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A
punto estaba de cumplir mis treinta y dos años, cerca del «mezzo del cammin de nostra vita» (al menos según el cálculo que
para la totalidad de ese camino había establecido, inspirado acaso por Dante,
el proyecto siniestro del pistolero que había resuelto ponerle fin en el año
2000) cuando fui detenido y preso. Acababa de llegar de Busturia, una aldea
vizcaína situada en la margen izquierda de una ría llamada de modo distinto
según los vecinos del pueblo que la bauticen; era así la de Guernica, la de
Busturia, la de Mundaca, o la de Arteaga o la de Laida. Hoy el nombre, que ya
le corresponde oficialmente, es el de Urdaibai, a partir del momento en que ría
y emplazamiento han sido declarados reserva natural. Protegida en sus márgenes
por montañas bajas, aunque algo escarpadas, la ría avanza, superando dos
islotes Santi Andere y Txatxarramendi y enfrentándose, ya en pleno mar, a
otro más, la isla de Ízaro. Como ocurre en tantos lugares de la costa
atlántica, la ría parece tener un paisaje vivo, determinado sobre todo por la
marea: alta, cubre de agua todo el cauce; baja, deja al descubierto la vega,
las marismas y las arenas.
Pero aunque viniera de Vizcaya yo no soy vascongado, sino
vasco. O al menos es de lo que ahora me gusta presumir. Todo lo mestizo que
pueda ser, pues de ahí viene mi vena riojana y castellana, pero, en cuanto
vasco, soy vascón, y bastante romanzado, y no un vascongado como, por ejemplo,
Sabino Arana. Mi estirpe viene de la zona que, desde Navarra, se despliega por
Guipúzcoa entre el valle del Bidasoa y el del Urumea. Lo más chic entre los vascos, la estirpe
también de Pío Baroja, quien también tenía vena mestiza, en su caso italiana.
Ser Recalde no da muchos datos, pues Recalde quiere decir «junto al regato» (expresión
castellana), o «arroyo» (palabra ibera, según me han enseñado), y regatos o
arroyos (Bach, en alemán) existen en muchos lugares. Mi padre, que no sé
si tenía algún mestizaje gascón fue, ¡nadie es perfecto!, tradicionalista. Un
extraño tradicionalista vascón, al mismo tiempo barojiano y de amplia inquietud
cultural francesa, que me transmitió; de su teatro y novela sabía mucho pues,
incluso pecaminosamente, leía obras que estaban en el Índice de libros
prohibidos. También conservó siempre una apreciable cultura musical,
desarrollada a partir de sus años jóvenes, en que se desplazaba desde Rentería
hasta el teatro Victoria Eugenia de San Sebastián, descalzo o con alpargatas
para no estropear los zapatos; recientemente, en los últimos años de su vida,
mantuvo largas conversaciones con mis amigos Luis de Pablo, el músico bilbaíno,
y su mujer, la pintora Marta Cárdenas, sobre Schubert, Debussy o Stravinski.
De Busturia, tierra de caristios, de vascongados y no de vascones, venía cuando fui detenido y preso, y esto sucedió en San Sebastián, el 20 de agosto de 1962. Mi primera reacción, algo que se repetiría en momentos más solemnes, fue la de sorpresa. Sorpresa mezclada con otro sentimiento, algo fatalista, ante el acontecimiento que me sobrevenía, un pensar en «o sea que es así como se vive una detención policial». También fueron éstos los sentimientos que experimenté cuando, treinta y ocho años después, me pegaron un tiro. Sorpresa ligada a la misma sensación de inseguridad y fatalismo: «así es como me llega la muerte». Y sin embargo, en el primer momento que ahora rememoro, el de la detención de agosto de 1962, viví, entre mi sorpresa y mi fatalismo, una sensación de novato. «¡Vaya, hombre!, te ha tocado.»