismo historias fantásticas sobre lo que realmente ha sucedido. El ejemplo más sorprendente de esta
distorsión aparece en el capítulo 10 de este libro. En cierta ocasión solemne,
cuando se hallaba en el Despacho Oval junto al secretario general de la ONU,
Kofi Annan, Bush justificó la invasión de Iraq diciendo lo siguiente sobre
Sadam: «le dimos
una oportunidad para que permitiera entrar a los inspectores, pero no les
permitió entrar. Y, por consiguiente, después de haberle hecho una petición
razonable, decidimos apartarle del poder...».
Casi todos los medios de comunicación pasaron por alto
este extraño intento de reescribir la historia. Quizá suponían que el
presidente de Estados Unidos sufría delirios pasajeros, y pensaban que sería
caritativo esperar hasta que se le pasaran. Sin embargo, puede que este estado
delirante no haya sido tan temporal. En una entrevista que concedió en mayo de
2004 a la cadena televisiva Al Arabiya sobre los malos tratos infligidos a los
prisioneros iraquíes, Bush presentó al pueblo árabe una versión igualmente
descabellada de los orígenes del conflicto. A Sadam, afirmó Bush, «se le dio la
oportunidad de cumplir con las exigencias del mundo libre de forma pacífica,
pero eligió... eligió la guerra». Bush no dijo qué exigencias se había negado a
cumplir Sadam.5
Éste había dicho en repetidas ocasiones y, como sabemos ahora, de forma
sincera, que no tenía armas de destrucción masiva, pero Bush se negó a creerle.
Según Hans Blix, inspector jefe de armamento de Naciones Unidas, en las semanas
que precedieron a la guerra su equipo de inspectores estaba «trabajando al
completo, y el gobierno iraquí parecía dispuesto a permitirle un acceso rápido a cualquier lugar». El 17 de
marzo, mucho después de que Bush se hubiera comprometido a iniciar la guerra, y
sólo dos días antes de lanzar las primeras bombas, los inspectores presenciaron
la destrucción de otros dos misiles Al Samoud 2. Iraq tenía permitido poseer
misiles de corto alcance, pero, estrictamente hablando, éstos violaban los
límites de alcance, aunque era discutible hastá dónde podían volar con una carga
explosiva. Sin embargo, Iraq accedió a destruirlos todos, y con estos dos el
número de misiles destruidos ascendió a 72.6
La dificultad de Bush para admitir que está equivocado
nace de su convicción moral de que sabe discernir entre el bien y el mal. En
otras partes de este libro sugiero que esta convicción proviene de su fe
religiosa, cuyas implicaciones van más allá del ámbito de las creencias
religiosas privadas. Bush confirmó esta hipótesis durante la misma conferencia
de prensa en la que fue incapaz de mencionar un sólo error que pudiera haber
cometido. «También tengo la convicción, una convicción firme, de que la
libertad no es el don que este país le hace al mundo. La libertad es el don que
el Todopoderoso les hace a todos los hombres y las mujeres de la Tierra»,
afirmó Bush. A continuación se refirió a la misión de propagar la libertad por
todo el mundo como «lo que hemos sido llamados a hacer, en lo que a mí
respecta». Tres semanas después, mientras prounciaba un discurso en la Casa
Blanca durante el «Día Nacional de la Oración», el presidente retomó su idea
sobre la vocación de Estados Unidos, y afirmó que «estamos llamados a alinear
nuestros corazones y nuestras acciones con el plan divino, o con lo que podamos
saber de este plan». A continuación, Bush reveló la fuente de su convicción:
«La oración también nos enseña a confiar [...] la confianza es la fuente de la
convicción suprema».7 Bush le hizo un comentario similar a Bob Woodward sobre el origen de su
fortaleza. Woodward le preguntó al presidente si había consultado con su padre
la decisión de declararle la guerra a Iraq, a lo que Bush respondió: «Sabe, no
es a este padre a quien deba pedirle fortaleza. Me dirijo a un padre superior».8
La
responsabilidad del presidente
En opinión de Bush, tener fe en Dios conduce a tener fe
en Estados Unidos. Consciente de que le criticaban por considerar la guerra en
Iraq una cruzada religiosa, en su discurso del «Día Nacional de la Oración»
Bush negó haber afirmado que Dios estaba del lado de Estados Unidos, pero
inmediatamente después dio a entender que, después de todo, dicha afirmación
podía ser cierta: «Dios no está de lado de ninguna nación, pero sabemos que
está del lado de la justicia. Y la principal virtud de Estados Unidos es que,
desde el momento de nuestra fundación, hemos optado por la justicia».
La fe de Bush en Estados Unidos podía adivinarse en su
respuesta a las revelaciones sobre los malos tratos infligidos a los presos.
«Esto no es representativo de Estados Unidos», dijo Bush. «Estados Unidos es un
país en el que reina la justicia, la legalidad y la libertad, y donde se trata
a la gente con respeto».9 Los malos tratos, dijo, no son representativos «de cómo somos». Estas
palabras no convencieron a los árabes. «Entonces, ¿cómo es usted, señor Bush?»,
preguntó Moodhy Al-Khalaf en el principal periódico en lengua inglesa de Arabia
Saudí. «Alguien que bombardea a gente inocente por las acciones de un hombre,
¿así es usted?».10
La pregunta de Al Khalaf no tiene fácil respuesta. Desde el 11 de septiembre de
2001, las fuerzas armadas estadounidenses han matado a muchas más personas
inocentes de las que mataron los terroristas en aquel día aciago y en todos los
atentados terroristas posteriores juntos. Aunque no tenían como objetivo a
civiles, no cabe duda de que los ataques del ejército estadounidense iban a
causar muchas víctimas, incluso cuando dichos ataques iban dirigidos a
objetivos de escasa importancia militar, como un camión talibán, o un general
iraquí que se escondía. Antes de que Bush declarara la guerra, el general Tommy
Franks informó al presidente acerca de 24 objetivos «que supondrán elevados
daños colaterales» y podrían causar la muerte de 30 civiles o más si eran
alcanzados. Bush rechazó la invitación implícita a ordenar al general que no
atacara dichos objetivos, o a que fuera el propio Bush quien seleccionara
cuáles atacar. El presidente le dijo a Franks que destruyera todos los
objetivos que creyera necesario para asegurar la victoria y proteger a sus
tropas.11
El ataque a Faluya por parte de los marines en abril de 2004 reforzó la convicción generalizada en el
mundo árabe de que las fuerzas armadas estadounidenses están dispuestas a matar
a civiles iraquíes. Bush manifestó en una de sus alocuciones radiofónicas
semanales que, en Faluya, los marines
«tomaban todas las precauciones posibles para evitar causar daño a los
inocentes».12 Cuesta conciliar esta opinión con los relatos de
quienes estaban allí. El director del Hospital General de Faluya afirmó que en
una semana de combates murieron 600 personas, «la mayoría» mujeres, niños y
ancianos. Se enterraron centenares de cadáveres en hileras en un campo de
fútbol rebautizado como «Cementerio de los Mártires». Algunas de las lápidas
indican que los que están enterrados debajo eran mujeres o niños.13
Incluso los aliados iraquíes más próximos a Estados Unidos protestaron. Adnan
Pachachi, miembro del Consejo de Gobierno Iraquí nombrado por EE UU y ex
ministro de Exteriores iraquí en la época anterior al régimen de Sadam, alguien
tan próximo a la administración estadounidense que fue trasladado en avión a
Washington y se sentó junto a Laura Bush durante el discurso sobre el estado de
la nación de 2004, vio el ataque contra Faluya como una especie de castigo
colectivo por el truculento asesinato de cuatro civiles estadounidenses ese
mismo día. «No está bien castigar a todos los habitantes de Faluya», sentenció,
«y consideramos que las operaciones llevadas a cabo por los americanos son
inaceptables e ilegales».14
El análisis de Bush sobre los errores cometidos en Abu
Ghraib es, como muchas de sus posturas éticas, simplista e interesado. «Los
desmanes cometidos en esa cárcel iraquí», dijo Bush en su alocución radiofónica
del 8 de mayo de 2004, «fueron obra de unos pocos.» Pero es muy fácil culpar a
unos pocos dando por sentado que, por alguna razón, su «carácter» no es tan
íntegro como el de otros estadounidenses. Si el personal militar
estadounidense, empezando por Bush, no se ha preocupado por las vidas de
iraquíes totalmente inocentes, nadie debería sorprenderse de que los policías
militares estadounideses maltrataran a los presos. La sección titulada «La
cuestión de la tortura», incluida en el capítulo 4 de este libro, fue escrita
meses antes de que los malos tratos a los presos ocupara los titulares. Había
pruebas, escribí, de que el personal estadounidense estaba empleando técnicas
de «estrés y coacción» contra los presos, consistentes en privarles del sueño,
mantenerles incomunicados y atarles en posturas dolorosas e incómodas. Concluí
resaltando que estas acusaciones fueron minimizadas por un portavoz del
gobierno estadounidense, el cual afirmó que todos los presos estaban recluidos
en condiciones humanitarias y de acuerdo a la convención de Ginebra.
Ahora sabemos que las
garantías ofrecidas por el portavoz de la Casa Blanca eran falsas. En un
informe entregado a funcionarios estadounidenses en febrero de 2004, la Cruz
Roja Internacional ofrece una imagen muy distinta a la que intenta presentar el
presidente acerca de las acciones del ejército:
«Las autoridades que
efectuaban las detenciones solían entrar en las casas al anochecer, echaban
abajo las puertas, despertaban sin miramientos a quienes allí vivían, gritaban
ordénes y obligaban a los miembros de la familia a entrar en una habitación
vigilados por un soldado mientras registraban el resto de la casa, echando
abajo más puertas y destrozando armarios y otras pertenencias. A veces detenían
a todos los varones adultos que encontraban en una casa, incluyendo a los
ancianos, los disminuidos o los enfermos. A menudo empujaban a los habitantes
de la casa, les insultaban, les apuntaban con rifles, les daban puñetazos y
patatadas y les golpeaban con los rifles».15
Éste es un informe sobre la conducta de las tropas de la
coalición, de las que forman parte los soldados estadounidenses, y no sobre los
matones de Sadam antes de su derrocamiento. El informe de la Cruz Roja revela
toda una serie de malos tratos perpetrados por soldados de la coalición,
algunos «equivalentes a la tortura». Las víctimas presentaban quemaduras,
hematomas y otras heridas. Parece que al menos una persona murió después de
recibir una paliza. El informe también afirmaba que los funcionarios de los
servicios de inteligencia de la coalición calcularon que entre un 70 y un 90
por ciento de los iraquíes encarcelados fueron detenidos por error.
Los malos tratos que Estados Unidos ha infligido a los
presos no se limitan a las cárceles iraquíes. Tres presos han muerto bajo
circunstancias sospechosas en Afganistán desde que las fuerzas estadounidenses
derrocaron al régimen talibán en 2001, dos de ellos mientras se encontraban en
la cárcel de una base estadounidense sometida a una estricta vigilancia en
Bagram, al norte Kabul. Las autopsias militares revelaron que estos presos murieron
por «heridas producidas con algún objeto contundente». Se inició una
investigación en diciembre de 2002, pero al escribir estas líneas, casi un año
y medio después, todavía no se ha llegado a ninguna conclusión.16
En mayo de 2004 el general de división Geoffrey Miller,
responsable de las cárceles en Iraq, afirmó haber puesto fin a la práctica de
encapuchar los presos, colocarles en «posturas estresantes» y privarles del
sueño, y manifestó que impediría o limitaría otras «técnicas muy agresivas», admitiendo
así que estas prácticas habían formado parte de las técnicas empleadas en los
interrogatorios.17 Aparte de las fotos que proporcionaban pruebas
tan gráficas de los malos tratos, la única novedad auténtica que salió a la luz
en abril de 2004 fue que tener a los prisioneros desnudos y humillarles
sexualmente también formaba parte de estas técnicas.
En este contexto, echar toda la culpa a «los pocos que
nos han fallado» constituye una respuesta poco ética a un grave problema.18
Convierte en chivos expiatorios a
aquellos que se encuentran en la parte más baja del escalafón militar, y nos
hace apartar la vista de los dirigentes que decidieron invadir y ocupar una
nación de 25 millones de habitantes sin asegurarse de que se hubieran destinado
los suficientes recursos para desempeñar con eficacia esta tarea, y sin fijar
los límites que los soldados debían observar con respecto a los prisioneros. Al
culpar «a un pequeño número» de soldados Bush evitó preguntarse si, como
comandante en jefe, debería haberse esforzado más para transmitirles a los que
estaban bajo su mando la importancia de respetar la dignidad y los derechos de
los iraquíes. Un presidente que tuviera una visión más realista y con menos
«base religiosa» de Estados Unidos podría haber reconocido el riesgo de que los
policías militares maltrataran a los prisioneros iraquíes que estaban a su
cargo, y podría haber tomado medidas más firmes para evitarlo. Televisar un
discurso del presidente a las tropas, recalcando que era preciso respetar los
derechos humanos de todos los prisioneros iraquíes, y pidiendo al personal
militar que informara de cualquier abuso que presenciara, podría haber
conducido a actitudes y prácticas muy diferentes.
El presidente se enfrenta a una acusación aún más grave.
No sólo no puso freno a los malos tratos, sino que los fomentó con el ejemplo,
demostrando que, al tratar con terroristas, la ley carece de valor. En su
discurso sobre el estado de la nación, pronunciado en enero de 2003, Bush
afirmó lo siguiente: «En total, más de 3000 sospechosos de terrorismo han sido detenidos en
muchos países. Muchos otros han corrido distinta suerte. Dicho de otra forma,
ya no suponen un problema para Estados Unidos ni para nuestros amigos y
aliados». Este comentario,
acogido con aplausos por los miembros del Congreso allí reunidos, y escuchado
por decenas de millones de telespectadores estadounidenses, nos induce a pensar
que el presidente acepta el asesinato de aquellos a quienes Estados Unidos
considera sus enemigos. ¿Siguieron otros el ejemplo del presidente, valiéndose
de su propio juicio para decidir quién constituía «un sospechoso de
terrorismo»?
Como veremos en los siguientes capítulos de este libro,
Bush ha manifestado a menudo que debemos «decir sí a la responsabilidad». Sin
embargo, el presidente no ha asumido responsabilidad alguna por los malos
tratos infligidos a los prisioneros a manos de soldados que estaban bajo su
mando. Además del presidente, el funcionario de mayor rango responsable de no
haber impedido los malos tratos es el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld.
La responsabilidad de Rumsfeld es doble: En primer lugar, fue un funcionario
del servicio de inteligencia que dirige Rumsfeld quien ordenó al general
Miller, por aquel entonces director de la prisión de Guantánamo, que fuera a
Iraq, donde Miller recomendó que era «esencial que los guardias se impliquen
activamente a la hora de establecer las condiciones que permitan obtener la
máxima información de los reclusos».19 Si ésta no es una recomendación
explícita para maltratar a los prisioneros, no cabe duda de que está redactada
con palabras lo suficientemente vagas como para ser interpretadas de esta
forma, especialmente por aquellos que saben que no resulta diplomático ser
demasiado explícito sobre tales cuestiones. En segundo lugar, Rumsfeld se
enteró de los abusos cometidos con los prisioneros en enero, pero no informó de
ello a su presidente, al Congreso o a la nación. Por tanto, la información
salió a la luz a través de fotografías mostradas en el programa de la CBS 60 Minutos II, lo cual reforzó la
opinión de que la administración estaba intentando mantener el asunto en
secreto, y no consideraba prioritario poner fin a los malos tratos. Pese a
estos dos graves errores de juicio, que han tenido unas consecuencias desastrosas
para la reputación de Estados Unidos, y por consiguiente para sus posibilidades
de tener éxito en Iraq, Bush fue al Pentágono, se situó frente a las cámaras de
televisión y le dijo a Rumsfeld que estaba realizando «un trabajo magnífico».20
De este modo siguió actuando de acuerdo a las pautas descritas en el capítulo
10, consistentes en restarle valor al concepto de responsabilidad moral. En la
administración Bush es posible actuar de forma reprobable y no sufrir las
consecuencias, siempre que se tenga una relación lo suficientemente estrecha
con el presidente.
Israel
y los palestinos
Además de la propagación de las sublevaciones contra la
ocupación estadounidense de Iraq y de las revelaciones sobre los malos tratos a
los prisioneros, desde que este libro entró en prensa en enero de 2004 el
acontecimiento internacional que mejor revela la ética del presidente es su
aceptación del plan de Ariel Sharon para anexionarse partes de los territorios
que Israel ha ocupado desde 1967, y su rechazo de cualquier derecho a regresar
para los refugiados palestinos. Al adoptar esta postura, Bush se apartó de una
antigua política estadounidense caracterizada por la «ecuanimidad» en la
disputa entre israelíes y palestinos. Aunque desde hace bastante tiempo muchos palestinos
y sus aliados contemplan con escepticismo esta supuesta ecuanimidad, durante la
administración Clinton Estados Unidos al menos conservó la imagen de
«intermediario honesto». Después de que Bush tomara posesión de su cargo, esta
imagen se desdibujó aún más, y en abril de 2004 nadie se molestaba ya en
guardar las apariencias. Después de reunirse con Sharon, Bush dijo que «a la
luz de las nuevas circunstancias», presumiblemente una referencia a los
asentamientos israelíes en los territorios ocupados, es «poco realista» esperar
que Israel vuelva a establecer las fronteras que tuvo antes de 1967. De modo
similar, dijo Bush, una solución «realista» a la cuestión de los refugiados
palestinos implicará su asentamiento en un estado palestino, más que en Israel.21
Las referencias a lo que es «realista» contrastan
enormemente con la costumbre de Bush de presentar cuestiones importantes de
política exterior desde la perspectiva del bien y del mal. ¿Quizá se dio cuenta
de que no podía defender de forma ética el plan de Sharon? De hecho, la
diferencia de enfoque es tan grande que la aceptación del plan por parte de
Bush socava parte de la argumentación ética del presidente a favor de la
invasión de Iraq. En marzo de 2003, mientras seguía adelante con sus planes de
invadir Iraq, Bush justificó sus acciones afirmando que respaldaban las
resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: «La principal pregunta a que se
enfrenta el Consejo de Seguridad es, ¿significarán algo sus palabras? Cuando el
Consejo de Seguridad hable, ¿tendrán peso sus palabras?». Tal y como argumento más adelante en
este libro, la afirmación de que la invasión de Iraq se ajustaba a las
resoluciones del Consejo de Seguridad resultaba insostenible. Ahora Bush ha
demostrado en cuán poco valora las resoluciones del Consejo de Seguridad si no
son de su agrado. Después de la victoria militar israelí de 1967, el Consejo de
Seguridad aprobó la resolución 242, que empieza resaltando «la inadmisibilidad
de la adquisición de territorio por medio de la guerra». Esto es precisamente
lo que Bush refrenda ahora. La única diferencia estriba en que esta adquisición
se ha producido en dos pasos, en vez de uno. En lugar de limitarse a
anexionarse una parte de los territorios ocupados, Israel, bajo distintos gobiernos,
o bien no ha impedido los asentamientos judíos en tierra palestina o los ha
alentado activamente. Los asentamientos israelíes han expropiado tierras
palestinas y carreteras asfaltadas que atraviesan terrenos palestinos, y se han
apropiado de recursos palestinos tan escasos como el agua. Así, cuando los
asentamientos alberguen a un numero suficiente de habitantes, será «poco
realista» esperar el desmantelamiento de los mismos, o su inclusión en un
estado palestino.
El problema no radica en estar a favor o en contra de
Israel. Muchos israelíes rechazan el apoyo de Sharon a los asentamientos, a los
que consideran un obstáculo para una resolución justa de la disputa con los
palestinos, y por consiguiente un peligro para la seguridad israelí a largo plazo.
La anexión de partes importantes de Cisjordania reducirá aún más el territorio
ya de por sí pequeño y dudosamente viable que un estado palestino podría ocupar
en el futuro. Dicha anexión debilita la postura política de los palestinos
moderados, a quienes tantos critican. El apoyo de Bush a la anexión beneficia a
grupos militantes como Hamas y la Yihad Islámica, los cuales podrán decir ahora
que no es posible entablar negociaciones pacíficas que aporten una solución
justa a los problemas de los palestinos. Y constituye una propaganda perfecta
para Al Qaeda y otras organizaciones terroristas islámicas, quienes llevan
tiempo diciendo que Estados Unidos está confabulado con los sionistas y con los
enemigos de los islamistas. La nueva política de Bush, por consiguiente, no
puede defenderse ni desde un punto de vista ético ni como defensa de los
intereses nacionales.
El
matrimonio entre homosexuales
Cuando Larry King le preguntó al gobernador de Texas y
candidato a la presidencia George W. Bush su opinión sobre los matrimonios
entre homosexuales, Bush respondió: «Los estados pueden hacer lo que quieran. No intente que
me meta en cuestiones que conciernen a los estados». Pero Bush opinó de forma muy distinta cuando, el 3
de febrero de 2004, el Tribunal Supremo de Massachusetts dictaminó que impedir
el matrimonio entre miembros del mismo sexo violaba las cláusulas procesal y de
igualdad jurídica de la constitución estatal. «El matrimonio es una institución
sagrada entre un hombre y una mujer», dijo Bush dos días después. «Debemos
hacer lo que sea legalmente necesario para defender la santidad del
matrimonio». Poco después, Bush pidió al Congreso que aprobara y enviara a los
estados para su ratificación una enmienda constitucional «que defina y proteja
el matrimonio como una unión de un hombre y una mujer como esposo y esposa».22
Al pedir una enmienda constitucional, Bush parecía ser
consciente de la necesidad de defenderse contra quienes le acusaban de haber
cambiado de postura respecto a los derechos estatales. Bush argumentaba que era
preciso aprobar una enmienda constitucional porque, según la constitución, cada
estado debe otorgar «entera fe y crédito» a los actos públicos de los otros
estados. Esto podría interpretarse de la siguiente manera: si en un estado se
permiten los matrimonios entre personas de un mismo sexo, todos los demás
estados se verán obligados a reconocerlos. Bush admitió que el Congreso ya se
había ocupado de este problema cuando aprobó la Ley para la Defensa del
Matrimonio, según la cual ningún estado está obligado a aceptar la definición
de matrimonio propuesta por otro estado. Pero, dijo Bush, es posible que esta
ley también fuera considerada inconstitucional, por lo que es preciso aprobar
una enmienda.
Sin embargo, incluso para los que acepten este argumento
a favor de cambiar la constitución, existe una solución evidente menos extrema
que la enmienda propuesta por Bush de definir el matrimonio como la unión entre
un hombre y una mujer. Si se tomara en serio la protección de los derechos
estatales, y si su única preocupación consistiera en que los estados pudieran
verse obligados a aceptar matrimonios que no quisieran aceptar, Bush podría
defender una enmienda constitucional que introdujera el lenguaje de la Ley para
la Defensa del Matrimonio en la constitución. Sólo sería preciso decir que la
claúsula de la constitución que hace referencia a otorgar «entera fe y crédito»
no exige que un estado reconozca ningún matrimonio celebrado en otros estados
si no se ajusta a su definición de lo que constituye un matrimonio. Dicha
enmienda permitiría a cada estado definir el matrimonio según sus criterios, y,
sin duda, con el tiempo algunos estados permitirían los matrimonios entre
personas del mismo sexo mientras que otros no los permitirían. El hecho de que
Bush optara por una enmienda que impida a los estados celebrar matrimonios
entre personas del mismo sexo, sin que importe cuáles pueden ser sus opiniones
al respecto, respalda la conclusión alcanzada en el capítulo 4, basada en la
respuesta de Bush a la legalización del suicidio asistido por un médico en
Oregón y al consumo de marihuana con fines médicos en varios estados. Resulta
evidente que Bush defiende los derechos de los estados a tomar sus propias
decisiones sólo si estas decisiones concuerdan con sus principios morales.
Al describir el matrimonio como una institución
«sagrada», y al hablar de la necesidad de proteger la «santidad» del
matrimonio, Bush se basa en sus creencias religiosas para defender su política
pública. Lo dejó claro cuando afirmó que «no es posible separar el matrimonio
de sus raíces culturales, religiosas y naturales sin debilitar su influencia
positiva en la sociedad». Esto implica que la existencia de un vínculo
continuado entre la religión y la institución del matrimonio constituye una
parte esencial de una vida decente. Pero, en las sociedades que reconocen la
separación entre Iglesia y Estado, la gente puede casarse sin la bendición de
religión alguna. Es muy posible que consideren el matrimonio una institución social
que somos libres de reformar como nos plazca, más que algo sagrado que, debido
a sus raíces religiosas, debe conservar su forma tradicional. El matrimonio ha
adoptado muchas formas a lo largo de los siglos (especialmente debido a la
facilidad con que se puede obtener el divorcio). Algunos consideran que la
definición del matrimonio como la unión de un hombre y una mujer les excluye de
la institución social del matrimonio. También puede decirse, como argumentan
algunos, que el matrimonio guarda una relación directa con la procreación. Pero
si fuera así, aquellas personas de reconocida esterilidad, incluyendo a todas
las mujeres que han pasado la menopausia, no tendrían permiso para casarse. Por
tanto, la auténtica razón para limitar el matrimonio a la unión de un hombre y
una mujer tiene un carácter religioso, y las afirmaciones de Bush acerca de
esta cuestión, además de contradecir sus opiniones anteriores sobre los
derechos de los estados, cruzan la línea que separa Iglesia y Estado de forma
más ostensible que cualquier otra decisión política tomada en su presidencia.
(Esta línea, y la manera en que Bush la ha desdibujado, constituye el tema del
capítulo 5).
Las
células madre, una vez más
El descontento que ha provocado la política de Bush sobre
el empleo de fondos federales en la investigación con células madre procedentes
de embriones humanos ha seguido aumentando desde que redacté el apartado sobre
dicho tema incluido en el capítulo 3. En aquellos momentos la política de Bush
intentaba alcanzar una solución intermedia entre opiniones encontradas. Los que
creen que los seres humanos tienen derecho a la vida desde el momento de su
concepción exigen una prohibición total del empleo de fondos federales en la
investigación con células madre humanas, dado que dichas células se obtienen
mediante un proceso que destruye el embrión. Pero no todos están de acuerdo en
que los embriones tempranos tengan derecho a la vida, y dado que esta
investigación cuenta con grandes posibilidades de tratar enfermedades graves
que afectan a decenas de millones de estadounidenses, muchos recalcan que es un
error rechazar una línea de investigación prometedora simplemente porque
conlleve la destrucción de embriones humanos.
La solución propuesta por Bush consistió en decir que sólo
permitiría el empleo de fondos federales en investigaciones con células madre
procedentes de células ya existentes antes de su discurso del 9 de agosto de
2001. De este modo pretendía garantizar que la disponibilidad de fondos
federales no animara a ningún investigador a destruir un embrión humano para
desarrollar una nueva línea de células madre. Pero esta solución se basaba en
el supuesto de que había las suficientes «líneas» de células madre viables, es
decir, células madre que se autorreproducen en un cultivo, como para permitir
que siguiera adelante la investigación. Posteriormente, los científicos han
dejado claro que no es así. En marzo de 2004, investigadores de Harvard
financiados con fondos privados desarrollaron 17 nuevas líneas de células madre
y las pusieron a disposición de otros investigadores, duplicando así el número
de líneas de células madre disponibles. Pero los investigadores que empleen
estas líneas celulares también precisarán de fondos no gubernamentales para
realizar su trabajo. Sucederá lo mismo si emplean líneas de células madre
creadas por científicos en Corea del Sur que, junto a investigadores de otros
países que no imponen restricciones, han adelantado a los científicos
estadounidenses en importantes aspectos de este campo de investigación.
Como respuesta a la política de Bush, algunas fundaciones
han comenzado a recaudar dinero para proporcionar fondos no gubernamentales a
los investigadores estadounidenses que quieran trabajar con células madre. La
Fundación para la Diabetes Juvenil dio un golpe de efecto en mayo de 2004
cuando consiguió que Nancy Reagan, junto a Dustin Hoffman, Michael J. Fox y
Larry King, pronunciara un discurso en una gala benéfica celebrada en Beverly
Hills que recaudó dinero específicamente para este propósito. La señora Reagan,
quien nunca da su opinión sobre cuestiones políticas, describió cómo su marido,
el ex presidente republicano al que tanto veneran los conservadores cristianos,
ha sido llevado por la enfermedad de Alzheimer «a un lugar lejano donde ya no
puedo llegar a él».[1] Al referirse
a la investigación con células madre, Nancy Reagan dijo lo siguiente: «No sé
cómo podemos darle la espalda». Pero la financiación privada sólo puede
proporcionar una mínima parte del dinero que proporcionaría el gobierno federal
si Bush no hubiera prohibido emplear líneas de células madre recién creadas.
En las clínicas de fertilización in vitro estadounidenses
se conservan aproximadamente 400.000 embriones congelados. La mitad, como
mucho, serán empleados por sus padres biológicos. Cuando hayan tenido todos los
hijos que deseaban, o cuando dejen de intentar concebir, estos padres ya no
necesitarán los embriones adicionales.23 Unos cuantos embriones
sobrantes se entregarán a otras parejas que quieran adoptar, pero la mayoría
serán desechados. En abril de 2004, 206 miembros de la Cámara de
Representantes, incluyendo a algunos líderes republicanos y a unos treinta
oponentes al aborto, firmaron una carta en la que se instaba al presidente a
permitir el empleo de fondos federales para la creación de líneas de células
madre procedentes de estos embriones sobrantes que, de otra forma, serían
desechados. Pero el presidente respondió, a través de un portavoz, que su
postura no había cambiado. Alentar la destrucción de embriones humanos,
incluso, según parece, de los que no tienen futuro, equivaldría, en su opinión,
a «contravenir
principios morales básicos».24
Pero, ¿en qué consisten estos «principios morales
básicos»? Al parecer, no guardan relación alguna con el valor de la vida
humana. Cuando, poco después de la publicación de este libro, acudí como
invitado al programa radiofónico de Brian Lehrer en la WNYC, una emisora
afiliada a la Radio Pública Nacional de Nueva York, sostuve la opinión de que
al presidente Bush le importaban más los embriones congelados que los civiles
iraquíes. Un radioyente indignado llamó a la emisora para decirle a Lehrer que
no debería haber permitido que un comentario tan escandaloso quedara sin
respuesta. Pero los hechos hablan por sí mismos. Durante los combates en Iraq,
los aviones y los soldados estadounidenses que estaban bajo el mando de Bush
han matado a miles de ciudadanos iraquíes inocentes. El presidente fue
advertido de que la guerra causaría víctimas civiles, tanto por el general Tommy
Franks como por el papa Juan Pablo II, quien le mandó un enviado especial.
Dicho enviado, el cardenal Pio Laghi, es un antiguo amigo de la familia Bush.
El cardenal manifestó al presidente que una guerra contra Iraq no sería una
guerra justa, que sería ilegal, causaría víctimas civiles, dividiría aún más a
cristianos y musulmanes y no mejoraría las cosas. La respuesta del presidente
fue que una guerra contra Iraq sí mejoraría las cosas.25 Por aquel
entonces, Bush creía que Sadam tenía armas de destrucción masiva, pero más
tarde, después de que David Kay le hubiera comunicado que no era así, y después
de que supiera, o de que debiera haber sabido, que la guerra había matado a
miles de civiles, el presidente continuaba pensando que entrar en guerra era la
decisión correcta: «Aun sabiendo lo que sé hoy sobre el arsenal de armas», dijo
en su conferencia de prensa de abril de 2004, «habría instado al mundo a acabar
con Sadam Husein». Al parecer, Bush cree que el objetivo de derrocar a un
tirano, sin tener en cuenta si el tirano tiene o no armas de destrucción
masiva, es en sí lo suficientemente importante como para justificar las muertes
de miles de civiles. Sin embargo, no está dispuesto a permitir el empleo de
fondos federales para promover investigaciones que podrían salvar millones de
vidas y ayudar a millones de personas que ya sufren enfermedades debilitantes
(una hoja informativa de la Casa Blanca afirma que 128 millones de
estadounidenses sufren enfermedades para las que las células madre podrían
proporcionar un tratamiento eficaz) si dichos fondos propiciaran la destrucción
de unos cuantos centenares de embriones. La forma tan distinta de enfocar estos
dos temas nos lleva a pensar que a Bush le preocupan más los embriones
congelados que los hombres, mujeres y niños iraquíes.
Peter Singer, mayo de 2004
[1] El ex presidente Reagan falleció, víctima del
Alzheimer, al poco de escribirse este prefacio, el 5 de junio de 2004. (N. del E.)