Poesía completa (1953-1991) (Fábula)

i

siempre la claridad viene del cielo;

es un don: no se halla entre las cosas

sino muy por encima, y las ocupa

haciendo de ello vida y labor propias.

Así amanece el día; así la noche

cierra el gran aposento de sus sombras.

Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados

cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda

los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega

y es pronto aún, ya llega a la redonda

a la manera de los vuelos tuyos

y se cierne, y se aleja y, aún remota,

nada hay tan claro como sus impulsos!

Oh, claridad sedienta de una forma,

de una materia para deslumbrarla

quemándose a sí misma al cumplir su obra.

Como yo, como todo lo que espera.

Si tú la luz te la has llevado toda,

¿cómo voy a esperar nada del alba?

Y, sin embargo —esto es un don—, mi boca

espera, y mi alma espera, y tú me esperas,

ebria persecución, claridad sola

mortal como el abrazo de las hoces,

pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.


ii

yo me pregunto a veces si la noche

se cierra al mundo para abrirse o si algo

la abre tan de repente que nosotros

no llegamos a su alba, al alba al raso

que no desaparece porque nadie

la crea: ni la luna, ni el sol claro.

Mi tristeza tampoco llega a verla

tal como es, quedándose en los astros

cuando en ellos el día es manifiesto

y no revela que en la noche hay campos

de intensa amanecida apresurada

no en germen, en luz plena, en albos pájaros.

Algún vuelo estará quemando el aire,

no por ardiente sino por lejano.

Alguna limpidez de estrella bruñe

los pinos, bruñirá mi cuerpo al cabo.

¿Qué puedo hacer sino seguir poniendo

la vida a mil lanzadas del espacio?

Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto,

un resplandor aéreo, un día vano

para nuestros sentidos, que gravitan

hacia arriba y no ven ni oyen abajo.

Como es la calma un yelmo para el río

así el dolor es brisa para el álamo.

Así yo estoy sintiendo que las sombras

abren su luz, la abren, la abren tanto,

que la mañana surge sin principio

ni fin, eterna ya desde el ocaso.


iii

la encina, que conserva más un rayo

de sol que todo un mes de primavera,

no siente lo espontáneo de su sombra,

la sencillez del crecimiento; apenas

si conoce el terreno en que ha brotado.

Con ese viento que en sus ramas deja

lo que no tiene música, imagina

para sus sueños una gran meseta.

Y con qué rapidez se identifica

con el paisaje, con el alma entera

de su frondosidad y de mí mismo.

Llegaría hasta el cielo si no fuera

porque aún su sazón es la del árbol.

Días habrá en que llegue. Escucha mientras

el ruido de los vuelos de las aves,

el tenue del pardillo, el de ala plena

de la avutarda, vigilante y claro.

Así estoy yo. Qué encina, de madera

más oscura quizá que la del roble,

levanta mi alegría, tan intensa

unos momentos antes del crepúsculo

y tan doblada ahora. Como avena

que se siembra a voleo y que no importa

que caiga aquí o allí si cae en tierra,

va el contenido ardor del pensamiento

filtrándose en las cosas, entreabriéndolas,

para dejar su resplandor y luego

darle una nueva claridad en ellas.

Y es cierto, pues la encina ¿qué sabría

de la muerte sin mí? ¿Y acaso es cierta

su intimidad, su instinto, lo espontáneo

de su sombra más fiel que nadie? ¿Es cierta

mi vida así, en sus persistentes hojas

a medio descifrar la primavera?


iv

así el deseo. Como el alba, clara

desde la cima y cuando se detiene

tocando con sus luces lo concreto

recién oscura, aunque instantáneamente.

Después abre ruidosos palomares

y ya es un día más. ¡Oh, las rehenes

palomas de la noche conteniendo

sus impulsos altísimos! Y siempre

como el deseo, como mi deseo.

Vedle surgir entre las nubes, vedle

sin ocupar espacio deslumbrarme.

No está en mí, está en el mundo, está ahí enfrente.

Necesita vivir entre las cosas.

Ser añil en los cerros y de un verde

prematuro en los valles. Ante todo,

como en la vaina el grano, permanece

calentando su albor enardecido

para después manifestarlo en breve

más hermoso y radiante. Mientras, queda

limpio sin una brisa que lo aviente,

limpio deseo cada vez más mío,

cada vez menos vuestro, hasta que llegue

por fin a ser mi sangre y mi tarea,

corpóreo como el sol cuando amanece.