Desgarradura

Sonó la hora de cierre en los jardines de Occidente.

 

Cyril Connolly

 

Según una leyenda de inspiración gnóstica, en el cielo se libró una lucha entre ángeles en la que los partidarios de Miguel vencieron a los partidarios del Dragón. Los ángeles que, indecisos, se conformaron con mirar, fueron relegados aquí abajo con el fin de que llevaran a cabo la elección que no se habían atrevido a hacer allí arriba, elección todavía más penosa si cabe, dado que no conservaron ningún recuerdo del combate y aún menos de su actitud equívoca.

De este modo, el comienzo de la historia tendría por causa una vacilación y el hombre sería el resultado de una duda original, de la incapacidad de tomar partido que sufría antes de su destierro. Arrojado sobre la Tierra para aprender a optar, será condenado al acto, a la aventura, cosa para la que sólo estará preparado en la medida en que haya ahogado en él al espectador. Sólo el cielo permitía hasta cierto punto la neutralidad; la historia, por el contrario, surgirá como el castigo de quienes, antes de encarnarse, no encontraban ninguna razón para unirse a un campo antes o a otro. Se entiende así por qué los humanos se muestran tan afanosos por abrazar una causa, por aglutinarse, por reunirse en torno a una verdad. Pero ¿en torno a una verdad de qué especie?

En el budismo tardío, especialmente en la escuela de Madhyamika, se pone el acento en la radical oposición entre la verdad verdadera o paramarta, patrimonio del liberado, y la verdad corriente o samvriti, verdad «velada», más precisamente «verdad de error», privilegio o maldición del no liberado.

La verdad verdadera, que asume todos los riesgos, incluido el de la negación de toda verdad y de la idea misma de la verdad, es la prerrogativa del que no actúa, del que deliberadamente se sitúa fuera de la esfera de los actos y para quien únicamente cuenta la aprehensión (brusca o metódica, eso no importa) de la insubstancialidad, aprehensión que no va acompañada por ningún sentimiento de frustración sino todo lo contrario, ya que la apertura a la no-realidad implica un misterioso enriquecimiento. Para él, la historia será una pesadilla, a la que se resignará dado que nadie está en disposición de hacer realidad esas pesadillas que él desearía.

Para captar la esencia del proceso histórico, o más bien su carencia de esencia, no queda más remedio que rendirse a la evidencia de que todas las verdades que acarrea son verdades de error y que lo son porque atribuyen una naturaleza propia a lo que no la posee, una sustancia a lo que no podría tenerla. La teoría de la doble verdad permite discernir el lugar que ocupa, en la escala de las irrealidades, la historia, paraíso de los sonámbulos, obnubilación andante. A decir verdad, su falta de esencia no es absoluta, pues es esencia de engañifa, clave de todo cuanto ciega, de todo cuanto ayuda a vivir en el tiempo.

 

*

 

Sarvakarmafalatyaga... Hace ya muchos años, tras escribir en una hoja de papel esta palabra fascinante con grandes letras, la colgué en la pared de mi habitación a fin de poder contemplarla durante todo el día. Permaneció allí durante meses y acabé por quitarla al percatarme de que me apegaba cada vez más a su magia y cada vez menos a su contenido. Sin embargo, lo que significa –desapego del fruto del acto– reviste tal importancia que quien verdaderamente se dejase penetrar por ella ya no tendría nada que hacer, puesto que habría alcanzado el único extremo válido, la verdad verdadera que anula todas las demás –denunciadas como vacías– y que está vacía también ella misma –pero con un vacío consciente de sí mismo–. Imaginen una toma de conciencia suplementaria, un paso más hacia el despertar: el que lo efectúe no será ya otra cosa que un fantasma.

Cuando se ha alcanzado esta verdad límite, se empieza a tener un papel bien pobre en la historia, una historia que se confunde con el conjunto de las verdades de error, verdades dinámicas cuyo principio, como debe ser, es la ilusión. Los despiertos, los desengañados, inevitablemente endebles, no pueden ser centro de los acontecimientos, debido a que han vislumbrado su inanidad. La interferencia de las dos verdades es fértil para el despertar pero nefasta para el acto. Marca el principio de un resquebrajamiento tanto para el individuo como para una civilización o incluso para una raza.

Antes del despertar, atravesamos horas de euforia, de irresponsabilidad, de ebriedad. Pero, tras el engaño de la ilusión, viene la saciedad. El despierto está desprendido de todo, es el ex-fanático por excelencia, que ya no puede soportar el fardo de las quimeras, sean éstas atractivas o grotescas. Las ve tan lejanas que no entiende por qué extravío ha podido prendarse de ellas. Les debe el haber brillado y haberse reafirmado. Ahora, su pasado, al igual que su porvenir, apenas le parecen imaginables. Dilapidó su sustancia, a imagen de los pueblos que, entregados al demonio de la movilidad, evolucionan demasiado deprisa, y que, a fuerza de saldar ídolos, acaban por agotar sus reservas. Charron señalaba que, en diez años, había habido en Florencia más efervescencia y más turbulencias que en quinientos años en los Grisones, y llegaba a la conclusión de que una comunidad sólo puede subsistir si es capaz de adormilar su espíritu.

Las sociedades arcaicas duraron tanto tiempo porque ignoraban el deseo de innovar y de postrarse continuamente ante simulacros diferentes. Cuando se entra en fase de cambio con cada generación, no cabe esperar longevidad histórica. La Grecia de la Antigüedad y la Europa moderna son tipos de civilización precozmente tocadas de muerte debido a la avidez de metamorfosis y al exceso en el consumo de dioses y de sucedáneos de dioses. La China y el Egipto antiguos se apoltronaron durante milenios en una magnífica esclerosis. Lo mismo hicieron las sociedades africanas antes de su contacto con Occidente. Ellas también están amenazadas porque han adoptado otro ritmo. Tras haber perdido el monopolio del estancamiento, se afanan cada vez más, e inevitablemente van a desmoronarse como sus modelos, como esas civilizaciones febriles, incapaces de extenderse más allá de unos diez siglos. En el futuro, los pueblos que accedan a la hegemonía aún durarán menos: la historia jadeante ha sustituido inexorablemente a la historia al ralentí. ¡Cómo no echar de menos a los faraones y a sus homólogos chinos!

Las instituciones, las sociedades, las civilizaciones difieren en duración y en significación, a la vez que se ven sometidas a una ley que quiere que su impulso indomable, factor de su ascenso, se relaje y se asiente al cabo de cierto tiempo, una ley que hace corresponder su decadencia con un debilitamiento de ese generador de fuerza que es el delirio. Comparados con los periodos de expansión –en realidad de demencia–, los de declive parecen sensatos, y lo son, lo son incluso demasiado, lo que los vuelve casi tan funestos como los otros.

Un pueblo que ha llevado a cabo su tarea, que ha gastado sus talentos y explotado hasta el límite los recursos de su genio, expía este logro no volviendo a producir nada más. Ha cumplido con su deber, aspira a vegetar, pero, para su desgracia, no tendrá la ocasión de hacerlo. Cuando los romanos –o lo que quedaba de ellos– quisieron descansar, los bárbaros se sublevaron en masa. En los manuales sobre las invasiones se puede leer que los germanos que prestaban sus servicios en el ejército y en la administración del imperio tomaban nombres latinos hasta mediados del siglo V. A partir de ese momento, el nombre germánico se generalizó. Los señores, extenuados, en retroceso en todos los sectores, ya no eran temidos ni respetados. ¿Para qué llamarse como ellos? «Un fatal sopor reinaba en todas partes», observaba Salviano, el más acerbo censor de la delicuescencia de la Antigüedad en su última fase.

 

*

 

Una noche, en el metro, me puse a mirar atentamente a mi alrededor: todos veníamos de otra parte... Sin embargo, vi dos o tres caras de aquí, siluetas azoradas que parecían pedir perdón por encontrarse en ese lugar. El mismo espectáculo que en Londres.

Hoy, las migraciones ya no se hacen mediante desplazamientos compactos sino mediante infiltraciones sucesivas: se va uno insinuando poco a poco entre los «indígenas», demasiado exánimes y distinguidos como para dignarse seguir teniendo una idea de «territorio». Tras mil años de vigilancia, se abren las puertas. Si se piensa en las largas rivalidades entre franceses e ingleses, y entre franceses y alemanes, se diría que todos ellos, al debilitarse recíprocamente, sólo tenían por misión la de acelerar la hora de la derrota común con el fin de que otros especímenes humanos acudiesen a tomar el relevo. Al igual que la antigua, la nueva Völkerwanderung suscitará una confusión étnica cuyas fases no pueden preverse con nitidez. Ante semblantes tan dispares, la idea de una comunidad mínimamente homogénea es inconcebible. La propia posibilidad de una multitud tan heterogénea sugiere que en el espacio que ocupa ya no existía, entre los autóctonos, el deseo de salvaguardar ni siquiera el atisbo de una identidad. En Roma, en el siglo III de nuestra era, de cada millón de habitantes, parece que sólo sesenta mil eran latinos de pura cepa. En cuanto un pueblo ha llevado a cabo la idea histórica que tenía la misión de encarnar, ya no le queda ningún motivo para preservar su diferencia, para velar por su singularidad, para salvaguardar sus rasgos en medio de un caos de rostros.

Tras haber regentado los dos hemisferios, los occidentales van camino de convertirse en el hazmerreír de ambos: espectros sutiles, restos de razas en el sentido literal del término, destinados a una condición de parias o de esclavos desfallecientes y fláccidos de la que tal vez se libren los rusos, esos últimos blancos. Porque aún les queda el orgullo, ese motor, no, esa causa de la historia. Cuando una nación carece de él y deja de considerarse la razón o la excusa del universo, se excluye a sí misma del devenir. Ha entendido –para su felicidad o su desgracia, según se mire–. Si desespera al ambicioso, en cambio fascina al meditabundo y ligeramente depravado. Sólo las naciones peligrosamente desarrolladas merecen interés, sobre todo cuando se mantienen relaciones dudosas con el Tiempo y cuando uno da vueltas alrededor de Clío por necesitad de castigarse, de flagelarse. Es precisamente esa necesidad la que impulsa las empresas, tanto las grandes como las insignificantes. Cada uno de nosotros obra en contra de sus intereses: no somos conscientes de ello mientras actuamos, pero examinemos una época cualquiera y veremos que casi siempre nos agitamos y nos sacrificamos por un enemigo virtual o declarado: los hombres de la Revolución por Bonaparte, Bonaparte por los Borbones, los Borbones por los Orleáns... ¿No será que la historia sólo inspira mofas y que carece de meta? No, tiene más de una meta, incluso tiene muchas, pero las alcanza al revés. El fenómeno se puede verificar universalmente. Hacemos lo contrario de lo que hemos perseguido, avanzamos en contra de la bonita mentira que nos hemos propuesto; de ahí el interés de las biografías, sin duda el menos aburrido de los géneros dudosos. La voluntad nunca ha prestado buen servicio a nadie: las cosas más discutibles que hemos producido son las que más nos importaban, aquellas por las que nos hemos impuesto las mayores privaciones. Y ello vale tanto para un escritor como para un conquistador, o para quien sea. El final de cualquiera de nosotros invita a hacer tantas reflexiones como el final de un imperio, o el del propio hombre, tan orgulloso de haber conquistado la postura erecta y tan preocupado por perderla, por volver a su apariencia primitiva, en resumidas cuentas, por acabar su carrera como la había empezado: encorvado y velludo. Sobre cada ser pesa la amenaza de retroceder hacia su punto de partida (como para ilustrar la inutilidad de su recorrido, y de cualquier recorrido) y quien logra sustraerse a esa amenaza da la impresión de que está ocultando un deber, de que rehúsa entrar en el juego inventándose un modo de decadencia excesivamente paradójico.

 

*

 

El papel de los periodos de declive es el de poner a una civilización al desnudo, el de desenmascararla, el de despojarla de sus prestigios y de la arrogancia ligada a sus logros. Así esa civilización podrá discernir lo que valía y lo que vale, lo que había de ilusorio en sus cuitas y sus convulsiones. En la medida en que se despegue de las ficciones que le dieron renombre, dará un paso considerable hacia el conocimiento..., hacia el desengaño, hacia el despertar generalizado, avance fatal que la proyectará fuera de la historia, a no ser que, sencillamente, se despierte porque deja de estar presente y de brillar en ella. La universalización del despertar, fruto de la lucidez –fruto ésta a su vez de la erosión de los reflejos–, es señal de emancipación en el orden del espíritu y de capitulación en el de los actos, en el de la historia precisamente, una historia que se reduce a un certificado de quiebra: en cuanto dirigimos hacia ella nuestras miradas, nos encontramos en la situación de un espectador consternado. La correlación mecánica que se establece entre la historia y el sentido constituye el tipo perfecto de la verdad de error. La historia conlleva un sentido, si así se le quiere llamar, pero ese sentido la pone en cuestión, la niega en cada instante y, de ese modo, la vuelve excitante y siniestra, lamentable y grandiosa, en una palabra, irresistiblemente desmoralizadora. ¿Quién podría tomarla en serio si ella misma no fuese el camino por antonomasia de la degradación? Sólo el hecho de prestarle atención dice bastante sobre lo que es, dado que la conciencia que de ella tenemos, según Erwin Reisner, es síntoma del final de los tiempos (Geschichtsbewusstsein ist Symptom der Endzeit). De hecho, no podemos estar obsesionados por la historia sin obsesionarnos por su término. El teólogo reflexiona sobre los acontecimientos con vistas al Juicio Final; el ansioso (o el profeta) con vistas a un decorado menos fastuoso pero no menos importante. Uno y otro cuentan con una calamidad análoga a la que los indios Delaware proyectaban en el pasado, y durante la cual, según sus tradiciones, no sólo los hombres, sino también los animales, rezaban de terror. ¿Y los periodos serenos?, se objetará. Innegablemente existen, pese a que la serenidad sólo sea una brillante pesadilla,  un calvario más que logrado.